Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 27 стр.


–Para los niños –exclamó el otro–. ¡Y quién se lo va a creer! ¡Quién escribe para sus hijos, que tienen cuatro días mal contados! ¡Cuentos! ¡Así actúa el enemigo experto! Se esconde en un lugar perdido, donde no haya nada ni nadie a su alrededor, donde nadie pueda vigilarle, ¡y se pone a escribir sus memorias!

–Bueno, así lo ha querido este hombre –replicó Yediguéi–. Seguramente, le ha venido en gana manifestar su opinión personal, algo de sí mismo, algunos de sus pensamientos, para que ellos, sus hijos, lo leyeran cuando fueran mayores.

–¡Qué es eso de la opinión personal! ¿Pero eso qué es? –movió con reproche la cabeza Ojos de Halcón, suspirando–. ¿Significa algunas ideas propias? ¿Su concepto personal, no es así? ¿Una opinión personal aparte, quizá? No tiene que haber ninguna opinión personal de este género. Todo cuanto está en un papel ya no es una opinión personal. Lo escrito, escrito está. Todo el mundo querrá manifestar su opinión. Sería demasiado. Ahí están, ésos son los llamados Cuadernos guerrilleros, ahí tienes el subtítulo: «Días y noches en Yugoslavia», ¡ahí están! –arrojó sobre la mesa tres gruesos cuadernos encuadernados con tapa de hule–. ¡Un escándalo! Y tú aún intentas proteger a tu amigo. ¡Pero lo hemos desenmascarado!

–¿En qué le habéis desenmascarado?

Ojos de Halcónse removió en la silla y, de nuevo, con una inesperada sonrisita, saboreando anticipadamente su satisfacción, y con malignidad, dijo sin parpadear ni apartar sus ojos transparentes y claros:

–Bueno, permite que seamos nosotros quienes sepamos en qué le hemos descubierto –pronunció remachando cada palabra y embriagándose con el efecto producido–. Es cosa nuestra. No voy a informar a cualquiera.

–Bueno, si es así... –soltó confuso Yediguéi.

–Sus hostiles recuerdos no van a quedar impunes –observó Ojos de Halcón, y se puso a escribir rápidamente mientras decía–: Pensé que serías más inteligente, que eras de los nuestros. Un obrero de vanguardia. Un ex soldado. Que nos ayudarías a desenmascarar al enemigo.

Yediguéi frunció el ceño y dijo en voz baja pero inteligible, y en un tono que no dejaba lugar a dudas:

No voy a firmar nada. Se lo digo por anticipado. Ojos de Halcónle arrojó una mirada aniquiladora.

No necesitamos tu firma para nada. ¿Crees que si no firmas el asunto va a quedar en agua de borrajas? Te equivocas. Tenemos suficientes materiales para cargarle una dura responsabilidad aun sin tu firma.

Yediguéi guardó silencio dominado por una sensación de humillación, de abrasante vacío espiritual. Al propio tiempo crecía, como una ola en el mar de Aral, la indignación, el odio, el desacuerdo con lo que estaba pasando. Sintió súbitos deseos de estrangular a Ojos de Halcóncomo a un perro rabioso, y sabía que podría hacerlo. También era muy nudoso y fuerte el cuello del fascista que tuvo que estrangular con sus propias manos. No tenía otra salida; tropezó inesperadamente con él en una trinchera cuando expulsaban de la posición al enemigo. Entraron por uno de los flancos arrojando granadas a la trinchera y cosiendo los pasillos con ráfagas de metralleta, y cuando ya habían limpiado toda la línea e intentaban avanzar, aquel hombre se enzarzó con él cuerpo a cuerpo. Por lo visto sería el servidor de la ametralladora, que habría disparado hasta el último momento desde la trinchera. Habría sido mejor hacerle prisionero. Este pensamiento centelleó en la mente de Yediguéi. Pero el otro había conseguido sacar un cuchillo por encima de su ca-beza. Yediguéi le clavó el casco en la cara y rodaron por el suelo. Ya no quedaba otra solución que agarrarle por el cuello. El otro se revolvía, roncaba, arañaba la tierra por los lados en un intento de encontrar a tientas el cuchillo, arrancado de su mano. Y Yediguéi esperaba a cada instante que el cuchillo se clavara en su espalda. Por eso, con un esfuerzo implacable, sobrehumano, de fiera, apretaba y clavaba los dedos, rugiendo, en el cuello cartilaginoso de su enemigo, que iba abriendo la boca y tornándose negro. Y cuando el otro se ahogó y se olió un fuerte hedor a orines, Yediguéi abrió los dedos, convulsamente contraídos. Vomitó allí mismo, y cubierto de su propio vómito se arrastró para alejarse cuanto pudo, gimiendo, con los ojos turbios. A nadie había contado esto, ni entonces ni después.

