–No lo olvides, mañana a las seis de la mañana tienes que estar en el trabajo.
–Está claro, Uku. Entendido –respondió él.
Sentado junto a Ukubala y abrazándola por el cuello, entonó una canción. A veces desafinaba, cierto, pero cantaba con tesón creando un poderoso efecto sonoro. Se encontraba en un magnífico estado de ánimo, en el que la claridad del entendimiento y la exaltación de los sentimientos se combinaban sin detrimento mutuo. Finalizada la canción, miró enternecido el rostro de los invitados ofreciendo a todos una cordial y alegre sonrisa, seguro de que todos lo pasaban tan bien como él. Y era guapo el Burani Yediguéi de entonces, de negros bigotes y cejas, de relucientes ojos castaños y fuerte hilera de blancos y sanos dientes. Y ni la más poderosa imaginación habría podido ofrecer una idea de cómo sería en la vejez. Tenía atenciones para todo el mundo. Dando palmaditas a la espalda de la bondadosa Bukéi, que había engordado, la llamaba la mamá de Boranly, proponía brindis por ella, por su persona en representación de todo el pueblo de Karakalpak, que vivía en alguna parte de las orillas del Amudari, y procuraba que no se disgustara porque Kazangap hubiera tenido que abandonar la mesa por el trabajo.
–¡Pero si para mí era un estorbo! –contestó burlona Bukéi.
Aquella noche, Yediguéi llamaba a su Ukubala sólo por su nombre completo y descifrado: «Uku balasi», hija de lechuza, lechucita. Encontraba una palabra buena para cada uno, una palabra salida del alma, pues en aquel estrecho círculo todos eran para él queridos hermanos y hermanas, incluido el jefe del apartadero, Abílov, fastidiado por su trabajo de pequeño funcionario del ferrocarril en Sary-Ozeki, y su esposa Saken, que pronto debería acudir a la casa de maternidad de la estación de Kumbel. Yediguéi creía de forma sincera que todo era así, que le rodeaban unas personas indestructiblemente adictas, y no podía pensar de otra manera, le bastaba entornar los ojos por un instante en medio de la canción e imaginar el enorme desierto nevado de Sary-Ozeki y el puñado de personas que se habían reunido en su casa como una sola familia. Pero sobre todo se alegraba por Zaripa y Abutalip. Aquella pareja se lo merecía. Zaripa cantaba y tocaba la mandolina sacando rápidamente las tonadas de las canciones, que se sucedían unas a otras. Su voz era sonora, pura; Abutalip cantaba con amortiguada voz; cantaban con emoción, con armonía, especialmente las canciones de estilo tártaro, que cantaban almak-salmak, es decir, respondiéndose uno a otro. Ellos llevaban la canción y los demás la acompañaban. Habían ya sacado muchas canciones de las antiguas y de las nuevas, y no se cansaban, por el contrario, las cantaban cada vez con mayor ardor. O sea, que los invitados lo pasaban muy bien. Sentado frente a Zaripa y Abutalip, Yediguéi los contemplaba sin apartar la mirada y se enternecía: así estarían siempre de no ser por su amargo destino, que no los dejaba ni respirar. Durante el terrible calor del verano, Zaripa aparecía como tostada, como aldehuela quemada por un incendio, con sus pardos cabellos deslucidos hasta la raíz, con los labios negros reventando en sangre. Ahora, en cambio, estaba irreconocible. Ojos negros, mirada brillante, cara abierta, pura, lisa al estilo asiático. Estaba maravillosa. Su estado de ánimo se manifestaba sobre todo a través de sus precisas y móviles cejas, que cantaban con ella, ya levantándose, ya frunciéndose, ya abriéndose en el vuelo de unas canciones aparecidas tiempo ha. Destacando el sentido de cada palabra con especial sentimiento, Abutalip la secundaba balanceándose de un lado a otro:
...cual huella de cincha en el flanco del caballo
los días de un perdido amor no se borran de la memoria...
Y las manos de Zaripa, pulsando las cuerdas de la mandolina, obligaban a la música a vibrar y a gemir en aquel estrecho círculo de nochevieja. Zaripa flotaba en la canción, y a Yediguéi le parecía que estaba muy lejos, que corría, respirando fácil y libremente, por las nieves de Sary-Ozeki, con aquella blusa lila de punto con cuellecito blanco doblado, con la vibrante mandolina, y las tinieblas se abrían a su alrededor, mientras la joven se alejaba y desaparecía en la niebla hasta que sólo se oía la mandolina, aunque al recordar que también en el apartadero de Boranly había gente que lo pasaría mal sin ella, Zaripa volvía y surgía de nuevo cantando tras la mesa...
Luego, Abutalip mostró cómo bailaban los guerrilleros, poniéndose unos a otros las manos sobre los hombros y moviendo los pies siguiendo el ritmo. Secundado por Zaripa, Abutalip cantó una irónica cancioncilla serbia mientras todos bailaban en círculo con las manos de unos sobre los hombros de otros, gritando: “¡Oplia, oplia…!”
