– S?, y ya la contest?.
– Lo s?. Y lo que te advierte en su carta, lo cumplir?. Si llevas a cabo tu horrible prop?sito, ni sue?es con su perd?n.
– Ahora s?, esa raz?n es m?s poderosa que la otra -dijo ?l-. Si hay una raz?n en el mundo que pueda conmoverme, es ?sa. Pero lo que ocurre entre el se?or de La Tour d'Azyr y yo es algo muy grave. Por ejemplo, un juramento que hice sobre el cad?ver de Philippe de Vilmorin. Jam?s pens? que Dios me ofrecer?a una oportunidad como ?sta para cumplir mi promesa.
– A?n no la has cumplido -coment? ella.
?l le sonri?.
– Es verdad. Pero falta poco para las nueve. Perm?teme una pregunta -dijo s?bitamente-, ?por qu? no has ido con esta petici?n al se?or de La Tour d'Azyr?
– Ya lo hice -contest? ella ruboriz?ndose al recordar su negativa del d?a anterior. Y ?l interpret? aquella se?al de su rostro err?neamente.
– ?Y ?l? -pregunt? Andr?-Louis.
– El sentido del honor del se?or de La Tour d'Azyr… -empez? a decir la joven, pero se detuvo para a?adir brevemente-: El marqu?s se neg?.
– Muy bien, muy bien. Era su deber, costara lo que costara. Y, sin embargo, en su lugar, a m? no me costar?a nada. Pero, ya ves, los hombres somos distintos -suspir?-. Del mismo modo, en tu lugar, yo no hubiera insistido m?s. Pero en fin…
– No te entiendo, Andr?.
– Pues est? muy claro. Todo en m? est? claro. Pi?nsalo bien. Quiz?s eso te consuele -volvi? a consultar su reloj y a?adi?-: Qu?date aqu?, est?s en tu casa. Ahora tengo que irme.
Le Chapelier asom? la cabeza desde la puerta de la calle.
– Perdona, Andr?, pero se nos hace tarde.
– Ya voy -contest? Andr?-. Te agradecer?, Aline, que aguardes mi regreso. Sobre todo, tomando en cuenta lo que tu t?o ha decidido.
Ella no le contest?. Hab?a perdido el habla. Confundiendo su silencio con el consentimiento, Andr?-Louis sali? no sin antes inclinarse profundamente ante ella. Como una estatua, Aline oy? alejarse los pasos de Andr?-Louis; lo oy? hablar tranquilamente con Le Chapelier y not? que su voz segu?a siendo sosegada y normal.
?Oh, estaba loco de atar! ?La vanidad le cegaba! Cuando su carruaje parti?, Aline se sent? con una sensaci?n de cansancio, casi de hast?o. Se sent?a d?bil y estaba muerta de horror. Andr?-Louis corr?a a arrojarse en brazos de la muerte. Esa convicci?n -una convicci?n insensata que probablemente le hab?a transmitido el se?or de Kercadiou- embargaba su alma. As? se qued? un rato, paralizada por la desesperanza. Pero de pronto, se puso en pie de un salto, retorci?ndose las manos. Ten?a que hacer algo para evitar aquel horror. Pero ?qu? pod?a hacer? Seguirlo hasta el Bois de Boulogne y tratar de separarlos ser?a dar un esc?ndalo en vano. Las m?s elementales normas de conducta, nacidas de la costumbre, se alzaban ante ella como una barrera infranqueable. ?No habr?a nadie capaz de ayudarla?
A pesar de estar fren?tica en medio de su impotencia, oy? en la calle el ruido de otro carruaje que se acercaba hasta detenerse ante la academia de esgrima. ?Habr?a regresado ya Andr?-Louis? Apasionadamente se asi? a esa fr?gil esperanza. Alguien llamaba a la puerta de la calle, aporre?ndola fuertemente. Entonces oy? los zuecos del ama de llaves de Andr?-Louis bajando por la escalera para abrir.
Aline corri? a la puerta de la antesala y, entreabri?ndola, escuch? jadeante. La voz que oy? procedente de la calle no era la que tan desesperadamente necesitaba o?r. Era una voz de mujer preguntando con urgencia si el se?or Andr?-Louis hab?a salido; una voz que primero le result? vagamente familiar a Aline, y despu?s, muy conocida: era la voz de la se?ora de Plougastel.