A veces soñaba esta pesadilla y al día siguiente se encontraba muy mal y sin ganas de vivir... Esto fue lo que Yediguéi recordó entonces con estremecimiento y asco. Sin embargo, reconocía que Ojos de Halcón le vencería en astucia por su superior inteligencia. Y esto le hirió en lo vivo. Mientras el otro escribía, Yediguéi procuraba encontrar un punto débil en los argumentos de Ojos de Halcón. De todo lo dicho por éste, había una idea que impresionó a Yediguéi por su falta de lógica, por su diabólica incompatibilidad: ¿cómo se puede acusar a alguien de «recuerdos hostiles»? Como si los recuerdos de un hombre pudieran ser hostiles o amistosos. Los recuerdos son lo que hubo en un tiempo pasado, son lo que ya no existe, lo que hubo en el tiempo que se fue. Por lo tanto, el hombre recuerda las cosas tal como realmente fueron.

–Quisiera saber... –dijo Yediguéi sintiendo que la angustia le secaba la garganta. Pero se obligó a pronunciar estas palabras con mucha tranquilidad–. Tú dices... –adrede le llamaba «tú» para que el otro comprendiera que Yediguéi no tenía por qué adular ni qué temer: más allá de Sary-Ozeki no podían ya mandarle–. Tú dices –repitió– «recuerdos hostiles». ¿Cómo hay que entender eso? ¿Acaso puede haber recuerdos hostiles y otros que no lo sean? A mi juicio, el hombre recuerda lo que pasó, lo que ocurrió en otro tiempo, lo que ahora ya no existe desde hace tiempo. Y así resulta, que si son cosas buenas, hala, a recordarlas, pero si son malas o inconvenientes, entonces no lasrecuerdes, olvídalas, ¿es así? No creo que nunca haya sido así. O también, si alguien sueña, ¿hay que recordar el sueño? ¿Y si es un sueño terrible, inconveniente para alguien?

–¡Vaya por dónde me sales! ¡Hum, el diablo te lleve! –se sorprendió Ojos de Halcón–. Te gusta razonar, quieres discutir. Debes de ser el filósofo local. Muy bien, adelante. –Hizo una pausa. Como si apuntara, se preparó y soltó–: En la vida puede haber cosas de todos los colores en el sentido de los acontecimientos históricos. ¡No ha habido pocas cosas ni pocos modos de hacerlas! Lo importante es recordar y describir el pasado, verbalmente y aún con mayor motivo de forma escrita, de la manera que ahora se requiere, de la que ahora necesitamos. Y no conviene recordar todo aquello que no nos favorece. Y el que no sigue esta línea, significa que realiza un acto hostil.

–No estoy de acuerdo –dijo Yediguéi–. No puede ser así.

–Nadie necesita tu aprobación. Lo digo porque viene a cuento. Tú me preguntas y yo te lo explico por bondad de corazón. Por lo demás, no estoy obligado a entablar contigo semejante conversación. Bien, pasemos de las palabras al asunto. Dime, ¿ese Kuttybáyev, alguna vez, bueno, digamos en alguna franca conversación, supongamos después de haber bebido, no te soltó algún nombre inglés?

–¿A qué viene esto? –se sorprendió muy sinceramente Yediguéi.

