—También —dijo Cora— creo que para encontrar un lugar, tienes que poderlo ver.
«Me gusta tu mascota» —le respondió Asha, adelantándose a ellos— «¿Siempre habla tanto?»
La mujer que parecía ser uno de los líderes del Hogar de Piedra dio largos pasos, arrastrando su larga capa y con su amplio sombrero no dejaba pasar la humedad.
«No es mi mascota» —le mandó Emelina. Pensó en decirlo en voz alta por Cora, pero fue por ella que no lo hizo.
«¿Por qué otra cosa iba alguien a tener a uno de los Normales por aquí?» —preguntó Asha.
—Ignora a Asha —dijo Vincente, en voz alta. Era lo suficientemente alto para alzarse imponente pero, a pesar de eso y de la espada en forma de cuchillo de carnicero que llevaba, parecía el más amable de los dos—. Tiene problemas para creer que los que no tienen nuestros dones pueden ser parte de nuestra comunidad. Por suerte, no todos nosotros lo sentimos así. En cuanto a la neblina, es una de nuestras protecciones. Los que buscan el Hogar de Piedra para dañarlo deambulan sin encontrarlo. Se pierden.
—Y nosotros podemos cazar a los que vinieron a hacernos daño —dijo Asha, con una sonrisa que no era del todo tranquilizadora—. Sin embargo, ya casi estamos allí. Pronto se levantará.
Lo hizo, y fue como meterse en una amplia isla cercada por la neblina, la tierra surgió de ella en una amplia extensión que fácilmente era más grande de lo que era Ashton. No porque estuviera abarrotada de casas como lo estaba la ciudad. En su lugar, la mayor parte parecía ser tierra de pasto, o terrenos donde la gente trabajaba para cultivar verduras. Dentro del perímetro de la tierra de cultivo había un muro de piedra seca que llegaba hasta el hombro de una persona, colocado delante de una zanja que la convertía en una estructura de defensa en lugar de solo un poste indicador. Emelina sintió un leve destello de poder y se preguntó si había algo más en él.
En su interior, había una serie de casas de piedra y turba: cabañas bajas con tejados de turba y pasto, casas redondas que parecía que siempre habían estado allí. En el centro de todo esto había un círculo de piedra parecido a los otros que había en la llanura, solo que este era más grande y estaba lleno de gente.
Por fin habían encontrado el Hogar de Piedra.
—Vamos —dijo Asha, caminando rápidamente hacia él—. Haremos que os sintáis cómodas. Me aseguraré de que nadie os confunde con un invasor y os mata.
Emelina la observó y después miró a Vincente.
—¿Siempre es así? —preguntó.
—Normalmente es peor —dijo Vincente—. Pero ayuda a protegernos. Venga, deberíais ver vuestro nuevo hogar vosotras dos.
Bajaron hacia la aldea construida de piedra, los demás fueron tras ellos o partieron para correr a hablar con amigos.
—Parece un lugar muy hermoso —dijo Cora. Emelina se alegró de que le gustara. No estaba segura de lo que hubiera hecho si su amiga hubiera decidido que el Hogar de Piedra no era el santuario que esperaba.
—Lo es —le dio la razón Vincente—. No estoy seguro de quién lo fundó, pero rápidamente se convirtió en un lugar para aquellos como nosotros.
—Aquellos con poderes —dijo Emelina.
Vincente encogió los hombros.
—Eso es lo que dice Asha. Personalmente, prefiero pensar en él como en un lugar para todos los desfavorecidos. Las dos sois bienvenidas aquí.
—¿Tan sencillo como eso? —preguntó Cora.
Emelina imaginaba que sus sospechas tenían mucho que ver con las cosas que se habían encontrado en el camino. Parecía que casi todo el mundo que se habían encontrado había estado decidido a robarles, esclavizarlas o algo peor. Debía confesar que podría haber compartido muchas, solo que eran gente como ella en muchos aspectos. Quería poder confiar en ellos.
—Los poderes de tu amiga dejan claro que es una de los nuestros, mientras que tú… ¿eras una de las criadas ligadas por contrato?
Cora asintió.
