—Por el poder que me otorga la Diosa Enmascarada —dijo la suma sacerdotisa y se detuvo como si recordara que debía decir más—, por el derecho de su linaje, la autoridad de la Asamblea y… al parecer, la voluntad del pueblo, yo te nombro a ti, Sofía, reina de este reino.
Los vítores al colocar la corona sobre la cabeza de Sofía fueron casi ensordecedores. Sofía echó un vistazo a las caras sonrientes de la gente que le importaba y supo que había muy pocas cosas que pudieran hacerla más feliz.
Excepto, evidentemente, la boda que venía a continuación.
***
Sebastián estaba en la entrada del templo de la Diosa Enmascarada, deseando haber podido estar con Sofía en el momento en que la coronaran. Pero eso hubiera sido romper demasiado la tradición, dado lo que estaban a punto de hacer.
—¿Nervioso? —le preguntó a Will, que estaba a su lado vestido con su uniforme de soldado. Su familia estaría en algún lugar entre la multitud. Una parte de Sebastián deseaba que su familia también estuviera aún allí para ver este momento, a pesar de todo lo que le habían hecho al reino, a él y a Sofía.
—Aterrorizado —le aseguró Will—. ¿Y tú?
Sebastián sonrió.
—Yo estoy feliz de que todo esto esté pasando, después de todo lo que hubo antes.
Sonaron las trompetas, que le avisaban de que era el momento de avanzar y unirse en matrimonio a la mujer que amaba. Avanzó entre la multitud, su atuendo era tan sencillo como el de Sofía, la segunda mitad que completaba un todo. La gente se apartaba para dejarlo pasar y a Sebastián aún le sorprendía un poco la buena voluntad que parecían tener hacia él a pesar de los rumores que habían empezado con él, y a pesar de todo lo que había hecho su familia a lo largo de los años.
Subió a la plataforma y se puso sobre una rodilla, con la cabeza agachada en reconocimiento a su recién proclamada reina. Sofía se rio, se levantó y tiró de él para que se pusiera de pie.
—No tienes por qué hacerlo —dijo ella—. Tú no tienes que hacerme una reverencia nunca.
—Pero lo hago —respondió Sebastián—. Quiero que la gente sepa que este reino es tuyo. Que la reina eres tú.
—Y pronto tú serás mi rey a mi lado —dijo Sofía. Parecía que quería besarlo y, desde luego, Sebastián quería besarla a ella, pero eso tendría que esperar.
La suma sacerdotisa hizo un pequeño ruido de enfado, como para recordarles que había una boda a la espera.
—Estamos hoy reunidos para presenciar la boda de la Reina Sofía de la Casa Danse con el Príncipe Sebastián de la Casa Flamberg. Están desenmascarados a la vista de la diosa y el uno ante el otro.
Convenientemente omitió la parte en la que ninguno de ellos había seguido la ceremonia tradicional desde el principio. Sebastián lo dejó pasar. El hecho de que se iba a casar con la mujer que amaba era lo único que importaba.
—Ahora la Reina Sofía me dice que desea decir unas palabras en este momento —dijo la suma sacerdotisa—. ¿Su Majestad?
Sofía alargó el brazo para tocar la cara de Sebastián y, en aquel instante, la multitud estaba tan en silencio que la brisa transportaba sus palabras.
—Cuando te conocí —dijo—, no sabía quién era. No sabía cuál era mi lugar en el mundo, o si lo tenía. Pero sabía que te amaba. Esa parte era una constante. Esa parte no ha cambiado. Te amo, Sebastián, y quiero pasar el resto de mi vida contigo.
A continuación, era el turno de Sebastián, pero no se había preparado lo que tenía que decir. Pensaba que cuando llegara el momento lo sabría y así fue.
—Hemos pasado mucho —dijo Sebastián—. Ha habido momentos en los que pensaba que te había perdido y momentos en los que sabía que no te merecía. Intenté seguirte más allá del reino y, al final, fuiste tú la que me encontró a mí aquí. Te amo, Sofía. —Hizo una pausa durante un instante y sonrió—. Nunca pensé que sería yo el que se casaría con alguien de la realeza.
