―Venga, señores, rebelarse contra la autoridad no tiene sentido. Allí, dentro del palacio, los nobles y los ancianos de Jesi, los que nosotros llamamos el Consiglio dei Migliori, sólo esperan un guía fuerte. Y este es el momento apropiado. Sí, porque el Papa Adriano VI ha decidido reclamar el legado pontificio ya que cree que el Cardenal Cesarini es más útil en Roma y no aquí, en Jesi, donde, por otra parte, casi nunca está. ¡Y esto es para nosotros algo bueno!
La noticia, todavía desconocida para la mayoría de los presentes, sólo en parte cierta, produjo su efecto y el rumor comenzó a levantarse entre la multitud, obligando a Lucia a elevar el tono de voz hasta casi sentir dolor en la garganta.
―Como decía, esto es bueno para nosotros. Tenemos todo el derecho de expulsar a los ambiciosos vicarios del Cardenal. Y lo haremos sin derramar sangre. Sé que tengo el apoyo del Papa, al que he enviado unas cartas a tal fin, mediante unos mensajeros que ya están de viaje hacia Roma. Padre Ignazio Amici, el dominico inquisidor, ya está haciendo el equipaje, pero estad seguros de que no será él solo el que deje la ciudad en los próximos días. Y de nuevo tendremos un obispo jesino, el Cardenal Ghislieri. Venga, vamos, deponed las armas, volved a casa y dormid tranquilos. También porque, y ésta es una promesa solemne que os hago, mañana por la mañana cruzaré ese portón, sí, el portón del Palazzo del Governo. Me presentaré al Consiglio dei Migliori y reclamaré el cargo que me corresponde por derecho, por haber sido prometida como esposa a Andrea Franciolini: ¡SERÉ VUESTRO CAPITANO DEL POPOLO!
El entusiasmo explotó entre los allí presentes, quien estaba de rodillas se levantó, todos abandonaron los utensilios y armas que tenían en la mano, alguien se dirigió hacia la joven y noble dama para levantarla y llevarla en triunfo por la Via delle Botteghe hasta la Piazza del Mercato. Lucia, izada por los brazos de algunos energúmenos, sonreía, y su sonrisa iluminaba todo y a todos. En un momento dado incluso las campanas de las distintas iglesias comenzaron a repicar festivas. Cuando el cortejo llegó delante del Palazzo Baldeschi, Lucia pidió ser puesta en el suelo, porque estaba muy cansada y quería entrar en su mansión para reposar.
―Ahora, marchad y volved mañana para festejar al nuevo Capitano del Popolo y al nuevo Obispo de Jesi.
Mientras la multitud se dispersaba y Lucia estaba a punto de cruzar la puerta de su casa familiar, a muchos no se le escaparon unos movimientos allá, en la entrada del Palazzo Ripanti. El vicario del Cardenal Cesarini estaba haciendo cargar a toda prisa su equipaje en un carro arrastrado por caballos.
¡Ese bastardo se ha aprovechado todo lo que podía y ahora se está marchando! ―dijo para sus adentros ―Mejor así. No estoy convencida de poder controlar a todos los que reclaman su cabeza.
Las emociones de aquel día habían sido tales y tantas que habían hecho caer a Lucia en un sueño profundo sin ni siquiera haber cenado. Le hubiera gustado darse un baño caliente antes de acostarse pero en palacio no había ni siquiera una sirvienta que pudiese ayudarla. Además, debido a que había preferido adoptar para las niñas la residencia del campo había transferido allí la mayor parte de los domésticos y en el austero palacio Baldeschi habían quedado muy pocos sirvientes, la mayoría masculinos, que se ocupaban de las cocinas y de los establos.
Fue despertada por una insistente llamada a la puerta de su habitación cuando todavía no se había hecho de día. Con esfuerzo se levantó de la cama, se arregló lo mejor que pudo y abrió la puerta un poco, para ver quién era el que la disturbaba a aquella hora insólita. Un muchacho joven, todavía imberbe, pero vestido perfectamente con un jubón, calzas y un sombrero con una larga pluma en la cabeza, hizo una reverencia e intentó excusarse por la hora, casi balbuciendo.
