La muerte y un perro - Грейс Фиона 5 стр.


–Así es —confirmó Lacey, que se sentía cada vez más cautelosa. La pregunta de Daisy había sonado malintencionada, como una acusación.

–Cuando oí tu acento en la pastelería, pensé que eras una clienta —continuó Daisy—. Pero ¿resulta que vives aquí? —Hizo una mueca—. ¿Qué hizo que quisieras dejar de América por esto?

Lacey notó que todos los músculos de su cuerpo se tensaban. Empezó a hervirle la sangre.

–Seguramente por las mismas razones por las que vosotros escogisteis venir de vacaciones aquí —respondió Lacey con la voz más tranquila que pudo reunir—. La playa. El mar. La campiña. La maravillosa arquitectura.

–Daisy —ladró Buck—. ¿Puedes darte prisa y encontrar la cosa que me trajiste hasta aquí para comprar?

Daisy echó un vistazo al mostrador.

–Ya no está. —Miró a Lacey—. ¿Dónde está aquella cosa de latón que estaba aquí antes?

«¿Una cosa de latón?», Lacey pensó en los artículos en los que había estado trabajando antes de la llegada de Gina.

Daisy continuó.

–Es como una especie de brújula, con un telescopio pegado. Para los barcos. La vi desde el escaparate cuando la tienda estaba cerrada a la hora de comer. ¿Ya la vendiste?

–¿Te refieres al sextante? —preguntó, frunciendo el ceño confundido ante por qué una rubia estúpida como Daisy querría un sextante antiguo.

–¿Eso! —exclamó Daisy—. Un sextante.

Buck se rio a carcajadas. Era evidente que el nombre le hacía gracia.

–¿No tienes suficiente sextante en casa? —dijo en broma.

Daisy se rio de forma nerviosa, pero a Lacey le pareció forzado, no tanto como si realmente le hiciera gracia y más como si estuviera adaptándose.

A Lacey no le hacía gracia. Cruzó los brazos y levantó las cejas.

–Lo siento, pero el sextante no está a la venta —explicó, manteniendo la atención en Daisy más que en Buck, que hacía que le costara mucho mantenerse amable—. Todos mis artículos náuticos van a subastarse mañana, así que no está a la venta para el público.

Daisy sacó el labio inferior.

–Pero yo lo quiero. Buck pagará el doble de lo que vale. ¿Verdad, Buck? —Le tiró del brazo.

Antes de que Buck pudiera responder, Lacey interrumpió—. No, lo siento, eso no es posible. No sé por cuánto lo venderé. De eso va precisamente una subasta. Es una pieza rara y van a venir especialistas de todo el país solo para hacer una oferta por ella. Podría ser cualquier precio. Si os lo vendiera ahora, yo podría salir perdiendo, y como las ganancias van a ir a la caridad, quiero asegurar el mejor trato.

Buck frunció fuertemente la frente. En ese momento, Lacey se dio todavía más cuenta de lo grande y ancho que era realmente el hombre. Medía casi dos metros y hacía más que dos como ella juntas, como un roble grande. Era intimidante tanto en tamaño como en sus maneras.

–¿No has oído lo que ha dicho mi esposa? —ladró—. Quiere comprar ese chisme tuyo, así que di un precio.

–Ya la he oído —respondió Lacey, manteniéndose firme—. Es a mí a quien no se escucha. El sextante no está a la venta.

Parecía más segura de lo que se sentía. Empezó a sonar una pequeña alarma en su conciencia, que le decía que iba de cabeza a una situación peligrosa.

Buck dio un paso adelante, su sombra amenazante se cernía sobre ella. Chester dio un salto y gruñó en respuesta, pero estaba claro que a Buck no lo perturbó y, sencillamente, lo ignoró.

–¿Me estás negando la venta? —dijo—. ¿Eso no es ilegal? ¿Nuestro dinero no es lo bastante bueno para ti? —Se sacó un montón de dinero en efectivo del bolsillo y se lo pasó por delante de las narices a Lacey de una manera decididamente intimidatoria—. Tiene la cara de la reina y todo. ¿No te vale con esto?

Chester empezó a ladrar furioso. Lacey le hizo una señal con la mano para que parara y él lo hizo, obediente, pero mantuvo la posición como si estuviera listo para atacar en el instante en el que ella le diera el visto bueno.

