El Hobbit - Tolkien John Ronald reuel 7 стр.


Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de las historias o una o dos de las canciones que se oyeron entonces en aquella casa. Todos los viajeros, incluyendo los poneys, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones de poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del sol estival.

Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las espadas que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó: —Esto no es obra de los trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del Oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos. Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de los trasgos, pues los dragones y los trasgos destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En ésta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hendedora de Trasgos en la ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja muy famosa. Ésta, Gandalf, fue Glamdring, Martillo de Enemigos, que una vez llevó el rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!

—¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin mirando su espada con renovado interés.

—No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en las cavernas desiertas de las Minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los trasgos.

Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada con honor —dijo—. ¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!

—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond—. ¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!

Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del todo a los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río Rápido. La luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó el mapa y la luz blanca lo atravesó. —¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares aquí, junto a las runas que dicen «cinco pies de altura y tres pasan con holgura».

—¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado. Le encantaban los mapas, como ya os he dicho antes; y también le gustaban las runas y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras delgadas y como patas de araña.

—Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo Elrond—, no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por detrás, y en los ejemplos más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen que ser las mismas que en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Éstas tienen que haber sido escritas en una noche del solsticio de verano con luna creciente, hace ya largo tiempo.

—¿Qué es lo que dicen? —preguntaron Gandalf y Thorin a la vez, un poco fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto primero, aunque es cierto que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y no volverían a tenerla quién sabe por cuánto tiempo.

—Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal —leyó Elrond— y el sol poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de Durin.

—¡Durin, Durin! —exclamó Thorin—. Era el padre de los padres de la más antigua raza de Enanos, los Barbiluengos, y mi primer antepasado: yo soy el heredero de Durin.

—Pero ¿cuándo es el Día de Durin? —preguntó Elrond.

—El primer día del Año Nuevo de los enanos —dijo Thorin—. Como todos sabéis sin ninguna duda, el primer día de la última luna del otoño, en los umbrales del invierno. Todavía llamamos Día de Durin a aquel en que el sol y la última luna de otoño están juntos en el cielo. Pero me temo que esto no ayudará, pues nadie sabe hoy cuándo este tiempo se presentará otra vez.

—Eso está por verse —dijo Gandalf—. ¿Hay algo más escrito?

—Nada que se revele con esta luna —dijo Elrond, y le devolvió el mapa a Thorin; y luego bajaron al agua para ver a los elfos que bailaban y cantaban en la noche del solsticio.

La mañana siguiente, la mañana del solsticio, fue tan hermosa y fresca como hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes, y el sol que brillaba en el agua. Partieron entonces entre cantos de despedida y buen viaje, con los corazones dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por dónde tenían que ir para cruzar las Montañas Nubladas hacia la tierra de más allá.

Sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas se atrevía a desear que no tuvieran alguna aventura horrible en aquellas grandes y altas montañas de picos y valles solitarios, donde no gobernaba ningún rey. Nada ocurrió. Todo marchó bien, hasta que un día se encontraron con una tormenta de truenos; más que una tormenta era una batalla de truenos. Sabéis qué terrible puede llegar a ser una verdadera tormenta de truenos allá abajo en el valle del río; sobre todo cuando dos grandes tormentas se encuentran y se baten. Más terribles todavía son los truenos y los relámpagos en las montañas por la noche, cuando las tormentas vienen del Este y del Oeste y luchan entre ellas. El relámpago se hace trizas sobre los picos, y las rocas tiemblan, y unos enormes estruendos parten el aire, y entran rodando a los tumbos en todas las cuevas y agujeros, y un ruido abrumador y una claridad súbita invaden la oscuridad.

Bilbo nunca había visto o imaginado nada semejante. Estaban muy arriba en un lugar estrecho, y a un lado un precipicio espantoso caía sobre un valle sombrío. Allí pasaron la noche, al abrigo de una roca; Bilbo, tendido bajo una manta y temblando de pies a cabeza. Cuando miró fuera, vio a la luz de los relámpagos los gigantes de piedra abajo en el valle; habían salido y ahora estaban jugando, tirándose piedras unos a otros; las recogían y las arrojaban en la oscuridad, y allá abajo se rompían o desmenuzaban entre los árboles. Luego llegaron el viento y la lluvia, y el viento azotaba la lluvia y el granizo en todas direcciones, por lo que el refugio de la roca no los protegía mucho. Al rato estaban todos empapados hasta los huesos y los poneys se encogían, bajaban la cabeza, y metían la cola entre las patas, y algunos relinchaban de miedo. Las risotadas y los gritos de los gigantes podían oírse por encima de todas las laderas.

