Durante ese tiempo, también había conseguido una especie de promoción. Aunque todavía trabajaba bajo la supervisión del director McGrath y reportaba sus actividades directamente a él, le habían asignado el papel del agente de confianza. Era otra de las razones por las que no había trabajado en un caso activamente en casi cuatro meses; McGrath estaba ocupado intentando decidir qué rol quería que jugase Mackenzie dentro del grupo de agentes que estaban a cargo de su vigilancia.
Mackenzie se movió por la carrera como si fuera algo mecánico, como un robot al que hubieran programado para que hiciera esta cosa en concreto. Se movió con fluidez, apuntó con precisión y velocidad, corrió como una experta y sin titubeos. Si acaso, estos cuatro meses que había pasado sentada al escritorio y en reuniones le habían renovado la motivación para participar en este tipo de ejercicios de entrenamiento. Cuando por fin regresara al campo, tenía toda la intención de ser mejor como agente que la que había acabado por solucionar el caso de su padre.
Llegó al final del circuito sin caer realmente en la cuenta de que había terminado. Había una puerta metálica enrollable en la pared que tenía delante de ella. Cuando cruzó la línea amarilla sobre el hormigón del circuito que indicaba que había concluido, la puerta se enrolló hacia arriba. Entonces entró a una pequeña sala con una mesa y un solo monitor en la pared. La pantalla del monitor mostraba sus resultados. Diecisiete objetivos, diecisiete aciertos. De los diecisiete aciertos, nueve habían dado en la diana. De los otros ocho, cinco habían estado a un veinticinco por ciento de dar en la diana. La calificación general de su carrera era del ochenta y nueve por ciento. Era un cinco por ciento mejor que su carrera anterior y un nueve por ciento mejor que cualquiera de los otros ciento diecinueve resultados publicados por otros agentes y estudiantes.
Necesito practicar más, pensó mientras salía de la sala para ir al vestuario. Antes de cambiarse, sacó su teléfono móvil de la mochila y vio que tenía un mensaje de texto de Ellington.
Mamá acaba de llamar. Va a llegar antes de tiempo. Lo siento…
Mackenzie suspiró profundamente. Hoy, Ellington y ella iban a visitar un posible espacio para la boda y habían decidido invitar a su madre. Iba a ser la primera vez que Mackenzie se encontraba con ella y se sentía como si estuviera de nuevo en el instituto, esperando estar a la altura de la mirada escrutadora de una madre amorosa y vigilante.
Tiene gracia, pensó Mackenzie. Excepcionalmente diestra con un arma, nervios de acero… y aun así, tengo miedo de conocer a mi futura suegra.
Todo este asunto de la vida domesticada le estaba empezando a irritar de verdad. Aun así, sentía la agitación por esa emoción mientras se ponía su ropa de calle. Hoy iban a ver el espacio que ella prefería, Se casaban en seis semanas. Era el momento de emocionarse. Y con esto en mente, se marchó a casa, con una sonrisa en la cara la mayor parte del camino.
***
Resulta que Ellington estaba igual de nervioso que Mackenzie por el encuentro con su madre. Cuando Mackenzie llegó al apartamento, él caminaba nervioso de arriba debajo de la cocina. No es que pareciera preocupado, pero había cierta tensión nerviosa en la manera en que se movía.
“Pareces asustado”, dijo Mackenzie mientras tomaba asiento en uno de los taburetes que había junto a la barra.
“Bueno, es que se me acaba de ocurrir que vamos a ver este sitio con mi madre exactamente dos semanas después de que finalice mi divorcio. Sin duda, tú y yo y la mayoría de los seres humanos racionales saben que estas cosas llevan su tiempo debido al papeleo y al ritmo generalmente lento del gobierno. Pero mi madre… te garantizo que se está agarrando a este pedazo de información, esperando a tirármelo a la cara en el peor momento”.
“Sabes, se supone que tienes que hacer que quiera conocer a esa mujer”, dijo Mackenzie.
“Lo sé, y es encantadora la mayoría del tiempo, pero también puede ser… en fin, una bruja cuando quiere”.