Lacey cruzó los brazos y se puso en guardia ante Buck, consciente de cada centímetro de él que se le acercaba pero decidida a mantenerse firme. No la iba a amedrentar para que vendiera el sextante. No iba a permitir que este hombre malo y enorme la intimidara y le fastidiara la subasta en la que había trabajado tanto y que tenía tantas ganas que llegara.

–Si queréis comprar el sextante, tendréis que venir a la subasta y hacer una oferta por él —dijo.

–Oh, lo haré —dijo Buck con los ojos entrecerrados. Señaló con el dedo a la cara de Lacey—. ya puedes contar que lo haré. Recuerda lo que te digo. Buckland Stringer va a ganar.

Y con esto, la pareja se marchó, saliendo tan rápido de la tienda que casi dejaron turbulencias a su paso. Chester fue corriendo hacia el escaparate, puso las patas delanteras contra el cristal y gruñó a sus espaldas a medida que se alejaban. Lacey también observó cómo se marchaban, hasta que los perdió de vista. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo acelerado que tenía el corazón y de lo mucho que le temblaban las piernas. Se agarró al mostrador para recuperar el equilibrio.

Tom tenía razón. Se había traído la mala suerte a sí misma al decir que no había ninguna razón por la que la pareja viniera a su tienda. Pero se le podía perdonar que supusiera que aquí no hubiera nada de interés para ellos. Mirando a Daisy, ¡nadie hubiera adivinar que pudiera desear tener un sextante náutico antiguo!

–Oh, Chester —dijo Lacey, hundiendo la cabeza en el puño—. ¿Por qué les dije lo de la subasta?

El perro gimoteó, al darse cuenta de la nota de triste arrepentimiento en su tono.

–¡Ahora también los tendré que aguantar mañana! —exclamó—. ¿Y qué posibilidades hay de que sepan algo del protocolo de las subastas? Va a ser un desastre.

Y exactamente así, la emoción por su subasta de mañana se desvaneció como una llama entre sus dedos. En su lugar, Lacey solo sentía terror.

CAPÍTULO CUATRO

Tras su encuentro con Buck y Daisy, Lacey estaba más que preparada para cerrar por hoy e irse para casa. Esa noche Tom iba a venir a cocinar para ella, y ella se moría de ganas de acurrucarse en el sofá con una copa de vino y una película. Pero todavía se tenía que cuadrar la caja y ordenar algunas cosas, barrer los suelos y limpiar la cafetera… Lacey no se quejaba. Le encantaba su tienda y todo lo que conllevaba ser la propietaria.

Cuando por fin terminó, se dirigió a la salida, seguida de Chester y se dio cuenta de que las manillas del reloj de hierro forjado habían llegado a las 7 de la tarde y fuera estaba oscuro. A pesar de que la primavera había traído los días más largos, Lacey aún no había disfrutado de ninguno. Pero notaba el cambio en el ambiente; la ciudad parecía más animada, muchas de las cafeterías y de los pubs abrían hasta más tarde, y la gente se sentaba en las mesas de fuera a tomar café y cerveza. Esto daba al lugar un rollo festivo.

Lacey cerró con llave su tienda. Desde el robo se había vuelto extracuidadosa, pero aunque eso no hubiera sucedido nunca, ella hubiera actuado así, pues ahora su tienda parecía su hijo. Era algo que necesitaba que lo criaran, protegieran y cuidaran. En un espacio tan corto de tiempo, se había enamorado completamente de aquel sitio.

–¿Quién podía saber que podías enamorarte de una tienda? —reflexionó en voz alta con un profundo suspiro de satisfacción por cómo había acabado su vida.

Desde su lado, Chester protestó.

Lacey le dio palmaditas en la cabeza.

–Sí, también estoy enamorada de ti, ¡no te preocupes!

Al hablar de amor, recordó los planes que tenía aquella noche con Tom y echó un vistazo a su pastelería.

Para su sorpresa, vio que tosas las luces estaban encendidas. Tom tenía que abrir su tienda a la inhumana hora de las cinco de la mañana para asegurarse de que todo estaba preparado para la gente que venía a desayunar a las siete, lo que significaba que normalmente cerraba a las cinco en punto de la tarde. Pero eran las siete de la tarde y era evidente que él aún estaba dentro. La pizarra con los sándwiches todavía estaba en la calle. El cartel de la puerta todavía estaba girado por el lado de «Abierto».

