Cassie se mordió el labio. Ella había crecido con esa experiencia. Recordaba las voces exaltadas a puertas cerradas, discusiones murmuradas en el auto, la sensación de tensión como si estuviera en una cuerda floja. Siempre se preguntó qué era lo que su madre, tan callada, sumisa, humillada, podía haber encontrado para discutir con su grandilocuente y agresivo padre. Fue después de la muerte de su madre, en un accidente de auto, que se dio cuenta de que las discusiones eran todas para mantener la calma, manejar la situación, proteger a Cassie y a su hermana de la hostilidad que estallaba de manera impredecible y sin ningún motivo. Sin la presencia de su madre, el conflicto latente había desatado una guerra generalizada.
Se había imaginado que uno de los beneficios de ser niñera era que podía ser parte de la familia feliz que nunca tuvo. Ahora temía que fuera lo opuesto. Nunca había podido mantener la paz en su casa. ¿Podría manejar una situación volátil de la misma manera que lo había hecho su madre?
—Me preocupa mi familia —confesó Cassie—. A mí también me hicieron preguntas extrañas en la entrevista, y la última niñera que tuvieron se marchó al poco tiempo. ¿Qué pasa si yo tengo que hacer lo mismo? No quiero quedarme ahí si las cosas se van a poner desagradables.
—No abandones a menos que sea una emergencia, —le advirtió Jess—. Genera un conflicto enorme y te desangras de dinero, serás responsable por un montón de gastos adicionales. Eso casi me desalienta a intentarlo de nuevo. Fui muy cuidadosa al aceptar esta asignación. No tenía el dinero suficiente, mi padre pagó por todo esta vez.
Puso la copa sobre la mesa.
—¿Vamos a la puerta de embarque? Estamos en la parte del fondo del avión así que seremos el primer grupo en abordar.
El entusiasmo de abordar el avión distrajo a Cassie de todo lo que Jess le había dicho, y una vez que se sentaron hablaron de otros temas. Cuando el avión despegó, sintió que su espíritu también se elevaba, porque lo había logrado. Había dejado el país, se había escapado de Zane, y estaba en el aire, dirigiéndose a un nuevo comienzo en tierras extranjeras.
Después de la cena, empezó a pensar más en los detalles de su asignación y en las advertencias de Jess, y fue entonces cuando sus temores volvieron lentamente.
No todas las familias eran malas, ¿cierto?
Pero ¿qué pasaría si una agencia en particular tuviera la fama de aceptar a familias difíciles? Bueno, entonces las probabilidades serían mayores.
Cassie intentó leer por un momento, pero no se podía concentrar en el relato y sus pensamientos se aceleraban ante la preocupación por lo que estaba por venir.
Echó un vistazo a Jess. Se aseguró de que estuviera concentrada mirando una película, para sacar discretamente el frasco de pastillas de su bolso y tomarse una con lo que le quedaba de Diet Coke. Si no podía leer, al menos podía intentar dormir. Apagó la luz y reclinó su asiento.
*
Cassie se encontró en su ventosa habitación del piso de arriba, acurrucada debajo de su cama con la espalda contra la fría y áspera pared.
Se escuchaban risas de borrachos, golpes y gritos de la planta baja, una fiesta que se pondría violenta en cualquier momento. Agudizó sus oídos a la espera del estruendo de un vidrio. Reconoció la voz de su padre y la de su última novia, Deena. Había al menos otras cuatro personas allí abajo, quizás más.
Y luego, por encima de los gritos, sintió el crujido de las tablas por las fuertes pisadas que subían las escaleras.
—Hola, pequeña —susurró una voz grave, y su yo de doce años se encogió de terror—. ¿Estás ahí, niñita?
Cerró sus ojos con fuerza, diciéndose que esto era solo una pesadilla, que estaba segura en la cama y que los extraños allá abajo se preparaban para marcharse.
La puerta se abrió lentamente con un chirrido y a la luz de la luna vio aparecer una pesada bota.
Los pies pisoteaban por el dormitorio.
—Hola, niñita —Un susurro ronco—. Vine a saludarte.
