Una Corona para Los Asesinos - Морган Райс 3 стр.


—Se hará lo que usted ordene, mi señor —prometió.

El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna duda de que así sería. Él daba órdenes y la gente moría en respuesta. Si resultaba que era un niño lo que lo amenazaba… pues el niño podía morir también, junto a su madre.

CAPÍTULO TRES

Emelina estaba en el centro del Hogar de Piedra e intentaba contener algo de su frustración, mientras miraba a todos los habitantes alrededor del círculo de piedra. Cora y Aidan estaban a su lado, lo que era un apoyo, pero todos los demás estaban tan decididos en su contra que no parecía bastar.

—Sofía nos mandó para convenceros de que volváis a Ashton —dijo Emelina, centrándose en el lugar donde Asha y Vincente estaban sentados. ¿Cuántas veces había tenido allí esta discusión? Había sido necesario todo este tiempo para llegar al punto en el que hablaran de esto juntos en el círculo.

—No era necesario que regresarais al Hogar de Piedra tras la batalla. Ella está construyendo un reino donde los de nuestra especie somos libres y no tenemos nada que temer.

—Siempre habrá algo que temer mientras existan los que nos odian —replicó Asha—. Podría haber ordenado que cerraran las iglesias de la Diosa Enmascarada. Podría haber hecho colgar a los asesinos de la misma por sus crímenes.

—Y eso hubiera hecho que la guerra civil empezara de nuevo —dijo Cora, que estaba al lado de Emelina.

—Es mejor tener una guerra que vivir al lado de quien nos odia —dijo Asha—. Quien nos ha hecho estas cosas nunca, nunca, puede ser perdonado.

Vincente lo dijo con palabras más comedidas, pero no fue mucho más útil.

—Este es un lugar en el que hemos construido una comunidad, Emelina. Este es un lugar en el que podemos estar seguros de que estamos a salvo. No tengo ninguna duda de que Sofía tiene buenas intenciones, pero eso no es lo mismo que poder cambiar las cosas.

Emelina tuvo que reprimir la necesidad de gritarles por ser tan estúpidos. Cora debió de verlo, pues le puso una mano sobre el brazo a Emelina.

—Todo irá bien —susurró—. Acabarán viendo lo que es sensato.

—A lo que tú le llamas «sensato» —gritó Asha desde el otro lado del círculo de piedra— yo le llamó traición a nuestro pueblo. Es aquí donde estamos a salvo, no por ahí fuera en el mundo.

Emelina le lanzó una mirada furiosa. Asha no podía haber oído el susurro de Cora desde allí, lo que significaba que había leído su mente. Eso era más que irrespetuoso, era peligroso, especialmente porque Asha había sido la que había enseñado a Emelina cómo se sacaban los recuerdos de alguien.

—La gente es libre de ir y venir si lo desea —dijo Vincente—. Si Sofía realmente aporta un reino en el que los de nuestra especie somos libres, la gente vendrá por su propia voluntad, sin necesidad de enviados.

—Y hasta entonces, ¿qué impresión dará? —contestó Emelina—. ¿Qué impresión dará que todos los que tienen dones estén escondidos, como si estuvieran avergonzados? ¿Parecerá que no somos una amenaza o dará lugar a que la gente asegure que estamos conspirando en secreto? ¿A que vuelvan a aparecer los viejos rumores?

La parte más complicada de la multitud que los rodeaba era que para Emelina era imposible calcular qué efecto estaban teniendo sus palabras. Con otro público hubiera podido llegar a la sensación de sus pensamientos o, por lo menos, escucharlos hablar entre ellos. Aquí, las conversaciones eran cosas silenciosas que iban y venían como un parpadeo, lo suficientemente bien dirigidas para que ella no formara parte de ello.

—Tal vez tengáis razón —dijo Vincente.

—No, no la tienen —respondió Asha—. Son ellos los que han hecho que estemos menos a salvo, haciendo que la gente supiera dónde estamos.

—No se lo hemos dicho a nadie —dijo Cora.

Asha resopló.

—Como si no pudieran haberlo sacado de vuestra cabeza. Si no os mandara la reina, os sacaría todos los pensamientos por ello.

—No —dijo Aidan, poniendo una mano protectora sobre el hombro de Cora—. No lo harías.

