La muerte y un perro - Грейс Фиона 6 стр.


«Eso no ayuda, hermanita».

La respuesta de Naomi llegó rápida como un rayo.

«Si haces preguntas tontas, espera respuestas tontas».

Lacey puso los ojos en blanco y siguió caminando a toda prisa.

Por suerte, en el momento en el que llegó a la tienda, su madre le mandó un mensaje con una receta.

«Es de Martha Stewart» —escribió—. «Puedes fiarte de ella».

«¿Puedes fiarte de ella?» —tecleó Naomi como respuesta—. «¿A esta no la metieron en la cárcel?

«Sí» —respondió su madre—. «Pero no tuvo nada que ver con la receta del pastel de queso».

«Touché» —respondió Naomi.

Lacey rio. ¡Mamá se había quedado con Naomi!

Guardó el teléfono, ató la correa de Chester a una farola y entró en la tienda, que estaba muy iluminada. Se movía tan rápido como podía, llenando la cesta con todo lo que Martha le había dicho que necesitaba y, a continuación, se cogió una bolsa de linguine y una tarrina pequeña de salsa preparada (que estaba convenientemente colocada a su lado dentro de la nevera), y queso parmesano rallado (colocado al lado de la salsa), para acabar cogiendo la botella de vino de debajo que decía: «¡Perfecto para los linguine

«No me extraña que no haya aprendido nunca a cocinar», pensó Lacey. «Mira qué fácil me lo ponen».

Fue a la caja, pagó lo que había comprado, salió y cogió a Chester a la salida. Volvieron a pasar por delante de su tienda —vio que Tom estaba justo donde lo había dejado— y cogieron el coche de la calle lateral donde Lacey lo había aparcado.

El viaje en coche hasta Crag Cottage era corto, a lo largo del paseo marítimo y subiendo el acantilado. Chester estaba alerta en el asiento del copiloto al lado de ella y, cuando el coche llegó a la colina, Crag Cottage apareció ante su vista. Una sensación de placer llenó a Lacey. La casita de campo realmente parecía un hogar. Y después de la reunión con Iván del día siguiente, seguramente estaría un paso más cerca de convertirse en su propietaria oficial.

Justo entonces, se fijó en el cálido resplandor de una hoguera procedente de la casita de Gina, y decidió pasar de largo de su casa hacia su vecina por el camino lleno de baches y de una sola dirección.

Cuando se detuvo, vio a la mujer con las botas de agua puestas al lado de la hoguera, a la que estaba echando follaje. La hoguera se veía bastante bonita a la luz a la luz de la oscura noche de primavera.

Lacey Hizo sonar el claxon del coche y bajó la rígida ventanilla.

Gina se dio la vuelta y saludó con la mano.

–Ey, Lacey. ¿Tienes que quemar algo?

Lacey apoyó los codos sobre la ventanilla.

–No. Solo me preguntaba si necesitabas ayuda.

–¿Tú no tenías una cita con Tom esta noche? —preguntó Gina.

–La tenía —le dijo Lacey, sintiendo que esa extraña mezcla de decepción y alivio le revolvía el estómago—. Pero él la anuló. Una urgencia relacionada con la masa.

–Ah —dijo Gina. Tiró otra ramita a la hoguera, haciendo saltar chispas rojas, naranjas y amarillas—. Bueno, por aquí lo tengo todo controlado, gracias. A no ser que tengas nubes que quieras tostar.

–Vaya, pues no, no tengo. ¡Eso suena bien! ¡Y acabo de ir a comprar comida!

Decidió que la culpable de que ella no tuviera nubes era Martha Stewart y su extremadamente prudente receta de pastel de queso con vainilla.

Lacey estaba a punto de darle las buenas noches a Gina y dar la vuelta al coche para irse por donde había venido cunado notó que Chester le daba golpecitos con el morro. Se giró y lo miró. Las bolsas de la compra que había colocado a los pies del asiento del copiloto se habían volcado y algunas de las cosas que había comprado se habían caído.

–Se me ocurre algo… —dijo Lacey. Volvió a mirar por la ventanilla—. Oye, Gina. ¿Qué te parece si cenamos juntas? Tengo vino y pasta. Y todos los ingredientes para hacer el auténtico pastel de queso al estilo de Nueva York de Martha Stewart, por si nos aburrimos y necesitamos una actividad.