Mackenzie se puso de pie y le rodeó con sus brazos. “Ese es su derecho como mujer. Todas lo tenemos, ¿sabes?”.
“Oh, lo sé”, dijo él con una sonrisa antes de besarle en los labios. “Entonces… ¿estás lista?”.
“He enviado a asesinos a prisión. He participado en algunos casos de alto nivel y he mirado por los cañones de más armas de las que recuerdo. Así que… no. No estoy lista. Esto me asusta”.
“Entonces estaremos asustados los dos juntos.”
Salieron del apartamento de la manera casual en que lo llevaban haciendo desde que se mudaran juntos. Para todos intentos y propósitos, Mackenzie ya se sentía como si estuviera casada con ese hombre. Sabía todo sobre él. Se había acostumbrado a sus ronquidos suaves y hasta a su tendencia a escuchar glam metal de los 80. Y estaba empezando a adorar de verdad los leves toques de pelo gris que le estaban saliendo en las sienes.
Había pasado por el infierno con Ellington, encontrándose con algunos de sus casos más duros con él a su lado. Así que seguramente serían capaces de enfrentarse al matrimonio juntos, con suegras temperamentales y todo.
“Tengo que preguntarte algo”, dijo Mackenzie cuando se metieron a su coche. “¿Te sientes más ligero ahora que el divorcio está finalizado? ¿Puedes sentir un hueco donde solías tener a ese mono en la espalda?”.
“Me siento más ligero”, dijo Ellington. “Aunque ese era un mono bastante pesado”.
“¿Deberíamos haberla invitado a la boda? Parece que tu madre lo agradecería”.
“Cualquier día de estos, me harás gracia. Lo prometo”.
“Eso espero”, dijo Mackenzie. “Va a ser una vida muy larga los dos juntos si sigues perdiéndote mi genio para la comedia”.
Extendió la mano para agarrar la de ella, mirándola como si fueran una pareja que se acababa de enamorar. Llevó el coche hasta el espacio donde ella estaba bastante segura de que se iban a acabar casando, ambos tan felices que podían prácticamente ver su futuro, resplandeciente y luminoso, por delante suyo.
CAPÍTULO DOS
Quinn Tuck tenía un sencillo sueño: vender los contenidos de algunas de esas consignas abandonadas a algún paleto como lo vio hacer en ese programa llamado Storage Wars. Se podía hacer un dinero decente con ello; él se llevaba a casa casi seis mil al mes por las consignas de las que se encargaba. Y después de terminar de pagar la hipoteca de su casa el año anterior, había sido capaz de ahorrar lo suficiente como para llevarse a París a su mujer, algo que no había dejado de pedirle desde que empezaron a salir juntos, veinticinco años atrás.
De veras, le encantaría vender todo el garito y mudarse a vivir a alguna parte. Quizá a alguna parte de Wyoming, un lugar que nadie echaba nunca en falta, pero que era bastante pintoresco y asequible. Sin embargo, a su mujer eso no le hacía ninguna gracia, aunque seguramente sería más feliz si él dejara el negocio de las consignas de almacenamiento.
En primer lugar, la mayoría de los clientes eran unos imbéciles presuntuosos. Se trataba, después de todo, del tipo de gente que tenía tantas cosas que tenían que alquilar espacio adicional para poder guardarlas todas. Y en segundo, no echaría en falta las llamadas que recibían los sábados de ciertos propietarios quisquillosos para quejarse de las cuestiones más estúpidas.
La llamada de esta mañana la había hecho una mujer mayor que alquilaba dos unidades. Había estado sacando cosas de una de sus unidades y decía que había olido algo terrible proveniente de una de las unidades cercanas a la suya.
Normalmente, Quinn le hubiera dicho que lo comprobaría, pero no hubiera hecho nada. Sin embargo, esta era una situación peliaguda. Dos años antes, había recibido una queja similar. Entonces esperó tres días para comprobarla, para descubrir que un mapache se las había arreglado de alguna manera para entrar a una de las consignas, pero no para salir de ella. Cuando Quinn lo encontró, estaba hinchado y llevaba muerto por lo menos una semana.
