—Planetas —repitió la madre de Kevin. Lo dijo con una voz monótona.
—La Srta. Kapinski dice que alteró un poco su clase cuando lo hizo —dijo el director. Suspiró—. No sé si tal vez sería mejor que Kevin se quedara en casa una tiempo.
Lo dijo sin mirar a Kevin. Allí se estaba tomando una decisión y, aunque Kevin era el centro de la misma, quedaba claro que en realidad él no tenía ni voz ni voto.
—Yo no quiero perder escuela —dijo Kevin, mirando a su madre. Seguramente ella tampoco querría que lo hiciera.
—Creo que lo que tenemos que preguntarnos —dijo el director— es si, en este punto, la escuela es realmente lo mejor que puede hacer Kevin con el tiempo que le queda.
Probablemente, la intención era decirlo de una forma amable pero lo único que consiguió fue recordarle a Kevin lo que había dicho el médico. Seis meses de vida. No parecía el tiempo suficiente para nada, y mucho menos para tener una vida. Seis meses que valen segundos, cada uno de los cuales pasa a un ritmo regular que coincidía con la cuenta atrás dentro de su cabeza.
—¿Me está diciendo que no tiene sentido que mi hijo esté en la escuela porque de todas formas pronto estará muerto? —dijo bruscamente su madre—. ¿Eso es lo que me está diciendo?
—No, claro que no —dijo el director a toda prisa, levantando las manos para calmarla.
—Eso es lo que parece que esté diciendo —dijo la madre de Kevin—. Parece que pierda los papeles con la enfermedad de mi hijo tanto como los chicos que hay aquí.
—Lo que estoy diciendo es que va a ser difícil enseñar a Kevin a medida que esto empeore —dijo el director—. Lo intentaremos, pero… ¿no prefieres aprovechar al máximo el tiempo que te queda?
Lo dijo en un tono amable que consiguió llegar directo al corazón de Kevin. Estaba diciendo exactamente lo que su madre había pensado, pero en palabras más amables. Lo peor era que tenía razón. Kevin no iba a vivir el tiempo suficiente para ir a la facultad, o tener un trabajo, o hacer cualquier cosa para la que necesitara que la escuela lo preparase, así que ¿por qué molestarse en estar ahí?
—No pasa nada, mamá —dijo, alargando la mano para tocarle el brazo.
Aquella pareció ser una razón suficiente para convencer a su madre y eso le hizo ver a Kevin lo grave que era todo esto. En cualquier otra ocasión, hubiera esperado que su madre discutiera. Ahora parecía que le habían succionado las ganas de discutir.
Salieron a buscar el coche en silencio. Kevin se giró para mirar la escuela. Le golpeó el pensamiento de que probablemente no volvería. Ni tan solo había tenido la oportunidad de despedirse.
—Siento que te llamaran al trabajo —dijo Kevin cuando se sentaron en el coche. Notaba la tensión que había. Su madre no encendió el motor, simplemente se quedó sentada.
—No es solo eso —dijo ella—. Solo es que… cada vez era más fácil fingir que no pasaba nada. —Parecía muy triste, profundamente dolida. Kevin se había acostumbrado a la expresión que significaba que estaba intentando no llorar. Pero no lo estaba logrando.
—¿De verdad que estás bien, Kevin? —preguntó, incluso entonces, era él el que la abrazaba a ella, tan fuerte como podía.
—Yo… ojalá no tuviera que dejar la escuela —dijo Kevin. Nunca hubiera pensado que se escucharía a sí mismo decir eso. Nunca hubiera pensado que escucharía a alguien decir eso.
—Podemos volver a entrar —dijo su madre—. Podría decirle al director que voy a traerte aquí mañana, y después cada día, hasta…
Rompió a llorar.
—Hasta que la cosa esté muy mal —dijo Kevin. Cerró los ojos con fuerza—. Mamá, creo que quizás ya está muy mal.
La oyó golpear el salpicadero, el golpe seco resonó por todo el coche.
—Lo sé —dijo ella—. Lo sé y lo odio. Odio esta enfermedad que me está arrebatando a mi hijito.
Volvió a llorar durante un ratito. A pesar de sus intentos por mantenerse fuerte, Kevin también lo hizo. Pareció que pasó mucho rato antes de que su madre estuviera lo suficientemente tranquila para decir algo más.
