¡Azota! ¡Volea! ¡La negra abertura!
¡Atrapa, arrebata! ¡Pellizca, apañusca!
¡Bajando, bajando, al pueblo de trasgos,
vas tú, muchacho!
¡Embiste, golpea! ¡Estruja, revienta!
¡Martillo y tenaza! ¡Batintín y maza!
¡Machaca, machaca, a los subterráneos!
¡Jo, jo, muchacho!
¡Lacera, apachurra! ¡Chasquea los látigos!
¡Aúlla y solloza! ¡Sacude, aporrea!
¡Trabaja, trabaja! ¡A huir no te atrevas,
mientras los trasgos beben y carcajean!
¡Rodando, rodando, por el subterráneo!
¡Abajo, muchacho!
El canto era realmente terrorífico, las paredes resonaban con el ¡azota, volea!y con el ¡estruja, revienta!y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo, muchacho!El significado de la canción era demasiado evidente; pues ahora los trasgos sacaron los látigos y los azotaron con gritos de ¡ lacera, apachurra! haciéndolos correr delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los enanos estaba ya desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron todos a los trompicones en una enorme caverna.
Estaba iluminada por una gran hoguera roja en el centro y por antorchas a lo largo de las paredes, y había allí muchos trasgos. Todos se reían, pateaban y batían palmas, cuando los enanos (con el pobrecito Bilbo detrás y más al alcance de los látigos) llegaron corriendo, mientras los trasgos que los arreaban daban gritos y chasqueaban los látigos. Los poneys estaban ya agrupados en un rincón; y allí tirados estaban todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por trasgos, y olidos por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.
CAPÍTULO V
Acertijos en las tinieblas
CUANDO BILBO ABRIÓ LOS OJOS, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo.
Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, frío y metálico, en el suelo del túnel. Éste iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto sólo lo hacía más miserable.
No sabía adónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué si lo habían hecho, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenía la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.
Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.