—Sé lo que es eso —dijo Vincente—. Yo crecí en un lugar donde me decían que tenía que pagar por mi libertad. Igual que Asha. Pagó por ella con sangre. Es por eso que es cautelosa para confiar en los demás.
Emelina se puso a pensar en Catalina al oír eso. Se preguntaba que habría pasado con la hermana de Sofía. ¿Habría conseguido encontrar a Sofía? ¿Iba también de camino al Hogar de Piedra, o estaba intentando encontrar el camino a Ishjemme para estar con ella? No había manera de saberlo, pero Emelina tenía esperanzas.
Bajaron hasta la aldea, detrás de Vincente. A primera vista, podría haber parecido una aldea normal pero, cuando miró más de cerca, Emelina vio las diferencias. Vio las runas y las marcas de hechizo trabajadas en la piedra y la madera de los edificios, sentía la presión de docenas de personas con talento para la magia en el mismo lugar.
—Esto es muy tranquilo —dijo Cora.
Puede que a ella le pareciera tranquilo, pero para Emelina, el aire estaba animado con el parloteo de la gente mientras se comunicaban mente a mente. Aquí parecía tan común como hablar en voz alta, tal vez incluso más.
También había otras cosas. Ya había visto lo que el curandero, Tabor, podía hacer, pero había quien usaba otros talentos. Un chico parecía jugar a un juego de copa y pelota sin tocarlo. Un hombre parecía chisporrotear luces en tarros de cristal, pero parecía no haber ningún encendido involucrado. Incluso había un herrero trabajando sin fuego, el metal parecía responder a su contacto como algo vivo.
—Todos tenemos nuestros dones —dijo Vincente—. Hemos acumulado conocimiento, para poder ayudar a los que tienen poder a manifestarlo todo lo que puedan.
—Te hubiera gustado nuestra amiga Sofía —dijo Cora—. Parecía tener todo tipo de poderes.
—Los individuos verdaderamente poderosos son raros —dijo Vincente—. Los que parecen más fuertes a menudo son los más limitados.
—Y, sin embargo, conseguís reunir una neblina que se extiende unos kilómetros alrededor —remarcó Emelina. Sabía que eso requería más que una cantidad limitada de poder. Mucho más.
—Lo hacemos juntos —dijo Vincente—. Si te quedas, seguramente contribuirás a ello, Emelina.
Señaló hacia el círculo que había en el centro de la aldea, donde había unos tipos sentados en asientos de piedra. Emelina podía sentir el crujido del poder allí, a pesar de que parecía que lo más extenuante que estaban haciendo era mirar fijamente. Mientras ella miraba, uno de ellos se levantó, con aspecto de estar agotado y otro aldeano fue a ocupar su lugar.
Emelina no había pensado en ello. Los más poderosos conseguían su poder canalizando la energía de otros lugares. Había oído hablar de brujas que robaban las vidas de la gente, mientras que Sofía parecía conseguir el poder de la misma tierra. Incluso parecía lógico, dado quién era. Sin embargo, esta… esta era una aldea entera de aquellos con poder canalizándolo juntos para convertirse en más que la suma de sus partes. ¿Cuánto poder podrían generar de esa forma?
—Mira, Cora —dijo, señalando—. Están protegiendo toda la aldea.
Cora la miró fijamente.
—Eso es… ¿cualquiera puede hacerlo?
—Cualquiera con una pizca de poder —dijo Vincente—. Si alguien normal lo hiciera, o no pasaría nada o…
—¿O? —preguntó Emelina.
—Podrían succionarles la vida. No es seguro intentarlo.
Emelina vio el malestar de Cora al oírlo, pero no pareció durar. Estaba demasiado ocupada mirando alrededor de la aldea como si estuviera intentando entender cómo funcionaba todo esto.
—Venid —dijo Vincente—. Hay una casa vacía en esta dirección.
Las guió hasta una cabaña con las paredes de piedra que no era muy grande, pero aun así parecía lo suficientemente grande para ellas dos. La puerta chirrió cuando Vincente la abrió, pero Emelina imaginaba que podía arreglarse. Si podía aprender a guiar un barco o un carro, podía aprender a arreglar una puerta.
—¿Qué haremos aquí? —preguntó Cora.
Vincente sonrió al oírlo.
