Scaramouche - Sabatini Rafael 24 стр.


Cuando ?l sal?a, con el coraz?n encogido, ella apareci? entre los ?rboles que bordeaban el camino.

– ?Aline! -exclam? ?l alegremente.

– No quiero que te vayas as?. No puedo permitirlo -explic? la joven-. Le conozco mejor que t? y s? que se arrepentir? despu?s. Seguramente querr? volver a verte, y entonces no sabremos d?nde encontrarte.

– ?Realmente lo crees?

– Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre est? de muy mal humor desde que vino aqu?. No est? acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entra?able Gavrillac, de sus tierras y de sus cacer?as, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Breta?a, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqu?s de La Tour d'Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aqu?, y por eso te culpa a ti y a tus compa?eros. Pero pronto cambiar? de parecer. Lamentar? haberte dejado partir as?, pues yo s? que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo har? comprender. Y entonces querr? saber d?nde podemos encontrarte.

– En el n?mero trece de la rue du Hasard. El n?mero es aciago, pero el nombre de la calle trae suerte. As? que ambas cosas son f?ciles de recordar.

– Te acompa?ar? hasta la puerta -dijo la joven. Y juntos bajaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los ?rboles, que atenuaba el sol de junio-. Tienes muy buen aspecto. Has cambiado mucho desde la ?ltima vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. -Y entonces, sin darle tiempo a contestar, cambi? bruscamente de tema-. ?He deseado tanto verte durante estos meses, Andr?! ?Eras el ?nico que pod?a ayudarme, el ?nico que pod?a decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras dici?ndome d?nde pod?a encontrarte!

– No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por ?ltima vez.

– ?C?mo? ?Todav?a me guardas rencor?

– Nunca he sido rencoroso. Deber?as saberlo -se enorgulleci? ?l, pues se preciaba de ser un estoico-. Pero tengo una herida en el alma que se resta?ar?a con tu retractaci?n.

– Pues me retracto de lo que dije enseguida, Andr?. Y ahora dime…

– Tu retractaci?n es interesada -sonri? Andr?-. Es un toma y daca. Muy bien, ?qu? me ibas a preguntar?

– S?, Andr?, dime… -se call? titubeante y prosigui? bajando los ojos- Dime la verdad sobre lo que sucedi? en el Teatro Feydau.

Aquella alusi?n le hizo arrugar la frente. Enseguida sospech? la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y brevemente le cont? su versi?n.

Ella le escuch? atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspir? pensativa.

– Eso fue lo que me contaron -afirm?-. Pero a?adieron que el se?or de La Tour d'Azyr hab?a ido al teatro con el prop?sito de romper definitivamente con la hija de Binet. ?Sabes si eso es verdad?

– No lo s?, ni veo ninguna raz?n para que as? fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que ?l y sus iguales est?n acostumbrados…

– Hab?a una raz?n -le interrumpi? Aline-. Y era yo. Yo habl? con la se?ora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relaci?n con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradualmente se arrebolaba.

– Si me hubieras escuchado… -comenz? a decir ?l, pero ella volvi? a interrumpirlo.

– El se?or de Sautron llev? mi mensaje al marqu?s y despu?s me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a probar su sinceridad y su amor por m?. Me dijo que el se?or de La Tour d'Azyr le hab?a jurado que nunca m?s ver?a a esa se?orita. Al d?a siguiente, o? decir que hab?a estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Despu?s de los juramentos que le hizo al se?or de Sautron, despu?s de decir que romper?a para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declar? que nunca volver?a a ver al se?or de La Tour d'Azyr. Claro que ?l insisti? en darme explicaciones, diciendo que hab?a ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le cre?.

– ?Quieres decir que ahora lo crees? -pregunt? Andr?-Louis-. ?Por qu??

– No he dicho que ahora lo crea. Pero… pero… tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqu?s ha venido a verme para jurarme que todo sucedi? como ?l lo cuenta.

– ?Oh, si el se?or marqu?s de La Tour d'Azyr lo ha jurado…! -empez? a decir Andr?-Louis sonriendo sarc?sticamente.

– ?Le has o?do mentir alguna vez? -le interrumpi? ella-. Despu?s de todo, el se?or de La Tour d'Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. ?Puedes probar que alguna vez haya mentido?

– No -admiti? Andr?-Louis. La m?s elemental justicia le hac?a confesar, al menos, esa virtud de su enemigo-. No le he o?do nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

– Nada es m?s vil que la mentira -afirm? ella en consonancia con los valores que le hab?an inculcado-. Para los ?nicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos hermanos de los ladrones. S?lo en la falsedad est? la verdadera p?rdida del honor.