Ella cerró los ojos, rogando que él no escuchara su respiración agitada.
Sintió el murmullo de la tela cuando él destapó las sábanas, y el gruñido de sorpresa cuando vio la almohada y el saco que ella había envuelto debajo.
—Callejeando —farfulló.
Adivinó que él buscaba entre las sucias cortinas que se inflaban por la brisa y las cañerías que insinuaban una ruta de escape precaria. La próxima vez se armaría de coraje y bajaría por ahí, no podía ser peor que esconderse aquí.
Las botas retrocedieron fuera de su vista. Una explosión de música vino de abajo, seguida de una discusión a los gritos.
El dormitorio estaba tranquilo.
Ella temblaba. Si iba a pasar la noche escondida, necesitaba una frazada. Era mejor ir a buscarla ahora. Se apartó de la pared con cuidado.
Pero cuando deslizó su mano hacia afuera, otra áspera la atrapó.
—¡Así que ahí estás!
La arrancó y ella se aferró del marco de la cama, el frío acero le raspaba las manos, y comenzó a gritar. Sus gritos aterrorizados llenaron el dormitorio, llenaron la casa…
Y se despertó, traspirando, gritando, escuchando la voz preocupada de Jess.
—Oye, Cassie, ¿estás bien?
Los zarcillos de la pesadilla aún la acechaban, esperando atraparla de nuevo. Podía sentir los rasguños en el brazo, en donde se había cortado con el marco oxidado de la cama. Apretó sus dedos sobre la piel y se alivió al sentirla intacta. Abrió bien los ojos y prendió la luz sobre su cabeza para espantar la oscuridad.
—Estoy bien. Tuve un mal sueño, nada más.
—¿Quieres agua? ¿Té? Puedo llamar a la azafata.
Cassie se iba a negar amablemente, pero luego recordó que debía tomar la medicación otra vez. Si una pastilla no había funcionado, dos habitualmente impedían que las pesadillas se repitieran.
—Un poco de agua. Gracias —le dijo.
Esperó a que Jess no la mirara y rápidamente se tomó otra pastilla.
No intentó volver a dormir.
Durante el aterrizaje intercambió números de teléfono con Jess, y por las dudas anotó el nombre y la dirección de la familia con la que ella iba a trabajar. Cassie se dijo que era como una póliza de seguros, y que con suerte si la tenía no la iba necesitar. Hicieron la promesa de recorrer el Palacio de Versalles juntas en la primera oportunidad que tuvieran.
Mientras rodaban hacia el aeropuerto Charles de Gaulle, Jess se reía entusiasmada. Rápidamente le mostró a Cassie la selfi que su familia se había tomado para ella mientras esperaban. Una atractiva pareja y sus dos hijos sonreían y sostenían un cartel con el nombre de Jess.
Cassie no había recibido ningún mensaje. Maureen solamente le había dicho que la esperarían en el aeropuerto. El camino hacia el control de pasaportes parecía eterno. Estaba rodeada por el murmullo de las conversaciones en una multitud de idiomas distintos. Intentó escuchar a la pareja que caminaba junto a ella, y se dio cuenta de lo poco que podía entender el francés hablado. La realidad era tan diferente a las clases de la escuela y las grabaciones que escuchaban. Se sintió asustada, sola y con falta de sueño, y de pronto se dio cuenta de que su ropa estaba arrugada y traspirada en comparación con los viajeros franceses a su alrededor, elegantemente vestidos.
Tomó sus maletas y se apresuró a los servicios, se puso una blusa limpia y se peinó. Aún no se sentía lista para conocer a su familia y no tenía idea de quién la estaría esperando. Maureen le había dicho que la casa estaba a más de una hora del aeropuerto, por lo que quizás los niños no habían venido. No buscaría a una familia grande. Un rostro amigable sería suficiente.
Pero en el mar de gente que la observaba, no vio a nadie que la reconociera, a pesar de haber puesto la mochila de “Las Niñeras de Maureen” a la vista en el carrito del equipaje. Caminó lentamente desde la puerta de salida hacia la sala de arribos, esperando ansiosamente que alguien la ubicara, la saludara con la mano o la llamara.
