—Como usted diga, Madre —dijo Ruperto y, de nuevo, la Viuda tuvo la sensación de que estaba siendo cualquier cosa menos sincero.
—Ruperto, permíteme que sea clara sobre esto. Tus acciones de hoy nos han situado a todos en un gran peligro. ¿Dar órdenes al ejército a tu antojo? ¿Encarcelar al heredero al trono sin autorización? ¿Qué crees que les parecerá esto a la Asamblea de los Nobles?
—¡Que los maldigan! —dijo Ruperto, las palabras se le escaparon—. Ya estoy harto de ellos en esto.
—No puedes permitirte maldecirlos —dijo la Viuda—. Las guerras civiles nos lo enseñaron. Debemos trabajar con ellos. Y el hecho de que hables como si te perteneciera una facción de ellos me preocupa, Ruperto. Tienes que aprender cuál es tu lugar.
Ahora ella vio su ira, que ya no estaba oculta como antes.
—Mi lugar es como su heredero —dijo.
—El lugar de Sebastián es el de mi heredero —replicó la Viuda—. El tuyo… las tierras de la montaña necesitan un gobernador que limite sus asaltos hacia el sur. Quizás la vida entre los pastores y los granjeros te enseñará humildad. O quizás no, y por lo menos estaré lo suficientemente lejos de aquí para que yo olvide mi ira contigo.
—Usted no puede…
—Sí que puedo —espetó la Viuda—. Y solo por discutir, no será en las tierras de la montaña y no serás gobernador. Irás a las Colonias Cercanas, donde harás de ayudante a mi enviado allí. Él proporcionará informes regulares sobre ti y no volverás hasta que yo considere que estás listo.
—Madre… —empezó Ruperto.
La Viuda lo dejó inmóvil con una mirada. Todavía podía hacerlo, a pesar de que su cuerpo se desmoronaba.
—Vuelve a hablar y serás un trabajador de las Colonias Lejanas —dijo bruscamente—. Ahora sal, y espero ver a Sebastián aquí al final del día. Él es mi heredero, Ruperto. No lo olvides.
—Confíe en mí, Madre —dijo Ruperto al salir—. No lo he hecho.
La Viuda esperó hasta que se hubo ido y, a continuación, chasqueó los dedos al sirviente que estaba más cerca.
—Todavía hay un fastidio más del que ocuparme. Tráeme a Milady D’Angelica y después márchate.
***
Angelica todavía llevaba el vestido de novia cuando el guardia fue a por ella para convocarla a hablar con la reina. No le dio tiempo para cambiarse, sino que sencillamente la escoltó rápidamente hacia los recibidores.
A Angelica, la anciana le pareció delgadísima. Quizás moriría pronto. Solo ese pensamiento hacía que Angelica tuviera esperanzas de que encontraran pronto a Sebastián y le hicieran llevar a cabo la boda. Había mucho en juego como para que eso no sucediera, a pesar de la traición que ella ya sentía ahora porque él había huido.
Se inclinó en una genuflexión y, a continuación, se arrodilló al notar el peso de la mirada de la Viuda sobre ella. La anciana se levantó de su asiento tambaleándose, solo para recalcar la diferencia en sus posiciones.
—Cuéntame —dijo la Viuda— por qué no te estoy felicitando por tu boda con mi hijo.
Angelica se atrevió a alzar la mirada hacia ella.
—Sebastián escapó. ¿Cómo podía saber yo que escaparía?
—Porque se supone que no eres estúpida —replicó la Viuda.
Angelica sintió cierta ira al escuchar eso. A esta anciana le encantaba jugar a juegos con ella, para ver hasta dónde podía apretar. Sin embargo, pronto estaría en una posición en la que no necesitaría la aprobación de la anciana.
—Di todos los pasos que pude —dijo Angelica—. Seduje a Sebastián.
—¡No lo suficiente! —gritó la Viuda, dando un paso adelante para abofetear a Angelica.
Angelica se medio levantó y sintió unas manos fuertes que la empujaban de nuevo hacia abajo. El guardia se había quedado de pie detrás de ella, como un recordatorio de lo desamparada que estaba aquí. Por primera vez desde que estaba allí, Angelica sintió miedo.