Y por eso estaba llevando su camioneta al aparcamiento de su espacio primario de consignas un sábado por la mañana en vez de quedarse remoloneando en la cama e intentar convencer a su mujer de que hagan el amor con promesas de ese viaje a París. Este complejo de consignas de almacenamiento era el más pequeño de los que poseía. Era un complejo al aire libre con cincuenta y cuatro unidades en total. El alquiler era más bien de los bajos, y tenía todas alquiladas excepto por nueve.
Quinn se bajó de su camioneta y caminó entre las consignas. Cada cuadrado de consignas contenía seis espacios de almacenamiento, todos del mismo tamaño. Caminó hasta el tercer bloque de consignas y se dio cuenta de que la mujer que había llamado por la mañana no había estado exagerando ni un poco. También él podía oler algo horrible y eso que la consigna en cuestión todavía estaba a dos cuadrículas enteras de distancia. Sacó su llavero del bolsillo y empezó a circular con su bicicleta hasta que llegó a la Consigna 35.
Para cuando llegó a la puerta de la consigna, casi tenía miedo de abrirla. Algo olía mal. Empezó a preguntarse si alguien, de algún modo, había dejado encerrado a su perro dentro sin darse cuenta. Y como de algún modo, nadie le había escuchado ladrar ni lloriquear con lo que no le habían sacado de allí. Fue una imagen que alejó de la mente de Quinn cualquier idea de ponerse caliente con su mujer un sábado por la mañana.
Con una mueca en el rostro debido al olor, Quinn metió la llave al cerrojo de la Consigna 35. Cuando el cerrojo se abrió, Quinn lo sacó del pasador y después enrolló la puerta estilo acordeón para arriba.
El olor de atizó con tal fuerza que dio dos pasos firmes hacia atrás, con miedo a ponerse a vomitar. Se colocó la mano sobre la nariz y la boca, dando un pequeño paso hacia delante.
Pero ese fue el único paso que dio. Vio de dónde provenía el olor solo con quedarse parado fuera de la consigna.
Había un cadáver en el suelo de la consigna. Estaba cerca de la parte delantera, a un par de metros de los cachivaches que estaban apilados en la de atrás, taquillas pequeñas, cajas de cartón, y cajas de leche llenas con un poquito de todo.
El cadáver era el de una mujer que parecía tener veintitantos años. Quinn no podía ver ninguna herida visible en ella, pero había una buena cantidad de sangre acumulada a su alrededor. Ya había dejado de estar húmeda o pegajosa, y se había resecado en el suelo de hormigón.
Ella estaba lívida como un fantasma y tenía los ojos abiertos de par en par, inmóviles. Durante un instante, Quinn pensó que le estaba mirando directamente a él.
Sintió como se elevaba un grito ahogado en su garganta. Reprimiéndose antes de que se le pudiera escapar, Quinn rebuscó su teléfono en su bolsillo y llamó al 9-1-1. Ni siquiera estaba seguro de que fuera el número al que llamar para algo como esto, pero era todo lo que se le ocurría hacer.
Cuando sonó el teléfono y respondió el agente de comunicaciones, Quinn intentó desviar la vista para descubrir que era incapaz de quitarle los ojos de encima a la grotesca visión, con su mirada entrelazada con la de la mujer muerta que había en la consigna.
CAPÍTULO TRES
Ni Mackenzie ni Ellington querían una boda a lo grande. Ellington decía que ya se había sacado todas las tonterías relativas a la boda de su sistema con su primer matrimonio, pero quería asegurarse de que Mackenzie tenía todo lo que quisiera. Los gustos de ella eran sencillos. Ella hubiera estado perfectamente satisfecha en una iglesia básica. Nada de campanitas, ni silbatos, ni elegancia fabricada.
