Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:
– Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasiado. Es todo por hoy. El mi?rcoles practicaremos el
– Vengo por el letrero que hab?is puesto abajo, se?or -dijo Andr?-Louis y, a juzgar por el s?bito brillo de los ojos del maestro de esgrima, pens? que tal y como sospechaba apenas se hab?a presentado ning?n aspirante. El brillo de satisfacci?n en los ojos de Bertrand se transform? en una mirada de sorpresa:
– ?Ven?s por eso?
Andr?-Louis se encogi? de hombros y sonri? a medias.
– De algo hay que vivir -dijo.
– Pero entrad. Sentaos all?. Estar? a vuestra… estar? libre para atenderos en un periquete.
Andr?-Louis se sent? en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfombra. Hab?a otros bancos de madera, como el que ahora ?l ocupaba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. Tambi?n hab?a repisas con trofeos de esgrima y m?scaras de esgrima. Aqu? y all? colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertenecientes a diversas ?pocas y naciones. Hab?a tambi?n un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicadamente rizada y el pecho cruzado por el cord?n azul de la Orden del Esp?ritu Santo, en quien Andr?-Louis reconoci? al rey de Francia. Se ve?a tambi?n un pergamino enmarcado que certificaba que el se?or Bertrand pertenec?a a la Academia del Rey. En un rinc?n, hab?a una estanter?a con libros y cerca de ella, frente a la ?ltima de las cuatro ventanas que iluminaban la habitaci?n, un sill?n y un peque?o escritorio. Un joven elegantemente vestido estaba junto a la mesa poni?ndose la casaca y la peluca. El se?or Bertrand se le acerc? -con extraordinaria elasticidad pens? Andr?-Louis- y charl? con ?l mientras le ayudaba a vestirse.
Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pa?uelo que dej? un rastro perfumado en el aire. El se?or Bertrand cerr? la puerta y se volvi? al candidato, que en el acto se levant?.
– ?D?nde hab?is estudiado? -le pregunt? bruscamente.
– ?Estudiado? -se extra?? Andr?-Louis-. ?Oh, s?! En el Liceo Louis Le Grand.
El se?or Bertrand frunci? el ce?o, interrog?ndolo con la mirada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.
– ?Por Dios! No os pregunto d?nde cursasteis Humanidades, sino en qu? academia aprendisteis esgrima.
– ?Ah, la esgrima! -no se le hab?a ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estudio-. No he estudiado mucho, s?lo recib? algunas lecciones… en mi pueblo… hace tiempo.
El maestro enarc? las cejas.
– Pero entonces -exclam? impaciente-, ?para qu? subi? los dos pisos hasta aqu??
– El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es suficiente para empezar a prosperar. Aprendo muy r?pido. Adem?s, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideraci?n. Mi profesi?n es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advierto que aqu? la divisa es
Gracias al profundo estudio de las teor?as de los grandes maestros, sucedi? lo que siempre suele ocurrir, que Andr? desarroll? sus propias teor?as. Una ma?ana de junio estaba en su alcoba, detr?s de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que hab?a le?do la noche anterior sobre la doble y la triple finta. Le pareci? que el gran maestro se hab?a quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgrima. Siendo esencialmente un te?rico, Andr?-Louis percibi? en la teor?a de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le hab?an escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la ma?ana. Durante dos meses consecutivos la espada hab?a sido el ejercicio diario de Andr?-Louis y casi su ?nica idea fija. Su concentraci?n en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visi?n. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprend?a y como Andr?-Louis la practicaba diariamente, consist?a en una serie de ataques y quites, una serie de movimientos defensivos de una l?nea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo m?s lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso as?, esos quites eran fortuitos. ?Qu? suceder?a si fueran calculados?
A partir de esta reflexi?n desarrollar?a una de sus teor?as.
Por otra parte, ?qu? suceder?a si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesi?n de ataques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el intento de tocar al contrincante, sino simplemente para juguetear con su hoja de modo que ?ste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podr?a calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamiento tan gradual que no ser?an conscientes de ello, y como todo el tiempo estar?an atentos a dar en el blanco, resultar?an tocados en uno de esos movimientos defensivos.
