―En este momento no debería ser arriesgado abandonar el foso ―susurró el Mancino procurando mantener el tono de la voz lo más bajo posible ―Terminaremos en el terreno pedregoso que, desde aquí, llega hasta la orilla del mar.
En efecto en aquella zona el suelo no era pantanoso y los detritos llevados por el río Esino durante siglos habían formado una playa de gravilla y piedrecitas, tan hermosa de ver como traicionera para los cascos y las patas de los caballos. Cuando los animales estuvieron en seco, los caballeros los incitaron para alejarse a paso veloz pero el fondo de gravilla obstaculizaba los movimientos de los animales que cuanto más intentaban alejarse más se hundían entre las piedras. Llegado un momento, el caballo de Gesualdo se dobló sobre las patas anteriores, permaneciendo arrodillado; el caballero, desequilibrado hacia delante, fue lanzado desde la silla y cayó al suelo pero consiguió ponerse en pie con una hábil cabriola. Volvió al caballo, cogió las riendas, le gritó para que se levantase y saltó de nuevo a la silla.
―Veo con placer que todavía eres ágil como un jovenzuelo a pesar de la edad y de que tú sólo puedas usar un brazo. Felicidades. ¡Tenía razón en quererte a mi lado para este peligroso viaje! ―dijo Andrea que, no obstante la situación, no había perdido el espíritu.
Pero el alboroto, el ruido de las patas de los caballos sobre la gravilla, los gritos humanos y los relinchos equinos, realmente no habían pasado inadvertidos desde el interior de la fortaleza, desde la cual, en aquel momento, estaban saliendo tres caballeros ataviados con armadura, con las celadas en la cabeza y con las lanza en ristre.
―¡Como se quería demostrar! ―imprecó Gesualdo ―Los emblemas son los della Rovere. Escapemos mientras estamos a tiempo. No me apetece ser atravesado por sus lanzas. Tenemos algo de ventaja. Y también sus caballos tendrán dificultades para galopar sobre la gravilla. Pongamos los nuestros al paso y vayamos hacia el norte siguiendo la playa. Si mantenemos la distancia no nos alcanzarán. En cuanto sea posible nos meteremos tierra adentro y nos dirigiremos hacia la población de Monte Marciano. Los Piccolomini siempre se han mantenido neutrales tanto en relación con Jesi como con Senigallia. Los esbirros de della Rovere no nos perseguirán.
Pero un poco más adelante, todavía en la playa, hacia el norte, se toparon con un grupo de guerreros a pie, vestidos con las casacas rojas, que también portaban las enseñas de Della Rovere. Se oyó una primera explosión acompañada por una nube de humo. Andrea sintió un objeto silbar pasando rápido cerca de su oreja.
―¿Qué era? ―preguntó a su amigo.
―Una bala de plomo. Tienen armas de fuego. Fusiles de carga delantera. Mucho menos precisos que las flechas pero más mortíferos si te alcanzan.
―Hemos caído en una trampa, Gesualdo. ¿Qué hacemos ahora?
―¡Mira allá! ―respondió éste último que, de una ojeada, había ya concebido un plan. Una pequeña faja de hierba había conquistado una lengua de playa y se dirigía hacia la colina, a breve distancia. ―Esa es una buena vía de escape.
Mientras otras balas de plomo silbaban cerca de sus cabezas los caballos, en cuanto llegaron a la faja de terreno más estable, relincharon satisfechos, recuperando las fuerzas y ganando en poco tiempo la falda de la colina. Por su parte los tres caballeros enemigos se habían lanzado en su persecución y ahora lo que pasaba cerca de ellos no eran ya balas metálicas sino peligrosas flechas con una punta afiladísima. Por fortuna, los caballos de Andrea y del Mancino eran mucho más veloces que los otros y tampoco iban cargados con caballeros vestidos de armadura. Los dos amigos lanzaron los caballos hacia arriba por el escarpado sendero que subía hacia el núcleo habitado de Monte Marciano. Cuando llegaron a lo alto de la colina, con el pueblo ya a pocas leguas de distancia, se giraron hacia abajo y vieron que los hombre de Della Rovere no se habían aventurado más allá de un cierto punto.