Luego, cantaron y bebieron más, brindaron, se felicitaron el Año Nuevo, unos salieron, otros entraron... El jefe del apartadero y su embarazada esposa se marcharon antes del baile. Y así discurrió la noche.
Zaripa salió a respirar, y tras ella Abutalip. Ukubala los obligó a abrigarse, para que no salieran al frío con el cuerpo sudado. Zaripa y Abutalip tardaban en regresar. Yediguéi decidió ir a buscarlos, sin ellos la fiesta no tenía éxito. Ukubala le llamó:
–Abrígate, Yediguéi, ¿adónde vas de esta manera? Te resfriarás.
–Vuelvo en seguida –Yediguéi salió a la fría claridad de medianoche–. Abutalip, Zaripa! –los llamó mirando en derredor.
Nadie respondió. Oyó unas voces tras la casa. Y se detuvo indeciso sin saber qué hacer: si marcharse o si, por el contrario, acercarse a ellos y llevárselos a casa. Algo estaba sucediendo entre ambos.
–No quería que lo vieras –sollozaba Zaripa–. Perdóname. Ha sido muy penoso para mí. Perdóname, por favor.
–Lo comprendo –la tranquilizaba Abutalip. Lo comprendo todo. Pero ya sabes que no se trata de mí, de que yo sea así. Si sólo se refiriera a mí. Dios mío, una vida es más larga, otra menos. Sería posible no agarrarse a ella tan desesperadamente. –Se callaron. Luego, él le decía–: Nuestros hijos se librarán... En eso radica toda mi esperanza...
Sin acabar de comprender de qué se trataba, Yediguéi retrocedió con cuidado moviendo los hombros de frío y regresó a su casa silenciosamente. Cuando entró en su hogar le pareció que todo estaba apagado y que la fiesta se había agotado. Año Nuevo es Año Nuevo, pero había llegado la hora de marcharse.
El 5 de enero de 1953, a las diez de la mañana, un tren de pasajeros hizo parada en Boranly-Buránny aunque tenía las vías abiertas y podía seguir, como siempre, sin retrasos. El tren no paró más de minuto y medio. Por lo visto, fue suficiente. Tres hombres –todos con botas negras de piel de vaca de idéntica manufactura– saltaron del estribo de uno de los vagones y se dirigieron directamente al local de servicio. Caminaban en silencio, con aplomo, sin mirar a los lados, y sólo se detuvieron un segundo junto al monigote de nieve. Contemplaron en silencio el letrero de la placa de madera que les daba la bienvenida, y contemplaron también la absurda gorra de pieles, la vieja y raída gorra de Kazangap, que cubría la cabeza del monigote. Y acto seguido pasaron a la oficina.
Cierto tiempo después salió volando por aquella puerta el jefe del apartadero, Abílov. A punto estuvo de tropezar con el monigote de nieve. Soltó un taco y siguió adelante apresuradamente, casi corriendo, cosa que nunca hacía. Diez minutos más tarde, jadeando, volvía llevando consigo a Abutalip Kuttybáyev, a quien había buscado con urgencia en el trabajo. Abutalip estaba pálido, llevaba la gorra en la mano. Entró en la oficina junto con Abílov. Sin embargo, no tardó en salir de allí en compañía de dos de los forasteros de botas de piel de vaca, y los tres se dirigieron a la barraca donde vivían los Kuttybáyev. Salieron de allí en seguida, siempre acompañando a Abutalip y llevando algunos papeles que habían tomado de su casa.
Luego todo se calmó. Nadie entró ni salió de la oficina.
Yediguéi supo por Ukubala lo sucedido. La mujer corrió por encargo de Abílov al kilómetro cuatro, donde aquel día se llevaban a cabo unos trabajos de reparación. Llamó a Yediguéi aparte:
–Están interrogando a Abutalip.
–¿Quién le está interrogando?
–No lo sé. Unos forasteros. Abílov me encargó decirte que, si no lo preguntan, no digas que por Año Nuevo estuvieron con Abutalip y Zaripa.
–¿Y qué tiene de particular?
–No lo sé. Así me encargó que te lo dijera. Y dice que a las dos estés también allí. Quieren hacerte unas preguntas, averiguar algo sobre Abutalip.
–¿Qué quieren averiguar?
–Cómo quieres que lo sepa. Vino Abílov muy asustado y me dijo que si esto que si aquello. Y yo te lo digo a ti.
A las dos, Yediguéi tenía que ir de todos modos a su casa a comer. Por el camino, y también en casa, intentaba descubrir qué era lo que sucedía. No encontraba respuesta. ¿Sería por el pasado? ¿Por haber estado prisionero? Esto ya lo habían verificado tiempo ha. ¿Qué más había? Sintió inquietud y malestar en el alma. Tragó dos cucharadas de sopa de tallarines y apartó el plato. Consultó el reloj. Las dos menos cinco. Si habían ordenado que fuera a las dos, tenía que ser a las dos. Salió de su casa. Abílov paseaba de arriba abajo frente a la oficina. Lastimoso, deshecho, abatido.