–Venga, Chester —le dijo Lacey a su compañero peludo—. Vamos a ver qué pasa.

Cruzaron la calle juntos y entraron a la pastelería.

Inmediatamente, Lacey oyó un escándalo proveniente de la cocina. Parecían los habituales ruidos de ollas y sartenes repiqueteando, pero a la velocidad de la luz.

–¿Tom? —gritó ella, un poco nerviosa.

–¡Ey! —se oyó su voz incorpórea desde la cocina trasera. Usaba su tono alegre normal.

Ahora que Lacey sabía que no estaba en medio de un asalto de un ladrón de macarrones dulces, se relajó. Se subió a su taburete habitual y el escándalo continuó.

–¿Va todo bien por allá atrás? —preguntó.

–¡Perfecto! —gritó Tom en respuesta.

Un instante después, apareció por fin en la arcada de la pequeña cocina. Tenía puesto el delantal y este —igual que casi toda la ropa que llevaba debajo y que su pelo— estaba cubierto de harina—. Ha habido un pequeño desastre.

–¿Pequeño? —se burló Lacey. Ahora que sabía que Tom no estaba peleando con un intruso en la cocina, podía apreciar el humor de la situación.

–En realidad fue Paul —empezó Tom.

–¿Y ahora qué ha hecho? —preguntó Lacey, recordando la vez en la que el aprendiz de Tom había usado por error bicarbonato de soda en lugar de harina en una tanda de masa, dejándola inservible por entero.

Tom sujetó en alto dos paquetes de apariencia casi idéntica. A la izquierda, en la descolorida etiqueta impresa se leía: «azúcar». En la de la derecha: «sal».

–Ah —dijo Lacey.

–¿Significa eso que vas a cancelar tus planes para esta noche? —preguntó Lacey. El humor que había sentido unos instantes atrás se rompió de repente y, en su lugar, ahora sentía una gran decepción.

Tom le lanzó una mirada de disculpa rápidamente.

–Lo siento mucho. Vamos a reprogramarlo. ¿Mañana? Vendré y cocinaré para ti.

–No puedo —respondió Lacey—. Mañana tengo esa reunión con Iván.

–La reunión para la venta de Crag Cottage —dijo Tom, chasqueando los dedos—. Claro. Ya lo recuerdo. ¿Qué tal el miércoles por la noche?

–¿El miércoles no ibas a ese curso de focaccia?

Tom parecía perturbado. Miró el calendario que tenía colgado y soltó un suspiro.

–Vale, eso es al otro miércoles. —Soltó una risita—. Me has asustado. Oh, pero además estoy ocupado el miércoles por la noche. Y el jueves…

–…tienes entrenamiento de bádminton —acabó Lacey por él.

–Lo que significa que no estoy libre hasta el viernes. ¿Va bien el viernes?

Lacey se fijó en que su tono era igual de despreocupado que de normal, pero su actitud indiferente en cuanto a cancelar sus planes juntos le doló. No parecía importarle en absoluto que no pudieran verse n plan romántico hasta finales de semana.

Aunque Lacey sabía perfectamente bien que ella no tenía ningún plan para el viernes, se oyó decir a sí misma:

–Tengo que consultar mi agenda y te digo algo.

Y en cuanto las palabras hubieron salido por sus labios, una nueva sensación se le había metido en el estómago, mezclándose con la decepción. Para sorpresa de Lacey, la sensación era de alivio.

¿Alivio porque no podría tener una cita romántica con Tom durante una semana? No acababa de entender muy bien de dónde venía este alivio y, de repente, eso la hizo sentir culpable.

–Claro —dijo Tom, aparentemente distraído—. ¿Lo dejamos para más adelante y planeamos algo extraespecial la próxima vez, cuando los dos estemos menos ocupados? —Hizo una pausa para su respuesta y, al ver que no llegaba, añadió—: ¿Lacey?

Ella volvió rápidamente a conectar con el momento.

–Sí… Vale. Suena bien.

Tom fue hacia allí y apoyó los codos sobre el mostrador, de manera que sus caras estaban a la misma altura.

–Bueno. Una pregunta seria. ¿Te vas a apañar bien con la comida esta noche? Porque está claro que esperabas una comida deliciosa y nutritiva. Tengo algunos pasteles de carne que hoy no se han vendido, ¿quieres llevarte uno a casa.

Lacey soltó una risita y le dio un cachete en el brazo.