Entonces, el padre de Ellington les había llamado poco después de que anunciaran su compromiso. El padre de Ellington, que nunca había formado realmente parte de su vida, le felicitó pero también le informó de que no podría atender ninguna boda a la que asistiera la madre de Ellington. Sin embargo, les compensó por su futura ausencia utilizando sus conexiones con un amigo muy adinerado de DC y reservando la Meridian House para ellos. Era un regalo que rayaba en lo obsceno, pero que también había puesto punto y final a la cuestión de cuándo celebrar el matrimonio. Resulta que al final la respuesta era cuatro meses después del compromiso, gracias a que el padre de Ellington reservó una fecha en particular: el 5 de septiembre.
Y, aunque ese día todavía estaba a dos meses y medio de distancia, parecía estar mucho más cerca cuando Mackenzie se puso de pie en los jardines que había junto a Meridian House. El día era perfecto y todo acerca del lugar parecía haber sido recientemente alterado y diseñado.
Me casaría aquí mismo mañana si pudiera, pensó. Por norma, Mackenzie no se dejaba llevar por impulsos caprichosos, pero había algo en la idea de casarse aquí que le hacía sentir de cierta manera, en un punto medio entre lo romántico y lo rarito. Le encantaba la sensación de otra época que emanaba el lugar, el cálido y sencillo encanto y los jardines.
Mientras se quedaba de pie y examinaba el lugar, Ellington se acercó por detrás y le colocó los brazos alrededor de la cintura. “Así que… en fin, este es el sitio”.
“Sí que lo es”, dijo ella. “Tenemos que darle las gracias a tu padre. De nuevo. O quizá solo des-invitemos a tu madre para que él pueda presentarse”.
“Puede que sea un poco tarde para eso”, dijo Ellington. “Sobre todo porque ahí está ella, caminando por la acera a tu derecha”.
Mackenzie miró en esa dirección y vio a una mujer mayor con la que los años habían sido amables. Llevaba gafas de sol negra que le hacían parecer excepcionalmente juvenil y sofisticada de una manera que rayaba en lo petulante. Cuando divisó a Mackenzie y a Ellington de pie entre dos jardineras grandes llenas de flores y tallos, les saludó con un poco de entusiasmo de más.
“Parece dulce”, dijo Mackenzie.
“También lo parecen las golosinas, pero cómete las suficientes y se te pudrirán los dientes”.
Mackenzie no pudo evitar que le saliera una risita al oír esto, pero la reprimió mientras la madre de Ellington se les unía.
“Espero que tú seas Mackenzie”, dijo.
“Lo soy”, dijo Mackenzie, insegura de cómo tomarse la broma.
“Por supuesto que lo eres, querida”, dijo. Le dio un abrazo flojo a Mackenzie con una sonrisa resplandeciente. “Y yo soy Frances Ellington… pero solo porque me resulta demasiado laborioso cambiarme el apellido”.
“Hola, madre”, dijo Ellington, acercándose para darle un abrazo.
“Hijo. Por favor, ¿cómo diablos os las arreglasteis para conseguir este lugar? ¡Es definitivamente espectacular!”.
“Llevo suficiente tiempo en DC como para hacer amistad con la gente adecuada”, mintió Ellington.
Mackenzie se estremeció por dentro. Entendía completamente por qué necesitaba mentir, pero también se sentía incómoda con formar parte de una mentira tan grande que implicaba a su suegra en esta etapa de su relación.
“¿Pero entiendo que no conoces a quienes podían acelerar el papeleo y las ramificaciones legales de tu divorcio?”.
Era un comentario que habían hecho con un tono ligeramente sarcástico, con la intención de que fuera una broma. Pero Mackenzie ya había interrogado a suficiente gente y sabía lo bastante sobre conductas y expresiones faciales como para saber cuándo alguien está siendo simplemente cruel. Quizá fuera una broma, pero también había algo de cierto y de amargura en ella.
Ellington, por otra parte, picó el anzuelo. “No. No he hecho amigos como esos, pero sabes una cosa, mamá, la verdad es que preferiría enfocarnos en el día de hoy. Y en Mackenzie, una mujer que no me va a hacer morder el barro como la primera esposa que tuve y a la que pareces sentirte apegada”.