Gina parecía encantada.

–¡Me has convencido con lo del vino! —exclamó.

Lacey rio. Se agachó para coger las bolsas con la compra de los pies del asiento del copiloto, y se ganó otro golpecito con el húmedo morro de Chester.

–¿Y ahora qué pasa? —le preguntó.

Este ladeó la cabeza y levantó los penachos peludos que tenía por cejas rápidamente.

–Ah, ya lo pillo —dijo Lacey—. Antes te he reñido por no evitar que metiera la pata con Tom. Ahora quieres demostrar que tenías razón y que al final todo se ha solucionado ¿verdad? Venga, eso te lo reconozco.

Él rechinó.

Ella soltó una risita y le acarició la cabeza.

–Chico listo.

Salió del coche, Chester dio un salto para seguirla y subieron por el camino de Gina, haciendo maniobras entre las ovejas y los pollos que estaban esparcidos por todas partes.

Se metieron dentro.

–¿Qué ha pasado con Tom? —preguntó Gina mientras caminaban por el pasillo de techo bajo su cocina rústica tipo casa de campo.

–En realidad fue por Paul —explicó Lacey—. Mezcló las harinas o algo por el estilo.

Entraron a la luminosa cocina y Lacey dejó las bolsas de la compra sobre la encimera.

–Ya sería hora de que echara a este Paul —dijo Gina con un tch.

–Es un aprendiz —le dijo Lacey—. ¡Se supone que tiene que cometer errores!

–Ya. Pero, por otro lado, se supone que tiene que tiene que aprender de ellos. ¿Cuántas tandas de masa se ha cargado ya? Y que eso afecte a tus planes… ahí sí que le pone la guinda al pastel.

Lacey hizo una sonrisita al oír la graciosa frase hecha de Gina.

–Sinceramente, no pasa nada —dijo, sacando todos los artículos de la bolsa—. Yo soy una mujer independiente. No necesito quedar cada día con Tom.

Gina cogió unas copas de vino, sirvió una para cada una y, a continuación, se pusieron a hacer la cena.

–No te vas a creer quién vino a mi tienda antes de cerrar hoy —dijo Lacey, mientras removía rápido la pasta que había dentro de la olla de agua hirviendo. Las instrucciones decían que no era necesario remover durante los cuatro minutos que tardaba en hervir, pero esto parecía demasiado lento, ¡incluso para Lacey!

–¿No serán los americanos? —preguntó Gina con un tono de aversión mientras metía la salsa de tomate dentro del microondas durante los dos minutos que necesitaba para calentarse.

–Sí. Los americanos.

Gina se estremeció.

–Dios mío. ¿Y qué querían? A ver si lo adivino, ¿Daisy quería que Buck le comprara una joya carísima?

Lacey coló la pasta en un colador y, a continuación, la repartió en dos cuencos.

–No, no es eso. Pero Daisy sí que quería que Buck le comprara algo. El sextante.

–¿El sextante? —preguntó Gina, mientras tiraba la salsa de tomate encima de la pasta, con poca elegancia—. ¿Te refieres al instrumento náutico? ¿para qué iba a querer un sextante una mujer como Daisy?

–¿Verdad? ¡Eso mismo pensé yo! —Lacey espolvoreó virutas de parmesano encima de su montón de pasta.

–Quizá lo escogió al azar —reflexionó Gina, pasándole a Lacey uno de los dos tenedores que había sacado del cajón de los cubiertos.

–Fue muy concreta con esto —continuó Lacey. Llevó su comida y el vino hacia la mesa—. Quería comprarlo y, evidentemente, le dije que tendría que venir a la subasta. Pensé que se olvidaría, pero nada. Dijo que allí estaría. Así que ahora los tendré que aguantar a los dos otra vez mañana. ¡Ojalá hubiera guardado el dichoso trasto en lugar de dejarlo a la vista desde el escaparate a la hora de comer!

Observó a Gina mientras se sentaba en la silla de delante de ella y vio que, de repente, su vecina parecía bastante nerviosa. tampoco parecía no tener nada que añadir a lo que había dicho Lacey, la cual cosa era extremadamente impropia de aquella mujer normalmente habladora.

–¿Qué pasa? —preguntó Lacey—. ¿Hay algún problema?