Pero todos parecían esperar a alguien más.
Aferrando el carrito con las manos frías, Cassie zigzagueó por la sala de arribos, buscando en vano mientras la muchedumbre se iba dispersando gradualmente. Maureen no le había dicho qué hacer si esto sucedía. ¿Tenía que llamar a alguien? ¿Su teléfono funcionaría en Francia?
Y entonces, cuando pasaba por última vez de forma frenética por la sala, lo encontró.
“CASSANDRA VALE”.
Un hombre esbelto y de cabello oscuro, vestido de chaqueta negra y jeans, sostenía el pequeño cartel.
Parado cerca de la pared, concentrado en su teléfono, ni siquiera la estaba buscando.
Se acercó vacilante.
—Hola, soy Cassie. ¿Tú eres…? —le preguntó, sus palabras se apagaban al darse cuenta de que no sabía quién podía ser.
—Sí —le respondió en un marcado acento inglés—. Ven por aquí.
Estaba por presentarse adecuadamente, para decir las palabras que había ensayado acerca de lo entusiasmada que estaba de ser parte de la familia, cuando vio la tarjeta plastificada en su chaqueta. Era solo un chofer de taxi, la tarjeta era su pase oficial para el aeropuerto.
La familia ni siquiera se había molestado en venir a conocerla.
CAPÍTULO TRES
El paisaje citadino de París se desenvolvía frente a la mirada de Cassie. Altos edificios y bloques industriales sombríos dieron paso gradualmente a los suburbios arbolados. La tarde era fría y gris, con lluvias dispersas y viento.
Se estiró para ver los letreros que pasaban. Se dirigían hacia Saint Maur, y por un momento pensó que ese era su destino, pero el chofer pasó la salida y continuó por la carretera que salía de la ciudad.
—¿Cuánto falta? —le preguntó, intentando iniciar una conversación, pero él gruñó evasivamente y subió el volumen de la radio.
La lluvia golpeteaba las ventanas y sentía el frío del vidrio en su mejilla. Deseaba haber tomado su chaqueta gruesa del maletero. Y estaba muerta de hambre, no había desayunado y desde entonces no había tenido la oportunidad de comprar comida.
Luego de más de media hora llegaron a campo abierto, bordeando el río Marne, en donde las barcazas con sus colores vivos le dieron un toque de color al gris, y algunas personas caminaban bajo los árboles envueltas en gabardinas. Algunas ramas ya estaban descubiertas, otras aún vestían hojas de color oro rojizo.
—Hace mucho frío hoy, ¿no? —observó, intentando nuevamente entablar una conversación con el chofer.
—Oui —respondió balbuceando, y esa fue su única respuesta, pero al menos subió la calefacción y ella dejó de tiritar.
Envuelta por el calor, se dejó arrastrar por una siesta intranquila mientras pasaban los quilómetros.
Un frenazo brusco y el estruendo de una bocina la despertaron sobresaltada. El chofer intentaba pasar a un camión estacionado, logrando salir de la carretera hacia una calle angosta y arbolada. El cielo se había despejado, y en la luz tenue del atardecer el paisaje otoñal era hermoso. Cassie miró por la ventana, asimilando el paisaje ondulante y el mosaico de praderas intercalado con enormes y oscuros bosques. Pasaron por un viñedo con sus filas de vides bien ordenadas rodeando la ladera.
El chofer aminoró la velocidad y se adentró en un pueblo con casas de piedra pálida, ventanas con forma de arco y tejados empinados alineando el camino. A lo lejos, vio un campo abierto y vislumbró un canal bordeado de sauces llorones mientras cruzaban un puente de piedra. La elevada aguja de la iglesia atrajo su atención, y se preguntó cuántos años tendría el edificio.
Pensó que deberían estar cerca del chateau, quizás incluso en un vecindario cercano. Cambió de opinión cuando se alejaban del pueblo y serpenteaban entre las colinas, hasta que se desorientó totalmente y perdió de vista la aguja de la iglesia. No esperaba que el chateau estuviese tan lejos. Escuchó la notificación del GPS de pérdida de señal, y el chofer exclamó con enojo, tomando su teléfono y mirando atentamente el mapa mientras manejaba.
