Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 28 стр.


–Exactamente –se animó Yediguéi–. Aquí, en Sary-Ozeki, se cuenta esta historia, esta leyenda, claro. No lejos de aquí hay un cementerio que fue naimano en otro tiempo y que ahora se llama de Ana-Beit; allí fue enterrada Naiman-Ana, muerta por su propio hijo mankurt...

–Bueno, es suficiente, ya lo leeremos, veremos qué se esconde tras ese pájaro –dijo Ojos de Halcón, y se puso a hojear el cuaderno razonando de nuevo en voz alta y expresando de este modo su actitud–: El pájaro Donenbái, hum, no podía pensarse nada mejor. Un pájaro que lleva un nombre humano. Buen escritor me ha salido. Apareció un nuevo Mujtar Auézov. Fijaos, un escritor de la vieja antigüedad feudal. El pájaro Donenbái, hum. Cree que no lo descifraremos... Y él va y escribe a hurtadillas, para sus hijos, ya veis. ¿Y esto qué? ¿También era para sus hijitos? – Ojos de Halcónpuso ante la cara de Yediguéi otro cuaderno de tapas charoladas.

–¿Qué es esto? –no comprendió Yediguéi.

–¿Qué es? Deberías saberlo. Mira el título: Alocución de Kaimaly-agá a su hermano Abdilján.

–Cierto, es también una leyenda –empezó Yediguéi–. Un suceso real. Los ancianos conocen esta historia...

–No pases cuidado, también la sé –le interrumpió Ojos de Halcón–. La oí de pasada. Un anciano, un viejo chocho, se enamora de una joven de diecinueve años. ¿Qué hay de bueno en eso? Por lo que se ve este Kuttybáyev no sólo es un tipo hostil sino además un hombre moralmente pervertido. Y hay que ver con qué detalle ha descrito todo este marasmo.

Yediguéi enrojeció. Pero no de vergüenza. Su alma estaba llena de ira porque ya no podía cometerse mayor injusticia con Abutalip. Y dijo, conteniéndose a duras penas:

–Sabes una cosa, yo no sé qué categoría tienes tú allí como jefe, pero eso tú a él no se lo cargues. Quiera Dios que todo el mundo fuera un padre y un marido como él, y cualquiera te dirá aquí qué clase de hombre es. Los que vivimos aquí nos podemos contar con los dedos de la mano, todos nos conocemos unos a otros.

–De acuerdo, de acuerdo, tranquilízate –respondió Ojos de Halcón–. Ése os ha enturbiado el cerebro. Los enemigos siempre disimulan. Y nosotros los desenmascaramos. Es todo, puedes retirarte.

Yediguéi se levantó. Estaba como indeciso mientras se ponía la gorra.

–Así, pues, ¿qué le va a pasar? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Van a meter en la cárcel a un hombre sólo por esos escritos? Ojos de Halcón se levantó bruscamente de la mesa.

–Escucha, te lo repetiré otra vez: ¡no es cosa tuya! ¡Sabemos muy bien cuándo hay que perseguir al enemigo, cómo tratarle y qué castigo imponerle! No te rompas la cabeza. Conoces cuál es tu camino. ¡Vete!

Aquel mismo día, avanzada la noche, se detuvo de nuevo un tren de pasajeros en el apartadero de Boranly-Buránny. Sólo que entonces el tren iba en dirección contraria. Y también se detuvo muy poco rato. Unos tres minutos.

Esperando en la oscuridad, en la vía principal, estaban los tres hombres de las botas de piel de vaca. Se llevaban consigo a Abutalip Kuttybáyev. Algo separados, alejados por las impenetrables espaldas de aquellos hombres, estaban los de Boranly: Zaripa con los niños, Yediguéi y Ukubala, y además el jefe del apartadero, Abílov, que paseaba de arriba abajo mezquinamente preocupado porque el tren se retrasaba media hora sobre el horario previsto. Pero ¿qué hacía él allí? Habría podido quedarse tranquilamente en casa. Kazangap, que también había sido interrogado con motivo de las malhadadas leyendas descubiertas en casa de Abutalip, se encontraba en aquel momento en las agujas. Él, con su propia mano, dirigiría el tren hacia las vías que debían llevarse a Abutalip lejos de Sary-Ozeki. Bukéi se había quedado en casa con las hijas de Yediguéi. Los tres de las botas, con los cuellos levantados para resguardarse del viento, separaban a Abutalip con sus espaldas y mantenían un silencio tenso. Los de Boranly, en grupo aparte, también callaban.

El viento era blanco. Levantaba la nieve con susurros y silbidos apenas perceptibles. Seguramente habría ventisca. La fría bruma se hinchaba, se ponía tensa en los opacos cielos de SaryOzeki. La luna traslucía apenas, rara, abatida, como una mancha solitaria y pálida. El frío quemaba las mejillas.