—¿Dijeron que viste… planetas, Kevin? —preguntó.
—Los vi —dijo Kevin. ¿Cómo podía explicar cómo era? ¿Lo real que era?
Su madre lo recorrió con la mirada y ahora Kevin tenía la sensación de que estaba luchando para decir las palabras adecuadas. Luchando para ser reconfortante, firme y tranquila, todo a la vez—. Tu ves que esto no es real, ¿verdad, cariño? Es solo… es solo la enfermedad.
Kevin sabía que debía comprenderlo, pero…
—Esta no es la sensación que tengo —dijo Kevin.
—Ya lo sé —dijo su madre—. Y lo odio, pues me recuerda que mi hijito se está apagando. Me gustaría hacer que todo esto desapareciera.
Kevin no sabía qué decir a eso. Él también deseaba que desapareciera.
—Pero parece real —dijo Kevin, aún así.
Su madre se quedó callada durante un buen rato. Cuando por fin habló, su voz tenía el tono frágil e íntegro que llegó justo con el diagnóstico, pero que ahora ya era de sobra conocido.
—Tal vez… tal vez haya llegado el momento de que te vea esa psicóloga.
CAPÍTULO TRES
El despacho de la Dra. Linda Yalestrom no tenía ni de cerca el aspecto clínico de todos los demás en los que Kevin había estado últimamente. En primer lugar, era su casa, en Berkeley, tan cerca de la universidad que esta parecía confirmar sus credenciales con tanta certeza como los certificados que estaban cuidadosamente enmarcados en la pared.
El resto tenía el aspecto del tipo de despacho en casa que Kevin imaginaba por la televisión, con accesorios indefinidos que evidentemente habían sido desterrados aquí después de alguna mudanza anterior, un escritorio donde se habían amontonado trastos del resto de la casa y unas cuantas plantas en macetas que parecían aguardar su momento, preparadas para tomar el testigo.
A Kevin le gustaba la Dra. Yalestrom. Era una mujer de unos cincuenta años, bajita y con el pelo oscuro, cuya ropa alegremente estampada no podía estar más lejos de las batas médicas. Kevin pensó que podría hacerlo a propósito, si pasaba mucho tiempo trabajando con personas que ya habían recibido las peores noticias posibles de los médicos.
—Ven a sentarte, Kevin —dijo con una sonrisa, señalando hacia un amplio diván rojo que estaba muy gastado tras años de gente sentándose en él—. Sra. McKenzie, ¿por qué no nos deja un rato? Quiero que Kevin sienta que puede decir todo lo que necesita decir. Mi ayudante le traerá café.
Su madre asintió.
—Estaré aquí fuera.
Kevin fue a sentarse al sofá, que resultó ser tan cómodo como parecía. Miró las fotografías de excursiones para ir a pescar y vacaciones que había por toda la habitación. Le llevó un rato darse cuenta de algo importante.
—Usted no sale en ninguna de las fotos que hay aquí —dijo.
La Dra. Yalestrom sonrió al oírlo.
—La mayoría de mis clientes nunca se fijan. La verdad es que muchos de ellos son lugares a los que siempre quise ir, o lugares que oí que eran interesantes. Las puse porque los jovencitos como tú pasan mucho tiempo mirando la habitación, sin hacer otra cosa que hablar conmigo e imagino que al menos deberíais tener algo a lo que mirar.
A Kevin le pareció que era hacer un poco de trampa.
—Si trabaja mucho con gente que se está muriendo —dijo—, ¿por qué tiene fotos de lugares a los que siempre quiso ir? ¿Por qué dejarlo para más adelante, cuando usted ha visto que…?
—¿Cuando he visto lo rápido que todo puede acabar? —preguntó la Dra. Yalestrom, dulcemente.
Kevin asintió.
—Tal vez a causa de la maravillosa habilidad humana de saberlo y, aun así, procrastinar. O tal vez sí que he estado en algunos de estos lugares, y la razón por la que no estoy en las fotos solo es que creo que con una en la que yo mire fijamente a la gente hay más que suficiente.
Kevin no estaba seguro de si esas eran buenas razones o no. De algún modo, no parecían suficientes.
—¿Tú dónde irías, Kevin? —preguntó la Dra. Yalestrom—. ¿Dónde irías si pudieses ir a cualquier lugar?
—No lo sé —respondió él.
