Su barco repentinamente bajó el ancla, lejos de la orilla, y Thor tragó saliva. Él miró las rocas que enmarcaban la isla y se preguntaba cómo le harían para ir de aquí para allá. El choque de las olas se hacía más fuerte a cada segundo, haciendo que los demás tuvieran que gritar para ser escuchados.
Al mirar, bajaron varios botes pequeños al agua, luego fueron guiados por los comandantes, lejos del barco, a unos 27 metros. No lograrían llegar tan fácilmente, tendrían que nadar para llegar a ellos.
De solo pensarlo, Thor sintió náuseas.
"¡SALTEN!", gritó Kolk.
Por primera vez, Thor sintió miedo. Se preguntó si eso lo hacía menos miembro de la Legión, menos guerrero. Él sabía que los guerreros deberían ser valientes en todo momento, pero tuvo que reconocer a sí mismo que ahora sentía miedo. Odiaba el hecho de temer, y deseaba que pudiera ser de otra manera. Pero temía.
Pero cuando Thor miró a su alrededor y vio los rostros aterrados de los otros chicos; se sintió mejor. A su alrededor, los chicos estaban parados cerca de la borda, congelados de miedo, mirando las aguas. Un chico en particular estaba tan asustado que temblaba. Era el chico del día de los escudos, el que había tenido miedo, que había sido obligado a dar vueltas.
Kolk debe haberlo intuido, porque cruzó el barco hacia él. Kolk parecía espontáneo mientras el viento echaba hacia atrás su cabello, haciendo muecas mientras caminaba, pareciendo listo para conquistar la propia naturaleza. Se acercó a su lado y frunció más el ceño.
"¡SALTA!”, gritó Kolk.
"¡No!" respondió el muchacho. "¡No puedo! ¡No voy a hacerlo! ¡Yo no sé nadar! ¡Lléveme a casa!
Kolk se acercó al muchacho, ya que empezaba a alejarse de la borda, lo agarró por la parte trasera de su camisa y lo levantó del suelo.
"¡Entonces aprenderás a nadar!", Kolk gruñó, y luego, ante la incredulidad de Thor, lanzó al muchacho por la borda.
El muchacho salió volando por el aire, gritando, mientras se desplomaba unos 4.5 metros hacia el mar con espuma. Aterrizó con un chapoteo, después flotó hacia la superficie, agitándose, tratando de respirar.
"¡AUXILIO!", gritó él.
"¿Cuál es la ley primera de la Legión?", gritó Kolk, volteando a ver a los demás chicos en el barco, ignorando al muchacho que estaba en el agua.
Thor estaba poco consciente de la respuesta correcta, pero también estaba muy distraído por la visión del muchacho, ahogándose por debajo, para responder.
"¡Para ayudar a un miembro de la Legión en necesidad!", Elden gritó.
"¿Y está necesitado?" Kolk gritó, señalando al muchacho.
El chico levantó sus brazos, subiendo y bajando del agua y los otros chicos estaban parados en cubierta, mirando, todos estaban demasiado asustados para lanzarse al agua.
En ese momento, algo raro le pasó a Thor. Al centrarse en el muchacho que se ahogaba, todo lo demás quedó atrás. Thor ya no pensaba en sí mismo. El hecho de que podría morir nunca pasó por su mente. El mar, los monstruos, las mareas… todo se desvanecía. En lo único que podía pensar era en rescatar a alguien.
Thor se acercó a la amplia borda, dobló sus rodillas y sin pensarlo, saltó alto en el aire, de cara hacia el rojo burbujeante de las aguas que estaban abajo.
CAPÍTULO CINCO
Gareth se sentó en el trono de su padre en el Gran Salón, frotándose las manos a lo largo de sus brazos suaves, de madera y mirando la escena ante él: miles de súbditos estaban atiborrados en la sala, la gente se reunía desde todos los rincones de El Anillo para ver este evento una vez en la vida, para ver si él podría esgrimir la Espada de la Dinastía. A ver si él era El Elegido. Desde que su padre era joven, la gente no había tenido la oportunidad de presenciar que se blandiera – y nadie parecía querer perdérselo. La emoción estaba en el aire, como una nube.