―Como estaba previsto, en los territorios de los Piccolomini no entran. Por ahora hemos puesto a salvo la vida ―afirmó el Mancino.
―¡Por ahora! ―fue la respuesta de Andrea.
Los dos esbirros, Amilcare y Matteo, eran originarios de un pequeño pueblo de las montañas en el territorio de la Reppublica Serenissima di Venezia. Ponte nelle Alpi se encontraba en el camino hacia Alemania, que seguía hacia el norte, más allá de los baluartes rocosos de los Dolomitas, hasta llegar a tierras alemanas. Al menos una vez cada dos meses los habitantes del pueblo invadían el Tirol para aprovisionarse de cerveza. Algunos de ellos habían intentado aprender el arte de destilar la cebada y el lúpulo para producir el hermoso líquido color ámbar y espumoso pero, dada incluso la dificultad para entender la lengua de los amigos tiroleses, nunca habían conseguido obtener un producto lo bastante bueno como el que iban a comprar más allá del paso transalpino. Amilcare, que era un goloso de la cerveza, había llevado una buena provisión que, ahora ya, estaba a punto de acabarse.
―En esta zona, no sé porqué, la cerveza es imbebible. Hace sólo una hora y media que estamos cabalgando y ya está caliente como el pis ―dijo Amilcare, bebiendo del odre y emitiendo un sonoro eructo.
Lanzó el contenedor vacío y flácido al compañero más joven que lo cogió al vuelo y lo levantó sobre la boca abierta haciendo caer las últimas gotas del líquido. Luego, desilusionado, lo colgó detrás de la silla. A Matteo, con tal de meter en el cuerpo algo estimulante le iba bien incluso el vino local y de esta manera había robado un par de odres de Rosso Conero de las bodegas del castillo de Massignano. Se había dado cuenta de que el vino tinto era bueno aunque no estuviera fresco pero que se podía ingerir una cantidad muy inferior con respecto a la cerveza antes de que comenzase a marearse. Así que, por el momento, intentaba no pasárselo al compañero que habría bebido una cantidad exagerada sin darse cuenta.
―¡Todavía tengo sed! ¡Pásame el vino, Matteo! ―casi gritó Amilcare volviéndose a su compañero, inconsciente de que estaban acercándose a los muros del castillo de Rocca Priora, después de haber atravesado ruidosamente el puente de madera que permitía superar el río Esino.
―¡De eso ni hablar! ―respondió el otro ―Debemos permanecer lúcidos, por lo menos hasta la hora de comer, para llevar a cabo la misión que nos ha confiado el Duca. Después de que hayamos ensartado al petimetre y a su guardaespaldas, podremos celebrarlo. Intenta permanecer en silencio. Estamos debajo de los muros del castillo. ¿No querrás que nos caiga encima toda la guarnición de soldados?
Amilcare hizo un gesto con la mano como si quisiese aplastar un fastidioso insecto.
―El Duca ha dicho que no debemos preocuparnos, ni aquí en Rocca Priora, ni cuando lleguemos a la Torre di Montignano. Ha engrasado las bisagras de las puertas justas y nadie se preocupará por nosotros. ¿Ves soldados que nos observen desde el paseo de ronda de la guardia?
―No, pero esto no me tranquiliza. Estarán bien escondidos pero seguro que nos están observando.
―Pero no nos pararán. Y en la torre de Montignano no encontraremos ninguno. Tenemos el campo libre, tomaremos posiciones, esperaremos a los dos y los dejaremos secos sin que se den cuenta. Un trabajito sencillo y limpio. Luego no nos quedará otra cosa por hacer que volver a Ancona a recoger la recompensa y ya está… A casa. No veo la hora de volver a nuestras queridas montañas. Y, en cuanto sea posible, ten la seguridad de que llamaré a la puerta del burgomaestre de Vipiteno para hacer una buena provisión de cerveza. ¡Aparte de vino!