—Bueno, piénsalo. No tienes que decírmelo ahora mismo.
Kevin negó con la cabeza. Era raro hablar así con un adulto. Normalmente, cuando tienes trece años, las conversaciones se reducen a preguntas y órdenes. Con la posible excepción de su mamá, que igualmente estaba en el trabajo buena parte del tiempo, a los adultos realmente no les interesaba lo que alguien de su edad tenía que decir.
—No lo sé —repitió—. O sea, realmente nunca pensé que podría ir a algún sitio. —Intentaba pensar en lugares a los que le gustaría ir, pero era difícil que se le ocurriera algún lugar, especialmente ahora que solo le quedaban unos cuantos meses para hacerlo—. Siento que, piense en el lugar que piense, ¿qué sentido tiene? Muy pronto estaré muerto.
—¿Cuál crees que es el sentido? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin hizo todo lo posible por pensar en una razón.
—Creo que… ¿por qué muy pronto no es lo mismo que ahora?
La psicóloga asintió.
—Creo que esta es una buena manera de decirlo. Entonces, ¿hay algo que te gustaría hacer muy pronto, Kevin?
Kevin lo pensó.
—Supongo… supongo que debería decirle a Luna lo que está pasando.
—¿Y quién es Luna?
—Es mi amiga —dijo Kevin—. Ya no vamos al mismo colegio, o sea que no me ha visto desmayarme ni nada, y hace días que no la llamo, pero…
—Pero deberías decírselo —dijo la Dra. Yalestrom—. No es sano rechazar a tus amigos cuando las cosas no van bien, Kevin. Ni tan solo para protegerlos.
Kevin se tragó una negación, pues eso era más o menos lo que él estaba haciendo. No quería causar dolor a Luna con esto, no quería hacerle daño con las noticias de lo que iba a suceder. Esta era en parte la razón por la que no la había llamado en tanto tiempo.
—¿Qué más? —dijo la Dra. Yalestrom—. Vamos a probar otra vez con los lugares. Si pudieras ir a cualquier lugar, ¿adónde irías?
Kevin intentó escoger entre todos los lugares que había en la habitación, pero lo cierto era que solo había un paisaje que continuaba apareciendo en su cabeza, con unos colores que una cámara normal no podía capturar.
—Sonaría estúpido.
—No hay nada malo en sonar estúpido —le aseguró la Dra. Yalestrom—. Te contaré un secreto. La gente a menudo piensa que todo el mundo menos ellos son especiales. Piensan que las otras personas deben ser más inteligentes, o más valientes, o mejores, porque solo ellos pueden ver las partes de ellos mismos que no son esas cosas. Les preocupa que todos los demás digan lo correcto y que ellos parezcan estúpidos. Pero no es cierto.
Aun así, Kevin se quedó allí sentado durante unos segundos, examinando el tapizado del diván en detalle.
—Yo… yo veo lugares. Un lugar. Creo que esta es la razón por la que tuve que venir aquí.
La Dra. Yalestrom sonrió.
—Estás aquí porque una enfermedad como la tuya puede crear un montón de efectos raros, Kevin. Yo estoy aquí para ayudarte a hacerles frente, sin que dominen tu vida. ¿Te gustaría hablarme más de las cosas que ves?
De nuevo, Kevin examinó detalladamente el diván, memorizando su relieve y sacó una pelusa diminuta que sobresalía del resto. La Dra. Yalestrom estaba callada mientras lo hacía; con el tipo de silencio que parecía que le estaba succionando las palabras, proporcionándoles un espacio en el que caer.
—Veo un lugar en que nada es como aquí. Los colores son falsos, las plantas son diferentes —dijo Kevin—. Lo veo destrozado… por lo menos, eso creo. Hay fuego y calor, un destello brillante. Hay una serie de números. Y hay algo que parece una cuenta atrás.
—¿Por qué parece una cuenta atrás? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin se encogió de hombros.
—No estoy seguro. ¿Porque los latidos cada vez están más cerca, supongo?
La psicóloga asintió y, a continuación, se dirigió al escritorio. Volvió con papel y lápices.
—¿Cómo se te da el arte? —preguntó—. No, no respondas a eso. No importa si es una gran obra de arte o no. Solo quiero que intentes dibujar lo que ves, para que pueda hacerme una idea de cómo es. No le prestes mucha atención, solo dibuja. ¿Puedes hacer eso por mí, Kevin?