—Si hubieras seducido a mi hijo completamente, no hubiera estado intentando escapar de aquí, hacia Ishjemme —dijo la Viuda, en un tono más tranquilo—. ¿Qué hay en Ishjemme, Angelica?
Angelica tragó saliva y contestó por reflejo.
—Está Sofía.
Eso no hizo más que avivar la ira de la mujer.
—Así que mi hijo está haciendo exactamente lo que te dije que evitaras que hiciera —dijo la Viuda—. Te dije que todo el sentido de tu existencia continuada era evitar que se casara con esa chica.
—Pero lo que no me dijo fue que era la primogénita de los Danse —dijo Angelica—, o que la reclaman como legítima gobernante de este reino.
Esta vez, Angelica se mantuvo firme para la bofetada de la Viuda. Sería fuerte. Encontraría una salida a esto. Encontraría la manera de que la anciana se arrodillara ante ella antes de que esto terminara.
—La legítima gobernante de este reino soy yo —dijo la Viuda—. Y mi hijo lo será después de mí. Pero si se casa con ella, eso hace que los de su clase entren por la puerta de atrás. Devuelve al reino a lo que era, un lugar gobernado por la magia.
Esa era una cosa en la que Angelica podía estar de acuerdo con ella. No tenía ningún cariño por aquellos que podían ver las mentes. Si la Viuda hubiera visto la suya, sin duda la hubiera apuñalado sencillamente como un acto de supervivencia.
—Estoy intrigada por cómo sabes todo esto —dijo la Viuda.
—Tengo un espía en Ishjemme —dijo Angelica, decidida a demostrar su utilidad. Si podía demostrar que todavía era útil, esto podría volverse a favor suyo—. Un noble de allí. Hace un tiempo que estoy en contacto con él.
—¿Así que conspiras con un poder extranjero? —preguntó la Viuda—. ¿Con una familia que no me tiene ningún cariño?
—No es eso —dijo Angelica—. Yo busco información. Y… puede que ya haya resuelto el problema con Sofía.
La Viuda no respondió a eso, sencillamente dejó un espacio en el que Angelica sentía que tenía que verter palabras antes que la reclamara.
—Endi ha mandado un asesino para que la mate —dijo Angelica—.Y yo he contratado a uno de los míos por si esto fallara. Aunque Sebastián llegara allí, no encontraría a Sofía esperándolo.
—No llegará allí —dijo la Viuda—. Ruperto lo ha metido en la cárcel.
—¿Lo ha metido en la cárcel? —dijo Angelica—. Usted debe…
—¡No me digas lo que debo hacer!
La Viuda bajó la mirada hacia ella y ahora Angelica sintió verdadero terror.
—Has sido una víbora desde el principio —dijo la Viuda—. Intentaste forzar al matrimonio a mi hijo con engaños. Buscaste progresar a costa de mi familia. Eres una mujer que contrata asesinos y espías, que mata a los que se le resisten. Mientras pensaba que podías apartar a mi hijo de ese apego engañado a esta chica, podía aguantar eso. Ya no.
—No es peor de lo que usted ha hecho —insistió Angelica. Tan pronto como lo dijo supo que era un error decirlo.
La Viuda inclinó la cabeza y las manos del guardia estiraron a Angelica bruscamente para que se pusiera de pie.
—Únicamente he actuado siempre como era necesario para conservar a mi familia —dijo la Viuda—. Cada muerte, cada compromiso fue para que otra persona ansiosa de poder no matara a mis hijos. Una persona como tú. Solo actúas para ti y morirás por ello.
—No —dijo Angelica, como si esa palabra tuviera el poder de detenerlo—. Por favor, puedo arreglarlo.
—Has tenido tus oportunidades —dijo la Viuda—. Si mi hijo no quiere casarse contigo por propia voluntad, no le obligaré a irse a la cama con una araña como tú.
—La Asamblea de los Nobles… mi familia…
—Oh, seguramente yo no puedo hacer que de verdad lleves la máscara de plomo por tus acciones —dijo la Viuda—, pero existen otras maneras. Tu prometido te acaba de abandonar. Tu reina acaba de hablarte con dureza. En retrospectiva, debería haber visto lo disgustada que estabas, lo frágil…
—No —dijo de nuevo Angelica.
La Viuda miró por encima de ella al guardia.
