Delitos Esotéricos - María Acosta 5 стр.


Cogió unas tijeras afiladísimas y cortó con cuidado sus rubios cabellos púbicos, hasta convertir la zona genital en un sitio sin pelo. Los recogió dentro de una copa dorada y luego practicó la misma operación a Larìs, reuniendo unos pelos mucho más oscuros que los suyos. Entonces, sacó de unos frascos unas hierbas secas, incluida un poco de aquella mezcla que habían fumado antes, y mezcló todo, añadiendo aceite, después de lo cual dispuso con cuidado la copa encima de la baldosa central. Preparó otros dos cigarrillos, que fumarían, todavía desnudas, hasta llegar a un cierto grado de inconsciencia, hasta casi el trance. Mientras tanto había oscurecido y en el cielo resplandecía el gran círculo de luna que lentamente estaba siendo cubierto por la sombra de la Tierra, en aquel extraño instante mágico de alienación de los tres cuerpos celestes. En el momento en que la luna fue totalmente ensombrecida y su posición en el cielo resultaba evidente como un halo rosado, las dos mujeres, desnudas, sentadas sobre el pavimento unieron sus manos y pies para formar un círculo alrededor y sobre la copa. Aurora pronunció una fórmula mágica: Has Sagadà, Artemisia.

La ventana se abrió de par en par, una flecha entró en el salón y, después de haber rebotado varias veces en las paredes, fue a quemar el contenido de la copa. Se levantó un humo grisáceo, de maloliente carne quemada, que recordaba el olor de la bruja puesta en la hoguera cuatro siglos antes. El humo se modeló y tomó la semblanza de una mujer que, girando y danzando, llegó hasta Aurora y se fundió con su cuerpo. Ahora Aurora era Artemisia y Artemisia era Aurora. Larìs asistía inerme a este fenómeno. Cuando desapareció hasta el último jirón de humo, absorbido por el cuerpo de Aurora, y el contenido de la copa se diluyó totalmente, las dos mujeres cayeron en un sueño profundo y tuvieron la visión de lo que había sucedido cuatrocientos años atrás. Aurora vivía la escena en primera persona, en la piel de Artemisia, mientras que Larìs observaba como espectadora, mezclada con la multitud que asistía al suplicio de la bruja.