Vincente se puso de pie, su altura era más que impresionante para calmar las cosas.

—Ya está bien de peleas. Asha, las nuevas defensas serán más que suficientes para protegernos, incluso si nos encuentran. En cuanto al resto… sugiero una visión.

—¿Una visión? —preguntó Emelina.

Vincente hizo un gesto que incluía a la multitud que los rodeaba.

—Unamos nuestras mentes y veamos qué resultado tendrá cada una de las acciones. No es perfecto, pero nos ayudará a decidir qué debemos hacer.

La idea de unir su mente a tantas otras era preocupante, pero si esto le proporcionaba la posibilidad de convencerlos, Emelina no iba a contenerse.

—De acuerdo —dijo—. ¿Cómo lo hacemos?

«Sencillamente, conecta tu mente a las de los otros» —mandó Vincente—. «Están esperando».

Emelina contactó con su don y ahora podía sentir que las mentes de los que estaban en el círculo la esperaban. Ahora se mostraban abiertos de un modo en el que no habían estado antes. Respiró profundamente y se zambulló entre ellos.

Era y no era ella, tanto una mota individual de pensamientos como la nube más grande que los llevaba juntos a la deriva. Con tantos de ellos en un mismo lugar, había más poder aquí que el que una persona pudiera haber poseído nunca. Ese poder se dirigía a un centro y Emelina notaba que Vincente la guiaba con la mano, con lo que sospechaba que era una habilidad nacida de una latga práctica.

«Concentraos en el futuro» —mandó—. «En ver lo que pasará si…»

No fue más allá, pues en ese momento una visión se apoderó de ellos con la fuerza de un incendio forestal.

En su visión sí que había fuego. Parpadeaba sobre los tejados de Ashton, consumiendo, destrozando. Unos soldados vestidos con uniformes color ocre marchaban por las calles, matando a su paso. Emelina oía a mujeres chillando dentro de las casas, veía cómo asesinaban a los hombres mientras huían en las calles. La visión parecía flotar en las calles, sin apenas darles tiempo a asimilar la matanza mientras se dirigían a palacio.

A su alrededor, la destrucción de Ashton hacía que a Emelina le doliera verlo. La matanza era espantosa, pero curiosamente, la pérdida de los lugares en los que había crecido era casi igual de mala. Ver las barcazas quemando en el río le hizo pensar en la barcaza en la que ella intentó escapar de la ciudad. Ver el mercado lleno de cadáveres en lugar de puestos le rompía el corazón.

Llegaron al palacio y el Maestro de los Cuervos estaba esperando. No había ninguna duda de quién era, con su largo abrigo anticuado y sus pájaros volando en círculos. Incluso en esta imagen, el verlo hacía estremecer a Emelina, pero no podía apartar la mirada. Observaba cómo marchaba por palacio, matando con tal facilidad que casi parecía no tener importancia para él.

La imagen cambió y él estaba en un balcón, con un bebé en brazos. Por instinto, Emelina supo que era la hija de Sofía. Tenía un brillo que le recordaba los pensamientos de Sofía y Emelina quería alargar el brazo para proteger a la niña.

Pero aquí no había nada que pudiera hacer, excepto observar al Maestro de los Cuervos levantando a la bebé, mientras la sostenía por encima de su cabeza. Cuando los cuervos bajaron a comer…

Emelina respiraba con dificultad cuando volvió de golpe a su cuerpo, con el corazón acelerado. Alrededor del círculo, veía a otras personas mirando hacia arriba, aturdidas o sobresaltadas. Sabía que habían visto las mismas cosas que ella. De eso se trataba.

—Tenemos que ayudarles —dijo Emelina, en cuanto tuvo suficiente aliento para hacerlo.

—¿Qué? —preguntó Cora—. ¿Qué está pasando?

—El Maestro de los Cuervos va a quemar Ashton —dijo Emelina—. Va a matar al bebé de Sofía. Lo vimos en una visión.

Al instante, Cora fijó su expresión.

—Entonces debemos detenerlo. —Emelina vio que echaba un vistazo al círculo de gente—. Debemos detenerlo.

—¿Quieres que más de los nuestros mueran por vosotros? —exigió Asha desde el otro extremo del círculo—. ¿No cayeron los suficientes para darle el trono a vuestra amiga?

