El Destino De Los Dragones - Морган Райс 4 стр.


Él frunció el ceño nuevamente.

"Mi padre no pudo blandir la espada. Eso no le impidió gobernar efectivamente como rey".

"Pero afectó su reinado", espetó ella. "Cada momento de él".

"Si" eres tan infeliz con mis inhabilidades”, dijo Gareth furioso, "¿por qué no te vas de este lugar? ¡Déjame! Deja nuestra parodia de matrimonio. Ahora yo soy el rey. Ya no te necesito".

"Me alegro de que plantearas ese punto", dijo ella, "porque esa es precisamente la razón por la que vine.  Quiero terminar nuestro matrimonio oficialmente. Quiero el divorcio. Hay un hombre al que amo. Un hombre de verdad. De hecho, es uno de sus caballeros. Es un guerrero. Estamos enamorados, es un amor verdadero. Diferente a cualquier amor que haya tenido. Divórciate de mí, para que pueda dejar de mantener esto en secreto. Quiero que nuestro amor sea público. Quiero casarme con él”.

Gareth la miró fijamente, sorprendido, sintiéndose hueco, como si una daga hubiera sido sumida en su pecho. ¿Por qué Helena tenía que salir a la superficie? ¿Por qué ahora, de todos los tiempos? Era demasiado para él. Sentía como si el mundo entero le diera de patadas mientras estaba en el suelo.

A pesar de sí mismo, Gareth se sorprendió al darse cuenta de que sentía algo por Helena, porque cuando él oyó las palabras exactas de ella, pidiéndole el divorcio, algo lo movió por dentro. Le molestó. A pesar de sí mismo, le hizo darse cuenta de que no quería divorciarse de ella. Si él lo dijera, era una cosa; pero viniendo de ella, era distinto. No quería que ella se saliera con la suya, y no tan fácilmente.

Sobre todo, se preguntaba cómo un divorcio influiría en su reinado. Un rey divorciado levantaría demasiadas preguntas. Y a pesar de sí mismo, se hallaba celoso de ese caballero. Y resentido de que ella le embarrara en la cara su falta de hombría. Quería vengarse. De los dos.

"No puedes tenerlo", dijo él. "Estás atada a mí. Serás mi esposa para siempre. Nunca te dejaré libre. Y si alguna vez me encuentro con ese caballero con el que me estás engañando, voy a hacer que lo torturen y ejecuten”.

Helena lo vio con cara amenazante.

"¡Yo no soy tu esposa! Tú no eres mi esposo. Tú no eres un hombre. La nuestra es una unión impía. Así ha sido desde el primer día. Era una sociedad arreglada por el poder. Todo esto me da asco – siempre ha sido así. Y ha arruinado mi única oportunidad de realmente estar casada".

Respiraba, aumentando su furia.

"Me darás el divorcio, o voy a revelar a todo el reino el tipo de hombre que eres. Tú decides".

Con eso Helena le dio la espalda, atravesó la habitación y salió por puerta abierta, sin molestarse en cerrarla detrás de ella.

Gareth estaba solo en la cámara de piedra, escuchando el eco de sus pasos y sintiendo un escalofrío en cuerpo que no podía quitarse. ¿Había algo estable a lo que se podía sostener?

Mientras Gareth estaba ahí parado, temblando, viendo la puerta abierta, se sorprendió al ver a alguien entrar por ella. Apenas había tenido tiempo para registrar su conversación con Helena, para procesar todas sus amenazas, cuando llegó un rostro familiar. Firth. El rebote habitual de su caminar había desaparecido cuando entró en el cuarto con vacilación, con una mirada de culpa en su rostro.

"¿Gareth?" preguntó pareciendo inseguro.

Firth lo miró, con los ojos bien abiertos, y Gareth pudo ver lo mal que sentía. Debería sentirse mal, pensó Gareth.  Después de todo, era Firth quien le hizo empuñar la espada, quien finalmente lo convenció, quien le había hecho pensar que valía más de lo que era. Sin el susurro de Firth, ¿quién lo sabía? Tal vez Gareth ni siquiera habría intentado empuñarla.

Gareth se volvió hacia él, echando humo. En Firth finalmente encontró un objeto al cual dirigir toda su ira. Después de todo, Firth había sido quien mató a su padre. Era Firth, ese estúpido mozo de cuadra, quien le metió en este lío para empezar. Ahora era sólo otro fallido sucesor al linaje MacGil.