Y hablando de esta manera emitió otro sonoro eructo en dirección a una abertura en los muros del castillo, detrás de la cual había tenido la impresión de ver brillar unos ojos que observaban la escena. Pero nadie, en la fortaleza, dio señales de vida y los dos la superaron sin problemas. Avanzaron hacia septentrión siguiendo la ribera del mar, con los caballos a los que les costaba un poco avanzar en el terreno pedregoso, hasta que llegaron al Mandracchio, un baluarte hecho erigir por Piccolomini para defender la zona interior de las correrías de los piratas. Entraron en la fortaleza e hicieron abrevar a los caballos, luego se saciaron ellos mismos en la fuente de agua fresca. El patio, ya desde primeras horas de la mañana, era un ir y venir de personas de todo tipo, desde campesinos que con la carreta cargada de frutas y hortalizas se dirigían a vender sus productos al mercado de Monte Marciano, a los señorones locales que exigían los diezmos a los labriegos para que continuasen cultivando los terrenos de su propiedad, a los hombres armados que montaban a caballo, después de escogerlos con cuidado en los establos. Un mozo de cuadra se acercó a Matteo y Amilcare y, después de haber superado el asco debido al olor que los dos emanaban, se dirigió a ellos de manera amable.
―¿Quizás necesitáis cabalgaduras frescas, messeri? Por dos piezas de plata cuido vuestros caballos y os doy otros bien frescos. Cuando volváis a pasar por aquí a la vuelta podréis recoger vuestras cabalgaduras.
―No volveremos a pasar por aquí a la vuelta ―replicó Matteo, haciendo lo posible para que no fuese Amilcare quien respondiese, siendo éste último más rudo de modales que él. ―Los caballos son del Duca di Montacuto y es mejor que se los devolvamos. Nos va en ello nuestras cabezas. Realmente debemos llegar a la torre de Montignano. Ahora ya no debería estar muy lejos. Indícanos el mejor camino.
―¿Cuál es la recompensa por la información? ―preguntó el muchacho a Matteo poniendo al mal tiempo buena cara.
Matteo echó un poco de vino tinto de uno de los odres llenos en aquella que había contenido la cerveza, vaciada poco antes, y se la ofreció al joven mozo de cuadra.
―Esto debería ser suficiente. Si no te basta siempre puedo invitarte a husmear el aliento de mi compañero. ¡No tienes más que pedirlo!
El muchacho observó a Amilcare con aire asqueado y aceptó el odre que le ofrecían.
―Coged por la cañada y llegad hasta el pie de la colina. No vayáis hacia la localidad de Monte Marciano, manteneos a la derecha para alcanzar la cresta de la colina. Seguid siempre el sendero en lo alto de la colina y llegaréis a la torre mucho antes de la hora de la primera comida. ¡Mucha suerte!
―Suerte a ti, muchacho. Y gracias. ―Matteo casi estuvo a punto de sacar una moneda del talego que les había dado el Duca el día anterior pero la mirada de Amilcare le hizo desistir de recompensar aún más al mozo de cuadra.
Tiene razón Amilcare, dijo para sus adentros Matteo. Con su actitud amable, este podría ser un espía y ponernos detrás unos ladrones, una vez visto el saco con las monedas. ¡Mejor no arriesgarse a perder tiempo teniendo que degollar a unos vulgares ladrones!