—Yo he oído hablar de este hombre —dijo Vincente—. Sería peligroso ir en su contra. Esto es pedir demasiado.

—¿Es pedir demasiado que ayudéis a salvar a una niña? —exigió Emelina, oyendo cómo alzaba su voz.

—No es nuestra hija —dijo Asha.

A su alrededor, el círculo zumbaba con pensamientos. Eso solo sirvió para que Emelina se enojara más, pues esto le recordaba cuánto poder había en el Hogar de Piedra.

—¿No es vuestra? —replicó Emelina—. Ella será la heredera al trono. Si alguna vez queréis que esto sea vuestro reino en lugar de un sitio del que esconderos, ella es responsabilidad vuestra tanto como de cualquiera.

Vincente negó con la cabeza.

—¿Qué querríais que hiciéramos nosotros? No podemos luchar contra todo el Nuevo Ejército de Ashton.

—Entonces traed aquí a la niña —respondió Emelina—. Bueno, traed a todo el mundo aquí. Puede que Ashton caiga, pero este es un sitio seguro. De hecho, se planeó para que fuera seguro. Tú mismo dijiste que había nuevas defensas.

—Defensas para nosotros —respondió Asha—. Muros de poder que conlleva un gran esfuerzo mantener. ¿Debemos defender una ciudad llena de gente que no puede contribuir a ello? ¿Qué siempre nos ha odiado?

Entonces Cora dio su opinión:

—Cuando vine aquí, me dijeron que el Hogar de Piedra era un lugar de acogida para todo aquel que lo necesitara, no solo para los que tenían magia. ¿Era mentira?

Sus palabras fueron recibidas con silencio y Emelina pudo adivinar cuál sería la respuesta incluso antes de que la diera Vincente.

—Nos obligasteis a ir a una lucha —dijo—. Por nuestra voluntad no escogeremos otra. Dejaremos pasar esta y renaceremos de nuestras cenizas. No podemos ayudaros.

—No queréis —le corrigió Emelina—. Y si no queréis hacerlo vosotros, ya lo haré yo.

—Ya lo haremos nosotras —dijo Cora.

Emelina asintió.

—Si no queréis ayudarnos, entonces iremos a Ashton. Nos encargaremos de que la bebé de Sofía esté a salvo.

—Moriréis —dijo Asha—. ¿Pensáis que podéis ir contra un ejército?

Emelina encogió los hombros.

—A lo mejor pensáis que me preocupa.

—Esto es una locura —dijo Asha—. Deberíamos evitar que os fuerais por vuestra seguridad.

Emelina entrecerró los ojos.

—¿Crees que podríais?

Sin esperar una respuesta, se levantó y se marchó del círculo. No tenía sentido discutir más y cada momento que esperaban era un momento en el que el bebé de Sofía estaba en peligro.

Tenían que ir a Ashton.

CAPÍTULO CUATRO

Sofía no había podido disuadir a nadie para que esta no fuera una boda fastuosa, aunque parecía ser lo que los nobles antes de ella hubieran preparado. Pero al mirar al prado de palacio, se alegró de no haber podido cancelarlo. Ver a tanta gente allí, sentir su disfrute solo hacía que ella rebosara felicidad.

—Hay mucha gente que quiere felicitarnos —dijo Sebastián, rodeándola con el brazo.

—Ya saben que yo sabré si realmente lo sienten, ¿verdad? —respondió Sofía. Se frotó la zona lumbar. Tenía un profundo dolor que hacía que deseara sentarse, pero también deseaba poder bailar con Sebastián, solo un poco.

—Realmente lo sienten —dijo Sebastián. Señaló hacia donde había algunas de las mujeres nobles de la corte de pie, o bailando con la música de instrumentos de cuerda y flautas—. Incluso se alegran por ti. Creo que les gusta vivir en una corte donde no tienen que fingir todo el rato.

—Se alegran por nosotros —le corrigió Sofía. Lo tomó de la mano y lo llevó hacia un lugar del prado que servía de pista de baile. Dejó que Sebastián la tomara en sus brazos y los músicos que había al lado los tomaron como referencia y bajaron un poco el ritmo del baile.