– Cualquiera dir?a que est?s defendiendo a ese fauno -dijo Andr?-Louis fr?amente.

– Quiero ser justa.

– La justicia te parecer? distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d'Azyr -concluy? el joven amargamente.

– No creo que llegue ese d?a.

– Pero, a pesar de todo, ?sigues sin estar segura?

– ?Hay algo seguro en este mundo?

– S?. La necedad.

Ella, o no le oy?, o no le hizo caso, y pregunt?:

– ?Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el se?or de La Tour d'Azyr me las ha contado? ?A qu? fue aquella noche al Teatro Feydau?

– No, no puedo. Es posible que su versi?n sea correcta. Pero ?qu? importa todo eso?

– S? que puede ser importante. Y dime otra cosa: ?qu? fue de esa mujer?

– No lo s?.

– ?No lo sabes? -ella se volvi? para mirarle a los ojos-. ?Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que… que la amabas…

– As? fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqu?. Gracias al marqu?s de La Tour d'Azyr descubr? la verdad. Algunas veces esos caballeros resultan ?tiles. Ayudan a los est?pidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la revelaci?n, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atr?s y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era m?s que una aberraci?n de los sentidos. Es algo que frecuentemente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le mir? sorprendida.

– A veces pienso que no tienes coraz?n, Andr?.

– Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ?Y t?, Aline? Tu actitud en la cuesti?n del marqu?s de La Tour d'Azyr, ?acaso demuestra que tienes coraz?n? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabar?amos ri?endo como la ?ltima vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… As? que lo mejor ser? que cambiemos de tema.

– ?Qu? quieres decir?

– De momento, nada, puesto que no est?s en peligro de casarte con esa bestia.

– ?Y si lo estuviera?

– ?Ah! En ese caso, el cari?o que te tengo me har?a descubrir alg?n medio para impedirlo, a no ser que…

Y se call?.

– ?A no ser que qu?…? -pregunt? ella desafiante, irgui?ndose en su peque?a estatura, con mirada imperiosa.

– ?A no ser que tambi?n pudieras decirme que le amas! -dijo ?l sencillamente y con entera serenidad. Y luego a?adi?, sacudiendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

– ?Por qu?? -pregunt? ella ahora en un tono m?s amable.

– Porque s? c?mo eres, Aline. Y s? que eres buena, pura y adorable. Y los ?ngeles no se llevan bien con los demonios. Podr?as llegar a ser su esposa, pero nunca su compa?era. Nunca.

Hab?an llegado a la verja que cerraba el final del camino. A trav?s de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que hab?a llegado Andr?-Louis. Muy cerca se o?a el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareci? otro veh?culo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magn?fico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se ape? para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la salud? con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.

CAP?TULO VI La se?ora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo baj? la escalerilla y extendi? un brazo para ayudar a apearse a su se?ora. La dama era una mujer de algo m?s de cuarenta a?os, que debi? de haber sido muy bella y que a?n resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo Andr?-Louis.

– ?Pero si es una antigua conocida tuya! ?No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

?l mir? a la se?ora que se acercaba y hacia la cual ya corr?a Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hac?a diecis?is a?os que no la ve?a. Ahora acud?a a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debi? permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando ?l ten?a diez a?os, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama hab?a visitado al se?or de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando ?l viv?a en la casa de Rabouillet, y all? le presentaron a la se?ora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que parec?a hablar una lengua desconocida en Breta?a-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asust? un poco al ni?o que entonces ?l era. Pero pronto ella disip? gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se gan? la admiraci?n del chiquillo. Ahora Andr?-Louis recordaba el terror que le sobrecogi? cuando le ordenaron que la abrazara y c?mo despu?s se separ? a rega?adientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba tambi?n que ella ol?a como a perfume de lilas, pues nada es m?s tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres d?as que la dama permaneci? en Gavrillac, ?l fue diariamente a su casa, y pas? varias horas en su compa??a. Como ella no ten?a hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encari?? con aquel ni?o de ojos precozmente inteligentes.

– D?melo, primo Quintin -record? que ella le dijo el ?ltimo d?a a su padrino-. D?jame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.

Pero el se?or de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habl? m?s del asunto. Y entonces, cuando se despidi? de ?l -s?lo ahora lo recordaba- la dama ten?a l?grimas en los ojos.

