Un Beso Para Las Reinas - Морган Райс 2 стр.


Sebastián se abría camino por palacio, esquivando cada vez que pensaba que podría venir un guardia, en dirección a sus aposentos. Entró, cogió una espada de repuesto, se cambió de ropa, cogió una bolsa y la llenó con todas las provisiones que pudo. Salió de nuevo a palacio…

… y casi de inmediato se encontró cara a cara con una sirviente, que empezó a alejarse, con el miedo grabado en la cara, como si pensara que podía matarla.

—¡No te preocupes! —dijo Sebastián—. No te haré daño. Solo estoy aquí para…

—¡Está aquí! —exclamó la sirvienta—. ¡El Príncipe Sebastián está aquí!

Casi de inmediato, siguió el ruido de unos pies enfundados en botas. Sebastián dio la vuelta y corrió hacia el vestíbulo, yendo a toda prisa por los pasillos por los que había andado casi toda su vida. Fue hacia la izquierda, después hacia la derecha, para intentar perder a los hombres que ahora corrían tras él, gritándole que parara.

Más adelante había más hombres. Sebastián echó un vistazo alrededor y entró de golpe en una habitación que había por allí cerca, con la esperanza de que por lo menos hubiera una puerta adyacente o un lugar donde esconderse. No había ninguna de las dos cosas.

Los guardias se amontonaron en la habitación. Sebastián pensó en sus opciones, pensó en la paliza que había recibido a manos de los hombres de Ruperto y desenfundó su espada casi por instinto.

—Baje la espada, su alteza —ordenó el cabecilla de los guardias. Ahora había hombres a ambos lados de Sebastián y, ante su sorpresa, algunos apuntaban con sus mosquetes. ¿Qué clase de hombres se arriesgarían a enojar a su madre amenazando de muerte a uno de sus hijos de esa manera? Normalmente, solo se atrevían con una reprimenda. Eso era en parte la razón por la que Ruperto se había escapado de tantas cosas a lo largo de los años.

Pero Sebastián no era Ruperto y no era tan estúpido como para considerar luchar contra un grupo de hombres armados como ese. Bajó su espada, pero no la soltó.

—¿Qué significa esto? —exigió. Había una carta que podía jugar que no le convenía mucho, pero que podría ser su mejor opción para mantenerse a salvo—. Soy el heredero al trono de mi madre y vosotros me estáis amenazando. ¡Bajad vuestras armas de inmediato!

—¿Por eso lo hizo? —preguntó el cabecilla de los guardias, en un tono que contenía más odio del que Sebastián había oído en toda su vida—. ¿Quería ser su heredero?

—¿Es por eso que hice qué? —replicó Sebastián—. ¿Qué está pasando aquí? Cuando mi madre se entere de esto…

—No tiene sentido que se haga el inocente —dijo el capitán de los guardias—. sabemos que es usted quien mató a la Viuda.

—Mató… —Fue como si el mundo se detuviera en ese momento. Sebastián se quedó quieto con la boca abierta, su espada cayó de sus débiles dedos al suelo por el impacto. ¿Alguien había matado a la Viuda? ¿¡Su madre estaba muerta!?

El dolor fluyó en su interior, el puro horror de lo que había sucedido lo llenaba. ¿Su madre había muerto? No podía ser. Ella siempre había estado allí, tan inamovible como una roca, y ahora… ya no estaba, había desaparecido en un instante.

Al instante, unos hombres entraron a toda prisa para atraparlo, unos brazos sujetaron los suyos desde ambos lados. Sebastián estaba demasiado bloqueado como para pelear. No podía creerlo. Él pensaba que su madre sobreviviría a todos en el reino. Pensaba que era tan fuerte y tan astuta que nada podría acabar con ella. Ahora alguien la había asesinado.

No, alguien no. Solo había una persona que pudiera ser.

—Lo hizo Ruperto —dijo Sebastián—. Ruperto es quien…

—No diga más mentiras —dijo el cabecilla de los guardias—. ¿Debo creer que es una coincidencia que lo hayamos encontrado corriendo armado por palacio tan seguido de la muerte de su madre? Príncipe Sebastián de la Casa de Flamberg, le arresto por el asesinato de su madre. Llevadlo a una de las torres, chicos. Supongo que querrán juzgarlo por esto antes de ejecutarlo como el traidor que es.