La suma sacerdotisa les cogió las manos y colocó una sobre la otra. El corazón de Sebastián latía a toda velocidad por los nervios. Normalmente, este era el momento en el que los declaraba marido y mujer, pero así no era como Sofía quería las cosas.
En su lugar, sonaron los cuernos.
***
Catalina miró hacia la entrada de la Iglesia de la Diosa Enmascarada, incapaz de contener su emoción por más tiempo. En cualquier otro momento, la coronación y la boda de su hermana ya hubieran hecho de este uno de los mejores días de su vida, pero ahora parecía que ella ya había esperado lo suficiente. Observaba con gran expectación como Will avanzaba.
Ninguno de ellos se veía tan majestuoso como Sofía y Sebastián, pero a Catalina ya le iba bien. Ellos eran soldados, no gobernantes. Le bastaba con que Will fuera el mismo chico guapo que había visto por primera vez cuando este había ido de visita a la forja de sus padres.
Marchó hacia la plataforma y, a medio camino de su trayecto, Lord Cranston y sus hombres desenfundaron sus espadas y formaron un arco de acero bajo el que pasó Will. A Catalina le alegró verlo y le alegraba que estuvieron todos vivos todavía tras las batallas que habían librado.
Will subió a la plataforma y Catalina le agarró ella misma la mano, sin esperar a que una vieja sacerdotisa mustia decidiera que era el momento.
—Cuando te conocí —dijo Will—, pensé que eras testaruda y terca y que era posible que hicieras que nos mataran a los dos. Me preguntaba qué clase de chica había venido a la forja de mis padres. Ahora sé que eres todas esas cosas, Catalina, y esta es solo una parte de lo que te hace tan increíble. Quiero ser tu marido hasta que las estrellas se apaguen tanto que no te pueda ver, o hasta que sea yo el que se apague tanto que empiece a frenarte a ti.
—Tú no me frenas —respondió Catalina—. En primer lugar, mi corazón late más rápido con solo mirarte. Ojalá te pudiera prometer que me asentaré contigo y que haremos las cosas con paz, pero ambos sabemos que el mundo no funciona así. La guerra puede llegar incluso en el momento más feliz y no es propio de mí quedarme sin hacer nada ante ella. Aun así, hasta que una espada, un arco o la edad avanzada nos reclame, quiero que seas mío.
No era la promesa tradicional, pero era lo que había en el corazón de Catalina y ella sospechaba que esta era la parte que contaba. La suma sacerdotisa no parecía especialmente impresionada, pero desde la posición de Catalina, eso era sencillamente una ventaja añadida.
—Ahora que hemos oído vuestras promesas mutuas, te pregunto a ti, Sofía de la Casa Danse, ¿tomas a Sebastián de la Casa Flamberg como tu esposo?
—Lo tomo —dijo Sofía, que estaba al lado de Catalina.
—Y tú, Catalina de la casa Danse, ¿tomas a Will… hijo de Tomás el herrero, como tu esposo?
—¿No es lo que acabo de decir? —puntualizó Catalina, intentando no reírse de que la anciana no fuera capaz de comprender que el hijo de un herrero no tuviera una casa con nombre—. De acuerdo, de acuerdo, lo tomo.
—Sebastián de la Casa Flamberg, ¿tomas a Sofía de la Casa Danse como tu esposa?
—La tomo —dijo Sebastián.
—Y tú, Will, ¿tomas a Catalina de la Casa Danse como tu esposa?
—La tomo —dijo y parecía más feliz de lo que Catalina sospechaba que alguien pudiera estarlo ante la expectativa de unirse a ella de por vida.
—Entonces tengo el placer de declarar que sois uno, unidos ante los ojos de la diosa —entonó la sacerdotisa.
Pero Catalina no la oía. A esas alturas, estaba demasiado ocupada besando a Will.
CAPÍTULO DOS
El Maestro de los Cuervos observaba a su flota con satisfacción mientras esta navegaba hacia la tierra de la costa norte de lo que había sido el reino de la Viuda. La flota invasora era como una mancha de sangre en el agua, los cuervos volaban por encima en grandes bandadas que parecían más nubes de tormenta.