—Llévala al tejado y tírala de allí. Haz que parezca que se lanzó ella por el dolor de perder a Sebastián. Asegúrate de que no te vean.
Angelica intentó suplicar, intentó librarse, pero esas manos fuertes ya estaban tirando de ella hacia atrás. Hizo lo único que podía hacer y chilló.
CAPÍTULO CINCO
Ruperto se sentía inquieto mientras caminaba por las calles de Ashton, hacia sus muelles. Debería haber estado cabalgando ante los gritos de un pueblo cariñoso, celebrando su victoria. Debería haber tenido a la gente común aclamando su nombre y lanzando flores. Debería haber habido mujeres a lo largo del trayecto ansiosas por lanzarse a él y hombres jóvenes celosos porque nunca podrán ser él.
En su lugar, solo había calles húmedas y gente dedicándose a los deprimentes asuntos a los que los campesinos se dedican cuando no están aclamando a sus superiores.
—Su alteza, ¿está todo bien? —preguntó Sir Quentin Mires. Caminaba como uno de la docena de soldados que habían sido escogidos para acompañarlo, probablemente para asegurarse de que llegaba al barco sin perderse. Probablemente con órdenes de conseguir el paradero de Sebastián antes de que marchara. No estaba ni tan solo cerca de eso. Ni tan solo bastaba para un guardia de honor, realmente no.
—No, Sir Quentin —dijo Ruperto—. No está todo bien.
En ese instante, él debería haber sido el héroe. Él había detenido la invasión sin ayuda de nadie, mientras su madre y su hermano habían sido demasiado cobardes para hacer lo que era necesario. Él había sido el príncipe que el reino había necesitado en ese momento, ¿y qué estaba recibiendo por ello?
—¿Cómo son las Colonias Cercanas? —preguntó.
—Me han dicho que sus islas varían, su alteza —dijo Sir Quentin—. Algunas son rocosas, algunas son arenosas, otras tienen ciénagas.
—Ciénagas —repitió Ruperto—. Mi madre me ha mandado a ayudar a gobernar unas ciénagas.
—Me han dicho que allí hay una gran variedad de fauna —dijo Sir Quentin—. Algunos de los hombres de ciencias naturales del reino han pasado años allí con la esperanza de hacer descubrimientos.
—¿Así que son ciénagas infestadas? —dijo Ruperto—. ¿Sabes que no lo estás mejorando, Sir Quentin? —Decidió hacer preguntas importantes, para comprobar las cosas de primera mano mientras caminaban—. ¿Hay buenas casas de juego allí? ¿Cortesanas famosas? ¿Bebidas destacadas de la región?
—Me han dicho que el vino es…
—¡A la mierda con el vino! —contestó bruscamente Ruperto, incapaz de evitarlo. Normalmente, recordar ser el príncipe dorado que todo el mundo esperaba se le daba mejor—. Discúlpeme, Sir Quentin, pero la calidad del vino o la abundante fauna no compensarán el hecho que yo esté exiliado en todo menos en nombre.
El hombre hizo una reverencia con la cabeza.
—No, su alteza, por supuesto que no. Usted merece algo mejor.
Esa era una declaración tan evidente como inútil. Por supuesto que merecía algo mejor. Él era el mayor de los príncipes y el legítimo heredero al trono. Merecía todo lo que su reino pudiera ofrecer.
—Estoy tentado a decirle a mi madre que no voy a ir —dijo Ruperto. Echó un vistazo a Ashton. Nunca hubiera pensado que echaría de menos una ciudad apestosa y sucia como esta.
—Eso podría ser… imprudente, su alteza —dijo Sir Quentin, con esa voz especial que tenía que seguramente significaba que estaba intentando evitar llamar idiota a Ruperto. Seguramente pensaba que Ruperto no se daba cuenta. La gente tenía tendencia a pensar que era estúpido, hasta que era demasiado tarde.
—Lo sé, lo sé —dijo Ruperto—. Si me quedo, me arriesgo a la ejecución. ¿Realmente piensas que mi madre me ejecutaría?
La pausa mientras Sir Quentin buscaba las siguientes palabras fue demasiado larga.
—Lo piensa. Realmente piensas que mi madre ejecutaría a su propio hijo.
