Pero al mismo tiempo sintió un atisbo de tristeza; allí había otro medio de transporte más que podía alejar a Daniel de ella. Daniel siempre estaba en movimiento, ya fuera con sus largos paseos en moto por los acantilados o con los viajes a las ciudades cercanas en su camioneta. Le resultaba tan evidente que quería ver mundo y explorar que ni siquiera le cabía duda alguna. Sabía que, tarde o temprano, Daniel necesitaría dejar Sunset Harbor. Si ella se iría con él cuando llegase el momento era algo que todavía no había decidido.
Daniel le dio un codazo juguetón.
―Debería darte las gracias.
―¿Por qué? ―preguntó Emily.
―Por el motor.
Había sido ella quien le había comprado el motor nuevo a modo de gracias por toda la ayuda que Daniel le había ofrecido en la preparación del hostal, además de ser un intento para animarlo a restaurar el barco.
―No es nada ―contestó, preguntándose si aquel regalo acabaría mordiéndole el trasero. Preguntándose si el hecho de restaurar el barco despertaría el anhelo de Daniel de ponerse en marcha.
―Así que ―continuó Daniel, señalando el barco―, he pensado que, a modo de gracias, deberías acompañarme en el viaje inaugural.
―¡Oh! ―dijo Emily, sorprendida por la propuesta―. ¿Quieres ir a dar una vuelta en barco? ¿Ahora? ―No pretendía sonar tan estupefacta.
―A menos que no quieras ―repuso Daniel, frotándose el cuello con aire incómodo―. Simplemente he pensado que podríamos tener una cita.
―Sí, desde luego ―dijo Emily.
Daniel subió a bordo de un salto y le tendió la mano. Emily la aceptó y dejó que la guiase. El barco se meció debajo de ella, haciendo que trastabillara.
Daniel encendió el motor y guió el barco fuera del puerto deportivo, saliendo al océano lleno de reflejos. Emily respiró profundamente el aire marino, mirando cómo Daniel marcaba el rumbo por el agua. Parecía tan en casa timoneando el barco, del mismo modo en que su moto parecía convertirse en una extensión de su propio cuerpo. Era la clase de hombre que disfrutaba del movimiento continuo, y al mirarlo ahora Emily podía ver lo viveza y felicidad que se adueñaban de él cuando iba en busca de la aventura.
Aquel pensamiento aumentó su melancolía. El deseo de Daniel de explorar el mundo era algo más que un sueño; era una necesidad. Era imposible que pudiera quedarse en Sunset Harbor durante mucho más tiempo. Y Emily tampoco había decidido cuánto iba a quedarse ella. Quizás su relación estuviese condenada. Quizás sólo sería algo fugaz, un momento perfecto congelado en el tiempo. La idea le revolvió el estómago de pura desesperación.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Daniel―. No te estarás mareando, ¿verdad?
―Puede que un poco ―mintió Emily.
Alzó la vista y vio que se estaban dirigiendo hacia una pequeña isla en la que había poco más que un par de árboles y un faro abandonado. Se irguió, sorprendida.
―¡Oh, Dios! ―exclamó.
―¿Qué pasa? ―preguntó Daniel. Se podía oír el pánico en su voz.
―¡Mi padre tenía un cuadro de esa isla en nuestra casa de Nueva York!
―¿Estás segura?
―¡Al cien por cien! ¡No me lo puedo creer! Nunca me había dado cuenta de que fuera un cuadro de un lugar real.
Daniel abrió mucho los ojos. Parecía tan sorprendido por la coincidencia como Emily.
Sus preocupaciones se desvanecieron ante aquella inesperada sorpresa y Emily se apresuró en quitarse las deportivas y los calcetines. Saltó del barco casi antes de que éste llegase a tierra y las olas le lamieron las espinillas con un agua fría que a duras penas sintió. Salió corriendo del agua hasta llegar a la arena húmeda de la playa y un poco más allá antes de detenerse y levantar las manos, formando un rectángulo con los dedos y los pulgares y cerrando un ojo. Cambió un poco de posición para que el faro quedara a la derecha con el sol junto a él y el vasto océano extendiéndose al otro lado. ¡Y sí! ¡Era exactamente el mismo ángulo del cuadro que había colgado en su hogar!
No le sorprendía que su padre hubiese tenido un cuadro como aquel, a fin de cuenta las antigüedades lo habían obsesionado, obras de arte incluidas; lo que la sorprendía era que aquel cuadro hubiese conseguido llegar hasta la casa familiar. A su madre siempre se le había dado muy bien mantener sus vidas de Sunset Harbor y de Nueva York estrictamente separadas, como si tan solo pudiera soportar los absurdos pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.
―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!
―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.
Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.
―Mi señora ―dijo.
Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.
―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?
Daniel se encogió de hombros.
―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.
―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.
Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.
―Por el señor Kapowski.
Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.
―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.
―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.
Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.
―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.
―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?
―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.
Daniel movió las cejas.