– Piensa en m? alguna vez, Andr?-Louis -fueron sus ?ltimas palabras.

Ahora tambi?n evocaba cu?nto le hab?a halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensaci?n de regocijo le dur? varios meses, hasta que finalmente cay? en el olvido.

Pero ahora, al cabo de diecis?is a?os, lo recordaba todo n?tidamente. ?C?mo no reconoci? enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben due?os de s? mismos? Andr?-Louis no dejaba de reproch?rselo en silencio.

Aline la abraz? cari?osamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigi? a su acompa?ante, le explic?:

– Es Andr?-Louis. ?No os acord?is de ?l, se?ora?

La dama se qued? en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que Andr?-Louis recordaba tan musical, ahora m?s profunda, repiti? su nombre:

– ?Andr?-Louis!

Por el tono de su voz, Andr?-Louis intuy? que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras ?l se inclinaba ante ella.

– Por supuesto que me acuerdo de ?l -dijo acerc?ndose y tendi?ndole la mano que ?l bes? sumisa e instintivamente-. ?C?mo ha podido crecer tanto? -se asombr? contempl?ndole atentamente. -Y Andr?-Louis se sonroj? al o?r la satisfacci?n que delataba la voz de la se?ora. Ahora le parec?a que s?bitamente remontaba aquellos diecis?is a?os transcurridos, para volver a ser el chiquillo bret?n de entonces. La dama se volvi? a Aline-: Supongo que el se?or de Kercadiou estar? encantado de haberle vuelto a ver, ?verdad?

– Tan encantado, se?ora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle -dijo Andr?-Louis.

– ?Ah! -exclam? la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ?sos no son modos. Yo defender? vuestra causa, Andr?-Louis. Soy una buena abogada.

?l le dio las gracias y se despidi?:

– Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, se?ora.

Y as?, a pesar de la mala acogida de su padrino, Andr?-Louis tarareaba una canci?n mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en Par?s. Aquel encuentro con la se?ora de Plougastel le hab?a animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabar?a bien.

Esa confianza se confirm? cuando el siguiente jueves, a mediod?a, el se?or de Kercadiou apareci? en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunci? la visita, y Andr?-Louis, interrumpiendo enseguida la lecci?n que estaba impartiendo, se quit? la careta y ech? a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto sal?n de la planta baja donde le esperaba su padrino. El se?or de Gavrillac se levant? para recibirle como si estuviera ret?ndolo.

– Me han convencido de que debo perdonarte -anunci? hura?o, como dando a entender que hab?a aceptado s?lo para que no le importunaran m?s.

Andr?-Louis no se dej? enga?ar. Sab?a que no era m?s que una pose adoptada por su padrino para quedar en posici?n airosa.

– Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tom? la mano que el se?or de Gavrillac le ofrec?a, y la bes?, cediendo al impulso de la costumbre de sus d?as infantiles. Era un acto de total sumisi?n, que restablec?a entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. M?s que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quer?a. El rostro del se?or de Kercadiou se puso m?s rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoci?n, murmur?:

– ?Hijo querido! -y entonces se anim?, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ce?o. Su voz se hab?a aclarado-. Supongo que admitir?s que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.

– Eso depende del punto de vista, ?no? -dijo Andr?-Louis con su tono de voz m?s amable y conciliador.

– Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, conf?o en que, de hoy en adelante, tendr?s intenci?n de enmendarte.

– Tengo la intenci?n de… de no participar en cuestiones pol?ticas -asinti? Andr?-Louis, pues esto era lo m?s que pod?a decir sin faltar a la verdad.

– Algo es algo.

El padrino cedi? al ver que por lo menos hac?a una concesi?n a su justo resentimiento.

– ?No quer?is sentaros, padrino?

– No, no. Vengo a buscarte para que me acompa?es a hacer una visita. Mi perd?n se lo debes a la se?ora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

– Es que tengo aqu? compromisos… -empez? a decir Andr?-Louis, pero cambi? de idea-: ?No importa! Arreglar? el asunto. Es s?lo un momento…

Y cuando se dispon?a a volver a la academia, su padrino se fij? en el florete que llevaba bajo el brazo y le pregunt?:

– ?Qu? compromisos? ?Por casualidad eres profesor de esgrima?

– Profesor y due?o de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la m?s floreciente que hay actualmente en todo Par?s.

Su padrino qued? estupefacto.

– ?Eres due?o de todo esto?