—Tiene cierta reputación por… la crueldad —puntualizó el cortesano. Sinceramente, ¿no era así como los hombres con contactos en la Asamblea de los Nobles hablaban siempre?—. Y aunque realmente no llevara a cabo su ejecución, los que estuvieran a su alrededor podrían ser… vulnerables.
—Oh, es su propio pellejo lo que le preocupa —dijo Ruperto. Eso tenía más sentido para él. Pensaba que la gente, en su mayoría, miraba por sus propios intereses, Esta era una lección que había aprendido pronto—. Hubiera pensado que sus contactos en la Asamblea lo mantendrían a salvo, especialmente después de una victoria como esta.
Sir Quentin encogió los hombros.
—Tal vez dentro de uno o dos meses. Ahora tenemos el apoyo. Pero por el momento, todavía están hablando de la extralimitación del poder real, sobre que usted actuó sin su consentimiento. En el tiempo que les llevaría cambiar de opinión, un hombre podría perder la cabeza.
Sir Quentin podría perder la suya de todos modos si insinuaba que, de algún modo, Ruperto necesitaba permiso para hacer lo que quisiera. ¡Él era el hombre que se convertiría en rey!
Y, por supuesto, aunque ella no lo ejecutara, su madre podría encarcelarlo, o mandarlo a un lugar peor con guardias para asegurarse de que llegaba sin incidentes.
Ruperto hizo un gesto intencionado a los hombres que tenía alrededor, marchando a su ritmo y al de Sir Quentin.
—Pensaba que eso era lo que ya estaba sucediendo.
Sir Quentin negó con la cabeza.
—Estos hombres están entre los que lucharon a su lado contra el Nuevo Ejército. Respetan la valentía de su decisión y querían asegurarse de que no se iba solo, sin el honor de una escolta.
Así que esto era una guardia de honor. Ruperto no estaba seguro de haberla podido tomar como tal. Aun así, ahora que se molestaba en echarles un vistazo, vio que la mayoría de los hombres que estaban allí eran oficiales en lugar de soldados comunes y que la mayoría de ellos parecían contentos de acompañarlo. Se acercaba al tipo de adulación que Ruperto quería, pero aun así no era suficiente para compensar la estupidez de lo que su madre le había hecho.
Era una humillación y, conociendo a su madre, calculada.
Llegaron a los muelles. Ruperto había esperado que por lo menos para esto habría un gran barco de guerra esperando y los cañones disparando un saludo en reconocimiento a su estatus, como mínimo.
En su lugar, no había nada.
—¿Dónde está el barco? —exigió Ruperto, mirando alrededor. Hasta donde el podía ver, los muelles simplemente tenían el ajetreo de la selección de barcos habitual, de los comerciantes volviendo al trabajo tras la retirada del Nuevo Ejército. Él había pensado que ellos, por lo menos, le agradecerían sus esfuerzos, pero parecían demasiado ocupados intentando ganar su dinero.
—Creo que el barco está allí, su alteza —dijo Sir Quentin, señalando.
—No —dijo Ruperto, siguiendo la línea del dedo del hombre que señalaba—. No.
El barco era una barca, quizás adecuada para el viaje de un comerciante, y ya parecía en parte cargada de bienes para el viaje de vuelta a las Colonias Cercanas. No era para nada adecuada para transportar a un príncipe.
—Es un poco menos que de lujo —dijo Sir Quentin—. Pero creo que Su Majestad pensó que viajar sin llamar la atención rebajaría las posibilidades de peligro a lo largo del camino.
Ruperto dudaba que su madre hubiera pensado en los piratas. Había pensado en que le haría sentir menos cómodo, y había hecho un buen trabajo al calcularlo.
—Aun así —dijo Sir Quentin, con un suspiro—, por lo menos usted no estará solo en esto.
Ruperto se detuvo al oírlo y miró fijamente al hombre.
—Discúlpeme, Sir Quentin —dijo Ruperto, pellizcándose el puente de la nariz para prevenir un dolor de cabeza—, pero, exactamente, ¿por qué está usted aquí?
Sir Quentin se dirigió a él.
—Lo siento, su alteza, debería haberlo hecho. Mi propia posición se ha vuelto… algo precaria ahora.
—¿Lo que significa que teme la ira de mi madre si yo no estoy por aquí? —dijo Ruperto.