CAPÍTULO DOS

Angelica estaba delicadamente sentada en el salón de la casa señorial de Ruperto, arreglada con la misma perfección que las flores que había encima de la chimenea, escuchando cómo el príncipe primogénito del reino entraba en pánico mientras intentaba no mostrar nada de su menosprecio.

—¡La maté! —gritaba, abriendo sus brazos en cruz mientras andaba de un lado a otro—. La maté de verdad.

—Grita un poco más, mi príncipe —dijo Angelica, incapaz de evitar que se colara al menos un poco del desprecio que sentía—. Creo que algunos de los del edificio de al lado pueden no haberte oído.

—¡No te rías de mí! —dijo Ruperto, señalándola con el dedo—. Tú… tú me incitaste a esto.

Un débil chorrito de miedo creció en el interior de Angelica al oírlo. No deseaba para nada ser el blanco de la ira de Ruperto.

—Aun así, el que está manchado con la sangre de la Viuda eres tú —dijo Angelica, con un ligero toque de indignación. No por el asesinato; la vieja bruja lo tenía merecido. Era sencillamente repulsión por la falta de elegancia en todo aquello y por la estupidez de su futuro marido.

La expresión de Ruperto mostró ira, pero bajó la vista como si viera por primera vez la sangre que había en su camisa y que la manchaba de un carmesí que hacía juego con su capa. Su expresión volvió a algo parecido al desconsuelo al hacerlo. ¡Qué raro! , pensó Angelica, ¿Era posible que hubieran encontrado a una persona a la que Ruperto realmente se arrepintiera de hacer daño?

—Me matarán por ello —dijo Ruperto—. Maté a mi madre. Caminé por palacio manchado con su sangre. Me vieron.

Probablemente lo vio medio Ashton, dado la manera en la que seguramente había ido por las calles con ella. Lo único que lo salvaba era que durante esa parte del camino iba envuelto con una capa. En cuanto a lo demás… bueno, Angelica se encargaría de ello.

—Quítate la camisa —ordenó.

—¡Tú a mí no me das órdenes! —dijo Ruperto, atacándola verbalmente.

Angelica se mantuvo firme, pero suavizó un poco el tono, para intentar tranquilizar a Ruperto de la manera que evidentemente quería—. Quítate la camisa, Ruperto. Tienes que lavarte.

Lo hizo y también tiró su capa. Angelica le dio unos toques a las manchas de sangre que quedaban con un pañuelo y un cuenco de agua y borró lo que pudo de los restos de la violencia. Tocó una pequeña campana y una camarera entró con ropa limpia y se llevó la vieja.

—Ya está —dijo Angelica mientras Ruperto se vestía—, ¿no te sientes mejor?

Ante su sorpresa, Ruperto negó con la cabeza.

—Esto no se lleva lo que pasó. No se lleva lo que veo aquí, ¡aquí dentro! —Se dio un golpe en un lado de la cabeza con la mano abierta.

Angelica le cogió la mano y le besó la frente con la delicadeza de una madre a un hijo.

—No tienes que hacerte daño. Eres demasiado valioso para mí para eso.

Valioso era una palabra para ello. Necesario podría ser otra. Angelica necesitaba a Ruperto vivo y bien, al menos por ahora. Él era la llave para abrir todas las puertas del poder, y debía estar intacto para hacerlo. Antes, controlarlo había resultado muy fácil, pero todo esto era… inesperado.

—Pronto me perderás —dijo Ruperto—. Cuando descubran lo que hice…

—Ruperto, nunca había visto que una muerte te afectara de esta manera —dijo Angelica—. Has luchado en batallas. Has estado al mando de ejércitos que han matado a miles de .

También había luchado y matado en causes menos evidentemente necesarias. Había hecho daño a más de las que le tocaban durante toda su vida. Por lo que Angelica había oído, había hecho cosas que darían náuseas a la mayoría de , y que se habían escondido al mundo. ¿Por qué una muerte más iba a ser un problema?

—Era mi madre —dijo Ruperto, como si eso lo hiciera evidente—. No era cualquier campesina. Era mi madre y la reina.

