Ray era el detective con más experiencia y normalmente era el más cauto de los dos cuando se trataba de entrar a un propiedad privada. Pero era evidente que pensaba que las actuales circunstancias les eximían de la obligación de conseguir una orden. Había una chica desaparecida, un sospechoso potencial dentro y unos gritos de enfado. Era algo defendible.
Keri probó la puerta lateral. No tenía echado el cerrojo. La abrió lo mínimo que pudo para evitar un chirrido y se metió adentro. Era poco probable que alguien en el interior pudiera oírla pero no quería arriesgarse.
Una vez en el patio trasero, se pegó a la pared trasera de la casa, manteniendo los ojos bien abiertos ante cualquier movimiento. Un asqueroso y decrépito cobertizo que había cerca de la verja trasera de la propiedad le dio mala espina. La oxidada puerta corrugada parecía que iba a desplomarse.
Se movió a gatas por el patio trasero y se quedó allí por un momento, esperando oír la voz de Ashley. No la oyó.
La parte de atrás de la casa tenía una puerta de madera con pantalla, con la cerradura sin echar, que llevaba a una cocina estilo años setenta, con una nevera amarilla. Keri vio a alguien al final del pasillo, en la sala, gritando al ritmo de la música y moviendo el cuerpo como si estuviera moviendo la cabeza como si estuviera en un pogo invisible en un concierto de rock.
No había todavía ninguna señal de Ashley.
Keri bajó la vista hacia su reloj: en cualquier momento, a partir de ahora.
Puntual, escuchó un sonoro golpe en la puerta delantera. Abrió a su vez la puerta de pantalla trasera a la vez, para ocultar el ligero clic del pestillo de la puerta. Aguardó, un segundo y sonoro golpe le permitió cerrar la puerta trasera simultáneamente. Se movió velozmente a través de la cocina y por el pasillo, echando un vistazo a cada puerta abierta que encontraba a medida que avanzaba.
En la entrada principal, que estaba abierta excepto por la pantalla, Ray golpeó de nuevo, con mayor fuerza incluso. De repente, Denton Rivers dejó de bailar y fue hasta la puerta. Keri, oculta en una punta de la sala, pudo verle la cara en el espejo que había junto a la puerta.
Se veía visiblemente confuso. Era un chico guapo: el cabello castaño bien cortado, los ojos de un azul profundo, una fibrosa y sinuosa constitución más propia de un luchador que de un jugador de fútbol. Bajo circunstancias normales era probablemente un tipo que atraía, pero ahora mismo esos atractivos estaban ocultos bajo un rostro desmejorado, unos ojos irritados y un tajo en la sien.
Cuando abrió la puerta, Ray mostró su placa.
–Ray Sands, Unidad de Personas Desaparecidas del Departamento de Policía de Los Ángeles —dijo en voz baja y firme—. Querría entrar para hacerte unas preguntas sobre Ashley Penn.
El pánico se apoderó de la cara del chico. Keri había visto esa mirada antes: estaba a punto de escapar.
–No te has metido en un lío —dijo Ray, presintiendo lo mismo—. Solo quiero hablar.
Keri vio que el chico tenía algo negro en la mano derecha, pero como el cuerpo de él le tapaba parcialmente la visión, no pudo ver qué era. Levantó su arma y apuntó con ella a la espalda de Denton. Lentamente, quitó el seguro.
Ray la vio hacerlo por el rabillo del ojo y bajó la vista hacia la mano de Denton. Tenía una mejor perspectiva del objeto que el chico sostenía y todavía no había levantado su arma.
–¿Es el mando para la música, Denton?
–Ajá.
–¿Puedes, por favor, dejarlo caer en el suelo delante de ti?
El chico vaciló y entonces dijo:
–Vale. —Dejó caer el aparato. Era en efecto un mando.
Ray enfundó su arma y Keri hizo lo mismo. Mientras Ray abría la puerta, Denton Rivers se giró y se sobresaltó al encontrar a Keri enfrente de él.
–¿Quién eres tú? —preguntó.
–Detective Keri Locke. Trabajo con él —dijo, señalando con la cabeza a Ray—. Qué bonito tienes esto, Denton.