–Bueno, yo fui la que te convenció de que cerrar la tienda a la hora de comer no te haría ningún daño —murmuró Gina—. Pero sí que lo hizo. ¡Porque le dio a Daisy la oportunidad de ver el sextante! Es culpa mía.

Lacey rio.

–No seas tonta. Venga, vamos a comer antes de que esto se enfríe y todo nuestro esfuerzo haya sido en vano.

–Espero. Necesitamos otra cosa más —Gina fue a los botes de especias que están colocados en el alféizar y cogió algunas hojas de uno—. ¡Albahaca fresca! —Colocó un ramito en cada uno de los cuencos mal presentados de pasta enganchada—. Y voilá!

Para lo barato que era, era un plato realmente sabroso. Pero, claro, la mayoría de platos precocinados están llenos de grasa y azúcar, ¡así que no podría ser de otra manera!

–¿Y yo soy una sustituta de Tom lo suficientemente digna? —preguntó Gina mientras comían y bebían vino.

–¿Tom? ¿Qué Tom? —dijo Lacey en broma—. ¡Oh, me lo has hecho recordar! Podríamos decir que Tom me retó a preparar una comida para él desde cero. Algo originario de Nueva York. Así que voy a hacer un pastel de queso de postre. Mi madre me mandó una receta de Martha Stewart. ¿Quieres ayudarme a hacerla?

–Martha Stewart —dijo Gina, negando con la cabeza—. Yo tengo una receta mucho mejor.

Fue hacia el armario de la cocina y empezó a rebuscar por ahí. Después sacó un libro de cocina hecho polvo.

–Este era el tesoro de mi madre —dijo, poniéndolo encima de la mesa delante de Lacey—. Recopiló recetas durante años. Aquí tengo recortes de periódico que se remontan hasta la guerra.

–Increíble —exclamó Lacey—. ¿Y cómo es que tú nunca aprendiste a cocinar, si tenías una experta en casa?

–La razón es que —dijo Gina— yo tenía mucho trabajo ayudando a mi padre a cultivar verduras en el huerto. Era una marimacho de manual. Una niña de papá. Yo era de aquellas niñas a las que les gustaba ensuciarse las manos.

–Bueno, cocinando desde luego que también te pasa —dijo Lacey—. Tendrías que haber visto a Tom antes. Estaba cubierto de harina de la cabeza a los pies.

Gina rio.

–¡Me refería a que me gustaba ensuciarme con el barro! Jugar con los bichos. Subir a los árboles. Pescar. Cocinar siempre me pareció demasiado femenino para mi gusto.

–Mejor que no le digas eso a Tom —dijo Lacey con una risita. Miró al libro de recetas—. Entonces ¿quieres ayudarme a hacer el pastel de queso, o no hay suficientes gusanos para tenerte interesada?

–Te ayudaré —dijo Gina—. Podemos utilizar huevos frescos. Daphne y Delilah pusieron huevos esta mañana.

Recogieron su cena y se pusieron a trabajar en el pastel de queso, siguiendo la receta de la madre de Gina en lugar de la de Martha.

–Bueno, aparte de los americanos ¿estás emocionada con la subasta de mañana? —preguntó Gina mientras machacaba galletas en un cuenco con un pasapurés.

–Emocionada. Nerviosa —Lacey tragó el vino que había en su copa—. Sobre todo nerviosa. Conociéndome, esta noche no pegaré ojo preocupada con todo esto.

–Tengo una idea —dijo entonces Gina—. Cuando hayamos acabado con esto, deberíamos sacar a los perros a pasear por el paseo marítimo. Podemos ir por la ruta del este. Todavía no has ido por ahí, ¿verdad? La brisa del mar te cansará y dormirás como un bebé, recuerda mis palabras.

–Es una buena idea —le dio la razón Lacey. Si se iba a casa ahora, lo único que haría sería comerse el coco.

Mientras Lacey ponía el desordenado pastel de queso en la nevera para que se enfriara, Gina se apresuró a ir al lavadero a buscar chubasqueros para las dos. Todavía hacía bastante fresco por las tardes, especialmente junto al mar, donde hacía más viento.

A Lacey le agobiaba el enorme chubasquero de pescadero. Pero cuando salieron se alegró de tenerlo. Era una noche fresca y clara.

Bajaron por los escalones del acantilado. La playa estaba desierta y bastante oscura. Era algo excitante estar allí abajo cuando estaba tan vacía, pensó Lacey. Daba la sensación de que eran las únicas personas del mundo.