Gareth estaba entumecido, ante la expectativa.
Mientras veía que la sala continuaba llenándose, más y más personas estaban adentro, atiborradas, comenzó a preguntarse si los asesores de su padre habían tenido razón, si en efecto, había sido una mala idea blandirla en el Gran Salón y permitir la entrada al público. Le habían instado a intentarlo en la pequeña y privada Cámara de la Espada; le habían dicho que si fracasaba, pocas personas lo presenciarían. Pero Gareth no confiaba en la gente de su padre; sentía más confianza en sí mismo que en la vieja guardia de su padre, y quería que todo el reino presenciara su logro, para que fueran testigos de que él era El Elegido, en cuanto ocurriera. Él había querido que el momento quedara grabado en el tiempo. El momento en que su destino había llegado.
Gareth había entrado en la habitación, con estilo, se pavoneaba acompañado por sus asesores, llevaba su corona y su manto, empuñando su cetro—él quería que todos supieran que él, no su padre, era el verdadero rey, el verdadero MacGil. Como esperaba, no le había tomado mucho tiempo sentir que este era su castillo, que estos eran sus súbditos. Quería que su pueblo lo sintiera ahora, que esta demostración de poder fuera vista por todos. Después de hoy, todos sabrían con certeza que era el único y verdadero rey.
Pero ahora que Gareth estaba ahí sentado, solo, en el trono, mirando a las clavijas de hierro vacías, al centro de la habitación en la que se colocaría la espada, iluminado por un rayo de luz del sol que provenía del techo, no estaba tan seguro. La gravedad de lo que estaba a punto de hacer le pesó; sería un paso irreversible, y no había marcha atrás. ¿Qué pasaría si, en efecto, fracasaba? Intentó borrarlo de su mente.
La enorme puerta se abrió con un crujido en el otro extremo de la habitación, y con un silencio de emoción, todos en la sala callaron, ante la expectativa. Entraron marchando una docena de las manos más fuertes de la corte, sosteniendo la espada entre ellos, todos haciendo un esfuerzo con su peso. Seis hombres estaban parados a cada lado, marchando lentamente, dando un paso a la vez, llevando la espada hacia su lugar de reposo.
El corazón de Gareth se aceleró al verla acercarse. Por un breve momento, vaciló su confianza—si estos doce hombres, más grandes que cualquiera que hubiera visto, apenas podían sostenerla, ¿qué oportunidad había para él? Pero trató de borrar esos pensamientos de su mente—después de todo, la espada se trataba del destino, no de fuerza. Y se obligó a recordar que era su destino estar aquí, ser el primogénito de los MacGil, que sería rey. Buscó a Argon entre la multitud; por alguna razón tuvo un repentino e intenso deseo de buscar su consejo. Este era el momento en que más lo necesitaba. Por alguna razón, no podía pensar en nadie más. Pero por supuesto, él no se encontraba.
Finalmente, la docena de hombres llegó al centro de la sala, llevando la espada hacia la luz del sol, y la colocaron en las puntas de hierro. Cayó con un ruido metálico reverberante, el sonido viajaba en ondas por toda la habitación. El cuarto quedó totalmente en silencio.
La gente instintivamente se separó, abriendo paso para que Gareth caminara e intentara izarla.
Gareth lentamente se levantó de su trono, saboreando el momento, saboreando toda la atención. Podía sentir todos los ojos sobre él. Sabía que este momento nunca se repetiría, cuando el reino entero lo observara completamente, intensamente, analizando cada movimiento que hacía. Había vivido este momento tantas veces en su mente desde que él era niño, y ahora había llegado. Quería ir despacio.
Bajó los escalones del trono, uno a uno, saboreando cada paso. Caminaba por la alfombra roja, sintiendo la suavidad debajo de sus pies, acercándose más y más hacia el remiendo de luz del sol, hacia la espada. Mientras caminaba, era como entrar en un sueño. Se sentía fuera de sí mismo. Una parte de él sentía como si hubiera caminado por esta alfombra muchas veces antes, habiendo izado la espada un millón de veces en sus sueños. Lo hacía sentir que estaba destinado a levantarla, que caminaba hacia su destino.