En el interior, la casa estaba hecha un asco. Habían estampado las lámparas contra las paredes. Los muebles estaban tumbados. Había una botella de whisky medio vacía sobre una mesita, junto al origen de la música: un altavoz Bluetooth. Keri apagó la música. Con el silencio repentino, ella examinó la escena con más detalle.
Había sangre en la alfombra. Keri tomó nota mental pero no dijo nada.
Denton tenía unos rasguños profundos en el antebrazo derecho que podrían haber sido provocados por unas uñas. El tajo en un lado de la sien había dejado de sangrar pero hacía poco. Esparcidos por el suelo había los trozos de una foto de él y Ashley.
–¿Dónde están tus padres?
–Mi madre está en el trabajo.
–¿Y tu padre?
–Está muy ocupado haciendo de muerto.
Keri, sin inmutarse, dijo:
–Bienvenido al club. Buscamos a Ashley Penn.
–Que se joda.
–¿Sabes dónde está?
–No, y me importa una mierda. Ella y yo hemos terminado.
–¿Está aquí?
–¿Acaso la ves?
–¿Está aquí su teléfono? —insistió Keri.
–No.
–¿Es ese su teléfono, el que llevas en el bolsillo trasero?
El chico vaciló y, a continuación, dijo:
–No. Creo que tendríais que iros ahora.
Ray se colocó a una incómoda distancia corta del chico, le levantó mano y dijo:
–Déjame ver ese teléfono.
El chico tragó saliva de golpe, después se lo sacó del bolsillo y se lo pasó. La funda era rosada y parecía cara.
Ray preguntó:
–¿Es de Ashley?
El chico continuaba en silencio, desafiante.
–Puedo marcar su número y veremos si suena —dijo—. O tú puedes darme una respuesta directa.
–Sí, es suyo. ¿Y qué?
–Pon el culo en ese sofá y no te muevas —dijo Ray. Luego a Keri—: Haz lo tuyo.
Keri buscó en la casa. Había tres pequeños dormitorios, un baño diminuto y un armario para la ropa de cama, todos inofensivos en apariencia. No había señales de lucha ni de cautiverio. Encontró la cuerda para acceder a la buhardilla en el pasillo y tiró de ella. Se desplegó una serie de rechinantes escalones de madera que llevaban al piso superior. Subió por ellos con cuidado. Cuando llegó a la parte de arriba, sacó su linterna e iluminó a su alrededor. Era más un pequeño espacio libre para arrastrarse por él que una verdadera buhardilla. El techo estaba a poco más de un metro de altura y el entramado de las vigas dificultaba más el movimiento, incluso agachándose.
No había gran cosa allá arriba. Solo una década de telarañas, un buen número de cajas cubiertas de polvo y un baúl de madera de aspecto voluminoso en el extremo más lejano.
«¿Por qué alguien puso el objeto más pesado y asqueroso al fondo de la buhardilla? Tuvo que ser difícil llegar hasta esa esquina».
Keri suspiró. Por supuesto, alguien lo puso allí para hacerle la vida difícil a ella.
–¿Todo bien por allá arriba? —se oyó a Ray desde la sala.
–Sí. Solo reviso el ático.
Trepó hasta el último escalón y se abrió paso a lo largo del ático, asegurándose de pisar sobre los estrechas vigas de madera. Le preocupaba que un paso en falso la hiciera caer por el techo de yeso. Sudada y cubierta de polvorientas telarañas, finalmente llegó hasta el baúl. Cuando lo abrió e iluminó su interior, se sintió aliviada al comprobar que no había cuerpo. Vacío.
Keri cerró el baúl y rehizo su camino hasta la escalera.
De regreso en la sala, Denton no se había movido del sofá. Ray estaba sentado directamente enfrente de él, a horcajadas en una silla de cocina. Cuando ella entró, él la miró y preguntó:
–¿Había algo?
Ella negó con la cabeza.
–¿Sabemos dónde está Ashley, detective Sands?
–Todavía no, pero trabajamos en ello. ¿Correcto, Sr. Rivers?
Denton hizo como que no oía la pregunta.
–¿Puedo ver el teléfono de Ashley? —preguntó Keri.