Se dirigieron hacia el mar y, a continuación, siguieron la dirección hacia el este que Lacey todavía no había tenido ocasión de explorar. Era divertido explorar un sitio nuevo. A veces era un poco agobiante estar en una ciudad pequeña como Wilfordshire.

–Ey, ¿qué es eso? —preguntó Lacey, mirando al otro lado del agua a lo que parecía ser la silueta de un edificio sobre una isla.

–Unas ruinas medievales —dijo Gina—. Cuando la marea baja hay un banco de arena por el que puedes llegar hasta ellas. Sin duda vale la pena acercarse por allí si no te importa levantarte tan temprano.

–¿A qué hora baja la marea? —preguntó Lacey.

–A las cinco de la mañana.

–Ay. Me parece que es demasiado temprano para mí.

–También puedes llegar en barco, evidentemente —explicó Gina—. Si por casualidad conoces a alguien que tenga uno. Pero si te quedas allí atrapada, tienes que llamar al bote salvavidas de los voluntarios y a esos chicos no les gusta utilizar sus recursos en gente tonta, ¡recuerda mis palabras! Yo lo he hecho y me llevé una buena bronca cuando hablé con ellos. Por suerte, se estuvieron riendo con mi don de palabra hasta que llegamos a la orilla, y ahora nos llevamos todos muy bien.

Chester empezó a tirar de su correa, como si intentara llegar a la isla.

–Creo que él lo sabe —dijo Lacey.

–Quizá sus antiguos propietarios lo llevaban a pasear hasta allí —sugirió Gina.

Chester ladró, como si lo confirmara.

Lacey se agachó y le alborotó el pelo. Hacía mucho tiempo que no pensaba en los antiguos propietarios de Chester y en lo desconcertante que debía de haber sido para él perderlos tan de repente.

–¿Qué te parece que te lleve allí un día? —le preguntó ella—. Me levantaré temprano, por ti.

Chester movió la cola contento, echó la cabeza hacia atrás y ladró hacia el cielo.

*

Tal y como había predicho, a Lacey le costó dormir aquella noche. A pesar de que la brisa del mar la cansara. Tenía demasiadas cosas dando vueltas en su mente como para desconectar; desde la reunión con Ivan para la venta de Crag Cottage hasta la subasta, había mucho en que pensar. Y aunque estaba emocionada con la subasta de mañana, también estaba nerviosa. No solo porque era la segunda vez que lo hacía, sino por los desagradables asistentes que tendría que aguantar en forma de Buck and Daisy Stringer.

«A lo mejor no vendrán», pensaba mientras miraba fijamente las sombras de su techo. «Seguramente Daisy habrá encontrado otra cosa para pedirle a Buck que le compre».

Pero no, la mujer parecía decidida a comprar concretamente el sextante. Era obvio que tenía algún significado personal para ella. Allí estarían, Lacey estaba segura de ello, aunque solo fuera para demostrar que tenían razón.

Lacey escuchaba el sonido de la respiración de Chester y de las olas al chocar contra los acantilados, dejando que los ritmos suaves la llevaran hasta la relajación. Estaba empezando a quedarse dormida cuando, de repente, su móvil empezó a vibrar haciendo mucho ruido encima del tocador de madera que tenía al lado de la cabeza. Su inquietante luz verde llenaba la habitación con destellos. Normalmente tenía cuidado de ponerlo en modo noche, pero evidentemente se le fue de la mente con todas las otras cosas en las que estaba pensando.

Con un quejido de cansancio, Lacey agitó el brazo y cogió el móvil. Se lo acercó a la cara y entrecerró los ojos para ver quién había decidido molestarla a esta hora tan intempestiva. El nombre «Mamá» destellaba con insistencia en la pantalla hacia ella.

«Cómo no», pensó Lacey suspirando. Su madre debe de haber olvidado la norma de no llamarla después de las seis de la tarde. Hora de Nueva York.

Con un suspiro, Lacey respondió a la llamada.

–¿Mamá? ¿Está todo bien?

Desde el otro lado de la línea hubo un momento de silencio.

–¿Por qué siempre respondes así a mis llamadas? ¿Por qué tiene que ir algo mal para que yo llame a mi hija?

Lacey puso los ojos en blanco y se puso cómoda sobre la almohada.

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