Más adelante se encontraba un pequeño puerto pesquero, apenas un punto de partida adecuado para su campaña, pero después del tiempo que habían pasado en el mar, esta sería una muestra de bienvenida de las cosas que estaban por llegar. Los barcos se detuvieron, a la espera de su señal y el Maestro de los Cuervos se quedó quieto por un instante para apreciar toda aquella belleza, la paz de la orilla iluminada por el sol.
Movió la mano con desinterés y susurró, a sabiendas de que cien córvidos graznarían sus palabras a sus capitanes.
—Que empiece.
Los barcos empezaron a avanzar como las piezas individuales de una hermosa máquina mortal, cada uno se colocaba en el lugar que le había sido asignado mientras se dirigían hacia la orilla. El Maestro de los Cueros imaginaba que los capitanes estarían compitiendo entre ellos para ver quién podía llevar a cabo sus obligaciones con más precisión, para intentar satisfacerlo con la obediencia de sus cuervos. Parecían no aprender nunca que a él le importaban pocas cosas, excepto la muerte que estaba por llegar.
—Habrá muerte —murmuró cuando uno de sus animalitos se posó sobre su hombro—. Habrá tanta muerte como para anegar el mundo.
El cuervo le dio la razón con un graznido, tan bien como pudo. Sus criaturas se habían alimentado bien en las últimas semanas, las muertes de la batalla de Ashton todavía llenaban sus arcas de poder, mientras nuevas muertes brotaban del imperio del Nuevo Ejército a diario.
—Hoy habrá más —dijo con una sonrisa sombría mientras los soldados y los aspirantes a soldado formaban filas en la orilla para defender su hogar.
Sonaron los cañones, los primeros disparos resonaron en el agua, los estruendos de su impacto reverberaron. Pronto el aire se llenaría de humo, de modo que el sería el único que podría ver lo que estaba sucediendo, gracias a sus pájaros. Pronto, sus hombres tendrían que confiar en sus órdenes por completo.
—Di a la tercera compañía que se abra un poco más —dijo a uno de sus ayudantes—. Eso evitará que escapen costa arriba.
—Sí, mi señor —respondió el joven.
—Tened preparada una barca de desembarco también para mí.
—Sí, mi señor.
—Y recuerda mis órdenes a los hombres: mataremos sin piedad a aquel que se resista.
—Sí, mi señor —repitió el ayudante.
Como si los capitanes del Maestro de los Cuervos necesitaran que se las recordaran. A estas alturas ya conocían sus normas, sus deseos. Se sentó en la cubierta de su buque insignia y observó cómo las balas de cañón chocaban contra la carne y los hombres caían bajo la cortina de fuego de los mosquetes. Finalmente, decidió que era el momento óptimo y se dirigió, mientras comprobaba sus armas, hacia la barca de desembarco que ya estaban bajando.
—Remad —les ordenó a los hombres y estos remaban con esfuerzo, luchando por llevarlo hasta la orilla con sus tropas.
Alzó una mano cuando sus cuervos se lo advirtieron y los hombres dejaron de remar, a tiempo para que la bala de un viejo cañón impactara delante de ellos en el agua.
—Continuad.
La barca de desembarco se deslizó por las olas y, a pesar de la potencia avasallante de las fuerzas del Nuevo Ejército, algunos de los hombres que estaban a la espera se lanzaron al ataque. El Maestro de los Cuervos saltó al muelle a su encuentro, con las espadas en alto.
Le atravesó el pecho a uno y, a continuación, se apartó cuando otro blandió la espada hacia él. Paró un golpe y mató a otro hombre con la eficiencia despreocupada que da una larga práctica. Estos hombres eran unos estúpidos si pensaban que podían derrotarlo, o incluso hacerle daño. Solo lo habían conseguido dos personas en mucho tiempo, y tanto Catalina Danse como su odioso hermano morirían por ello con el tiempo.