Para el Duca Francesco Maria Della Rovere, expulsar a los Medici de Urbino y volver a poseer sus tierras feltresque era ya una cuestión de principios y había llegado el momento justo. Su padre, Giovanni Della Rovere, señor de Senigallia, había hecho edificar por el arquitecto y estratega Francesco di Giorgio Martini, una majestuosa fortaleza en Mondavio, en realidad a mitad de camino entre Senigallia y Urbino. Francesco no entendía muy bien la posición estratégica de aquella suntuosa fortaleza ya que ésta se encontraba en el interior de sus posesiones y no en un puesto de frontera, donde sería justo que estuviese. En ese lugar nunca serían atacados y, de hecho, la fortaleza nunca había sufrido asedios desde que había sido terminada la construcción, y ya habían pasado casi treinta años. Pero el edificio era una impresionante fortaleza y se presentaba ante el ojo humano como una terrorífica máquina de guerra, en la que cada forma y estructura estaba estudiada para resistir los ataques perpetrados tanto con armas tradicionales, de lanzar, como de las modernas armas de fuego que se estaban difundiendo cada vez más. La misma fortaleza estaba provista de las más mortíferas armas de guerra conocidas: catapultas, trabuquetes, bombardas y otros inventos mortíferos. En la armería había también un cantidad tal de fusiles, pistolas y arcabuces como para armar a una guarnición de un millar de soldados. El depósito donde era conservada la pólvora para disparar estaba perfectamente aislado y protegido y los guardianes habían colgado en las pareces una imagen de Santa Bárbara, para prevenir, gracias a su protección, el peligro de explosiones accidentales.
Por lo tanto, el Duca había elegido transferirse aquí, dejando la Rocca Roveresca de Senigallia, porque Mondavio representaba el lugar ideal del que partir para la conquista de Urbino. Y debía hacerlo antes de que llegase Malatesta desde Rimini o, peor, desde Pesaro. El final de la primavera del año del Señor de 1522 era el momento adecuado para mover las propias guarniciones. El Papa Leone X había muerto y había sido sustituido por el Cardenal Adriano Florensz de Utrecht, que había tomado el nombre de Adriano VI. Éste era una marioneta, de cuyos hilos tiraba la oligarquía eclesiástica, y todos estaban convencidos de que no duraría mucho antes de que el Cardenal de Firenze, Giulio Dei Medici, hubiese tramado algo para reconquistar el solio pontificio. Por lo tanto, era necesario aprovechar el momento, anticipándose a los movimientos tanto de los Malatesta como de los Medici. Pero creía a su lugarteniente, Orazio Baglioni, un incapaz. Y, si incluso no hubiese sido un incapaz desde el punto de vista estratégico y militar, lo creía, de todas formas, un espía de Malatesta. Sólo unos meses antes, en diciembre, Francesco estaba aliado con Malatesta y junto con él había mandado las legiones pontificias desde Fabriano y desde Camerino, restableciendo el poder de los Duchi di Varano y dirigiéndose, a continuación, con las milicias unidas hacia Perugia. Se habían parado a la noticia de la muerte del Papa Leone X, volviendo, respectivamente, a sus territorios de Senigallia y Pesaro. Oficialmente Francesco Maria Della Rovere todavía estaba aliado con Malatesta y prueba de eso era aquel lugarteniente que continuaba a tener entre sus pies. Era necesario eliminarlo y coger un buen sustituto para su puesto, si quería entrar en Urbino rápidamente, burlando a su viejo aliado. Sólo un nombre le rondaba por la cabeza, el de Andrea Franciolini. Había hecho averiguaciones sobre él, en la época en que había asaltado la ciudad de Jesi, unos años antes. Los mercenarios a sueldo lo habían puesto al borde de la muerte pero se las había arreglado. No había comprendido muy bien cómo había escapado a la condena de muerte que pendía sobre su cabeza, quizás gracias al largo brazo del Duca di Montacuto, por lo menos eso se decía por ahí. Franciolini era joven pero tenía fama de ser muy bueno, como condottiero y como combatiente. Pero con el estado actual de las cosas parecía que estaba retenido, desde hacía ya unos años, en la Corte del Duca Berengario di Montacuto. Gracias a algunos espías que tenía en el castillo de Massignano, dos jóvenes siervos de origen senigalliese, finalmente había obtenido la información que necesitaba.