Entonces, luego de girar a la derecha y pasar a través de unos enormes postes, Cassie se enderezó y observó la larga entrada de gravilla. A la distancia, alto y elegante, con el sol poniente resaltando las paredes revestidas en piedra, estaba el chateau.
Las cubiertas crujieron sobre las piedras cuando el automóvil se detuvo en una entrada enorme e imponente, y ella sintió una punzada de nervios. La casa era mucho más grande de lo que había imaginado. Era como un palacio, coronado con altas chimeneas y torrecillas ornamentales. Contó dieciocho ventanas, con mampostería elaborada y detallada, en los dos pisos de la imponente fachada. La casa tenía vistas a un jardín formal, con setos recortados de forma inmaculada y senderos pavimentados.
¿Cómo podría vincularse con la familia en su interior, que vivía entre tanto esplendor, cuando ella venía de la nada?
Se dio cuenta de que el chofer golpeteaba sus dedos impacientemente sobre la rueda. Claramente no la iba a ayudar con las maletas. Se bajó rápidamente.
El viento despiadado la enfrió de inmediato. Se apresuró hacia el maletero, sacó su maleta y la cargó por la gravilla hasta refugiarse bajo el porche, en donde se subió el cierre de la chaqueta.
La pesada puerta de madera no tenía timbre, solamente una gran aldaba de hierro que sintió fría al tacto. El ruido fue sorpresivamente alto, y un momento después, Cassie escuchó pasos ligeros.
La puerta se abrió y vio a una criada con uniforme oscuro y el pelo recogido en una coleta ajustada. Detrás de ella, Cassie entrevió un enorme salón de entrada, con paredes revestidas de manera opulenta, y una majestuosa escalera de madera en el otro extremo.
Inmediatamente, Cassie detectó la presencia de una pelea. Podía sentir la electricidad en el aire, como una tormenta que se acercaba. La sentía en el comportamiento nervioso de la criada, en el portazo y en el caos de los gritos distantes que se van desvaneciendo. Sintió que se le contraían las entrañas y un deseo dominante de escapar, de perseguir al chofer y pedirle que vuelva.
En lugar de eso, se mantuvo firme y forzó una sonrisa.
—Soy Cassie, la nueva niñera. La familia me está esperando.
—¿Hoy? —La criada parecía preocupada— Espera un momento.
Mientras entraba a la casa rápidamente, Cassie la escuchó llamar.
—Monsieur Dubois, por favor, venga pronto.
Un minuto después, un hombre fornido, de pelo oscuro y canoso, entraba a zancadas al vestíbulo con el rostro como un trueno. Cuando vio a Cassie en la puerta, se detuvo.
—¿Ya estás aquí? —preguntó—. Mi prometida dijo que llegabas mañana en la mañana.
Se dio vuelta para lanzar una mirada fulminante a la joven de cabello rubio decolorado que lo seguía. Llevaba un vestido de noche y sus atractivos rasgos estaban tensos por la presión.
—Sí, Pierre, imprimí el correo electrónico cuando fui a la ciudad. La agencia me dijo que el vuelo llega a las cuatro de la mañana.
Volviéndose a la ornamentada mesa de madera del vestíbulo, empujó un pisapapeles de vidrio veneciano y blandió una hoja de papel de forma defensiva.
—Aquí, ¿ves?
Pierre echó un vistazo a la hoja y suspiró.
—Dice a las cuatro de la tarde. No de la mañana. El chofer que contrataste obviamente entendió bien, y aquí está ella.
Se giró hacia Cassie y le extendió la mano.
—Soy Pierre Dubois. Ella es mi prometida, Margot.
No presentó a la criada. En su lugar, Margot le gritó que fuera a arreglar el dormitorio que estaba enfrente a los de los niños, y la criada se alejó apresurada.
—¿En dónde están los niños? ¿Ya están en la cama? Deberían conocer a Cassie —dijo Pierre.