– ¿Crees que debemos ir enseguida al hospital? -preguntó Kay.
– Deja que llame primero a casa. Los que han disparado contra mi padre deben de estar locos, y ahora que saben que el viejo sigue con vida, seguramente estarán desesperados. ¿Quién sabe lo que va a ocurrir ahora?
Los dos teléfonos de la mansión de Long Beach comunicaban continuamente, por lo que Michael tuvo que esperar veinte minutos antes de conseguir línea.
– ¿Sí? -oyó Michael, y reconoció la voz de Sonny.
– Soy yo, Michael.
– Dios mío, muchacho, nos tenías preocupado -dijo Sonny con voz que sonaba aliviada-. ¿Dónde diablos te habías metido? He enviado a buscarte al pueblo en el que resides, para ver qué es lo que te había ocurrido.
– ¿Cómo está nuestro padre? -preguntó Michael-. ¿Está muy mal herido?
– Muy mal herido -respondió Sonny-. Ha recibido cinco disparos, pero es muy fuerte -su voz revelaba el orgullo que le inspiraba su padre-. Los médicos dicen que se salvará. Oye, muchacho, estoy muy ocupado. No puedo hablar. ¿Dónde estás ahora? -añadió.
– En Nueva York -respondió Michael-. ¿Es que Tom no te dijo nada?
– Han secuestrado a Tom -dijo Sonny, bajando la voz-. Por eso estaba preocupado por ti. Su esposa está aquí. Ella no sabe nada y la policía, tampoco. No, prefiero que no sepan nada. Desde luego, los cerdos que han organizado esto deben de estar completamente locos. Ni una sola palabra ¿eh?
– De acuerdo -dijo Mike-. ¿Sabes quién lo hizo?
– Desde luego que lo sé. Y en cuanto intervenga Luca Brasi, puedes estar seguro de que habrá sangre. Todavía somos los más fuertes.
– Estaré aquí dentro de una hora. Tomaré un taxi -dijo Mike antes de colgar.
Hacía más de tres horas que habían salido los periódicos. La radio también habría difundido la noticia. Era casi imposible que Luca Brasi no estuviera enterado. Michael consideró reflexivamente el asunto. ¿Dónde estaba Luca Brasi? Era lo mismo que se estaba preguntando Tom Hagen. Era lo mismo que preocupaba a Sonny Corleone allá en Long Beach.
A las cinco menos cuarto de aquella tarde, Don Corleone había terminado de examinar los documentos que el director de su negocio de aceite de oliva le había entregado. Se puso la chaqueta, y con los nudillos golpeó suavemente la cabeza de su hijo Freddie, para que éste dejara de leer el periódico.
– Di a Gatto que tenga preparado el coche -le ordenó-. Nos vamos a casa dentro de unos momentos.
– Tendré que hacerlo yo -gruñó Freddie-. Paulie llamó esta mañana y dijo que volvía a estar muy resfriado.
Durante breves instantes, Don Corleone se quedó pensativo.
– Es la tercera vez en lo que va de mes. Tal vez deberíamos sustituirlo por un hombre de salud más fuerte. Díselo a Tom.
– Paulie es un buen muchacho -protestó Freddie-. Si dice que está enfermo, es que está enfermo. Y a mí no me importa ir a buscar el coche.
Freddie abandonó la oficina. Desde la ventana, Don Corleone vio a su hijo cruzando la Novena Avenida, en dirección al lugar donde estaba aparcado el automóvil. Llamó a la oficina de Hagen, pero no obtuvo respuesta. Luego telefoneó a la casa de Long Beach, pero nadie descolgó el auricular. Irritado, volvió junto a la ventana. Su automóvil estaba aparcado frente al edificio, junto a la esquina. Freddie estaba apoyado en el guardabarros, con los brazos cruzados, contemplando a los transeúntes. Don Corleone se puso la chaqueta. El director de la compañía le ayudó a enfundarse el abrigo, y él le dio las gracias. Salió del despacho.