"Te odio", dijo Gareth furioso. "¿Qué hay de tus promesas ahora? ¿Qué hay de la seguridad que tenía que yo podría blandir la espada?".

Firth tragó saliva, pareciendo muy nervioso. Se quedó sin habla. Obviamente, no tenía nada que decir.

"Lo siento, mi señor", dijo él. "Me equivoqué".

"Te equivocaste sobre un montón de cosas", Gareth espetó.

Sin duda, mientras Gareth más pensaba en ello, más se daba cuenta de lo mal que había estado Firth. De hecho, si no fuera por Firth, su padre aún estaría vivo hoy—y Gareth no estaría en ninguno de estos desastres. El peso de la realeza no estaría en su cabeza, todas estas cosas no irían mal. Gareth anhelaba los días sencillos, cuando no era rey, cuando su padre estaba vivo. Sintió un repentino deseo de regresar a esos días, a la manera como eran las cosas antes. Pero no podía. Y Firth tenía la culpa de todo esto.

"¿Qué haces aquí?", presionó Gareth.

Firth aclaró su garganta, evidentemente nervioso.

"He oído… rumores… susurros de los sirvientes que hablan. Dicen que tu hermano y tu hermana están haciendo preguntas. Los han visto en donde trabajan los sirvientes. Examinando el conducto de residuos buscando el arma homicida. La daga que utilicé para matar a tu padre".

Gareth sintió un escalofrío al escuchar sus palabras. Estaba paralizado de asombro y de temor. ¿Podría empeorar el día?

Aclaró su garganta.

"¿Y qué encontraron?", preguntó él, sintiendo su garganta seca, las palabras apenas escapaban.

Steffen meneó la cabeza.

"No sé, mi señor. Todo lo que sé es que sospechan algo".

Gareth sentía un odio renovado hacia Firth, que no sabía que era capaz de sentir. Si no fuera por su torpeza, si hubiera desechado el arma correctamente, no estaría en esta posición. Firth le había dejado vulnerable.

"Sólo voy a decirlo una vez", dijo Gareth, acercándose a Firth, con la mirada más firme que pudo tener. "No quiero verte nunca más. ¿Me entiendes? Aléjate de mi presencia y nunca regreses. Te voy a relegar a una posición muy lejos de aquí. Y si alguna vez vuelves a poner un pie en los muros de este castillo, te aseguro que haré que te arresten.

"¡AHORA, VETE!", gritó Gareth.

Firth, con los ojos llenos de lágrimas, se dio vuelta y salió corriendo de la habitación; sus pasos resonaban mucho después de haberse alejado del pasillo.

Gareth regresó a pensar en la espada, en su intento fallido. No podría evitar sentir que había puesto en marcha una gran calamidad para sí mismo. Sentía como si se hubiera lanzado desde un acantilado, y que de ahora en adelante, sólo enfrentaría su descenso.

Se quedó allí, arraigado al suelo, en el silencio reverberante, en la habitación de su padre, temblando, preguntando qué había puesto en marcha. Nunca se había sentido tan solo, tan inseguro de sí mismo.

¿Esto era lo que significaba ser rey?

*

Gareth corrió por la escalera espiral de piedra, piso tras piso, apresurándose hacia los parapetos superiores del castillo. Necesitaba aire fresco. Necesitaba tiempo y espacio para pensar. Necesitaba un sitio con vista privilegiada de su reino, una oportunidad para ver su corte, a su pueblo y para recordar que todo esto era suyo. Que, a pesar de todos los eventos del día que parecían una pesadilla, él, después de todo, todavía era el rey.

Gareth había despedido a sus asistentes y corrió solo, piso tras piso, respirando con dificultad. Se detuvo en uno de los pisos, inclinado para recuperar el aliento. Las lágrimas caían por sus mejillas. Veía la cara de su padre, regañándolo a cada paso.

"¡Te odio!", gritó al vacío.

Podría haber jurado que escuchó una risa burlona. La risa de su padre.

Gareth necesitaba alejarse de ahí. Se volvió y siguió corriendo, corriendo, hasta que finalmente llegó a la cima. Salió intempestivamente por la puerta, y el aire fresco le golpeó en la cara.