—¡Esto no irá bien! —dijo Thorin—. Si no salimos despedidos, o nos ahogamos, o nos alcanza un rayo, nos atrapará alguno de esos gigantes y de una patada nos mandará al cielo como una pelota de fútbol.

—Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos allí! —dijo Gandalf, quien se sentía muy malhumorado, y no estaba nada contento con los gigantes.

El final de la discusión fue enviar a Fili y Kili en busca de un refugio mejor. Tenían ojos muy penetrantes, y siendo los enanos más jóvenes (unos cincuenta años menos que los otros), se ocupaban por lo común de este tipo de tareas (cuando todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo). No hay nada como mirar, si queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los enanos jóvenes). Cierto que casi siempre se encuentra algo, si se mira, pero no siempre es lo que uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.

Fili y Kili pronto estuvieron de vuelta, arrastrándose, doblados por el viento, aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado una cueva seca —dijeron—, doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y caben poneys y todo.

—¿La habéis explorado a fondo? —dijo el mago, que sabía que las cuevas de las montañas raras veces están sin ocupar.

—¡Sí, sí! —dijeron Fili y Kili, aunque todos sabían que no podían haber estado allí mucho tiempo; habían regresado casi en seguida—. No es demasiado grande ni tampoco muy profunda.

Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas: a veces uno no sabe lo profundas que son, o adónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro. Pero en aquel momento las noticias de Fili y Kili parecieron bastante buenas. Así que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse. El viento aullaba y el trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poneys. De todos modos, la cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.

Había espacio suficiente para que pasaran los poneys apretujados, una vez que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia fuera y no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas. Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis— y con la luz exploraron la cueva de extremo a extremo.

Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los poneys, y allí permanecieron las bestias muy contentas del cambio, humeando y mascando en los morrales. Oin y Gloin querían encender una hoguera en la entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas, sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro (cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los poneys, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con ellos.

No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen traído al pequeño Bilbo. Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta muy tarde; y luego tuvo unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared del fondo de la cueva se agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él estaba muy asustado pero no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado, mirando. Después soñó que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que él empezaba a caer, a caer, quién sabe adónde.

En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró con que parte del sueño era verdad. Una grieta se había abierto al fondo de la cueva y era ya un pasadizo ancho. Apenas si tuvo tiempo de ver la última de las colas de los poneys, que desaparecía en la sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente, tanto como puede llegar a serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si tenemos en cuenta el tamaño de estas criaturas.

Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes, trasgos enormes de cara fea, montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir «peñas y breñas». Había por lo menos seis para cada enano, y dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y los llevaron por la hendedura, antes de que nadie pudiera decir «madera y hoguera». Pero no a Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había despertado por completo en una décima de segundo, y cuando los trasgos iban a ponerle las manos encima, hubo un destello terrorífico, como un relámpago en la cueva, un olor como de pólvora, y varios cayeron muertos.

La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos estaban en el lado equivocado! ¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos ni los trasgos tenían la menor idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo. Tomaron a Bilbo y a los enanos, y los hicieron andar a toda prisa. El sitio era profundo, profundo y oscuro, tanto que sólo los trasgos que habían tenido la ocurrencia de vivir en el corazón de las montañas podían distinguir algo. Los pasadizos se cruzaban y confundían en todas direcciones, pero los trasgos conocían el camino tan bien como vosotros el de la oficina de correos más próxima; y el camino descendía y descendía y la atmósfera era cada vez más enrarecida y horrorosa. Los trasgos eran muy brutos, pellizcaban sin compasión, y reían entre dientes o a carcajadas, con voces horribles y pétreas; y Bilbo se sentía más desgraciado aún que cuando el troll lo había levantado tirándole de los dedos de los pies. Una y otra vez se encontraba añorando el agradable y reluciente agujero-hobbit. No sería ésta la última ocasión.

De pronto apareció ante ellos el resplandor de una luz roja. Los trasgos empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies planos sobre la piedra, y sacudiendo también a los prisioneros.