Anaconda - Quiroga Horacio 12 стр.


LA CREMA DE CHOCOLATE

Ser medico y cocinero a un tiempo es, a mas de dificil, peligroso. El peligro vuelvese realmente grave si el cliente lo es del medico y de su cocina. Esta verdad pudo ser comprobada por mi, cierta vez que en el Chaco fui agricultor, medico y cocinero.

Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro dias de llegar alla. Mi campo quedaba en pleno desierto, a ocho leguas de toda poblacion, si se exceptuan un obraje y una estanzuela, vecinos a media legua. Mientras ibamos todas las mananas mi companero y yo a construir nuestro rancho, viviamos en el obraje. Una noche de gran frio fuimos despertados mientras dormiamos, por un indio del obraje, a quien acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi en seguida que no era nada, y si grande su deseo de farmacia. Como no me divertia levantarme, le frote el brazo con bicarbonato de soda que tenia al lado de la cama.

– ?Que le estas haciendo? -me pregunto mi companero, sin sacar la nariz de sus plaids.

– Bicarbonato le respondi-. Ahora -me dirigi al indio- no te va a doler mas. Pero para que haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.

Claro esta, al dia siguiente no tenia nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el frasco azul, jamas el indiecito se hubiera decidido a curarse con solo trapos frios.

El segundo eslabon lo establecio el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relacion. Vino un dia a verme por cierta infeccion que tenia en una mano, y que persistia desde un mes atras. Yo tenia un bisturi, y el hombre resistia heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autorizo el destrozo que hice en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho dias despues mi hombre estaba curado. Las infecciones, por alla, suelen ser de muy fastidiosa duracion; mas mi valor y el del otro -bien que de distinto caracter- vencieronlo todo.

Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses despues de haber sido plantado. Mi amistad con el dueno de la estanzuela, que vivia en su almacen en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer, llevabanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tenia cierta respetuosa ternura por mi ciencia y mi democracia. De aqui que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Araza, tenia cien vacas y un rebano de ovejas el padre de mi futura.

– ?Pobrecita! -me decia Rosa, la mujer del capataz-.Esta enferma hace tiempo. ?Flaca, pobrecita! Anda a curarla, don Fernandez, y te casas con ella.

Como los esteros rebosaban agua, no me decidia a ir hasta ella.

– ?Y es linda? -se me ocurrio un dia.

– ?Pero no ha de…` don Fernandez! Le voy a mandar a decir al padre, y la vas a curar y te vas a casar con ella.

Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar abajo mi reputacion cientifica.

Una tarde habia ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo hacia siempre, y volvia con el a escape, cuando halle en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, ademas, dejaba siempre mucho que desear en punto a correccion. La camisa de lienzo sin un boton, los brazos arremangados, y sin sombrero ni peinado de ninguna especie.

En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que tenia, me miraba con fuerte sorpresa.

– Perdone, don -se dirigio a mi-. ?Es esta la casa de don Fernandez?

– Si, senor le respondi.

Agrego entonces con visible dubitacion de persona que no quiere comprometerse.

?Y no esta el…?

– Soy yo.

El hombre no concluia de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que iria a ver a su hija.

Fui y la vi. Tosia un poco, estaba flaquisima, aunque tenia la cara llena, lo que no hacia sino acentuar la delgadez de las piernas. Tenia sobre todo el estomago perdido. Tenia tambien hermosos ojos, pero al mismo tiempo unas abominables zapatillas nuevas de elastico. Se habia vestido de fiesta, y como lujo de calzado no habitual, las zapatillas aquellas.

La chica -se llamaba Eduarda- digeria muy mal, y por todo alimento comia tasajo desde que habian empezado las lluvias. Con el mas elemental regimen, la muchacha comenzo a recobrar vida.

– Es tu amor, don Fernandez. Te quiere mucho a usted" -me explicaba Rosa.

Fui en esa primavera dos o tres veces mas al Araza, y lo cierto es que yo podia acaso no ser mal partido para la agradecida familia.

En estas circunstancias, el capataz cumplio anos y su mujer me mando llamar el dia anterior, a fin de que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo habia conseguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tenia debilidad visible por la crema de chocolate que habia probado en casa, detuveme en ella, ordenando a Rosa que dispusiera para el dia siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hubo que enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvio a tiempo, mientras mi companero y yo nos rompiamos la muneca batiendo huevos.

Ahora bien, no se aun que paso, pero lo cierto es que en plena funcion de crema, la crema se corto. Y se corto de modo tal, que aquello convirtiose en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas elasticas, algo como estopa empapada en aceite de linaza.

Nos miramos mi companero y yo: la crema esa pareciase endiabladamente a una muerte subita. ?Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo…? No era posible. Luego, a mas de que ella era nuestra obra personal, siempre muy querida, apago nuestros escrupulos el conocimiento que del paladar y estomago de los comensales teniamos. De modo que resolvimos prolongar la coccion del maleficio, con objeto de darle buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.

No volvimos a casa; comimos alla. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, habia llegado con su familia en una carreta. Hacia un calor sofocante, lo que no obstaba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.

Nuestro postre debia ser comido a las once. Un rato antes mi companero y yo nos habiamos insinuado hipocritamente en el comedor, buscando moscas por las paredes.

– Van a morir todos -me decia el en voz baja. Yo, sin creerlo, estaba bastante preocupado por la aceptacion que pudiera tener mi postre. El primero a quien le cupo familiarizarse con el fue el capataz de los carreros del obraje, un hombron silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercose sonriendo a la mesita, mucho mas cortado que mi crema. Se sirvio -a fuerza de cuchillo, claro es- una delicadisima porcion. Pero mi companero intervino presuroso.

– ?No, no, Juan! Sirvase mas. -Y le lleno el plato.