—Viviréis. Nuestras granjas proporcionan suficiente comida y la compartimos con cualquiera que ayude a trabajar en la aldea. La gente contribuye con aquello en lo que son aptos para contribuir. Los que pueden trabajar el metal o la madera lo hacen para construir o para vender. Los que saben luchar trabajan para proteger la aldea, o para cazar. Encontramos una utilidad para cualquier talento.
—He pasado la vida aplicando maquillaje a los nobles mientras se preparan para las fiestas —dijo Cora.
Vincente encogió los hombros.
—Bueno, estoy seguro de que encontrarás algo. Y aquí también hay celebraciones. Encontrarás un modo de encajar.
—¿Y si quisiéramos irnos? —preguntó Cora.
Emelina miró a su alrededor.
—¿Por qué alguien iba a quererse ir? Vosotras no queréis, ¿verdad?
Entonces hizo lo impensable y hurgó en la mente de su amiga sin preguntar. Allí podía sentir sus dudas, pero también la esperanza de que todo esto saldría bien. Cora realmente quería poderse quedar. Sencillamente no quería sentirse como un animal enjaulado. No quería estar otra vez atrapada. Emelina lo podía entender, pero aun así, se relajó. Cora iba a quedarse.
—Yo no —dijo Cora— pero… necesito saber que todo esto no es una trampa, o una prisión. Necesito saber que no vuelvo a ser una sirvienta ligada por contrato en todo menos en el nombre.
—No lo eres —dijo Vincente—. Esperamos que te quedes, pero si decides marchar, solo pedimos que guardes nuestros secretos. Esos secretos protegen el Hogar de Piedra, más que la neblina, más que nuestros guerreros. Ahora, me iré para que os instaléis. Cuando estéis listas, venid al edificio circular del centro de la aldea. Allí Flora lleva el comedor y habrá comida para las dos.
Se fue, lo que significó que Emelina y Cora pudieron echar un vistazo a su nuevo hogar.
—Es pequeña —dijo Emelina—. Sé que tú vivías en un palacio.
—Yo vivía en cualquier rincón del palacio que encontraba para dormir —puntualizó Cora—. Comparada con una alacena o una hornacina vacía, esto es enorme. Pero necesitará trabajo.
—Podemos trabajar —dijo Emelina, mirando ya las posibilidades—. Atravesamos medio reino. Podemos hacer una cabaña mejor en la que vivir.
—¿Piensas que Catalina o Sofía alguna vez vendrán aquí? —preguntó Cora.
Emelina se había estado haciendo casi la misma pregunta.
—Creo que Sofía va a estar ocupada en Ishjemme —dijo—. Con suerte, realmente encontró a su familia.
—Y tú encontraste a la tuya, en cierto modo —dijo Cora.
Eso era cierto. Puede que la gente que había allí no fueran realmente sus familiares, pero lo parecían. Habían experimentado el mismo odio en el mundo, la misma necesidad de esconderse. Y ahora, estaban allí el uno por el otro. Era lo más cercano a una definición de familia que Emelina había encontrado.
Eso también convertía a Cora en familia. Emelina no quería que ella lo olvidara.
Emelina la abrazó.
—Creo que esto puede ser una familia para las dos. Es un lugar donde las dos podemos ser libres. Es un lugar donde las dos podemos estar a salvo.
—Me gusta la idea de estar a salvo —dijo Cora.
—A mí me gusta la idea de ya no tener que atravesar el reino andando en busca de este lugar —respondió Emelina. A estas alturas ya estaba harta de estar de camino. Alzó la vista—. Tenemos un techo.
Después de tanto tiempo de viaje, incluso eso parecía un lujo.
—Tenemos un techo —le dio la razón Cora—. Y una familia.
Se hacía extraño poder decirlo después de tanto tiempo. Era suficiente. Más que suficiente.
CAPÍTULO CUATRO
La Reina Viuda María de la Casa de Flamberg estaba sentada en sus recibidores y luchaba por contener la furia que amenazaba con consumirla. Furia por el bochorno del día anterior, furia por el modo en que su cuerpo la traicionaba, haciéndola toser sangre en un pañuelo de encaje incluso ahora. Sobre todo, furia por unos hijos que no hacían lo que se les decía.