Ray se lo entregó sin entusiasmo.
–Está bloqueado. Necesitaremos que los técnicos hagan su magia.
Keri miró a Rivers y dijo:
–¿Cuál es su contraseña, Denton?
El chico se burló de ella.
–No lo sé.
Keri le dejó claro con su expresión arisca que no le creía.
–Voy a repetir la pregunta de nuevo, muy educadamente. ¿Cuál es su contraseña?
Después de vacilar, el chico se decidió a decirlo:
–Miel.
Dirigiéndose a Ray, Keri dijo:
–Hay un cobertizo en la parte de atrás. Voy a echarle un vistazo.
Rivers desvió la mirada rápidamente hacia esa dirección pero no dijo nada.
Ya fuera, Keri usó una pala oxidada para forzar el candado que cerraba el cobertizo. Un rayo de luz penetraba a través de un agujero en el tejado. Ashley no estaba allí, solo había latas de pintura, viejas herramientas y varios trastos más. Justo cuando estaba a punto de salir, vio una pila de matrículas de vehículos de California sobre una estantería de madera. Al mirar con más detalle, contó seis pares, todas con pegatinas del año en curso.
«¿Qué están estas haciendo aquí? Tendremos que meterlas todas en bolsas».
Dio media vuelta y se dispuso a salir cuando una súbita brisa cerró de golpe la puerta oxidada, tapando la mayor parte de la luz que entraba en el cobertizo. Con esta semioscuridad impuesta, Keri sintió claustrofobia.
Tomó una gran bocanada de aire, luego otra. Trató de normalizar su respiración cuando la puerta se abrió con un crujido, permitiendo que entrara de nuevo algo de luz.
«Esto debe haber sido como lo que le pasó a Evie. Sola, arrojada a la oscuridad, confundida. ¿Es esto a lo que mi pequeña tuvo que enfrentarse? ¿Fue esta su pesadilla en vivo?»
Keri se tragó las lágrimas. Se había imaginado cientos de veces a Evie encerrada en un sitio como este. La próxima semana se cumplirían cinco años desde que ella desapareció. Pasar ese día iba a ser muy difícil.
Mucho había pasado desde entonces: la lucha para mantener su matrimonio a flote mientras sus esperanzas se desvanecían, el inevitable divorcio de Stephen, el año «sabático» de su cátedra en criminología y psicología en la Universidad Loyola Marymount, oficialmente destinado para realizar una investigación independiente, pero en realidad motivado por la bebida y las relaciones íntimas con algunos estudiantes, que finalmente habían forzado la mano de la administración. A dondequiera que mirara, veía los pedazos rotos de su vida. Se había visto forzada a enfrentarse a su principal fracaso: su incapacidad para encontrar a la hija que le habían robado.
Keri se secó bruscamente las lágrimas de los ojos y se riñó a sí misma en silencio.
«Vale, le has fallado a tu hija. No le falles a Ashley también. ¡Ánimo, Keri!»
Ahí mismo en el cobertizo, encendió el teléfono de Ashley, y tecleó la palabra «Miel». La contraseña funcionó. Al menos Denton fue sincero en una cosa.
Pulsó Fotos. Había cientos de fotografías, la mayoría de ellas las más típicas: adorables selfies de Ashley con amigos en la escuela, ella y Denton Rivers juntos, unas cuantas fotos de Mia. Pero se sorprendió al ver, repartidas por todas partes, otras fotos más provocadoras.
Varias se habían tomado en un bar vacío o alguna especie de club, claramente antes o después de su horario de apertura, con Ashley y sus amigos visiblemente borrachos en modo de fiesta salvaje, disparándole a las cervezas, levantándose las faldas y mostrando los tangas. En algunas había yerba en pipas o en pitillo. Había una invasión de botellas de licor.
«¿A quién conocía Ashley que tuviera acceso a un lugar como ese? ¿Cuándo sucedió? ¿Cuando Stafford estaba en Washington? ¿Cómo es que su madre no tenía ni idea de esto?»
Fueron las fotos con el arma las que realmente llamaron la atención de Keri. De repente, estaba al fondo, sobre una mesa, una 9 mm SIG, casi invisible, al lado de un paquete de cigarrillos, o encima de un sofá, junto a una bolsa de patatas fritas. En una imagen, Ashley estaba afuera, en algún lugar del bosque, cerca del río, disparándole a unas latas de Coca-Cola.