—La madre que iba a robarte tu derecho natural —puntualizó Angelica—. La reina que iba a exiliarte.

—Aun así… —empezó Ruperto.

Angelica lo cogió por los hombros, con el deseo de poderle hacer entrar en razón—. No hay un aun así —dijo—. Te lo iba a quitar todo. Iba a destrozarte para dárselo todo a su hijo…

—¡Su hijo soy yo! —gritó Ruperto, apartando a Angelica de un empujón. Angelica sabía que ene ese instante debía tener miedo de él, pero lo cierto era que no lo tenía. Al menos, de momento, era ella la que tenía el control.

—Sí, lo eres —dijo Angelica—. Su hijo y su heredero, y ella intentó quitártelo todo. Intentó dárselo a alguien que te habría hecho daño. Prácticamente, fue en defensa propia.

Ruperto negó con la cabeza.

—No… no lo verán así. Cuando se enteren de lo que he hecho…

—¿Por qué iban a enterarse? —preguntó Angelica en un tono perfectamente lógico que fingía no comprender. Se dirigió a uno de los divanes que había allí, se sentó y cogió una copa de vino frío. Le hizo un gesto a Ruperto para que hiciera lo mismo, y este se bebió el suyo con una rapidez que daba a entender que apenas lo había saboreado.

—La gente me habrá visto —dijo Ruperto—. Adivinarán de dónde venía la sangre.

Angelica no pensaba que Ruperto fuera tan estúpido. Pensaba que era un imbécil, evidentemente, incluso un imbécil peligroso, pero no tanto.

—A la gente se la puede comprar, o amenazar, o matar —dijo—. Se la puede distraer con rumores, o incluso convencerla de que se equivocaba. Tengo a gente escuchando indicios de que la gente hable en tu contra, y cualquiera que lo haga será silenciado o quedará como un estúpido, de manera que será ignorado.

—Aun así… —empezó Ruperto.

—No empieces otra vez, mi amor —dijo Angelica—. Tú eres un hombre fuerte y seguro de ti mismo. ¿Por qué te cuestionas a ti mismo con esto?

—Porque esto puede ir mal de muchas maneras —dijo Ruperto—. No soy tonto. Ya sé lo que piensa de mí la gente. Si empiezan los rumores, se los creerán.

—En ese caso, procuraré que no empiecen —dijo Angelica—, o les encontraré un blanco más adecuado. —Alargó el brazo para cogerle una mano—. Cuando te acostabas con la hija de algún noble en el pasado y eras demasiado brusco con ella, ¿te preocupaba su ira?

Ruperto negó con la cabeza.

—Pero si yo nunca he…

—La mentira es tu primera herramienta en esto —dijo Angelica, con calma. Sabía exactamente lo que Ruperto había hecho en el pasado y a quién. Se había encargado de conocer hasta el más mínimo detalle, de manera que pudiera usarlo si debía hacerlo. Al principio, el plan había sido destruir al príncipe cuando se casara con Sebastián, pero ahora podía ser igual de útil.

—No sé por qué sacas esto ahora —dijo Ruperto—. No es relevante. Es…

—La distracción es la segunda —dijo Angelica—. Encontraremos cosas mejores en las que la gente se concentre.

Vio que Ruperto se ponía rojo por la rabia.

—Yo seré tu rey —dijo él bruscamente.

—Y esta es tu tercera herramienta —susurró Angelica, acercándose para besarlo—. Estás a salvo. ¿Lo comprendes, mi amor? O lo estarás. El truco está ahora en asegurar tu posición.

Vio que Ruperto se relajaba visiblemente a medida que la idea iba calando. A pesar de lo muy profundamente que le había afectado haber matado a su madre, sabía cómo escapar de cualquier cosa que hiciera. Al fin y al cabo, llevaba mucho tiempo haciéndolo. O tal vez era la expectativa de poder lo que lo calmaba, el pensar en lo que vendría a continuación.

—Ya he hablado con todos mis aliados —dijo Ruperto.

—Y ahora es el momento de que actúen —respondió Angelica—. Hagámoslos parte de esto desde el principio. La muerte de la Viuda ya es un rumor en la ciudad, y muy pronto se anunciará de manera formal. Ahora las cosas deben avanzar rápidamente. —Lo ayudó a levantarse—. Todo tipo de cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Ruperto. Angelica lo atribuyó a conmoción.