–Ya verás a qué. –Ojos de Halcón abrió uno de los Cuadernos guerrillerosde Abutalip y leyó un pasaje subrayado con lápiz rojo–. «El 27 de septiembre llegó, a nuestra base una misión inglesa, un coronel y dos comandantes. Pasamos ante ellos en formación. Nos saludaron. Luego hubo una comida general en la tienda de los jefes. También nos invitaron a nosotros, a los pocos hombres que estábamos como guerrilleros extranjeros entre los yugoslavos. Cuando me presentaron al coronel, éste me estrechó la mano con mucha amabilidad y me estuvo interrogando a través del traductor para saber de dónde procedía y cómo había ido a parar allí. Se lo conté brevemente. Me sirvieron vino y bebí con ellos. Luego también charlamos durante largo rato. Me gustó ver que los ingleses eran una gente sencilla y franca. El coronel dijo que era una gran suerte, o, como se ex-presó él, una providencia, que en Europa nos hubiéramos unido todos contra el fascismo. Sin eso, la lucha contra Hitler habría sido aún más dura, y posiblemente habría terminado trágicamente para algunos pueblos aislados», y así por el estilo. –Terminada la cita, Ojos de Halcóndejó el cuaderno. Encendió otro Kazbek, y tras una pausa, exhalando el humo prosiguió–: Resulta que Kuttybáyev no replicó al general inglés que sin el genio de Stalin habría sido imposible la victoria por mucho que se hubieran esforzado en Europa, con los guerrilleros o por cualquier otro medio. ¡Resulta, pues, que no tenía al camarada Stalin ni en la mente! ¿Te llega el sentido?

–Quizá le habló de eso –Yediguéi intentó defender a Abutalip–, pero se olvidó de escribirlo.

–¿Y en dónde se dice esto? ¡No me lo demostrarás! Además, lo hemos comprobado en las declaraciones de Kuttybáyev del año cuarenta y cinco, cuando pasó por la comisión de control al volver de la unidad de guerrilleros de Yugoslavia. Allí no se cita el caso de la misión inglesa. O sea, que en eso hay algo sucio. ¡Quién puede afirmar que no estuvo relacionado con los servicios ingleses de inteligencia!

De nuevo Yediguéi sintió opresión y dolor. No comprendía adónde quería ir a parar Ojos de Halcón.

–¿No te dijo nada Kuttybáyev, piénsalo, no te mencionó nombres ingleses? Nos importaría mucho saber quiénes formaban la misión inglesa.

–¿Qué nombres suelen tener?

–Bueno, por ejemplo, John, Clark, Smith, Jack...

–No los he oído jamás.

–Ojos de Halcónquedó meditabundo, sombrío; seguramente, en su encuentro con Yediguéi, no todo era de su gusto. Luego, dijo de un modo disimulado:

–Así, pues, aquí abrió una especie de escuela, enseñaba a los niños, ¿verdad?

–¡Pero qué escuela ni qué nada! –Yediguéi se echó a reír involuntariamente–. Tiene dos hijos. Yo tengo dos hijas. Ésa es toda la escuela. Los mayores tienen cinco años, los pequeños, tres. Los niños no tienen donde meterse, el desierto los rodea. Ellos entretenían a los niños, los educaban, quiero decir. De todos modos, habían sido maestros tanto él como su esposa. Bueno, pues leían, dibujaban, aprendían a escribir, a contar. Ésa era toda la escuela.

–¿Y qué cancioncillas cantaban?

–De todas clases. Infantiles. Ya no las recuerdo. –¿Y qué les enseñaba? ¿Qué escribían?

–Letras. Palabras, de las corrientes.

–¿Qué palabras, por ejemplo?

–¿Cómo que cuáles? No las recuerdo.

–¡Pues ésas! – Ojos de Halcónencontró entre los papeles unas hojas de los cuadernos de estudio con unos garabatos infantiles–. Éstas son las primeras palabras. –En la hojita, una mano infantil había escrito: «Nuestra casa»–. Ya lo ves, las primeras palabras que escribe un niño son «nuestra casa». ¿Y por qué no «nuestra victoria»? Porque la primera palabra que tiene que estar ahora en nuestros labios, ¿cuál es, piénsalo, cuál es? Tiene que ser «nuestra victoria». ¿No es así? ¿Y por qué no le pasó eso a él por la cabeza? La victoria y Stalin son inseparables.

Yediguéi se quedó cortado. Se sentía tan humillado por todo aquello y sentía tanta lástima de Abutalip y de Zaripa, que tantas fuerzas y tiempo habían consagrado a su tarea con los inocentes niños, y fue tanta su rabia que osó decir:

–Si es así, el primer deber es escribir «nuestro Lenin». Pues Lenin, de todos modos, ocupa el primer puesto.

Ojos de Halcóncontuvo la respiración, cogido por sorpresa, y después estuvo largo rato exhalando el humo de sus pulmones. Se levantó. Evidentemente, necesitaba pasear, pero no era posible en aquella pequeña habitación.