Artemisia estaba atada al palo, bajo sus pies habían colocado haces de leña obtenidos de la poda de los olivos, y luego troncos más gruesos de madera resinosa de pino y abeto. Sobre el conjunto había sido esparcido también aceite de lámparas. En los otros cuatro palos, que había sido dispuestos en semicírculo detrás del suyo, respecto a los espectadores, habían sido atadas sus otras cuatro compañeras: Viola, Emanuela, Alessandra y Teresa. Ésta última, llamada también Il Maschiaccio ya que había sido sorprendida varias veces yaciendo con otras mujeres, incluso había sido tachada de ser un hermafrodita, persona en la que convivían órganos sexuales masculinos y femeninos. Era una mujer con un clítoris tan desarrollado que parecía un pequeño pene, capaz también de alcanzar la erección. Éstas últimas cuatro mujeres no serían quemadas, aunque algunos haces de leña habían sido puestos a sus pies. Habían confesado sus culpas y habían señalado a Artemisia como su guía espiritual, así que habían sido atadas a los palos, tanto como escarmiento para la población local como para asistir de cerca al suplicio de su inspiradora. ¿Cómo era posible que tuviese lugar la ejecución, desde el momento en que el Doge di Genova había puesto el veto a los inquisidores de la Iglesia, asegurando a las mujeres que no permitiría, en esos tiempos modernos, una condena a muerte tan atroz? El Doge estaba orgulloso por el hecho de que un conciudadano suyo hubiese descubierto, ni siquiera un siglo antes, una nueva tierra, América, poniendo fin a ese periodo oscuro que había sido el medievo. Nunca hubiera permitido, por lo tanto, que la Iglesia, por medio de la Inquisición, quemase vivas a estas mujeres, aunque habían sido juzgadas culpables de brujería, herejía, mezclarse con el diablo, delitos contra Dios, contra la Iglesia y contra los hombres. Todo había comenzado un año y medio antes, en el otoño de 1587, cuando el Podestà, Stefano Carrega, y el parlamento local, habían señalado a las brujas que habitaban en Ca Botina como las principales responsables de la grave carestía, que desde hacía tiempo se había abatido sobre la zona, y habían pedido al obispo de Albenga que instituyese un proceso a las presuntas brujas, con el fin de poner fin a sus fechorías con un castigo ejemplar, la muerte en la hoguera. Habían llegado al pueblo dos inquisidores, dos padres dominicos vestidos de negro, uno era el vicario del obispo y el otro el vicario del Inquisidor de Genova. Los cuervos, como los llamaba la gente del lugar, hicieron arrestar a las cinco brujas que habitaban en Ca Botina, las cuales, bajo tortura, acusaron a otras muchas mujeres del pueblo, no sólo de origen labriego sino también pertenecientes a las familias más nobles. En un momento dado los inquisidores llegaron a arrestar a unas doscientas presuntas brujas y el Consiglio degli Anziani, considerando que ya habían muerto dos mujeres, una por las torturas infringidas, otra caída de una ventana como resultado de un intento de fuga, decidió dirigirse al Doge di Genova, para que pusiese fin al proceso e hiciese que fuesen condenadas sólo las auténticas brujas, las de Ca Botina, el grupo ligado a Artemisia, en total trece mujeres y una jovencita de 13 años. El gobierno genovés, por lo tanto, no del todo convencido de la regularidad del proceso de Triora, decidió ocuparse con más detenimiento. Pasaron algunos meses en los cuales, mientras el Doge di Genova y el Obispo de Albenga no encontraban un acuerdo sobre la competencia para proceder, las mujeres quedaron en prisión a merced de los carceleros que no les ahorraron humillaciones y abusaban de ellas incluso sexualmente. En el siguiente mes de mayo llegó a Triora el Inquisidor Jefe, para visitar a las mujeres en la cárcel y cerciorarse de su situación. Después de haberlas sometido otra vez a la tortura del fuego, confirmó las acusaciones para las trece mujeres y dejó libre a la chiquilla. Las mujeres fueron procesadas con las acusaciones de ofensa contra Dios, comercio con el demonio, homicidio de mujeres y niños.

En agosto se llegó a la conclusión del proceso, con la condena a muerte para Artemisia y las otras cuatro mujeres más unidas a ella: Emanuela Giauni, llamada Emanuela La Capricciosa, Viola y Alessandra Stella y Teresa Borelli, llamada Teresa Il Maschiaccio, por su costumbre de llevar los cabellos cortos, vestir ropas masculinas y yacer con otras mujeres. Cuando ya parecía que la ejecución de la condena de las cinco mujeres, por ahorcamiento e incineración de los restos, era inminente, intervino el Padre Inquisidor de Genova, pidiendo que fuese respetado su cargo, que hasta aquel momento había sido excluido del proceso. Le correspondía a él, de hecho, como representante de la Inquisición de Roma, juzgar los crímenes de las brujas. De esta manera las cinco condenadas fueron transportadas a Imperia y desde allí, a bordo de una nave, hasta Genova, donde fueron recluidas en las cárceles del gobierno, dado que la Inquisición no tenía suficiente sitio, yendo a hacer compañía a otras presuntas brujas de otros pueblos de la zona. Todo parecía ir sobre ruedas, dado que el Doge había prometido que haría lo posible por salvar sus vidas, ahora que estaban bajo su protección. Las mantendría en la cárcel durante un periodo, luego, cuando la población se hubiese olvidado de ellas, las liberaría, con el acuerdo de no volver a sus pueblos de origen. Pero el maligno, bajo los despojos mortales del Podestà y del jefe del Consiglio degli Anziani de Triora, metieron la pata. No fue difícil para los matones a sueldo de los dos ilustres personajes corromper a los carceleros con unas pocas monedas de plata, sustituir a las cinco brujas con otros tantos cadáveres de unas pobres mujeres, muertas por enfermedad o por las dificultades debidas a la carestía que ahora se había desencadenado entre los montes de la alta Valle Argentina, y devolver las cinco brujas a Triora para una ejemplar ejecución pública.