―Pido mil perdones, mi Señora, pero lo que os debo decir es de la máxima urgencia. Me manda el verdugo de la Piazza della Morte.
A Lucia se le subió el corazón a la garganta y su mente, todavía soñolienta, se volvió lúcida de repente, recordando que aquella era la hora decidida para la ejecución de Mira. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué el verdugo había mandado a este joven a importunarla?
―Espera un momento, muchacho. Me pongo presentable y enseguida voy contigo. Siéntate en un asiento en el pasillo. Lo haré lo más rápido que pueda.
Se peinó los cabellos, vistió un hábito sobrio que le diese libertad de movimientos, y en poco tiempo llegó hasta el joven que estaba en el pasillo.
―Bien. ¿Qué ocurre?
―El verdugo os reclama en la Piazza della Morte.
―¿Por qué? ―respondió Lucia indignada. ―¡Había dicho con claridad que jamás asistiría a la ejecución de mi sirvienta! Así que, ¿por qué molestarme?
―Hay un problema. El último deseo de un condenado a muerte es sagrado y debe ser concedido. El verdugo no puede proceder hasta que la víctima no haya sido satisfecha. Es una ley no escrita pero para Gerardo, nuestro verdugo, es una cuestión de honor.
―¿Y yo qué tengo que ver, si puede saberse? ¿Cuál es el último deseo de Mira?
―Ese es el meollo del asunto. Vuestra sirvienta ha pedido que estéis cerca antes de morir. Debéis venir.
―De eso ni hablar. Me he prometido a mí misma que nunca asistiría a una ejecución capital.
―En ese caso me veré obligado a ir a despertar al juez Uberti, al que no le hará mucha gracia…
Habiendo comprendido la indirecta, y sabiendo que en aquellos días era mejor no meterse en problemas con las autoridades de la vieja guardia, Lucia decidió seguir al joven a la Piazza della Morte. A fin de cuentas, en unas pocas horas se presentaría en el Palazzo del Governo y despediría a las viejas cariátides que, ahora ya, no continuarían asumiendo cargos públicos. Por lo tanto, era mejor no comenzar enemistándose con el juez y los otros antes de tiempo.
Mientras caminaba por la Via delle Botteghe en la humedad de las primeras luces del amanecer, Lucia se estrechó el vestido debido a un escalofrío, a pesar de que ya estaban en plena estación veraniega. Atravesó Porta Rocca mientras seguía al muchacho que le abría camino, pero cuando vislumbró a su joven sirvienta el corazón le dio un vuelco, lo sintió latir en el cuello y no consiguió contener las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos. Mira ya tenía la cabeza apoyada en el cepo. El verdugo estaba allí, al lado de ella, con la capucha en la cabeza y el hacha, muy afilada, apoyada en el suelo. Ni siquiera se había preocupado en recoger los cabellos de la condenada en una cola o en un moño ya que el día anterior ya se los habían cortado casi a cero los torturadores del Padre Ignazio Amici. La noble dama sintió encima la mirada suplicante de su sirvienta y no pudo evitar acercarse, acariciándole la nuca y acercando sus labios a la mejilla de la muchacha.
―Mira…
La sirvienta bajó la mirada y se dirigió a su antigua ama con un hilo de voz.
―Ahora puedo morir feliz. Os tengo al lado. Sé que me habéis ahorrado un suplicio incluso más atroz y os lo quería agradecer personalmente antes de morir. Rezad por mi y recomendad mi alma al Señor.
Lucia cogió la mano de Mira, se le acercó más y le susurró unas palabras al oído de manera que ni el verdugo ni el muchacho que la había acompañado pudiesen oírla.
―Querría también ahorrarte este suplicio. Tengo unas monedas de oro conmigo. Podría pagar el silencio de estos dos. Mandaré al muchacho con el carpintero para pedirle que haga una caja, diciendo que éste era tu último deseo: ser enterrada dentro de un sarcófago. El verdugo no te matará pero contará a todos que lo ha hecho. Haré que llene la caja con piedras, de manera que pese como si contuviese tu cuerpo y la haré colocar en los subterráneos de la Chiesa della Morte. Nadie mirará adentro. Tu escaparás por la cuesta y llegarás al convento de las Clarisse della Valle. Vestida de monja no te reconocerá nadie. Deja pasar el tiempo y luego aléjate de Jesi. Podrás rehacer tu vida en cualquier sitio...