–No necesito tus limosnas, ¡muchas gracias! ¡Te hago saber que en realidad sé cocinar!

–Oh, ¿en serio? —dijo en broma Tom.

–En mis tiempos era conocida por hacer algunos platos —le dijo Lacey—. Risotto de champiñones. Paella de marisco. —Se rompía la cabeza para añadir al menos otra cosa, ¡pues todo el mundo sabía que para hacer una lista necesitabas al menos tres!—. Mm… mm…

Tom levantó las cejas.

–¿Continúas…?

–¡Macarrones con queso! —exclamó Lacey.

Tom se rio con ganas.

–Es un repertorio bastante impresionante. Y, aun así, nunca he visto ninguna prueba que demuestre tus afirmaciones.

En eso tenía razón. Hasta entonces, Tom había hecho todas las comidas para ellos. Era lo lógico. Le encantaba cocinar y tenía las habilidades para sacarlo adelante. Las habilidades culinarias de Lacey no pasaban mucho de perforar el plástico de un plato apto para microondas.

Cruzó los brazos.

–Precisamente todavía no he tenido la ocasión —respondió, usando el mismo tono argumentativo de broma que Tom con la esperanza de que ocultara el auténtico enfado que su comentario había despertado en ella—. El repostero Sr. Estrella Michelin no se fía de mí cerca de los fogones.

–¿Me lo debería tomar como una proposición? —preguntó Tom, moviendo las cejas.

«Puto orgullo», pensó Lacey. Se había metido ella sola en esto. «Yo misma me he vendido así.»

–Por supuesto —dijo, fingiendo seguridad. Extendió la mano para que se la diera—. Reto aceptado.

Tom miró la mano sin moverse y torció los labios a un lado.

–Pero con una condición.

–Ah… ¿Cuál?

–Tiene que ser algo típico. Algo originario de Nueva York.

–En ese caso, me has simplificado el trabajo diez veces —exclamó Lacey—. Porque eso significa que haré pizza y pastel de queso.

–No se puede comprar preparado —añadió Tom—. Todo tiene que estar hecho desde cero. Y sin ninguna ayuda a escondidas. Sin pedirle la masa a Paul.

–Oh, por favor —dijo Lacey, señalando al paquete de sal desechado de encima del mostrador—. Paul es la última persona a la que contrataría para ayudarme a hacer trampas.

Tom rio. Lacey acercó un poquito más la mano que tenía extendida hacia él. Él asintió con la cabeza para indicar que estaba satisfecho de que ella hubiera aceptado sus condiciones y, a continuación, le tomó la mano. Pero en lugar de darle un apretón, le dio un pequeño estirón, la acercó hacia él y la besó por encima del mostrador.

–Nos vemos mañana —murmuró Lacey, el hormigueo de los labios de él hacía eco en los suyos—. A través del escaparate, quiero decir. A no ser que tengas tiempo de venir a la subasta.

–Pues claro que voy a venir a la subasta —le dijo Tom—. Me perdí la última. Tengo que estar allí para apoyarte.

Ella sonrió.

–Genial.

Se dio la vuelta y fue hacia la salida, dejando a Tom con todo el jaleo de la masa.

En cuanto la puerta de la pastelería se cerró tras ella, bajó la mirada hacia Chester.

–Ahora sí que me he metido en una buena —le dijo a su perro de aspecto perspicaz—. En serio, tendrías que haberme parado. Tirarme de la manga. Darme un golpecito con el morro. Lo que sea. Pero ahora tengo que hacer pizza desde cero. ¡Y un pastel de queso! Toma ya. —Golpeó la acera con el zapato con falsa frustración—. venga, tenemos que ir a comprar comida antes de ir a casa.

Lacey giró en dirección contraria a casa y bajó a toda prisa la calle principal hacia el pequeño supermercado (o «la tienda de la esquina», como Gina insistía en llamarla). De camino, puso un mensaje en el grupo de «Las Doyle».

«¿Alguien sabe hacer pastel de queso?»

Seguro que era el tipo de cosas que su madre sabría hacer, ¿verdad?

Después de no mucho tiempo oyó que sonaba una respuesta en su móvil y miró quién había contestado. Por desgracia, era su infamemente irónica hermana, Naomi.

«Tú no» —bromeó su hermana—. «Cómpralo precocinado y ahórrate las molestias.

Lacey escribió una respuesta rápidamente.

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