Atada al palo, Artemisia recorría con la mente las principales etapas de su vida, a partir de su iniciación, cuando, con poco más de trece años, fue colocada en el centro del círculo mágico, creado por su madre, su abuela y otras adeptas de la secta, en los alrededores de la Fonte della Noce, una fuente situada bajo un gran nogal.

Ya entonces había percibido la fuerte presencia del Maligno, una fuerza negativa en el exterior del círculo, que quería sus víctimas para asimilar los poderes y convertir en incomparable su malvado poder. Las enseñanzas trasmitidas de la madre y de la abuela, la adquisición de poderes como la videncia y del uso del tacto y de la vista para percibir y curar los males del cuerpo y del alma, siempre habían sido utilizados por ella para el bien. Había aprendido los poderes curativos de las hierbas, que quitaban el dolor, que ayudaban a las mujeres parturientas durante el parto. Había aprendido a usar, en la justa medida, esporas de hongos venenosos, para aplicar en heridas infectadas para hacer salir las secreciones purulentas. Había aprendido a fabricar talismanes, a recitar fórmulas mágicas rituales, a realizar encantamientos de invisibilidad. Pero nunca usó sus poderes con fines malvados, jamás. Y sin embargo, al final, había sido tildada de bruja y, junto con sus cuatro compañeras de más confianza, Emanuela, Viola, Alessandra y Teresa, había sido encarcelada y torturada con la cuerda, el fuego y el agua. Al comienzo del verano de 1588 fue a su celda el Podestà, Stefano Carrega, que era aquel que había comenzado la caza de brujas y, en ese momento, Artemisia comprendió que era él quien representaba el mal, la gran amenaza que se cernía sobre ella y sus amigas. Ya debilitada por las torturas, fue desnudada y atada de pies y manos a dos palos de madera dispuestos en forma de cruz de San Andrés, de manera que tenía brazos y piernas separadas. Los carceleros le rasuraron los pelos de la zona genital, luego la dejaron sola con el Podestà que se le acercó levantando la túnica y mostrando un gran miembro ya en erección. No había ninguna posibilidad para Artemisia, atada como estaba, de eludir la violencia sexual, pero era consciente que debía ser fuerte en aquella situación, que debía ceder al placer, en caso contrario, por medio del acto sexual el hombre le sustraería todos sus poderes y conocimientos, asumiéndolos. Salió victoriosa. Mientras sentía el calor eyaculado penetrar en sus vísceras, dispuso su mente para estar lo más lejos posible de allí, para que vagase por los bosques que amaba, y a su cuerpo a no sentir ni un temblor, ni un estremecimiento. El Podestá, al no conseguir alcanzar sus fines, se puso furibundo.

―¡Peor para ti, bruja! Morirás en la hoguera, tú y tus compañeras, y la fuerza de las llamas me transferirá vuestros poderes.

El hecho de haber vencido aquella batalla le había dado un atisbo de esperanza y cuando, a pesar de la condena de los inquisidores, ella y sus cuatro compañeras fueron transferidas a Genova, creyó que el peligro se había alejado. Es cierto, después de la relación con el Podestà no le había venido la menstruación. Era evidente que llevaba en el vientre un hijo, o mejor, como podía percibir, una hija. Rechazaba que fuese hija del maligno. De todos modos la iniciaría en las prácticas mágicas y esotéricas, justo como habían hecho con ella su madre y su abuela, es más, sentía dentro de su corazón que aquella hija tendría poderes sobrenaturales realmente fuertes, capaces de contrastar cualquier poder maligno y llevar hacia el bien a su estirpe. Pero, después de unos meses, el maligno había vuelto a actuar, se había aliado con el Consiglio degli Anziani y había enviado a Genova a unos hombres encapuchados para devolverlas a ella y a sus cuatro compañeras a Triora, donde serían ajusticiadas. En el mes de marzo, Artemisia estaba casi al final del embarazo. Cuando llegó a Triora, el jefe del Consigli degli Anziani, Giulio Scribani, quiso cerciorarse personalmente de su estado, ya que no podía permitir que, junto a la bruja, fuese quemada en la hoguera una criatura inocente. Artemisia usó todos sus poderes para penetrar en la mente del anciano, en el que inculcó el concepto de que ella sería sacrificada en la hoguera, con tal de que su sacrificio sirviese para salvar a su hija y a sus compañeras. El Podestà había hecho preparar las cinco hogueras y ya estaba deleitándose con el espectáculo de aquella noche, en la que, debido a una rara conjunción astral, en ese día del equinoccio de primavera, día de plenilunio, tendría lugar un eclipse total de Luna. Pero Giulio impuso su voluntad.