En tiempos Andr?-Louis hab?a sido un buen jugador de ajedrez gracias a su facultad de ver varios movimientos por adelantado. Esa capacidad de previsi?n, aplicada al arte de la esgrima, causar?a una aut?ntica revoluci?n. Por supuesto, ya se aplicaba, pero s?lo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta ser?a un recurso chapucero comparado con el m?todo que ?l estaba creando.
Mientras m?s pensaba en ello, mayor era su convicci?n de que ten?a la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teor?a. Cierta ma?ana, mientras practicaba con un disc?pulo muy diestro con la espada, decidi? ponerla en pr?ctica. Despu?s de ponerse en guardia, puso en marcha la combinaci?n de movimientos prevista, cuatro fintas calculadas. Se engancharon en tercera y Andr?-Louis atac? con una estocada a fondo. Tras la reacci?n que esperaba de su rival, r?pidamente contrarrest? en quinta, y de nuevo empez? con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sorprendi? lo f?cil que resultaba.
Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir m?s lejos, decidi? hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo ?xito de antes.
Su contrincante se ech? a re?r, pero en su voz hab?a un timbre de mortificaci?n:
– ?Hoy no estoy en forma! -dijo.
– Eso parece -admiti? cort?smente Andr?-Louis. Y a?adi?, siempre para probar su teor?a al m?ximo-: Hasta tal punto es as? que casi puedo asegurar que ser?a capaz de tocaros como y cuando quiera.
El experimentado disc?pulo mir? a Andr?-Louis casi mof?ndose de ?l.
– ?Ah, no! ?Eso s? que no! -dijo.
– ?Lo probamos? Os tocar? en el cuarto quite.
CAP?TULO II Quos deus vult perder?
Al igual que hizo en la Compa??a Binet, Andr?-Louis desempe?? a las mil maravillas la nueva profesi?n, que abraz? por necesidad y que adem?s era un buen escondrijo para escapar de quienes quer?an ahorcarlo.
Gracias a esta profesi?n podr?a haberse considerado -aunque de hecho no lo hizo- como un hombre de acci?n. Segu?a siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexi?n. Lo que vio y vivi? en aquellos d?as, que acaso configura la p?gina m?s sorprendente de la historia de la evoluci?n humana, le llev? a pensar que sus anteriores ideas eran err?neas, pues los que ten?an raz?n eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgullec?a de haberse equivocado, pues era su excesiva l?gica y cordura lo que le hab?a impedido calibrar con exactitud la magnitud de la locura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pueblo de Par?s soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectaci?n. La Asamblea Ge neral estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abolir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran naci?n de la esclavitud en la que la ten?a sumida una minor?a que apenas llegaba al cuatro por ciento de la poblaci?n. A causa de esta expectaci?n, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio hab?a menguado hasta convertirse en un miserable goteo. Nadie quer?a comprar ni vender hasta que no estuviera claro c?mo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la paralizaci?n de los negocios, los hombres del pueblo no ten?an trabajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre junto con ellos.
Contemplando aquel panorama, Andr?-Louis sonre?a entristecido. Hasta ah?, no se hab?a equivocado. El que sufr?a era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revoluci?n, los electores -en Par?s y en todas partes-, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras ?stos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad -lo que para ellos significaba equiparar su situaci?n con la de nobleza-, los trabajadores del pueblo se mor?an de hambre en sus covachas.
A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los m?s destacados era Le Chapelier, el amigo de Andr?-Louis. Los debates empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando Andr?-Louis empez? a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces hab?a sustentado.
Cuando el rey proclam? que los diputados del Tercer Estado deb?an igualar en n?mero a los de los otros dos estados juntos, Andr?-Louis crey? que esa mayor?a de votos a favor del Tercer Estado har?a inevitables las reformas que todos ansiaban.
Pero no hab?a tenido en cuenta el poder de las clases privilegiadas sobre la arrogante reina austr?aca, ni el poder de ella sobre el obeso, flem?tico y vacilante monarca. Que los arist?cratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso Andr?-Louis lo comprend?a perfectamente. Nadie entrega jam?s voluntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendi? a Andr?-Louis fueron los m?todos que emplearon los privilegiados en su batalla. Opon?an la fuerza bruta a la raz?n y a la filosof?a, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. ?Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!