A su alrededor, la gente giraba, mucho más enérgicamente de lo que Sofía ahora podía. Ahora el dolor de su espalda se había extendido a la barriga y ella lo tomó como el momento en el que debía retirarse del baile. A un lado del prado, habían colocado dos sillas, bueno, dos tronos, para Sebastián y ella. Sofía cogió la suya con mucho gusto y Sienne fue corriendo a acurrucarse a sus pies.

—Me recuerda un poco al baile en el que nos conocimos —dijo ella.

—Existen diferencias —dijo Sebastián—. Para empezar, menos máscaras.

—Yo lo prefiero así —dijo Sofía—. La gente no debería tener la sensación de que debe ocultar quiénes son solo para divertirse.

También había otras diferencias. Aquí había tanto gente común como nobles, un grupito de comerciantes hablando en un lado, la hija de una tejedora bailando con un soldado. Había personas que habían sido contratadas como sirvientes, que ahora eran libres para unirse a las celebraciones en lugar de tener que servir en ellas. Varias chicas a las que Sofía reconocía de la Casa de los Abandonados estaban apartadas a un lado y parecían más felices de lo que nunca lo habían sido allí.

—Sus majestades —dijo un hombre, acercándose a ellos y haciendo una gran reverencia. Su vestimenta roja y dorada parecía brillar en contraste con su piel oscura, mientras que sus ojos eran tan pálidos que casi eran lavanda—. Yo soy el Alto Comerciante N’ka del Reino de Morgassa. Su magnífica majestad les manda la enhorabuena con motivo de su boda y me ha ordenado viajar hasta aquí para hablar de comercio con su reino.

—Estaríamos encantados de hablar de ello —dijo Sofía. El comerciante empezó a decir algo y una mirada a sus pensamientos dio a entender que tenía pensado negociar todo un tratado en ese mismo momento, allí mismo—. Pero tendrá que ser después del día de mi boda.

—Por supuesto, su majestad. Me quedaré en Ashton un tiempo.

—Por ahora, disfrute de las celebraciones —sugirió Sofía.

El comerciante ofreció una gran reverencia y se metió de nuevo en la multitud. Como si su acercamiento hubiera dado permiso a todos los demás, unas cuantas personas más se dieron a conocer, desde nobles que buscaban promoción a comerciantes con bienes para vender o gente común que tenía quejas. Cada vez, Sofía decía lo mismo que le había dicho al comerciante, con la esperanza de que eso bastara y que disfrutaran del resto de la noche.

El que parecía no estar disfrutando mucho de las celebraciones era Lucas. Estaba en un rincón con una copa de vino, rodeado de una selección de mujeres nobles jóvenes y guapas, pero aun así no había ninguna sonrisa en su cara.

«¿Está todo bien» —le mandó Sofía.

Lucas sonrió en su dirección y, a continuación, extendió las manos.

«Me alegro por Catalina y por ti, pero parece que todas las mujeres de aquí se han tomado esto como una señal de que yo debería casarme a continuación y con ellas».

«Bueno, nunca se sabe» —mandó de vuelta Sofía—, «quizás resultará que una de ellas es perfecta para ti».

«Tal vez» —mandó Lucas, aunque no parecía ni remotamente convencido.

«No te preocupes, muy pronto saldremos de travesía tras nuestros padres a través de un terreno peligroso» —prometió Sofía— «y no tendrás que lidiar con el espantoso asunto de las celebraciones reales».

Como respuesta a eso, Lucas le dijo algo a una de las mujeres que tenía cerca, extendió una mano y la llevó hasta la pista de baile. Evidentemente, lo hizo a la perfección, bailando con la elegancia y la gracia que seguramente venían de años de instrucción. El Oficial Ko, el hombre que lo había criado, había procurado que entrenara en ello con el mismo cuidado que con todo lo demás.

Catalina y Will ya estaban allí, aunque parecían estar tan absortos el uno en el otro que prácticamente ignoraban la música. Seguramente no ayudaba que a su hermana se le diera mejor la espada que el baile, mientras que Sofía dudaba que Will conociera muchas danzas formales de la corte. Ambos parecían felices de estar uno en los brazos del otro, susurrando entre ellos y besándose de vez en cuando. Sofía no se sorprendió del todo cuando salieron juntos a escondidas en dirección a palacio cuando nadie miraba; lo hicieron tan hábilmente que Sofía dudaba que alguien se hubiera dado cuenta.

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