Excitada, Aline corri? hacia la puerta de entrada a tiempo para o?r a la se?ora de Plougastel exclamar con agitaci?n:
– ?Se ha ido ya? ?Oh! Pero ?cu?nto tiempo hace?
Evidentemente el motivo de la visita de la se?ora de Plougastel deb?a de ser id?ntico al suyo, pens? Aline en medio de su afligida confusi?n. Despu?s de todo, aquello no ten?a nada de asombroso. El singular inter?s de la se?ora de Plougastel por Andr?-Louis le parec?a suficiente explicaci?n. Sin pensarlo dos veces, sali? de detr?s de la puerta y corri? hacia ella exclamando:
– ?Se?ora! ?Se?ora!
La rolliza y solemne ama de llaves se apart? y las dos damas se encontraron en el zagu?n. La se?ora de Plougastel estaba muy p?lida, fatigada y asustada.
– ?Aline, t? aqu?? -exclam?. Y entonces, r?pidamente, sin ceremonias-: ?T? tambi?n has llegado demasiado tarde?
– No, se?ora; le he visto, le he implorado, pero no quiso escucharme.
– ?Oh, esto es horrible! -exclam? la se?ora de Plougastel estremecida-. Hace s?lo media hora que me enter?, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.
Ahora el carruaje corr?a a campo traviesa, siguiendo el camino que bordeaba el r?o. Las dos mujeres viajaban en silencio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la se?ora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya pod?an ver la obscura l?nea de los ?rboles del Bois. Y el carruaje dobl? velozmente en esa direcci?n, alej?ndose del r?o y tomando por un atajo hacia las arboledas.
– ?Oh! ?Es imposible que lleguemos a tiempo! ?Imposible! -grit? Aline rompiendo el silencio.
– ?No digas eso! -exclam? la se?ora de Plougastel.
– ?Es que ya son m?s de las nueve, se?ora! Andr? ha sido puntual, y estos… asuntos no toman mucho tiempo. Ya… ya habr? acabado todo.
La se?ora de Plougastel sinti? un escalofr?o y cerr? los ojos. Sin embargo, enseguida volvi? a abrirlos, excitada. Entonces sac? la cabeza por la ventanilla.
– Un carruaje se acerca -anunci? con voz ronca que hac?a adivinar cu?l era su temor.
– ?Todav?a no! ?Oh, no! -se lament? Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Ten?a un nudo en la garganta y una especie de nube le empa?aba la visi?n.
En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la se?ora Plougastel. Demudadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la ve?an venir. A medida que se aproximaban, ambos coches disminu?an su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la se?ora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.
– ?Cu?l de ellos es, se?ora? -balbuce? Aline tap?ndose los ojos, sin atreverse a mirar.
Dentro de la calesa, a trav?s de la ventanilla m?s cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conoc?a. Sonre?a hablando con su compa?ero. Entonces vieron a este ?ltimo, que estaba sentado al otro lado. No sonre?a. Ten?a la cara r?gida, blanca como el papel, sin expresi?n: era el rostro del marqu?s de La Tour d'Azyr. Durante un instante que dur? una eternidad, ambas mujeres le contemplaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqu?s se qued? estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desmay? a espaldas de la se?ora de Plougastel.
CAP?TULO XII Deducciones
Su coche iba tan r?pido que Andr?-Louis hab?a llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. All? estaba ya esper?ndolo el marqu?s de La Tour d'Azyr, acompa?ado por el se?or d'Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capit?n de la guardia de Corps.
Andr?-Louis hab?a hecho todo el viaje en silencio. Le preocupaba el recuerdo de su reciente conversaci?n con la se?orita de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que hab?a sacado a prop?sito del motivo de aquella visita. -Decididamente -dijo- ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le hab?a contestado. Casi le estremec?a la sangre fr?a de su paisano. ?l tambi?n era de los que en aquellos ?ltimos d?as pensaba que Andr?-Louis Moreau no ten?a coraz?n. Aparte de eso, hab?a algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misi?n para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccion? de forma altanera y desde?osa. Pero despu?s, al aceptarla, se hab?a mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una indiferencia que, a veces, daban asco.
Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitaci?n ni otra se?al de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decididos a enfrentarse. El contrincante deb?a morir, all? no pod?a haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapatos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitivamente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cu?l ser?a el resultado final.
Tambi?n frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capit?n los contemplaban alertas y vigilantes.