―No, mi Señora. La muerte no me da miedo. Mi vida acaba aquí, hoy, en esta plaza, sobre este cepo. Sólo aseguraos de que mi cuerpo tenga una digna sepultura.
Mira volvió la mirada hacia Gerardo, asintiendo con la cabeza. El verdugo lo entendió al vuelo. El deseo de la condenada había sido concedido, se podía proceder. Lucia dio un paso atrás, soltó la mano de Mira mientras el hacha se levantaba. Observó los ojos del verdugo a través de los agujeros practicados en la capucha y le pareció verlos brillantes. Pero no tuvo tiempo para comprobar la veracidad de su intuición porque con un golpe seco el instrumento se abatió sobre el cuello de la víctima. La cabeza rodó sobre el empedrado mientras que el resto del cuerpo fue movido por convulsiones durante un instante hasta que se puso rígido y cayó de lado. Los chorros de sangre provenientes del cuello rozaron a Lucia pero ni una gota ensució sus vestidos.
Después de un momento de silencio absoluto se sintió a lo lejos el canto de un gallo. Estaba amaneciendo cuando la Piazza della Morte fue atravesada por un grito prolongado, un grito proveniente de las entrañas de Lucia Baldeschi.
―¡Noooooo….!
Capítulo 7
Las cabalgaduras eran veloces y no temían las cuestas, las bajadas y los senderos en medio del bosque. Así que, para evitar el centro de Ancona, Andrea y Gesualdo habían atravesado el estrecho valle entre las colinas, habían vuelto a subir por el Taglio di Candia y, dejando a su izquierda la Rocca di Montesicuro, habían descendido hasta Paterno. Desde allí, habían llegado enseguida al castillo delle Torrette, posesión de los pacíficos Conti Bonarelli. Las puertas del castillo, como de costumbre, estaban abiertas y, por lo tanto, Gesualdo hizo una señal a su joven amigo para atravesar el patio interior sin pararse a dar explicaciones.
―¡Eh, vosotros! Paraos y bajad del caballo. ¿No conocéis las buenas maneras, descarados villanos? ―les apostrofó un guardia que ya había cogido una flecha del carcaj y estaba armando su ballesta mientras los dos caballeros levantaban el polvo del patio haciendo que se marchasen atemorizados cualquiera que se encontrase en su camino.
Gesualdo levantó el pendón con la enseña del Duca di Montacuto, invitando a Andrea a que hiciese lo mismo, para hacer comprender con quien se las tenía que ver quien se entrometía en su camino. El guardia los miró ceñudo, escupió al suelo, pero bajó el arma. En unos minutos los dos aparecieron desde la puerta septentrional del castillo y se encontraron sobre el amplio sendero de tierra que discurría por la costa hasta la desembocadura del Esino.
El sol ya estaba en lo alto cuando Gesualdo dirigió la palabra a Andrea. El mar, a su derecha, era atravesado por espléndidos reflejos debidos a los rayos del sol. Era tal el resplandor que se corría el riesgo de quedar ciego si se volvía la mirada hacia la extensión de agua. A la izquierda, la colina descendía abrupta hasta el camino, a ratos con cornisas rocosas, a ratos con los últimos confines de un intrincado bosque de encinas y robles.
―Dentro de poco estaremos en Rocca Priora. Es territorio jesino pero tengo amigos. Nos pararemos a recuperar fuerzas y a pedir información sobre la seguridad del recorrido. Sabemos perfectamente que unos malencarados han debido pasar antes que nosotros. Si son personas inteligentes no habrán debido hacerse notar. Pero me ha dado la impresión de que aquellos dos eran unos idiotas ―dijo Gesualdo tirando de las riendas y frenando a su caballo.
Andrea se adecuó y los caballos pasaron del veloz galope a un paso más moderado, a un trote que obligaba a los caballeros a apretar las rodillas y secundar los movimientos de los animales.