En la calle, el débil sol invernal comenzaba a dejar paso a las sombras del crepúsculo. Freddie seguía apoyado en el potente Buick. Cuando vio que su padre se acercaba, dio la vuelta al coche, abrió la portezuela y se sentó al volante. Ya casi junto al automóvil, Don Corleone se detuvo y retrocedió hasta el puesto de fruta. Era un hábito que había adquirido hacía algún tiempo. Le gustaban los amarillos melocotones y las naranjas de brillante colorido que, perfectamente colocadas, descansaban en cajas de un color verde intenso. El propietario acudió a atenderle. Sin tocar la fruta, Don Corleone señaló las piezas que quería. El frutero indicó que una de las frutas que había elegido estaba algo podrida. El Don tomó con la mano izquierda la bolsa que el hombre le entregaba, mientras con la derecha le daba un billete de cinco dólares. Guardó el cambio y, cuando se disponía a dar la vuelta para dirigirse al automóvil, dos hombres aparecieron por la esquina. Don Corleone comprendió de inmediato lo que iba a ocurrir.
Los dos hombres vestían abrigos negros y sombreros del mismo color. Difícilmente podrían ser reconocidos. Evidentemente, no habían contado con la rápida reacción de Don Corleone, quien tiró la bolsa de fruta y corrió hacia el automóvil, con una agilidad impropia de su edad y corpulencia. Al mismo tiempo se puso a gritar «¡Fredo, Fredo!». Fue entonces cuando los dos hombres abrieron fuego.
La primera bala se alojó en la espalda de Don Corleone, que a pesar de sentir el impacto, siguió corriendo hacia el coche. Los dos disparos siguientes le acertaron en las nalgas y lo derribaron en medio de la calle. Mientras, los dos hombres, cuidando de no resbalar a causa de la fruta desparramada en el suelo, se dispusieron a rematar al herido. En aquel momento, quizá no más de cinco segundos después de que Don Corleone llamara a su hijo, Frederico Corleone apareció fuera del automóvil. Los pistoleros hicieron dos nuevos disparos contra el Don. Una de las balas le dio en un brazo, la otra en la pierna derecha. Aunque estas heridas eran las menos graves, sangraban profusamente, por lo que alrededor del cuerpo caído no tardó en formarse un gran charco rojo. Para entonces, el Don había perdido ya el conocimiento.
Freddie había oído el grito de su padre, que le había llamado con el nombre de Fredo, como cuando era niño, e igualmente había oído los dos primeros disparos. El miedo le impidió reaccionar, hasta el punto de que, al salir del coche, aún no había sacado su arma. Los dos asesinos hubieran podido disparar fácilmente contra él, pero también ellos se dejaron dominar por el pánico. Debieron creer que el hijo estaba armado, y además había transcurrido ya demasiado tiempo. Desaparecieron por la esquina, dejando a Freddie solo en la calle con el ensangrentado cuerpo de su padre. Muchos de los que pasaban por la calle se habían ocultado en los portales o echado al suelo, mientras otros se habían reunido en pequeños grupos.