Respiró profundo, recuperando su aliento, deleitándose con el sol, en la brisa cálida. Se quitó su manto, el manto de su padre y lo lanzó hacia el suelo. Había demasiado calor, y no quería usarlo ya.

Él corrió hasta el borde del parapeto, poniendo las manos sobre la pared de piedra, jadeando, mirando hacia abajo de su corte. Podía ver a la multitud interminable, saliendo del castillo. Salían de la ceremonia. Su ceremonia. Casi podía sentir su decepción desde ahí. Se veían tan pequeños. Se maravilló que todos estuvieran bajo su control.

Pero ¿por cuánto tiempo?

“Los reinados son algo graciosos”, dijo la voz de un anciano.

Gareth giró y vio parado, para su sorpresa, a Argon, a unos metros de él, usando un manto blanco y una capucha y sosteniendo su vara. Lo miró con una sonrisa en la comisura de sus labios—sin embargo, sus ojos no sonreían. Brillaban, lo miraba con firmeza, y pusieron de nervios a Gareth. Vieron demasiado.

Había tantas cosas que Gareth había querido decirle a Argon, qué preguntarle. Pero ahora que ya había fallado en blandir la espada, no podía recordar una sola.

“¿Por qué no me dijiste?”, le dijo Gareth, con desesperación en su voz. "Debiste haberme dicho que no iba a blandirla. Podrías haberme ahorrado la vergüenza".

"¿Y por qué habría de hacerlo?", preguntó Argon.

Gareth frunció el ceño

"No eres un verdadero consejero del rey", dijo él. "Habrías aconsejado a mi padre con la verdad. Pero no a mí".

"Quizás él merecía un consejo honesto", respondió Argon.

La furia de Gareth se hizo mayor. Odiaba a este hombre. Y lo culpó.

"No te quiero a mi alrededor", dijo Gareth. "No sé por qué mi padre te contrató, pero no te quiero que en la corte del rey".

Argon rió, con un sonido hueco, que daba miedo.

"Tu padre no me contrató, tonto", dijo él. "Ni el padre él. Yo tenía que estar aquí. De hecho, podría decirse que yo los contraté a ellos".

Argon de repente dio un paso hacia adelante y parecía como si él estuviera mirando el alma de Gareth.

"¿Se puede decir lo mismo de ti?", preguntó Argon. “¿Tenías que estar aquí?”

Sus palabras tocaron una fibra sensible en Gareth, y sintió un escalofrío. Era lo mismo que Gareth se había estado preguntando a sí mismo. Gareth se preguntaba si era una amenaza.

"El que reina por sangre gobernará por sangre", proclamó Argon, y con esas palabras, rápidamente le dio la espalda y comenzó a alejarse.

"¡Espera!", gritó Gareth, ya no queriendo que se fuera, pues necesitaba respuestas. "¿Qué quisiste decir con eso?".

Gareth no pudo evitar sentir que Argon le estaba dando un mensaje; que no gobernaría por mucho tiempo. Necesitaba saber si eso era lo que él había querido decir.

Gareth corrió tras él, pero al acercarse, ante sus ojos, Argon desapareció.

Gareth se dio la vuelta, miró a su alrededor, pero no vio nada. Sólo escuchó una risa hueca, en algún lugar en el aire.

"¡Argon!", gritó Gareth.

Se volvió de nuevo, entonces miró al cielo, hincándose en una rodilla y echando atrás la cabeza. Él gritó:

"¡ARGON!".

CAPÍTULO SIETE

Erec marchaba junto con el Duque, Brandt y docenas de personas del séquito del Duque, a través de las callejuelas de Savaria, crecía la multitud a medida que caminaban hacia la casa de la sirvienta. Erec había insistido en conocerla sin demora, y el Duque quería llevarlo personalmente. Y a donde el duque iba, iban todos. Erec miró a su alrededor al enorme y creciente séquito y se sintió avergonzado, al darse cuenta de que llegaría a la morada de esa chica con docenas de personas.

Desde que la había visto por primera vez, Erec no había podido pensar en otra cosa.

¿Quién era esa chica?, se preguntaba. Parecía tan noble, ¿pero trabajaba como funcionario en la corte del duque? ¿Por qué ella huyó de él tan apresuradamente? ¿Por qué, en todos sus años, con todas las mujeres reales que había conocido, era la única que había conquistado su corazón?