«¿Por qué? ¿Era solo por diversión? ¿Estaba aprendiendo a protegerse a sí misma? Si era así, ¿de qué?»
Curiosamente, las fotos de Denton Rivers habían ido disminuyendo considerablemente en los últimos tres meses, que coincidían con otras nuevas de un chico con un atractivo impresionante y una larga y salvaje melena de abundante cabello rubio. En muchas de esas fotografías, iba sin camiseta, mostrando sus bien definidos abdominales. Parecía muy orgulloso de ellos. Una cosa era cierta: era evidente que no era un chico de secundaria. Se veía como de poco más de veinte.
«¿Era él quien tenía acceso al bar?»
Ashley había tomado un buen número de fotos eróticas de sí misma. En algunas, enseñaba las bragas. En otras, no llevaba nada a excepción de un tanga, a menudo una tocándose de manera sugerente. En las fotos no se le veía nunca la cara pero se trataba sin duda de Ashley. Keri reconoció su dormitorio. En una imagen vio la estantería al fondo con el viejo libro de matemáticas que escondía su falsa identificación. En otra vio el peluche de Ashley al fondo, descansando sobre su almohada pero con la cabeza girada como si no soportara mirar. Keri sintió ganas de vomitar pero se contuvo.
Volvió al menú principal del teléfono y pulsó Mensajes para ver los mensajes de la chica. Las fotos eróticas de Fotos habían sido enviadas una por una a alguien llamado Walker, al parecer el chico de los abdominales. Los mensajes que las acompañaban dejaban poco a la imaginación. A pesar de la conexión especial de Mia Penn con su hija, estaba empezando a parecer que Stafford Penn comprendía a Ashley mucho mejor que la madre.
Había también un mensaje para Walker de hacía cuatro días que decía:
«Formalmente le di una patada a Denton. Espero drama. Ya te contaré».
Keri apagó el teléfono y se sentó en la oscuridad del cobertizo, pensando. Cerró los ojos y dejó que su mente vagara. Una escena se formó en su mente, una tan real como si ella misma estuviera allí.
Era una soleada y agradable mañana de un domingo de septiembre, llena por el infinito de un cielo azul californiano. Estaban en el parque infantil, ella y Evie. Stephen regresaba esa tarde de una excursión a pie por el Parque Nacional de los Árboles de Josué. Evie llevaba una camiseta color lila, pantalones cortos de color blanco, medias blancas de encaje y bambas.
Tenía una amplia sonrisa. Tenía los ojos verdes. Tenía el pelo rubio y ondulado, recogido en trenzas. Tenía el incisivo superior partido, era un diente definitivo, no de leche, así que necesitaría que se lo arreglaran en algún momento. Pero cada vez que Keri sacaba el tema, Evie entraba en pánico, así que aún no la había llevado.
Keri estaba sentada en el césped, con los pies descalzos y los papeles esparcidos a su alrededor. Estaba preparando sus notas para una intervención que haría a la mañana siguiente en la Conferencia de Criminología de California. Contaba incluso con un conferencista invitado, un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles llamado Raymond Sands a quien ella había consultado en unos pocos casos.
–Mami, ¡vamos a buscar yogur helado!
Keri miró la hora.
Casi había acabado y había un local de Menchie’s de camino a casa.
–Dame cinco minutos.
–¿Eso quiere decir que sí?
Ella sonrió.
–Eso quiere decir que sí, un sí grande.
–¿Puedo ponerme virutas o solo toppings de frutas?
–A ver cómo te lo digo… ¿sabes qué podemos poner en las macetas del jardín?
–¿Qué?
–¡Virutas de madera! ¿Lo entiendes?
–Claro que lo entiendo, mami. ¡Ya no soy pequeña!
–Claro que no. Discúlpeme usted. Solo dame cinco minutos.
Volvió a concentrarse en el discurso. Un minuto después, alguien pasó junto a ella y le tapó por un instante con su sombra la página. Molesta por la distracción, intentó volver a concentrarse.