Vio cómo sucedería en su mente: caminaría con audacia, y estiraría una sola mano y mientras sus súbditos se inclinaban, él repentina y dramáticamente la levantaría sobre su cabeza. Todos jadearían y se arrodillarían bajando la cabeza y lo declararían El Elegido, el rey más importante de los MacGil que alguna vez había gobernado, el que gobernaría para siempre. Todos llorarían de gusto al verlo. Se encogerían de miedo ante él. Agradecerían a Dios haber vivido en esta vida para presenciarlo. Lo adorarían como a un dios.
Gareth se acercó a la espada, a pocos centímetros y sintió que temblaba por dentro. Al entrar hacia la luz del sol, aunque había visto la espada muchas veces antes, se sintió sorprendido por su belleza. A él nunca se le había permitido acercarse tanto, y lo sorprendió. Fue intenso. Con una cuchilla larga brillante, hecha de un material que nadie había descifrado, tenía la empuñadura más adornada que alguna vez había visto, envuelta en un paño fino, de seda, con incrustaciones de joyas de todo tipo y blasonada con el escudo del halcón. Cuando dio un paso más, pasando sobre ella, sintió la poderosa energía que ésta irradiaba. Parecía palpitar. Apenas podía respirar. En un momento estaría en la palma de su mano. Muy por encima de su cabeza. Brillando en la luz del sol para que todo el mundo lo viera.
Él, Gareth, El Grandioso.
Gareth extendió la mano derecha y la colocó en la empuñadura, cerrando lentamente sus dedos alrededor de ella, sintiendo cada joya, cada contorno al asirla, electrificado. Una intensa energía irradiaba a través de la palma de su mano, su brazo, a través de su cuerpo. Fue muy distinto a todo lo que había sentido en su vida. Éste era su momento. Su momento para toda la vida.
Gareth no se arriesgaría: estiró el brazo y también puso la otra mano en la empuñadura. Cerró sus ojos, respiraba con dificultad.
Si agrada a los dioses, por favor, permítanme levantar esto. Denme una señal. Muéstrenme que soy el rey. Muéstrenme que estoy destinado a gobernar.
Gareth oró en silencio, esperando una respuesta, una señal, de cuándo era el momento perfecto. Pero pasaron los segundos, un total de diez segundos, todo el reino observaba y no escuchó nada.
Entonces, de repente, vio el rostro de su padre, frunciendo el ceño hacia él.
Gareth abrió los ojos lleno de terror, queriendo borrar la imagen de su mente. Su corazón latía aceleradamente, y sintió que era un terrible presagio.
Era ahora o nunca.
Gareth se inclinó, y con todas sus fuerzas, intentó levantar la espada. Luchó con todo lo que tenía, hasta que su cuerpo entero se estremeció, convulsionado.
La espada no se movió. Era como intentar mover los cimientos de la tierra.
Gareth lo intentó con más y más fuerza. Finalmente, estaba gimiendo y gritando visiblemente.
Momentos más tarde, se desplomó.
La hoja no se había movido un centímetro.
Un jadeo de sorpresa se extendió por toda la sala, mientras él caía al suelo. Varios asesores corrieron en su ayuda, comprobando si estaba bien, y violentamente los empujó. Avergonzado, se detuvo tratando de levantarse por sí mismo.
Humillado, Gareth miró alrededor hacia sus súbditos, a ver cómo lo verían ahora.
Ya se habían dado la vuelta, se estaban yendo de la habitación.
Gareth podía ver la decepción en sus rostros, podía ver que él era sólo otro fallido espectáculo ante sus ojos. Ahora todos sabían, todos y cada uno de ellos, que no era su verdadero rey. No era el MacGil destinado y escogido. No era nada. Un príncipe que había usurpado el trono.
Gareth sintió que ardía de vergüenza. Nunca se había sentido más solo que en ese momento. Todo lo que había imaginado, desde que era niño, había sido una mentira. Un delirio. Él había creído en su propia fábula.
Y ésta lo había aplastado.