―No quiero asistir a una bárbara matanza. He enviado una comadrona a Artemisia, conoce los métodos para conseguir un parto anticipado. El recién nacido será confiado a una matrona. Sólo Artemisia, que es la más poderosa de las brujas, será quemada. Las otras, atadas a sus palos, asistirán a su ejecución, luego serán marcadas de manera tal que quien se tope con ellas las reconozca como brujas y las evite. Cada una de ellas tiene ya un extraño tatuaje sobre la pierna derecha, en la parte interna de la pantorrilla. Están diseñados tres tomos, que representan los libros que han estudiado para convertirse en adeptas de su secta. ¡Haremos completar el tatuaje con unas llamas que envuelvan los libros y el mismo tatuaje se hará a cada primogénita descendiente de las brujas!

El Podestà lanzaba chispas de odio hacia el anciano pero no podía contradecirle. Por lo menos podría asumir la parte de los poderes de Artemisia. Pero ésta, atada al palo, a la espera de que las llamas encendiesen su montón de leña, permanecía concentrada y formaba una barrera protectora frente a sus amigas, que estaban en contacto telepático con ella. La posición en semicírculo de los otros patíbulos detrás del suyo favorecía la protección. De esta manera, cuando de la multitud de espectadores se elevaron los grito ¡No las escatiméis, quemadlas a todas!, y un hombre, con una antorcha encendida en la mano, consiguió saltar la barrera de los guardias y acercar la llama a la hoguera de Teresa, dos soldados lo cogieron por los brazos y lo devolvieron al medio del público con una patada bien dada en el culo. El hombre rodó por el suelo y se paró justo a los pies de Larìs, que le lanzó una mirada de desaprobación.

Unos segundos más tarde, el verdugo cogió una antorcha de un brasero, en primer lugar la levantó bien alta para mostrar a todos las llamas, luego la acercó a la pila de leña a los pies de Artemisia, que se incendió.

Artemisia, antes de que las llamas comenzasen a envolver su cuerpo, volvió la mirada a la luna, que en ese momento estaba oculta por el fenómeno del eclipse y sólo era percibida como una esfera rosácea rodeada por un halo, y dejó que se marchase su espíritu. Debía evitar que sus poderes y su sabiduría se transfiriesen a Carrega, enviándolos, en cambio, con la ayuda telepática de sus compañeras, a las cuales su sacrificio había salvado la vida, hacia la niña que había parido hacía unas pocas horas y que se llamaría Aurora, la primera luz de la mañana. En poco tiempo, las llamas se apoderaron del cuerpo de Artemisia y lo envolvieron, la mujer se transformó en una antorcha humana, los cabellos se quemaron, los vestidos se convirtieron en cenizas, dejando al descubierto la carne, que primero se convirtió en roja y luego en negra. La silueta de Artemisia, que ahora se retorcía, ya sólo se podía intuir en medio del muro de fuego, que ardía ruidosamente. Al final, Artemisia, con un último y prolongado grito de dolor, expiró, mientras las llamas continuaban desarrollando su cruel trabajo. Al acabar, en el suelo sólo quedaría un montículo de cenizas.

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