El hombre probo con gran comedimiento, mientras nosotros no apartabamos los ojos de su boca.

– ?Eh, que tal? -le preguntamos-. Rico, ?eh?

– ?Macanudo, che patron!

?Si! Por malo que fuera aquello, tenia gusto a chocolate. Cuando el hombron hubo concluido llego otro, y luego otro mas. Tocole por fin el turno a mi futuro suegro. Entro alegre, balanceandose.

– ?Hum…! ?Parece que tenemos un postre, don Fernandez! ?De todo sabe! ?Hum…! Crema de chocolate… Yo he comido una vez.

Mi companero y yo tornamos a mirarnos. ?Estamos frescos! -murmure.

?Completamente lucidos! ?Que podia parecerle la madeja negra a un hombre que habia probado ya crema de chocolate? Sin embargo, con las manos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro probo lentamente. -?Que tal la crema?

Se sonrio y alzo la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.

?Rico, le digo! ?Que don Fernandez! -continuo comiendo-. ?Sabe de todo!

Se supondra el peso de que nos libro su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre, la hermana, y le llego el turno a mi futura, no supe que hacer.

– ?Eduarda puede comer, eh, don Fernandez? -me habia preguntado mi suegro.

Yo creia sinceramente que no. Para un estomago sano, aquello estaba bien, aun a razon de un plato sopero por boca. Pero para una dispeptica con digestiones laboriosisimas, mi esponja era un sencillo veneno.

Y me enterneci con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho mas amor que a mi, y yo pensaba que acaso jamas en la vida seriale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacarero medico y pretendiente suyo.

Si, puede comer. Le va a gustar mucho -respondi serenamente. Tal fue mi presentacion publica de cocinero. Ninguno murio pero dos semanas despues supe por Rosa que mi prometida habia estado enferma los dias subsiguientes al baile.

– Si -le dije, verdaderamente arrepentido-. Yo tengo la culpa. No debio haber comido la crema aquella.

?Que crema! ?Si le gusto, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermo.

No baile con ninguna.

?Pero si es lo que te digo! ?Y no has ido mas a verla, tampoco!

Fui alla por fin. Pero entonces la muchacha tenia realmente novio, un ° espanolito con gran cinto y panuelo criollos, con quien me habia encontrado ya alguna vez en casa de ella.

LOS CASCARUDOS

Hasta el dia fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de correccion. Habia alli plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aun, admiraban al discreto visitante con la promesa de magnificas rentas. Luego, viveros de cafetos -costoso ensayo en la region-, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitia mas de tres vastagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a si misma se torna en un macizo de diez, quince y mas pies. De ahi empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y logica degeneracion del fruto. Mas los nativos del pais jamas han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomia. Monsieur Robin entendia lo mismo y aun mas sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vastagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearian a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indigenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquitica, producia mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magnificos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del pais la necesidad de todo esto, creyo haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.

Asi, el destino de monsieur Robin, de sus bananos y sus cinco peones parecia asegurado, cuando llego a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomologo distinguidisimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de Paris. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope alla arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalon corto, lo acompanaban su esposa y una setter con collar de plata.

Venia el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robin, y este puso a su completa disposicion la quinta del Yabebiri, con lo cual Fritz Franke pudo facilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demas, el capataz recibio de monsieur Robin especial recomendacion de ayudar al distinguido huesped en cuanto fuere posible. Fue asi como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habian hallado ridiculo sobre toda ponderacion a aquel bebe de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncisima manera de perder el tiempo. Veian al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, despues de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogian un insecto semejante, y despues de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.

Asi, a los pocos dias, uno de ellos se atrevio a ofrecer al naturalista un cascarudito que habia hallado. El peon llevaba muchisima mas sorna que cascarudito; pero el coleoptero resulto ser de una especie nueva, y herr Franke, contento, gratifico al peon con cinco cartuchos 16. El peon se retiro, para volver al rato con sus companeros.

– Entonces, che patron…, ?te gustan los bichitos? interrogo. ?Oh, si! Traiganme todos… Despues, regalo.

– No, patron; te lo vamos a hacer de balde. Don Robin nos dijo que te ayudaramos.

Este fue el principio de la catastrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantaridas de frutales, guitarreros 11 de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neofitos, prometia escopetas de uno, dos y tres tiros.

Pero los peones no necesitaban estimulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el humedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, mas divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron asi de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio por concluida su coleccion y regreso a Posadas.

– ?Y los peones?-le pregunto Monsieur Robin-. ?No tuvo quejas de ellos?

– ?Oh, no! Muy buenos todos… Usted tiene muy buenos peones. Monsieur Robin creyo entonces deber ir hasta el Yabebiri a constatar aquella bondad. Hallo a los peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, desaparecia ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habian perdido o la vida o todo un ano de avance. El bananal estaba convertido en un plantio salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquiticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificacion, pendian con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robin de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilustre huesped que habia enloquecido al personal, despidio a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocole en suerte, tiempo despues, tomar dos peones que habian sido de la quinta de monsieur Robin. Encargoseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demas. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que habia hallado. Se le agradecio el obsequio, y retorno a su alambre. Al cuarto de hora volvia el otro peon con otro cascarudito.

A pesar de la orden terminante de no prestar mas atencion a los insectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patron un bichito que jamas habian visto en Santa Ana.

Por espacio de muchos meses la aventura se repitio en diversas granjas. Los peones aquellos, poseidos de verdadero frenesi entomologico, contagiaron a algun otro; y, aun hoy un patron que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peon:

– Sobre todo, les prohibo terminantemente que miren ningun bichito. Pero lo mas horrible de todo es que los peones habian visto ellos mismos mas de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comia por las patitas…

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