Kevin se encogió de hombros.
—Lo intentaré.
Cogió los lápices y el papel e intentó traer a la mente el paisaje que había visto, intentando recordar cada detalle del mismo. Era difícil hacerlo, pues aunque los números permanecían en su cabeza, parecía que tenía que sumergirse en lo profundo de sí mismo para arrancar las imágenes. Estaban bajo la superficie y, para llegar hasta ellas, Kevin tenía que meterse en sí mismo, concentrándose solo en eso, dejando que el lápiz fluyera sobre el papel casi de forma automática…
—Bien, Kevin —dijo, quitándole el bloc de notas antes de que Kevin pudiera ver bien lo que había dibujado—. Vamos a ver lo que has…
Kevin vio la mirada de sorpresa que le atravesó la cara, tan breve que casi no estuvo allí. Pero que sí que lo estuvo y Kevin tuvo que preguntarse lo que costaría sorprender a alguien que oía historias de gente que se estaba muriendo cada día.
—¿Qué pasa? —preguntó Kevin—. ¿Qué dibujé?
—¿No lo sabes? —preguntó la Dra. Yalestrom.
—Intenté no pensar demasiado —dijo Kevin—. ¿Hice algo malo?
La Dra. Yalestrom dijo que no con la cabeza.
—No, Kevin, no hiciste nada malo.
Sujetó en alto el dibujo de Kevin.
—¿Te gustaría echarle un vistazo a lo que hiciste? Tal vez te ayudará a entender cosas.
Lo sujetaba doblado, solo con las puntas de sus dedos, como si no quisiera tocarlo más de lo necesario. Eso hizo que Kevin se preocupara un poquito. ¿Qué podría haber dibujado que hacía que un adulto reaccionara así? Lo cogió y lo desdobló.
Allí había el dibujo de una nave espacial, probablemente dibujo no era la palabra correcta para esto. Se parecía más a un cianotipo, completo con todos los detalles, que parecía imposible en el tiempo que Kevin tuvo para dibujar. Nunca antes lo había visto, pero aquí estaba, sobre la página, con un aspecto gigante y plano, como una ciudad encaramada sobre un disco. A su alrededor había discos más pequeños, como abejas obreras alrededor de una reina.
El detalle daba a entender que había algo meticuloso, casi clínico, en el modo en que estaba dibujado, pero había algo más. Había algo en su geometría que simplemente no estaba… bien, de algún modo, pues parecía tener unas profundidades y unos ángulos que no deberían ser posibles de capturar en un esbozo como este.
—Pero esto… —Kevin no sabía qué decir. ¿Esto no demostraba lo que estaba sucediendo? ¿Alguien pensaba que él podría haberse inventado algo así?
Al parecer, la Dra. Yalestrom no estaba convencida. Cogió de nuevo el dibujo y lo dobló con cuidado como si no quisiera tener que mirarlo. Kevin sospechaba que su rareza era demasiado para ella.
—Pienso que es importante que hablemos de las cosas que ves —dijo—. ¿Crees que esas cosas son reales?
Kevin dudó.
—No… estoy seguro. Parecen reales, pero ahora mucha gente me ha dicho que no pueden serlo.
—Tiene sentido —dijo la Dra. Yalestrom—. Lo que sientes es muy común.
—¿Ah, sí? —Lo que él estaba experimentando no parecía en absoluto
nada común—. Pensaba que mi enfermedad era rara.
La Dra. Yalestrom se dirigió hacia su escritorio y metió el dibujo de Kevin dentro de un archivo. Cogió una tableta y empezó a escribir notas.
—¿Es importante que otras personas no experimenten lo que tú estás experimentando, Kevin?
—No, no es eso —dijo Kevin—. Es solo que el Dr. Markham dijo que esta enfermedad solo afecta a unas pocas personas.
—Eso es cierto —le dio la razón la Dra. Yalestrom—. Pero yo visito a mucha gente que sufre alucinaciones de algún tipo por otras razones.
—Piensa que me estoy volviendo loco —supuso Kevin. Todos los demás parecían pensarlo. Incluso su mamá, presuntamente, pues ella había sido la que lo había traído aquí después de que empezara a hablar de ellas. Pero a él no le parecía para nada que se estuviera volviendo loco.