Miró el reloj y vio con un sobresalto que habían pasado casi treinta minutos.
Volvió corriendo al comedor.
―Aquí está, señor Kapowski ―dijo, entrando con la bandeja del desayuno―. Lamento mucho la espera.
Al acercarse a la mesa se dio cuenta de que el señor Kapowski se había quedado dormido. Sin saber muy bien si sentirse aliviada o molesta, Emily dejó la bandeja en la mesa e hizo el gesto de salir en silencio.
El señor Kapowski levantó bruscamente la cabeza.
―Ah ―dijo, mirando la bandeja―. El desayuno. Gracias.
―Me temo que no tengo huevos, tomates ni champiñones hoy.
El señor Kapowski pareció decepcionado.
Emily salió al pasillo y respiró profundamente. La mañana había resultado estar llena de trabajo considerando el dinero que acabaría sacando de todos sus esfuerzos. Tendría que volverse algo más eficiente si quería que el negocio se mantuviera, y necesitaba un plan alternativo en caso de que Lola y Lolly volvieran a no poner huevos de nuevo.
Justo entonces su huésped salió del comedor; había pasado menos de un minuto desde que Emily le había servido la comida.
―¿Va todo bien? ―preguntó―. ¿Necesita algo?
Una vez más, el señor Kapowski pareció reacio a hablar.
―Um… La comida está algo fría.
―Oh ―dijo Emily, entrando en pánico―. Deje que se la caliente.
―En realidad no pasa nada ―repuso el señor Kapowski―. De hecho tengo que ponerme en marcha.
―De acuerdo ―accedió Emily, sintiéndose desanimada―. ¿Tiene algún plan para hoy? ―Estaba intentando sonar como la anfitriona de un hostal en un lugar de como una mujer invadida por los nervios, aunque ella misma encajaba más en la segunda descripción.
―Oh, no, quiero decir que vuelvo a casa ―la corrigió él.
―¿Quiere decir que se va? ―Emily estaba sorprendida. Sintió cómo la recorría un escalofrío―. Pero tiene reservadas tres noches.
El señor Kapowski pareció incómodo.
―Yo, eh, tengo que volver. Pero pagaré toda la reserva.
Parecía tener prisa por marcharse, y cuando Emily sugirió no cobrarle el precio de los dos desayunos que no había comido, él insistió en pagarlo todo y marcharse en aquel preciso momento. Emily se quedó de pie en la puerta, mirando cómo se alejaba su coche y sintiéndose como una fracasada.
No supo cuánto tiempo estuvo frente a la puerta lamentándose por el desastre que había sido su primer huésped, pero al cabo de un rato oyó cómo sonaba su teléfono dentro de la casa. Gracias a la mala señal que recibía la vieja casa, el único sitio en el que tenía cobertura era junto a la puerta principal. De hecho tenía una mesita especialmente para el teléfono, una preciosa antigüedad que había rescatado de uno de los dormitorios que todavía estaban cerrados. Se acercó a ella, preparándose mentalmente para quién podría ser.
No había muchas opciones agradables. Su madre no había vuelto a ponerse en contacto desde aquella emotiva llamada bien entrada la noche en la que habían hablado sobre la verdad de la muerte de Charlotte y, más concretamente, sobre el papel o la falta del mismo que había interpretado Emily en su muerte. Amy también había mantenido las distancias desde su caballeroso intento de «rescatarla» de su nueva vida, aunque ya habían hecho las paces. Ben, su exnovio, la había llamado muchas veces desde que Emily se había marchado, pero ella no había respondido a ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.
Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.
Contestó a la llamada.
―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!
Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.
―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.
―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.
La voz de Emily se volvió débil y adoptó un tono de disculpa.
―Um, bueno, unos seis meses.
―¡Dios, tengo que llamarte más a menudo! ―jadeó Jayne.
