– ¿Recuerdas -dijo- la noche en que te dije que estaba embarazada, justo antes de irte a Harvard?
– ¡Acomodemos la biblioteca!
– ¿Recuerdas? -dijo Alice-.
¡Por Dios, Leisha! ¿No puedes escuchar a nadie más que a ti misma? ¿Tienes que ser tan como Papá cada minuto?
– ¡No soy como Papá!
– ¡Un cuerno no lo eres! Eres exactamente como él te hizo. Pero no se trata de eso. ¿Recuerdas esa noche?
Leisha pasó sobre la alfombra y salió. Alice se quedó sentada.
Leisha volvió a entrar.
– Lo recuerdo.
– Estabas al borde de las lágrimas -dijo, implacable, Alice, con voz tranquila-. Ni siquiera recuerdo exactamente por qué. Puede que porque después de todo no iría a la universidad.
Pero te rodeé con mis brazos y por primera vez en años (en años, Leisha) sentí realmente que eras mi hermana. A pesar de todo, de tus vagabundeos de noche por los pasillos y la exhibición de discusiones con Papá y la escuela especial y las largas piernas y el cabello dorado artificiales; de toda esa mierda.
Parecías necesitar que te abrazara. Parecías necesitarme. Parecías
– Salga del auto y quédese junto a la portezuela… no, más a la luz… y no haga nada a menos que me ataquen de algún modo.
El hombre asintió. Alice se adentró en el sendero. Leisha se deslizó del asiento trasero y la alcanzó a los dos tercios del camino hacia la puerta de plástico del frente.
– Alice, ¿qué demonios estás haciendo?