Freddie aún no había sacado su pistola. Parecía paralizado. Miraba a su padre, que yacía boca abajo sobre el asfalto de la calle, rodeado de lo que parecía un lago de sangre. Freddie había sufrido un tremendo _shock_. La gente volvió a ponerse en movimiento, y alguien, al verlo allí, de pie y aturdido, le hizo sentar en la acera. La muchedumbre se había agrupado alrededor del cuerpo de Don Corleone, pero el círculo se deshizo tan pronto como apareció el primer coche de la policía. Detrás del vehículo policial seguía un automóvil con radio del Daily News. Antes de que el coche se detuviera, ya había saltado un fotógrafo, que empezó a disparar su cámara. Pocos momentos después llegó una ambulancia. El fotógrafo dedicó luego su atención a Freddie Corleone, que estaba llorando a lágrima viva, lo que resultaba más bien cómico dadas las facciones de su cara, con su gruesa nariz y carnosos labios. Los agentes se habían mezclado entre la multitud, mientras seguían acudiendo los coches patrulla. Uno de los agentes se arrodilló junto a Freddie y le hizo algunas preguntas, pero Freddie no estaba en condiciones de contestar. El detective metió la mano en la chaqueta de Freddie y de uno de los bolsillos sacó su cartera. Miró su tarjeta de identificación y llamó a uno de sus compañeros con un ligero silbido. En cuestión de pocos segundos, Freddie fue separado de la muchedumbre de curiosos y se encontró rodeado de policías vestidos de paisano. El primer detective encontró la pistola que Freddie llevaba en la sobaquera, y se la guardó. Luego llevaron al joven a un coche que no tenía distintivo alguno. El automóvil del Daily News siguió al primero. El fotógrafo, incansable, seguía fotografiándolo todo y a todos.
Durante la media hora que siguió al atentado contra su padre, Sonny Corleone recibió cinco llamadas telefónicas. La primera procedía del policía John Phillips, que figuraba en la nómina de la Familia y que era uno de los que ocupaban el primer coche de policías de paisano.
– ¿Reconoce usted mi voz? -dijo en primer lugar.
– Sí -respondió Sonny, que acababa de despertarse de una breve siesta.
– Alguien acaba de disparar contra su padre -dijo Phillips, sin preámbulo alguno-. Hace quince minutos. Sigue con vida, pero está muy mal herido. Lo han llevado al Hospital Francés. A su hermano Freddie se lo han llevado a la comisaría del distrito de Chelsea. Cuando salga, será mejor que lo vea un médico. Ahora me voy al hospital, pues quiero estar presente en el interrogatorio de su padre, si es que puede hablar. Le mantendré informado.
Desde el otro lado de la mesa, Sandra, la esposa de Sonny, vio que su marido enrojecía y sus ojos despedían chispas.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
Sonny le impuso silencio con un gesto y le volvió la espalda.
– ¿Está usted seguro de que vive? -dijo, prosiguiendo la conversación telefónica.
– Sí, desde luego. Ha perdido mucha sangre, pero creo que no está tan mal como parece -fue la respuesta del policía.
– Gracias. Venga a casa mañana por la mañana. A las ocho en punto. Se ha ganado usted un billete de mil dólares.
Sonny colgó el auricular. Se dijo que debía mantener la calma a toda costa. Sabía que la ira era su mayor debilidad, y sabía también que en esos momentos la ira podía ser fatal. Lo primero era localizar a Tom Hagen. Pero antes de que tuviera tiempo de descolgar el teléfono, éste sonó. La llamada procedía del corredor de apuestas autorizado por la Familia para operar en el distrito de la oficina del Don. Llamaba para informar que el Don había sido asesinado en la calle. Después de hacerle algunas preguntas, Sonny desechó la información como inexacta, ya que resultó que el apostador no había visto el cuerpo del Don. Los informes de Phillips eran, evidentemente, más fiables. El teléfono volvió a sonar casi inmediatamente. Era un periodista del Daily News. Tan pronto como el reportero se hubo identificado, Sonny Corleone colgó.
Marcó el número del domicilio de Hagen y preguntó a la esposa:
– ¿Ha llegado ya Tom?
La respuesta fue negativa, si bien la mujer le dijo que seguramente no tardaría más de veinte minutos, pues le esperaba para la cena.
– Dígale que me llame -concluyó Sonny.
Trató de adivinar lo que había ocurrido. Intentó imaginar cómo hubiera reaccionado su padre, de hallarse en su lugar. Había sabido inmediatamente que el atentado era obra de Sollozzo, pero también estaba seguro de que éste nunca se hubiera atrevido a eliminar a un hombre tan poderoso como el Don a menos que contara con el respaldo de gente muy poderosa. El teléfono sonó por cuarta vez, interrumpiendo sus cavilaciones. La voz del otro lado del hilo era muy suave, muy amable:
– ¿Santino Corleone?