Emily podía oír el tráfico de fondo, los cláxones de los coches y el sonido sordo de las zapatillas de deporte de Jayne mientras ésta corría por la acera. Aquello dibujó una imagen muy familiar en su mente; ella misma había sido aquella persona hacia tan solo unos meses. Siempre ocupada, sin descansar nunca, con el teléfono siempre pegado a la oreja.
―¿Y qué tienes que contar? ―dijo Jayne―. Cuéntamelo todo. Supongo que Ben ha desaparecido de escena.
A Jayne, al igual que al resto de sus amistades y familia, Ben nunca le había gustado. Habían podido ver algo frente a lo que Emily había estado ciega durante siete años: que no era el adecuado para ella.
―Completamente desaparecido ―contestó.
―¿Y ha entrado alguien nuevo? ―le preguntó Jayne.
―Puede ―repuso Emily con falsa modestia―. Pero todavía es algo nuevo y no muy seguro, así que prefiero no gafarme hablando de ello.
―¡Pero yo quiero saberlo todo! ―exclamó Jayne―. Oh, espera. Me están llamando.
Emily esperó mientras la línea permanecía en silencio. Tras un momento los ruidos de la ciudad de Nueva York por la mañana volvieron a llenarle los oídos cuando Jayne reconectó su llamada.
―Lo siento, cariño ―se disculpó―. Tenía que contestar. Cosas del trabajo. Bueno, mira, ¿Amy me ha dicho que has abierto un hostal por allí?
―Ajá ―respondió Emily. Se sintió un poco tensa hablando del hostal, especialmente cuando Amy había mostrado tan abiertamente que le parecía una idea estúpida tanto aquello como el cambio total que había hecho Emily en su vida.
―¿Tienes alguna habitación disponible ahora mismo? ―preguntó Jayne.
Emily se quedó sorprendida. No se había esperado una pregunta como aquella.
―Sí ―dijo, pensando en la habitación ahora vacía del señor Kapowski―. ¿Por qué?
―¡Porque quiero ir! ―exclamó su amiga―. Después de todo, es el fin de semana del Día de los Caídos, y necesito desesperadamente salir de la ciudad. ¿Puedo reservarla?
Emily dudó.
―Sabes, eso no es necesario. Puedes venir y visitarnos.
―Ni hablar ―fue la respuesta de Jayne―. Quiero experimentarlo todo: las toallas limpias cada mañana, el desayuno con huevos y beicon. Quiero verte en acción.
Emily se rió. De entre toda la gente con la que había hablado sobre su nueva aventura, Jayne estaba siendo la que más le estaba apoyando.
―Bueno, entonces deja que haga la reserva de manera oficial ―pidió―. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
―No sé, ¿una semana?
―Perfecto ―repuso, sintiendo cómo algo se agitaba en su estómago―. ¿Y cuándo llegarás?
―Mañana por la mañana ―dijo Jayne―. Alrededor de las diez.
La felicidad de su estómago creció.
―De acuerdo, dame un momento mientras te introduzco en el sistema.
Algo mareada por el entusiasmo, Emily puso el teléfono en espera y fue corriendo hacia el ordenador que había en la mesa de la recepción, donde abrió el programa de reservas e introdujo la información de Jayne. Se sintió orgullosa por haber llenado técnicamente el hostal todos los días desde su inauguración, incluso si no tenía más que una habitación y había abierto el negocio hacía dos días…
Se apresuró de vuelta al teléfono y recuperó la llamada.
―De acuerdo, tienes una reserva durante una semana.
―Muy bien ―dijo Jayne―. Has sonado muy profesional.
―Gracias ―contestó Emily con timidez―. Todavía me estoy acostumbrando a todo. Mi último huésped ha sido un desastre.
―Me lo puedes contar todo mañana ―dijo Jayne―. Será mejor que cuelgue; voy a llegar a mi décima milla y será mejor que ahorre el aliento. ¿Te veo mañana?
―Me muero de ganas ―repuso Emily.