Por ahora, esto era más una matanza que una lucha y el Maestro de los Cuervos gozaba con ello. Hacía cortes y daba estocadas, liquidando enemigos con cada movimiento. Cuando vio a una mujer joven intentando escapar, se detuvo para desenfundar una pistola y le disparó en la espalda. Después, continuó con su trabajo más urgente.
—Por favor —suplicó un hombre, tirando su espalda al suelo en señal de rendición. El maestro de los Cuervos lo destripó y, a continuación, se dirigió al siguiente.
La matanza era tan inevitable como absoluta. Una milicia mal armada y desperdigada no podía ni empezar a tener esperanzas de defenderse contra tantos rivales. Todo se hizo muy rápidamente y costaba imaginar qué habían intentado conseguir resistiéndose. Seguramente, algo tendría que ver con el honor o alguna otra tontería.
—Oh —dijo para sí mismo el Maestro de los Cuervos mientras observaba a través de los ojos de una de sus criaturas y vio un corro de personas que huía a las colinas cercanas, en dirección al sur. Volvió a la realidad y echó un vistazo para ver cuál de sus capitanes estaba más cerca:
—Un grupo de aldeanos está huyendo por un sendero que no está lejos de aquí. Llévate hombres y matadlos a todos, por favor.
—Sí, mi señor —dijo el hombre. Si le preocupaba el tener que matar inocentes, no lo demostraba. Por otro lado, de haber sido un hombre que se opusiera a cosas de estas, el Maestro de los Cuervos lo hubiera matado hace tiempo.
El Maestro de los Cuervos se quedó tras la batalla, escuchando el silencio que solo traía la muerte. Escuchaba a los cuervos mientras estos tomaban tierra para empezar su trabajo y sintió que el poder empezaba a fluir cuando consumían su parte. Era un flujo lamentable comparado con algunas de las batallas que había habido antes, pero ya vendrían más.
Mandó su conciencia a sus criaturas y dejó que estas hablaran con su voz:
—Esta ciudad es mía —dijo—. Rendíos o moriréis. Entregad a todos aquellos que tengan magia o moriréis. Haced lo que se os ordena o moriréis. Ahora no sois nada, esclavos y menos que esclavos. Obedeced y os libraréis de ser comida para los cuervos por un tiempo. Desobedeced y moriréis.
Mandó a sus criaturas al aire, para que escudriñaran la tierra que había tomado en este primer avance. Veía el horizonte, que se extendía a lo lejos ante él, con la promesa de más tierra que conquistar, más muerte para alimentar a sus animalitos.
Normalmente, el Maestro de los Cuervos no recibía visiones. Como mucho, sus cuervos le proporcionaban lo suficiente para adivinar lo que sucedería. Él no era la bruja de la fuente para tirar de los hilos del futuro, pero incluso ella no había podido predecir su propia muerte. Sin embargo, la visión vino hacia él a toda prisa, llevada sobre las alas de sus mascotas.
Vio a una niña, a la que su madre sostenía en brazos, y reconoció al instante a la reina recién coronada en el reino. Vio el peligro que había detrás de la niña, y más que el peligro. La muerte que había mantenido a raya tanto tiempo con las vidas de otros acechaba en la sombra de la bebé. La niña alargó el brazo hacia él, con la inocencia de un crío, y el Maestro de los Cuervos retrocedió para evitarlo, huyendo hasta volver en sí.
Se encontraba en el centro de la ciudad que había tomado, diciendo que no con la cabeza.
—¿Va todo bien, mi señor? —preguntó su ayudante.
—Sí —dijo el Maestro de los Cuervos, pues si admitía su debilidad, tendría que matar al hombre. Si salía cualquier rastro del miedo que crecía en su interior, todos los que lo vieran morirían. Sí, ese era un pensamiento…
—He cambiado de opinión —dijo—. Guardaremos la conquista para la próxima ciudad. Arrasad esta. Matad a cada uno de sus habitantes, hombre, mujer… bebé en brazos. No dejéis dos piedras juntas.
El ayudante no dudó más de lo que había dudado su capitán sobre dar caza a aquellos que huían.