—El Príncipe Ruperto, su majestad —anunció un sirviente, cuando el hijo mayor entraba haciendo aspavientos en el recibidor, pareciendo esperar exactamente alabanzas por todo lo que había hecho.
—¿Va a felicitarme por mi victoria, Madre? —dijo Ruperto.
La Viuda adoptó su tono más frío. Era lo único que la frenaba de gritar ahora mismo.
—Es costumbre hacer una reverencia.
Al menos eso bastó para que Ruperto parara de golpe y la mirara fijamente con una mezcla de sorpresa y rabia antes de intentar una breve reverencia. Bueno, hagamos que recuerde quién todavía mandaba aquí. Parecía haberlo olvidado por completo en los últimos días.
—Así que quieres que yo te felicite, ¿verdad? —preguntó la Viuda.
—¡Gané yo! —insistió Ruperto—. Yo hice retroceder la invasión. Yo salvé al reino.
Lo dijo como si fuera un caballero que vuelve de una gran cruzada en los viejos tiempos. Bueno, tiempos como estos habían pasado hacía mucho.
—Siguiendo tu propio plan temerario en lugar del que se acordó —dijo la Viuda.
—¡Funcionó!
La Viuda hacía un esfuerzo por contener su mal genio, al menos por ahora. Sin embargo, a cada segundo se hacía más difícil.
—¿Y piensas que la estrategia que yo escogí no hubiera funcionado? —preguntó—. ¿Piensas que no hubieran colisionado contra nuestras defensas? ¿Piensas que debería estar orgullosa de la matanza que ocasionaste?
—Una matanza de enemigos y de los que no luchaban contra ellos —contraatacó Ruperto—. ¿Piensa que no he oído historias sobre las cosas que ha hecho usted, Madre? ¿De las matanzas de los nobles que apoyaban a los Danse? ¿De su acuerdo para permitir que la iglesia de la Diosa Enmascarada matara a cualquiera que ellos consideraran malvado?
No permitiría que su hijo comparara esas cosas. No daría vueltas a las duras necesidades del pasado con un chico que había sido un bebé de pecho incluso durante las más recientes.
—Eso era diferente —dijo—. No teníamos opciones mejores.
—Aquí no tuvimos opciones mejores —espetó Ruperto.
—Teníamos una opción que no incluía la matanza de nuestro pueblo —respondió la Viuda, con el mismo calor en su tono—. Eso no incluía la destrucción de parte de las tierras de cultivo más valiosas del reino. Hiciste retroceder al Nuevo Ejército, pero nuestro plan lo hubiera destrozado.
—El plan de Sebastián era estúpido, como hubiera visto si no hubiera estado tan ciega con sus defectos.
Lo que llevó a la Viuda a la segunda razón de su rabia. La más grande, y la que había estado ocultando sobre que no se fiaba de que pudiera estallar con ella.
—¿Dónde está tu hermano, Ruperto? —preguntó.
Lo intentó con la inocencia. A estas alturas debería haberse dado cuenta de que esto no funcionaba con ella.
—¿Cómo iba a saberlo, Madre?
—Ruperto, Sebastián fue visto por última vez en los muelles, intentando coger un barco hacia Ishjemme. Tú llegaste personalmente para atraparlo. ¿Piensas que no tengo espías?
Ella miraba cómo él intentaba calcular qué decir a continuación. Siempre lo había hecho desde que era un niño, intentar encontrar la forma de las palabras que le permitiera hacer trampa con el mundo para que tuviera la forma que él quería.
—Sebastián está en un lugar seguro —dijo Ruperto.
—Lo que significa que lo has encarcelado, a tu propio hermano. No tienes ningún derecho a hacerlo, Ruperto. —Un ataque de tos se llevó algo de la bofetada de sus palabras. Ignoró la sangre nueva.
—Había pensado que se alegraría, Madre —dijo—. Al fin y al cabo, estaba intentando huir del reino después de escapar del matrimonio que usted había organizado.
Eso era cierto, pero no cambiaba nada.
—Si hubiera querido detener a Sebastián, lo hubiera ordenado —dijo—. Lo liberarás inmediatamente.