Estar cerca de la realeza toda su vida, siendo hijo de un rey, Erec pudo detectar la realeza en un instante – y sintió desde el momento en que le vio, que era de una posición mucho más alta que la que estaba ocupando. Estaba ardiendo de curiosidad por saber quién era, de dónde era, qué estaba haciendo ahí. Necesitaba otra oportunidad para poner sus ojos en ella, para ver si él lo había estado imaginando o si todavía sentía lo mismo que antes.

"Mis siervos dicen que vive en las afueras de la ciudad", explicó el Duque, hablando mientras caminaban. Cuando entraron, la gente por todos lados de las calles abría sus persianas y miraban hacia abajo, sorprendidos por la presencia del duque y su séquito, en las calles.

"Al parecer, ella fue criada por un tabernero. Nadie sabe su origen, de dónde vino. Lo único que sabían era que llegó un día a nuestra ciudad y se convirtió en una esclava de ese tabernero. Su pasado, al parecer, es un misterio".

Todos dieron vuelta en otra calle; el adoquín debajo de ellos se torcía más cada vez; las pequeñas viviendas estaban más cerca una de la otra y más destartaladas, conforme iban pasando. El duque aclaró su garganta.

"La llevé como criada a mi corte en ocasiones especiales. Ella es callada, reservada. No se sabe mucho sobre ella. Erec", dijo el Duque, volteando finalmente hacia él, poniendo una mano en su muñeca, "¿estás seguro de esto? Esta mujer, quienquiera que sea, es una plebeya. Podrías elegir a cualquier mujer del reino".

Erec lo miró con igual intensidad.

"Debo ver a esta chica otra vez. No me importa quién sea".

El duque meneó su cabeza en desaprobación, y todos continuaron caminando, dando vuelta calle tras calle, pasando por callejuelas serpenteantes y estrechas. Al ir pasando, el barrio de Savaria llegaba a ser incluso más sórdido; las calles estaban llenas de borrachos, repletas de suciedad, gallinas y perros salvajes. Pasaron taberna tras taberna; los gritos de los clientes se escuchaban en las calles. Varios borrachos tropezaron ante ellos, y mientras la noche comenzaba a caer, las calles comenzaron a ser iluminadas por antorchas.

“¡Abran paso al Duque!”, gritó su asistente principal, corriendo hacia adelante y empujando a los borrachos fuera del camino. Calles arriba y abajo, los tipos desagradables se separaban y observaban, asombrados, mientras pasaba el Duque, y Erec junto a él.

Finalmente, llegaron a un pequeño y humilde hostal, construido de estuco, con un techo de tejas, de dos aguas. Parecía como si hubiera unos cincuenta clientes en su taberna inferior, con unas habitaciones arriba para los huéspedes. La puerta estaba torcida, una ventana estaba rota y su lámpara de entrada colgaba torcida, con su antorcha parpadeante, la vela demasiado baja. Se escuchaban afuera de las ventanas los gritos de los borrachos, mientras se detenían ante la puerta.

¿Cómo podía trabajar una chica tan bonita en un lugar como éste? Erec se preguntaba, horrorizado, cuando escuchó los gritos y abucheos dentro. Se le rompió el corazón al pensar en ello, mientras imaginaba la indignidad que ella debía estar sufriendo en ese lugar. No es justo, pensó. Estaba decidido a rescatarla de él.

"¿Por qué vienes al peor lugar posible para elegir a una novia?", preguntó el Duque, dirigiéndose a Erec.

Brandt también volteó a verlo.

"Es tu última oportunidad, amigo mío", dijo Brandt. “Hay un castillo lleno de mujeres reales esperando a que regreses ahí”.

Pero Erec meneó la cabeza, decidido.

"Abran la puerta", ordenó.

Uno de los hombres del duque se abalanzó y la abrió. El olor a cerveza rancia salió en ondas, haciéndolo retroceder,

Adentro, los borrachos estaban encorvados el bar, sentados en mesas de madera, gritando demasiado fuerte, riendo, abucheando y empujándose unos a otros. Eran tipos ordinarios, como pudo ver Erec, con vientres demasiado grandes, las mejillas sin afeitar, con la ropa sucia. Ninguno era guerrero.

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