―¿Y qué hay de mí?
Emily no pudo contener una sonrisita.
―No me pareces un logro tan importante…
―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más fácil de encandilar del mundo.
Emily se rió y después le plantó un beso largo y opulento en los labios.
―¿A qué ha venido eso? ―dijo Daniel una vez que se hubo apartado.
―A modo de gracias. Por todo esto. ―Señaló el pequeño pícnic que había extendido frente a ellos con la cabeza―. Por estar aquí.
Daniel pareció dudar por un segundo, y Emily supo por qué: era porque nunca podría comprometerse por completo a estar presente. Llevaba el deseo de viajar en las venas, y en algún momento tendría que darle rienda suelta.
¿Y qué había de Emily misma? Ella tampoco había planeado en firme lo de quedarse en Sunset Harbor. Ya llevaba allí seis meses, lo cual había sido mucho tiempo manteniéndose lejos de Nueva York, lejos de su casa y de sus amigos. Y, aun así, en aquel momento, con el sol poniéndose a lo lejos y lanzando rayos rosados y anaranjados por el cielo, no se le ocurría ningún otro lugar en el que prefiriese estar. Tenía la sensación de estar viviendo en el paraíso. Quizás sí que pudiera convertir Sunset Harbor en su hogar, y quizás Daniel querría asentarse con ella. Era imposible adivinar el futuro; tendría que hacer frente a los días según fuesen llegando. Lo mínimo que podía hacer era quedarse hasta que se le acabase el dinero, y si se esforzaba lo suficiente y conseguía que el hostal fuese sostenible, cabía la posibilidad de que aquel día tardase muchísimo en llegar.
―¿En qué estás pensando? ―preguntó Daniel.
―En el futuro, supongo ―contestó.
―Ah ―dijo él, mirándose el regazo.
―¿No es un buen tema de conversación? ―lo interrogó Emily.
Daniel se encogió de hombros.
―No siempre. ¿No es mejor disfrutar el momento sin más?
Emily no estuvo segura de cómo tomarse aquella frase. ¿Era una muestra del deseo de Daniel por marcharse de allí? Si el futuro no era un buen tema de conversación, ¿se debía a que ya había previsto los corazones rotos que los esperaban más adelante?
―Supongo ―dijo Emily en voz baja―. Pero a veces es imposible no pensar en lo que habrá más adelante. No hay nada de malo en hacer planes, ¿no te parece? ―Estaba intentando animarlo con suavidad, hacer que le ofreciera algo de información, cualquier cosa que la hiciera sentir más segura en su relación.
―En realidad no ―fue la respuesta de Daniel―. Me esfuerzo mucho por mantener mi mente siempre en el presente, por no preocuparme por el futuro ni obsesionarme con el pasado.
A Emily no le gustaba la idea de que Daniel se preocupase por el futuro de ambos, y tuvo que contenerse para no exigir exactamente qué era lo que le preocupaba.
―¿Y hay mucho de lo que obsesionarse? ―preguntó en su lugar.
Daniel no le había hablado mucho de su pasado. Emily sabía que había viajado bastante, que sus padres estaban divorciados, que su padre se había dado a la botella y que Daniel consideraba al padre de Emily responsable de otorgarle un futuro.
―Oh, sí ―dijo éste―. Muchísimo.
Volvió a guardar silencio. Emily quería que continuase hablando, pero notó que aquello no era algo que Daniel pudiese hacer. Se preguntó si él sería consciente de lo mucho que ansiaba ser la persona ante la que se abriese.
Pero con Daniel, todo giraba alrededor de la paciencia. Hablaría cuando estuviese listo, si es que llegaba a estarlo algún día.
Y si aquel día llegaba, Emily esperaba seguir estando allí para escuchar.
CAPÍTULO CUATRO
A la mañana siguiente Emily se despertó temprano, decidida a no volver a fallar en la preparación del desayuno. Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio de invitados a las siete en punto, cerrándose de nuevo con suavidad y seguido por el sonido de los pasos del señor Kapowski bajando la escalera. Emily salió de dónde había estado haciendo tiempo en el pasillo y esperó al pie de los escalones, mirándolo desde abajo.
―Buenos días, señor Kapowski ―lo saludó con confianza y una sonrisa agradable en el rostro.
El señor Kapowski se sobresaltó.
―Oh. Buenos días. Estás despierta.
―Sí ―dijo Emily, manteniendo el tono confiado a pesar de que no se sentía así ni por asomo―. Quería disculparme por lo de ayer, por no estar preparada para hacerle el desayuno. ¿Ha dormido bien? ―Notó las ojeras que le rodeaban los ojos.
El señor Kapowski dudó un segundo y se metió las manos en los bolsillos del traje arrugado con aire nervioso.
―Um… en realidad no ―contestó al fin.
―Oh, vaya ―dijo Emily, preocupada―. Espero que no haya sido por la habitación.