–¿Qué ha sucedido?
–Una desgracia, una desgracia, Yedik –dijo Abílov mirando tímidamente hacia la puerta. Sus labios temblaban ligeramente–. Han encerrado a Kuttybáyev.
–¿Por qué?
–Por unos escritos prohibidos que han encontrado en su casa. Ya sabes, todas las noches escribía. Eso lo saben todos. Y, ya ves, ha terminado de escribir.
–Pero si era para sus hijos.
–No lo sé, no sé para quién era. Yo no sé nada. Anda, ve, te están esperando.
En el cuartucho del jefe del apartadero, que llevaba el nombre de despacho, le esperaba un hombre aproximadamente de su misma edad o un poco más joven, de unos treinta años, robusto, con la cabeza grande y el cabello cortado al cepillo. Su carnosa nariz llena de espinillas sudaba bajo la tensión del pensamiento. El hombre estaba leyendo. Se enjugó la nariz con el pañuelo frunciendo su pesada y ancha frente. Luego, a lo largo de toda la conversación estuvo continuamente enjugándose una y otra vez su sudorosa nariz. Sacó un largo cigarrillo del paquete de Kazbek que había sobre la mesa, le dio unas vueltas y lo encendió. Luego clavó en Yediguéi, de pie junto a la puerta, sus ojos de halcón amarillentos y claros, y dijo brevemente:
–Siéntate.
Yediguéi se sentó en un taburete frente a la mesa.
–Bien, para que no haya ninguna duda –dijo Ojos de Halcón, y sacó del bolsillo delantero de su uniforme civil una especie de tapas marrones que abrió y volvió a cerrar al instante murmurando al mismo tiempo algo así como «Tansykbáyev» o «Tisykbáyev».
Yediguéi no recordó a ciencia cierta su apellido. –¿Entendido? –preguntó Ojos de Halcón.
–Entendido –se vio forzado a responder Yediguéi.
–Bien, en este caso vamos al asunto. ¿Es verdad, según dicen, que eres el mejor amigo y compañero de Kuttybáyev? –Es posible. ¿Qué pasa?
–Es posible que sea así –repitió Ojos de Halcón chupando el cigarrillo Kazbek y como explicando lo que acababa de oír–. Es posible que sea así. Admitámoslo. Está claro. –Y de pronto, con inesperada sonrisa, saboreando anticipada y alegremente la satisfacción que se encendía en sus ojos, puros como un cristal, lanzó–: ¿Y qué estábamos escribiendo, querido amigo?
–¿Qué escribíamos? –se desconcertó Yediguéi.
–Es lo que quiero saber.
–No comprendo de qué me habla.
–¿Es posible? ¡Anda, piensa un poco!
–No comprendo de qué me habla.
–¿Qué está escribiendo Kuttybáyev?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo el mundo lo sabe y tú no lo sabes?
–Sé que está escribiendo algo. Pero cómo voy a saber lo que escribe. ¿Qué me importa a mí? Si el hombre tiene ganas de escribir, que escriba. ¿A quién le importa?
–¿Cómo que a quién le importa? –se incorporó sorprendido Ojos de Halcón, clavando en él sus pupilas penetrantes como balas–. ¿O sea, que cada uno haga lo que le venga en gana, incluso que escriba? ¿Eso es lo que te ha inculcado?
–No me ha inculcado nada.
Pero Ojos de Halcón no prestó atención a su respuesta. Estaba indignado:
–¡Ésa, ésa es la propaganda enemiga! ¿Has pensado lo que ocurriría si todos y cada uno se pusieran a escribir? ¿Has pensado lo que pasaría? ¿Y luego todos y cada uno empezarían a manifestar lo que les pasara por la cabeza? ¿No es así? ¿De dónde has sacado esas extrañas ideas? No, amiguito, esto no lo vamos a consentir. ¡Esta contrarrevolución no pasará!
Yediguéi callaba, desalentado y apenado por las palabras que le arrojaban. Y le sorprendía mucho que nada hubiera cambiado a su alrededor. Como si no sucediera nada. Veía por la ventana cómo pasaba rápidamente el tren de Tashkent, y por un segundo pensó que la gente iba en los vagones a sus asuntos y a sus necesidades, bebía té o vodka, entablaba sus conversaciones, y a nadie le importaba que en aquel momento, en el apartadero de Boranly-Buránny, él estuviera sentado frente a un Ojos de Halcóncaído sobre él de no se sabía dónde. Con un dolor en el pecho que llegaba al dolor físico, Yediguéi sentía deseos de salir huyendo de la oficina, de alcanzar aquel tren y partir en él aunque fuera al fin del mundo con tal de no encontrarse allí en aquel momento.
–¿Y bien? ¿Te llega el sentido de la pregunta? –prosiguió Ojos de Halcón.
–Me llega, me llega –respondió Yediguéi–. Sólo quisiera saber una cosa. Lo que hace es escribir sus recuerdos para los niños. Lo que le pasó en el frente, por ejemplo, en cautividad, con los guerrilleros. ¿Qué hay de malo en ello?