– S?, hered? la academia cuando muri? Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, Andr?-Louis subi? a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

– ?De modo que por eso ahora ci?es espada? -dijo el se?or de Kercadiou m?s tarde, cuando sub?a al coche con su ahijado.

– Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

– ?Y c?mo se explica que un hombre que vive de una profesi?n honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, fil?sofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamaci?n y la rebeld?a?

– Olvid?is que tambi?n soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.

El se?or de Kercadiou refunfu??, tom? un poco de rap?, y le pregunt?:

– ?Dices que la academia es floreciente?

– As? es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.

– Eso significa que est?s en una posici?n holgada.

– No me puedo quejar. Gano m?s de lo que necesito.

– Entonces podr?s contribuir a pagar la Deuda Nacional -gru?? el noble, contento de que el mal que Andr?-Louis hab?a fomentado recayera sobre ?l mismo.

Y entonces la conversaci?n se desvi? hacia la se?ora de Plougastel. Aunque no adivinaba la raz?n, Andr?-Louis pudo darse cuenta de que al se?or de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la se?ora condesa era una mujer muy testaruda a la que no se pod?a negar nada, y a la que todo el mundo obedec?a. El se?or de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresar?a pronto. Era una indiscreci?n de su padrino, pues esa informaci?n permit?a inferir f?cilmente que el se?or de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y ven?an entre la reina de Francia y su hermano, el emperador de Austria.

El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Faubourg St. Denis que hac?a esquina con la rue Paradis. Un sirviente condujo a los visitantes a un sal?n donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jard?n que era m?s bien un parque en miniatura. All? les esperaba la condesa. Se levant?, despidi? a una joven que sol?a leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.

– Casi tem?a que no cumplir?ais vuestra palabra -dijo-. Pero fui injusta, pues veo que hab?is logrado traerle -y su mirada risue?a le dio la bienvenida a Andr?-Louis.

El joven respondi? con una galanter?a:

– Vuestro recuerdo, se?ora, est? tan grabado en mi coraz?n que no era preciso convencerme para que viniera.

– ?Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! -exclam? la condesa, tendi?ndole la mano-. Tenemos que hablar un poco, Andr?-Louis -a?adi? con una gravedad que le inquiet? vagamente.

Se sentaron y durante un rato la conversaci?n gir? en torno a temas generales, como el trabajo que desempe?aba Andr?-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos ?vidos, hasta que Andr?-Louis se sinti? de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitivamente supo que aqu?lla no era una simple visita de cortes?a, que le hab?an llevado all? por algo mucho menos sencillo.

Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el se?or de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levant? y con el pretexto de ir a ver el jard?n sali? a la terraza, sobre cuya balaustrada de m?rmol se derramaban los geranios. Despu?s desapareci? entre el follaje.

– Ahora podemos hablar con m?s intimidad -dijo la condesa-. Sentaos aqu?, a mi lado -dijo mostr?ndole la mitad desocupada del sof?. Aunque no las ten?a todas consigo, Andr?-Louis obedeci?.

– Como sab?is -dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado-, os hab?is portado mal y el resentimiento de vuestro padrino era fundado.

– Si yo supiera eso, se?ora, ser?a el m?s desgraciado, el m?s angustiado de los hombres.

Y a continuaci?n argument? lo mismo que el domingo anterior en casa de su padrino.

– Lo que hice se debi? a que era el ?nico medio que ten?a a mano, en un pa?s donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al canalla que asesin? a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e injustificado, que ning?n juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mismo asesino sedujo despu?s a la mujer con la que pensaba casarme.

– ?Oh, Dios m?o! -exclam? ella.

– Perdonadme. S? que es horrible. Pero as? comprender?is tal vez lo que sufr?, y c?mo me vi obligado a hacer lo que hice. El ?ltimo asunto del que me culpan, el mot?n en el Teatro Feydau, que despu?s se extendi? a toda la ciudad, lo provoqu? por esa raz?n.

– ?Y qui?n era ella?

Como todas las mujeres, pens? Andr?-Louis, la condesa s?lo se fijaba en lo que no era esencial.

– ?Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no lamento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel entonces, yo tambi?n actuaba en la compa??a de la legua de su padre. Porque despu?s del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detr?s de una m?scara, ya que la justicia imperante en Francia me persegu?a para llevarme a la horca.

– ?Pobre muchacho! -dijo ella tiernamente-. S?lo el coraz?n de una mujer puede comprender lo que hab?is sufrido. Por eso es m?s f?cil perdonaros. Pero ahora…

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