El señor Kapowski se agitó incómodo y se frotó el cuello como si tuviera algo más que decir pero no supiera cómo hacerlo.
―De hecho ―logró pronunciar―, la almohada tenía bastantes bultos.
―Lo siento muchísimo ―se disculpó Emily, frustrada consigo mismo por no haber probado la almohada de antemano.
―Y, um… las toallas son ásperas.
―¿De verdad? ―dijo inquieta―. ¿Por qué no viene a sentarse en el comedor ―le propuso, luchando para que el pánico no se le reflejase en la voz― y me dice qué no ha sido de su agrado?
Lo llevó hasta el gran comedor y descorrió las cortinas, dejando que la pálida luz de la mañana llenase la habitación e hiciera destacar los lirios de Raj, cuyo olor flotaba en la sala. La superficie de la larga mesa de caoba de estilo banquete reflejó la luz. A Emily le encantaba aquella habitación; era tan opulenta, tan sofisticada y ornamentada. Había sido la habitación perfecta en la que hacer lucir la vajilla antigua de su padre, y la había colocado en una vitrina tallada con la misma oscura madera caoba de la que estaba hecha la mesa.
―Así está mejor ―comentó, manteniendo un tono animado y ligero―. Y ahora, ¿qué tal si me habla de su habitación para que podamos solucionar los problemas?
El señor Kapowski pareció incómodo, casi como si no quisiera hablar.
―En realidad no es nada. No son más que la almohada y las toallas. Y puede que el colchón sea muy duro y, eh… un poco demasiado fino.
Emily asintió, actuando como si aquellas palabras no le estuvieran llenando el corazón de angustia.
―Pero en realidad está muy bien ―añadió el señor Kapowski―. Es que tengo el sueño ligero.
―Bien, de acuerdo ―dijo Emily, comprendiendo que forzarlo a hablar era peor que dejarlo insatisfecho con su habitación―. Bueno, ¿qué puedo prepararle de desayuno?
―Huevos y beicon, si no es mucho pedir ―solicitó él―. Fritos. Y unas tostadas. Con champiñones. Y tomates.
―Sin problemas ―contestó Emily, preocupada por si no tenía todos los ingredientes que había mencionado.
Se apresuró hacia la cocina, despertando al instante a Mogsy y Lluvia. Ambos perros empezaron a ladrar pidiendo su desayuno, pero Emily ignoró sus gimoteos y corrió hacia la nevera, comprobando lo que había dentro. Se sintió aliviada al ver que tenía beicon, aunque no había ni rastro ni de champiñones ni de tomates. Al menos tenía en la panera pan excedente del que Karen, la mujer de la tienda de ultramarinos, había traído el otro día y podía conseguir huevos gracias a Lola y Lolly.
Lamentando los zapatos que había elegido ponerse, Emily cruzó a toda prisa la puerta trasera hasta salir a la hierba húmeda de rocío y se acercó al gallinero. Lola y Lolly estaban paseándose por su jaula, y las dos ladearon la cabeza al oír cómo se acercaban sus pasos, seguramente esperando que les ofreciera maíz fresco.
―Todavía no, mis pichoncitos ―les dijo Emily―. El señor Kapowski va primero.
Las gallinas la picotearon para mostrar su frustración mientras Emily iba a la caseta en la que ponían los huevos.
―Tienes que estar bromeando ―musitó cuando miró dentro y no encontró nada. Se giró para mirar a las gallinas con las manos en las caderas―. De todos los días en los que podíais no poner huevos, ¡tenía que ser hoy!
Entonces recordó todos los huevos escalfados con los que había practicado el día anterior. ¡Debía de haber usado al menos cinco! Alzó las manos con impotencia. «¿Por qué hizo Daniel que me pusiera a escalfar huevos?», pensó frustrada.
Volvió dentro, decepcionada ante la perspectiva de no ir a poder ofrecer tampoco hoy el desayuno que quería el señor Kapowski, y empezó a freír el beicon. Parecía ser incapaz de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas, bien fuera por su ansiedad o por la falta de experiencia: derramó el café sobre la encimera y después dejó el beicon al fuego demasiado tiempo, por lo que los bordes quedaron demasiado hechos y ennegrecidos. La tostadora nueva, que sustituía a la que había explotado y había dejado la cocina hecha un asco, parecía tener unos ajustes mucho más sensibles que la anterior, y Emily hasta consiguió quemar las tostadas.
Cuando miró el producto de su trabajo, por fin colocado todo en un plato, no se sintió nada satisfecha. No podía servir aquel desastre, así que fue al lavadero y echó todo el plato en los cuencos de los perros. Al menos al darles de comer se ocupaba de una de sus tareas pendientes.
De nuevo en la cocina, intentó una vez más preparar el plato que había pedido el señor Kapowski. Aquella vez el resultado fue mejor: el beicon no estaba demasiado hecho y la tostada no se había quemado. Sólo esperaba que su huésped perdonase los ingredientes que faltaban.