La llamada se cortó y Emily sonrió para sí. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a su vieja amiga hasta que había hablado con ella. Ver a Jayne sería un antídoto magnífico para el desastre que había resultado ser el señor Kapowski.
CAPÍTULO CINCO
Agotada por su larga y desastrosa mañana, Emily se encontró cada vez más sumida en la tristeza. Allí donde mirase veía problemas y errores; una pared mal pintada, una lámpara mal fijada, un mueble que no encajaba. Antes todo le había parecido una peculiaridad, pero ahora aquellos detalles la molestaban.
Sabía que necesitaba ayuda y consejos profesionales. No había sido nada realista al pensar que podía llevar ella sola un hostal.
Decidió llamar a Cynthia, la dueña de la librería y una persona que había gestionado un hostal en su juventud, y pedirle consejo.
―Emily ―la saludó Cynthia al descolgar―. ¿Cómo estás, querida?
―Fatal ―fue su respuesta―. Estoy teniendo un día horrible.
―¡Pero si sólo son las siete y media! ―exclamó Cynthia―. ¿Cómo puede ser tan malo?
―Es completamente horrible ―repuso―. Mi primer huésped acaba de irse. El primer día no llegué a tiempo de prepararle el desayuno, y el segundo no tenía suficientes ingredientes y ha dicho que la comida estaba fría. No le han gustado ni la almohada ni las toallas. No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?
―Voy ahora mismo ―dijo Cynthia, sonando encantada ante la perspectiva de repartir algo de sabiduría.
Emily salió para esperarla y se sentó en el porche, esperando que la luz del sol, o al menos la vitamina D, la animase un poco. La cabeza le pesaba tanto; la dejó caer entre las manos.
Alzó la vista al oír el crujido de la grava y vio a Cynthia acercándose en su bicicleta.
Aquella bicicleta oxidada era tanto una imagen de lo más común y bastante inolvidable en Sunset Harbor, principalmente porque la mujer que iba sentada al sillín tenía el cabello encrespado y teñido de naranja y vestía conjuntos llamativos y nada coordinados. Y, para volverlo todo todavía más raro, Cynthia había fijado hacía poco una cesta de mimbre a la parte frontal de la bicicleta y en ella llevaba a Tormenta, el cachorro de Mogsy que había adoptado. Cynthia Jones era, en muchos sentidos, una atracción turística por sí misma.
Emily se alegró de verla, aunque el gran sombrero de verano de puntos rojos que llevaba la mujer hacía que le doliesen un poco los ojos. Saludó a su amiga con la mano y esperó a que llegase hasta ella.
Entraron dentro y Cynthia no perdió ni un segundo; empezó a acribillar a Emily a preguntas mientras subían las escaleras, buscando información desde la presión del agua hasta saber si estaba sirviendo comida orgánica y a quién se la estaba comprando. Para cuando llegaron a la habitación libre, a Emily ya le daba vueltas la cabeza.
Hizo pasar a Cynthia. La habitación, en su opinión, era preciosa. Había un pequeño entrepiso en un extremo en el que había puesto un cómodo sofá de cuero para que los huéspedes pudieran sentarse y admirar la imagen del océano y la habitación estaba decorada principalmente en blanco con acentos azules, incluyendo una alfombra de piel de oveja y muebles de madera de pino desgastada.
―La cama es demasiado pequeña ―dijo Cynthia al instante―. ¿Una doble estándar? ¿Estás loca? Necesitas algo enorme y opulento. Algo de lujo, algo que no puedan permitirse habitualmente. Has hecho que la habitación parezca un dormitorio de exposición.
―Creía que ése era el objetivo ―se defendió Emily débilmente.
―¡Para nada! ―exclamó Cynthia―. ¡Necesitas que parezca un palacio! ―Se paseó por el dormitorio, tanteando las sábanas―. Demasiado ásperas ―continuó―. Tus huéspedes se merecen dormir en una cama que parezca de seda. ―Se acercó a la ventana―. Las cortinas son demasiado oscuras.