– Sí, soy yo.
– Tenemos a Tom Hagen -dijo la voz-. Dentro de tres horas lo pondremos en libertad. Él le comunicará nuestras proposiciones. No haga nada hasta haber hablado con él. Sólo conseguiría crearse problemas. Lo que está hecho, hecho está. Ahora procede actuar como es debido, sin precipitaciones. No se deje llevar por su explosivo temperamento.
La voz era ligeramente burlona. Sonny no estaba seguro, pero hubiera jurado que era la de Sollozzo.
– Esperaré -respondió en un tono premeditadamente triste y abatido.
Cuando su comunicante hubo colgado, Sonny anotó la hora exacta en que se había producido la llamada.
Se sentó en la mesa de la cocina. Estaba temblando.
– ¿Qué ha ocurrido, Sonny? -preguntó su esposa.
– Han disparado contra el viejo -respondió serenamente. Al ver la expresión de ella, añadió en tono brusco-: No te preocupes. No ha muerto. Y no va a ocurrir nada más.
Nada le dijo acerca de Tom Hagen. El teléfono sonó por quinta vez. Era Clemenza.
– ¿Has oído lo de tu padre? -preguntó tartamudeando.
– Sí -replicó Sonny-. Pero no ha muerto.
Se produjo una larga pausa, hasta que finalmente, con voz emocionada, Clemenza dijo:
– Gracias, Dios mío, gracias… ¿Estás seguro? Me dijeron que había muerto en la calle.
– Está vivo -repuso Sonny. Estaba atento a todas las inflexiones de la voz de Clemenza. Su emoción parecía verdadera, pero entre las obligaciones de Clemenza se contaba la de ser un buen actor.
– Ahora tendrás que ocuparte de todo -comentó Clemenza-. ¿Qué quieres que haga?
– Ve a casa de mi padre, y trae a Paulie Gatto.
– ¿Eso es todo? -preguntó Clemenza-. ¿No quieres que ponga algunos hombres en el hospital y en tu casa?
– No, sólo os necesito a ti y a Paulie Gatto -contestó Sonny.
Se produjo un largo silencio. Clemenza iba comprendiendo. Para que todo pareciera más natural, Sonny preguntó:
– ¿Dónde diablos estaba Paulie Gatto? ¿Qué demonios hace ahora?
– Paulie estaba enfermo, está resfriado, y por eso no se movió de su casa -contestó Clemenza en un tono de voz radicalmente distinto-. Ha estado algo malo durante todo el invierno. Sonny se puso en guardia.
– ¿Cuántas veces se ha quedado en casa durante los dos últimos meses?
– Quizá tres o cuatro veces -respondió Clemenza-. Yo siempre preguntaba a Freddie si necesitaba otro muchacho, pero él decía que no. De hecho, no ha habido motivo pues, como ya sabes, en los diez últimos años no hemos tenido ningún problema.
– Sí, ya lo sé -dijo Sonny-. Te veré en casa de mi padre. Quiero que traigas a Paulie, por enfermo que esté. ¿Entendido? -Colgó el auricular, sin aguardar respuesta. Su esposa estaba llorando en silencio. La miró durante un momento y luego, bruscamente, agregó-: Si llama alguno de los nuestros, diles que me llamen a casa de mi padre por el teléfono especial. A las otras llamadas, contesta diciendo que no sabes nada. Si telefonea la mujer de Tom, dile que su marido estará unos días fuera, por asunto de negocios.
Al ver la expresión asustada de ella, añadió, impaciente-: Enviaré a un par de hombres aquí.
Después de una breve pausa, prosiguió:
– No tienes por qué temer nada; es sólo una medida de precaución. Haz todo lo que te digan. Si quieres hablar conmigo, llámame por el teléfono especial de papá, pero prefiero que no lo hagas a menos que sea indispensable. Y no te preocupes.