―Idiotas y borrachos, ¡pero no por esto menos peligrosos! ―replicó Andrea dando una ojeada a la fortaleza a la que se estaban acercando. ―¡Mira, Gesualdo! ¿No te parece raro? Es un puesto avanzado de frontera pero no hay vigías en el paseo de ronda de la guardia.
Ni siquiera había terminado la frase cuando su caballo se encabritó dado que dos flechas llegaron silbando y se clavaron en el terreno a pocos pasos de sus dos patas. Andrea tuvo que agarrarse bien para no ser desmontado, pero consiguió mantenerse en la silla, lanzó una mirada hacia su anciano compañero y comprendió al vuelo lo que Gesualdo tenía intención de hacer. Este último hizo que su caballo hiciese un brusco movimiento lateral hasta obligarlo a girar sobre sí mismo para dar la impresión al enemigo de que se estaba batiendo en retirada. Andrea lo imitó yendo detrás. Retrocedieron un poco por el camino, luego doblaron tierra adentro y se sumergieron en el intrincado bosque ribereño, constituido en su mayoría por álamos y sauces. Mientras que los álamos se elevaban hacia lo alto, los sauces ofrecían una buena protección a los dos caballeros que, moviéndose con circunspección, intentando actuar de manera que su paso no agitase las ramas de los árboles, ya que no hacía viento, llegaron a las orillas del río Esino, que en esa época del año estaba bastante bajo, por el hecho de que la estación seca ya duraba bastante tiempo. Metieron a los caballos en el agua para salir por la otra orilla y llegar hasta la Rocca sin atravesar el puente que estuvieron a punto de cruzar poco antes, cuando habían sido atacados.
―Ten cuidado. La otra orilla está formada por terrenos pantanosos. Los caballos podrían hundirse en el fango y nos veríamos obligados a abandonarlos. Y no sería una buena idea continuar a pie. Debemos quedarnos en el agua. ¿Ves aquel canal? Lleva el agua del río al foso que rodea la fortaleza. Llegaremos a la parte de atrás del castillo a través del foso. Recuerdo que allí hay una puerta de servicio que no será difícil de abrir. Es una puerta de madera que permite que nos introduzcamos en los sótanos. No sabemos lo que ha ocurrido. Quizás nuestros dos amigos han cogido por sorpresa a los guardias y están en el interior del castillo pero no estoy seguro. He oído con mis oídos que nos esperarían en la torre de Montignano, que es un fortín mucho menos protegido y está ya en territorio de Senigallia.
―¿Y qué piensas que ha sucedido aquí?
―Quizás el castillo, sin nosotros saberlo, ha sido víctima de un ataque enemigo, a lo mejor ha caído en las manos de los soldados del Duca della Rovere. No lo sé, pero de algo sí estoy seguro: que sea quien sea el que nos ha lanzado aquellas flechas se encuentra en el interior de la fortaleza. No han sido arrojadas desde arriba, desde el paseo de ronda de la guardia, sino desde alguna de las aberturas que hay entre el primero y el segundo piso. Si tenemos suerte, entraremos en la Rocca desde los sótanos y cogeremos por sorpresa a nuestros enemigos que, tal como yo lo veo, no deben ser numerosos.
―No, Gesualdo, podría ser un suicidio. No sabemos con quién nos toparemos, ni sabemos cuántos hombres encontraremos allí dentro. Intentemos escondernos en la parte trasera del castillo y alejarnos hacia el norte.
―Quizás tienes razón, mi joven amigo. Veo que tienes la mente de un hábil estratega más que la impulsividad de un viejo guerrero como yo, que siempre busca la pelea a cualquier costa. Y esto es algo positivo.
Mientras tanto habían alcanzado el foso que rodeaba la fortaleza y ahora estaban debajo del puente levadizo, extrañamente bajado, a pesar de la hostilidad mostrada poco antes desde el interior. Permaneciendo siempre en el agua y haciendo el menor ruido posible, rodearon la construcción, llegando al lado que miraba al mar sobre el que no se abría ninguna ventana, con el fin de no ofrecer un fácil acceso a los piratas provenientes del Adriático.