―Oh ―dijo Emily―. ¿Algo más?
―¿Cuántas habitaciones tienes?
―Bueno, ésta es la que más lista está. Hay otras dos que sólo necesitan algunos muebles más, y muchísimas que todavía no he conseguido ni limpiar. Todo el tercer piso podría convertirse.
Cynthia asintió y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo. Parecía estar planificando algunas ideas, pensó Emily, puede que incluso algún gran plan para el hostal que a ella le resultaría imposible llevar a cabo.
―Enséñame el comedor ―ordenó Cynthia.
―Um… vale…
Volvieron al primer piso y, a cada paso que daba, el pavor de Emily crecía. Empezaba a lamentar su decisión de pedirle ayuda a Cynthia. Si el señor Kapowski había hecho mella en su frágil ego, Cynthia lo estaba haciendo añicos con una maza.
―No, no, no, no, no ―dijo Cynthia mientras analizaba el comedor.
―Creía que te encantaba la sala ―argumentó Emily, perturbada. La última vez que había estado allí desde luego había disfrutado de la comida de cinco platos y de los cócteles que Emily misma había preparado, ni más ni menos.
―Y me encanta. ¡Para celebrar cenas! ―exclamó ésta―. Pero ahora tienes que convertirlo en el comedor de un hostal, con mesas pequeñas para que los invitados puedan comer solos. ¡No puedes sentarlos a todos en una gran mesa como ésta!
―Había pensado en crear una sensación de comunidad ―tartamudeó Emily a la defensiva―. Intentaba hacer algo distinto.
―Cariño ―dijo Cynthia―, ni lo intentes. Ahora no. Quizás cuando el negocio lleve diez años abierto y te hayas establecido y tengas buenos ingresos, podrás empezar a experimentar. Pero ahora no te queda más elección que hacerlo tal y como esperan tus huéspedes. ¿Lo comprendes?
Emily asintió de mala gana. No sabía si llegaría a cumplir esos diez años. Sólo había considerado el hostal a corto plazo, y ahora parecía que Cynthia quería que invirtiera de verdad en él, que lo convirtiese en algo a largo plazo y sostenible. Empezaba a sonar caro, y Emily no podía permitirse nada caro. Aun así la escuchó con paciencia mientras Cynthia continuaba con las críticas.
―No pongas lirios; hacen pensar a la gente en funerales. Y oh, por Dios, eso tendrá que ir en otro sitio. ―Estaba mirando el gallinero por la ventana―. A todo el mundo le gustan los huevos de granja, ¡pero no ver a esos sucios bichos que los ponen!
Para cuando se fue, Emily se sentía peor que antes. Volví a sentarse en el porche, examinando la lista de cosas que Cynthia le había dejado para que hiciese. En aquel momento Daniel llegó a casa, subiendo por el camino de grava hacia ella.
―No tienes ni idea de lo mucho que me alegro de verte ―dijo Emily alzando la vista―. Mi día ha empezado a ser un asco nada más salir de la cama.
Daniel se sentó junto a ella en el porche.
―¿Y eso?
Emily le relató la historia con el señor Kapowski, cómo Lola y Lolly habían fracasado en lo único que se suponía que debían hacer, le habló de los bonitos zapatos que había echado a perder corriendo entre los excrementos de gallina y del beicon quemado, y terminó con la marcha del señor Kapowski y con las críticas de Cynthia.
―Y ahora respira ―le dijo Daniel con una sonrisita cuando hubo acabado.
―No te rías de mí. ―Emily hizo un mohín―. Ha sido un día muy difícil y me vendría bien tu apoyo.
Daniel se rió entre dientes.
―Algún día recordarás todo esto y verás el lado divertido. Me refiero a en cuanto todo esto haya pasado y manejes el hostal con más éxito de todo Maine.