–¡Cuando decimos Stalin sobreentendemos Lenin! –pronunció de forma impetuosa y machacona. Luego, respiró aliviado como después de una carrera y añadió conciliador–: Bien, vamos a considerar que esta conversación no ha existido.

Se sentó, y de nuevo destacaron con precisión, en su rostro impenetrable, sus imperturbables y claros ojos de halcón con matices amarillentos.

–Tenemos noticia de que Kuttybáyev se manifestó en contra de la enseñanza de los niños en internados. ¿Qué me dices? Según creo, eso sucedió en tu presencia, ¿verdad?

–¿De dónde han salido estas noticias? ¿Quién las ha comunicado? –se impresionó Yediguéi, y en seguida apuntó en su mente la idea: Abílov, el jefe del apartadero, tenía toda la culpa, él lo había denunciado, pues la conversación había tenido lugar en su presencia.

La pregunta de Yediguéi enfureció sobremanera a Ojos de Halcón.

–Oye, ya te lo he dado a entender: los informes y su procedencia, es cosa nuestra. No tenemos que dar cuentas a nadie. Recuérdalo. Anda, declara, ¿qué dijo?

–¿Que qué dijo? Hay que hacer memoria. Verás, el obrero más antiguo del apartadero, Kazangap, tiene un hijo que estudia en el internado de la estación de Kumbel. Bueno, el chico, está claro, es un poco gamberro, suele contarnos mentiras. Pues bien, el primero de septiembre enviaron de nuevo a Sabitzhán a estudiar. Su padre le llevó en el camello. Y la madre, es decir, la esposa de Kazangap, Bukéi, se puso a llorar y a lamentarse: «Qué desgracia», decía, «todo ha sido ir a estudiar al internado, y parece que se ha vuelto malo. No se siente unido con el corazón y el alma, ni a su casa, ni a su padre ni a su madre como antes», dijo. Claro, es una mujer de poca cultura. Naturalmente, para educar al hijo tienen que vivir continuamente alejados de él...

–Muy bien –le interrumpió Ojos de Halcón¿Y qué dijo Kuttybáyev acerca de eso?

–Él también estaba entre nosotros. Dijo que la madre intuía con el corazón algo malo. Que la enseñanza en un internado no es una mejora. El internado en cierta manera arrebata, bueno, no arrebata, aleja al niño de la familia, del padre y de la madre. Y que, en general, ésa es una cuestión delicada. Es un problema difícil para todos, tanto para él como para los demás. No hay nada que hacer, dado que no existen otras alternativas. Yo le comprendo. También tengo hijos de esa edad. Y ya me duele el alma pensar qué pasará, qué va a salir de todo ello. Algo malo, seguramente...

–Eso, luego –le detuvo Ojos de Halcón–. ¿O sea que dijo que el internado soviético es cosa mala?

–Él no dijo «soviético». Dijo simplemente internado. En Kumbel está nuestro internado. Lo de «malo» lo he dicho yo.

–Bueno, eso no tiene importancia. Kumbel está en la Unión Soviética.

–¡Cómo que no tiene importancia! –Yediguéi perdió los estribos sintiendo que el otro le estaba enmarañando–. ¿Por qué atribuirle a un hombre lo que no ha dicho? Yo también pienso así. De vivir en otra parte, de no vivir en el apartadero, por nada del mundo enviaría a mis hijos a ningún internado. Así es, y yo pienso de esta manera. ¿O sea que...?

–¡Piénsalo! ¡Piénsalo! –dijo Ojos de Halcóncortando la conversación. Y después de una pausa, continuó–: Bien, bien, por lo tanto sacaremos conclusiones. O sea, que está en contra de la enseñanza colectiva, ¿no es así?

–¡No está en contra de nada! –Yediguéi perdió la paciencia–. ¿Por qué levantar falsas acusaciones? ¿Cómo es posible?

–Basta, basta, déjalo –lo marginó con un gesto Ojos de Halcón, que no consideró necesario entrar en explicaciones–. Y ahora dime, ¿qué cuaderno es ése que lleva por título El pájaro Donenbái? Kuttybáyev asegura que lo escribió recogiendo la historia de labios de Kazangap y, en parte, de los tuyos. ¿Es así?

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