CAPÍTULO SEIS
Gareth caminaba en su habitación, con su mente aturdida, sorprendió por su incapacidad para izar la espada, tratando de procesar las consecuencias. Se sentía entumecido. No podía creer cómo había sido tan tonto para intentar levantar la espada, la Espada de la Dinastía, que ningún MacGil había podido izar durante siete generaciones. ¿Por qué pensó que podía ser mejor que sus antepasados? ¿Por qué había supuesto que él sería diferente?
Él debió haberlo sabido. Debió ser cauteloso, nunca debería haberse sobreestimado. Debería haber estado contento con simplemente tener el trono de su padre. ¿Por qué tuvo que presionar?
Ahora todos sus súbditos sabían que no era El Elegido; ahora su gubernatura podría verse estropeada por esto; ahora tendrían más motivos para sospechar que él era el causante de la muerte de su padre. Vio que todo el mundo lo miraba diferente, como si fuera un fantasma andando, como si ya se estuvieran preparando para el siguiente rey.
Peor que eso, por primera vez en su vida, Gareth se sentía inseguro de sí mismo. Toda su vida, había visto claramente su destino. Estaba seguro de que él estaba destinado a tomar el lugar de su padre para gobernar y para empuñar la espada. Su confianza había sido sacudida hasta la médula. Ahora no estaba seguro de nada.
Lo peor de todo, no podía evitar ver esa imagen del rostro de su padre, justo antes de que él la levantara. ¿Esa había sido su venganza?
"Bravo", dijo una voz lenta y sarcástica.
Gareth se dio la vuelta, sorprendido de que alguien estuviera con él en esa habitación.
Reconoció la voz al instante; era una voz con la que estaba muy familiarizado desde hacía años, y a quien había llegado a despreciar. Era la voz de su esposa.
Helena.
Allí estaba ella, en un rincón de la habitación, observándolo mientras ella fumaba su pipa de opio. Inhalaba profundamente, sostenía, y lentamente exhalaba. Sus ojos estaban inyectados de sangre, y él pudo ver que había estado fumando demasiado tiempo.
"¿Qué haces aquí?" preguntó él.
"Esta es mi habitación nupcial después de todo", respondió ella. "Puedo hacer lo que quiera aquí. Yo soy tu esposa y tu reina. No lo olvides. Yo gobierno este reino tanto como tú. Y después de tu debacle de hoy, yo usaría el término gobernar, libremente, sin duda”.
La cara de Gareth se sonrojó. Helena había tenido siempre una forma de darle un golpe bajo, y en el momento más inoportuno. Él la detestaba más que a cualquier mujer en su vida. Difícilmente podría concebir que él hubiera accedido a casarse con ella.
"¿Eso crees?", espetó Gareth, girando y dirigiéndose hacia ella, echando humo. "Olvidas que soy el rey, desgraciada, y que podría encarcelarte, como a cualquiera en mi reino, seas mi esposa o no".
Se rió de él, con un resoplido burlón.
"¿Y luego qué?", espetó ella.
"¿Tus nuevos súbditos saben acerca de tu sexualidad? No, lo dudo mucho. No en el mundo intrigante de Gareth. No en la mente del hombre que se preocupa más que nadie de cómo la gente lo percibe".
Gareth se detuvo delante de ella, al darse cuenta de que tenía una forma de ver a través de él, que le molestaba hasta decir basta. Él entendió su amenaza y se dio cuenta de que discutir con ella no serviría de nada. Así que se quedó ahí, en silencio, esperando, con sus puños apretados.
"¿Qué es lo que quieres?" dijo lentamente, tratando de controlarse a sí mismo para no hacer algo precipitado.
"No habrías venido, a menos que quisieras algo".
Ella rió, con una risa burlona.
"Voy a tomar lo que se me antoje. No he venido a pedirte nada. Más bien vine a decirte una cosa: todo tu reino ha sido testigo de tu inhabilidad para levantar la espada. ¿Dónde quedamos con eso?".
"¿Quedamos?" preguntó él, intrigado de hacia dónde se dirigía ella con eso.
"La gente sabe ahora lo que yo siempre he sabido: que eres un fracasado. Que no eres El Elegido. Felicitaciones. Al menos ahora es oficial".