—Nuestra boda, Ruperto —dijo—. Debe tener lugar antes de que la gente tenga ocasión de discutir. Debemos presentarles un frente estable, una dinastía real establecida a la que seguir.

Ruperto se movió sorprendentemente rápido cuando la cogió por el cuello, de nuevo con una rabia que crecía con una rapidez peligrosa.

—No me digas lo que yo debo hacer —dijo—. Mi madre intentó hacerlo.

—Yo no soy tu madre —respondió Angelica, intentando no hacer un gesto de dolor ante la fuerza del agarre—. Pero sí que me gustaría ser tu esposa antes de que se acaba el día. Pensaba que habíamos hablado de eso, Ruperto. Pensaba que era lo que tú querías.

Ruperto la soltó.

—No lo sé. Yo no… yo no había planeado nada de esto.

—¿Ah, no? —preguntó Angelica—. Planeaste tomar el trono. Sin duda sabías los sacrificios que supondría. Aunque me gustaría pensar que casarte conmigo no es una adversidad tan grande.

Volvió hacia él.

—Si quieres, no es demasiado tarde para cancelar las cosas. Dime que me vaya y vaciaré Ashton de las haciendas de mi familia. Si eliges esperar, esperaremos. Evidentemente, en ese caso no tendrías la fuerza de mi familia, o sus aliados. Y no habría nadie que te ayudara a contener todos esos… rumores difíciles.

—¿Me estás amenazando? —exigió Ruperto. Angelica sabía que ese era un juego peligroso. Aun así, iba a jugarlo, pues el verdadero juego al que ella jugaba era mucho más peligroso.

—Simplemente estoy señalando las ventajas que ganas si sigues adelante con esto, mi amor —dijo Angelica—. Cásate conmigo, y puedo hacer que todo esto sea mucho más fácil para ti. es mejor hacerlo hoy que dentro de un mes. Si puedo actuar como tu esposa, ya tengo una razón para protegerte del mundo.

Ruperto se quedó quieto durante unos segundos y, por un instante, Angelica pensó que podría haber calculado mal todo esto. Que, al fin y al cabo, él podría marcharse. Entonces asintió una única y concisa vez.

—Muy bien —dijo él—. Si es importante para ti, lo haremos hoy. Ahora, voy a tomar un poco de aire y empezaré a contactar con nuestros aliados.

Dio la vuelta y salió. Angelica sospechaba que era más probable que fuera en busca de vino que de sus aliados, pero eso no importaba. Probablemente, incluso les beneficiaba. Pronto, ella los tendría haciendo lo que debían, mandando mensajes de parte de su marido.

Llamó a una sirvienta con la campana.

—Asegúrate de que la ropa que llevaba el Príncipe Ruperto cuando entró se quema —le dijo a la chica que entró—. Después busca a una sacerdotisa de la Diosa Enmascarada, e invita a los miembros del consejo íntimo de la Viuda para que se reúnan en palacio. Ah, y manda a alguien a mi modista. Ya debe haber un vestido de boda esperándome.

—¿Mi señora? —dijo la chica.

—¿No estoy hablando con suficiente claridad? —preguntó Angelica—… Mi modista. Venga.

La chica se fue. Era extraño lo estúpida que podía ser la gente a veces. Era evidente que la sirvienta había dado por sentado que Angelica no había hecho ninguna preparación para su propia boda. En cambio, ella había empezado a mandar mensajes para las preparaciones casi tan pronto como tuvo la idea de hacer que Ruperto se casara con ella. Era importante que esta boda lo pareciera lo más posible dada la poca antelación.

Era una pena que no hubiera la oportunidad de tener una ceremonia más grande más tarde, pero había un impedimento más grande para ello: para entonces Ruperto estaría muerto.

El día de hoy había demostrado que eso era necesario de forma más clara de lo que Angelica podía creer. Ella pensaba que Ruperto era un hombre que tenía tanto control sobre sí mismo como ella, pero continuaba tan variable como el viento. No, el plan que ella había establecido era el camino a seguir. Se casaría con Ruperto esa misma noche, lo mataría por la mañana y sería coronada reina antes de que el cuerpo de él estuviera en el suelo.

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