Zaripa lloraba en silencio, sosteniendo el hatillo con la comida y la ropa que se disponía a entregar a su marido. Las bocanadas de vapor que salían por la boca de Ukubala delataban sus profundos suspiros. Escondía a Daúl bajo los faldones de su pelliza. Daúl, por lo visto, presentía algo, callaba inquieto estrechándose contra tía Ukubala. Pero quien lo pasó peor fue Ermek. El pequeñín nada sospechaba.

–¡ Pápika, pápika! –llamaba a su padre–. Ven aquí con nosotros. ¡Nosotros también viajaremos contigo!

Abutalip se estremecía al oír su voz, intentaba involuntariamente darse la vuelta y responder al niño, pero no le permitían volver la cabeza. Uno de los tres hombres no pudo contenerse:

–¡No os quedéis aquí! ¿Me oís? Marchaos, ya os acercaréis después.

Hubo que retroceder un poco.

Y entonces a lo lejos aparecieron las luces de la locomotora y todos se pusieron en movimiento y se dirigieron a su sitio. Zaripa no pudo contenerse y empezó a sollozar con más fuerza. Junto con ella rompió a llorar Ukubala. El tren les traía la separación. Perforando con su luz frontal la gruesa capa de bruma helada que volaba por el aire, avanzaba amenazador, creciendo entre bocanadas de niebla como una masa oscura y tonante. Al acercarse, cada vez se elevaban más sobre la tierra los ardientes faros de la locomotora, y en la franja de luz, entre las vías, cada vez se distinguían mejor los revoloteos del viento raso, cada vez era más audible e inquietante el fatigado ruido de las manivelas y pistones. Empezaba a distinguirse ya el perfil del tren.

Pápika, pápika! ¡Mira, ya viene el tren! –gritó Ermek, y se calló sorprendido de que su padre no le respondiera. Y de nuevo intentó llamar su atención–: ¡ Pápika, pápika!

El jefe del apartadero, Abílov, que rondaba diligente por allí, se acercó a los tres hombres:

El coche-correo va a la cabeza del tren. Les ruego que vayan, por favor, hacia delante. Allí.

Todos avanzaron hacia la parte que se les indicaba con paso bastante rápido, el tren ya los alcanzaba. Delante, sin volver la cabeza, iba Ojos de Halcóncon una cartera, tras él, acompañando a Abutalip, seguían sus dos robustos ayudantes, y a cierta distancia se apresuraba Zaripa seguida de Ukubala que llevaba de la mano a Daúl. Yediguéi avanzaba con ellos, ligeramente retrasado, llevando a Ermek en brazos. No podía permitirse romper a llorar delante de las mujeres y los niños. Y mientras caminaban, luchaba consigo mismo, intentaba controlar una bola dura que se le había atascado en la garganta.

–Eres un niño inteligente, Ermek. Eres inteligente, ¿verdad? Eres inteligente y no vas a llorar, ¿de acuerdo? –murmuraba incoherentemente, estrechando al pequeñuelo contra su pecho.

Mientras, el tren aminoraba la marcha y avanzaba hacia la parada. El niño se estremeció asustado en los brazos de Yediguéi cuando el tren, al llegar a su altura y sobrepasarla un poco expelió el vapor con vivo ruido al tiempo que sonaba el penetrante pitido del conductor.

–No temas, no temas –dijo Yediguéi–. No temas nada mientras esté contigo. Y siempre lo estaré.

El tren se detuvo tras un pesado chirrido. Los vagones, cubiertos de escarcha y de polvo de nieve, cegatos por la costra de hielo de los cristales, quedaron petrificados en su sitio. Y se hizo el silencio. Pero la locomotora en seguida volvió a soltar vapor con un siseo preparándose para ponerse de nuevo en camino. El coche-correo iba tras el vagón de equipajes que seguía a la locomotora. Las ventanas del coche-correo tenían rejas, y la puerta, de dos hojas, estaba en el centro del vagón. La puerta se abrió desde dentro. Asomaron un hombre y una mujer con la gorra de Correos, pantalones acolchados y blusas forradas. La mujer, que llevaba un farol, era por lo visto el jefe. Era pesada, de ancho pecho.

–¿Sois vosotros? –preguntó manteniendo el farol a la altura de la cabeza para alumbrarlos a todos–. Os esperábamos. El sitio está preparado.

Primero subió Ojos de Halcóncon su enorme cartera. –¡Venga, adelante, adelante, no os entretengáis! –dio prisa en seguida a los otros dos.

–¡Volveré pronto! ¡Es un malentendido! –dijo apresuradamente Abutalip–. ¡Volveré pronto, esperadme!

Ukubala no pudo aguantarse. Rompió a llorar ruidosamente cuando Abutalip comenzó a despedirse de los niños. Los estrechaba con todas sus fuerzas, los besaba y les decía unas palabras que ellos, asustados, no comprendían. Y la locomotora estaba ya a punto de partir. Todo sucedía a la luz de una lamparilla de mano. Y entonces sonó de nuevo un penetrante pitido que recorrió todo el tren como una corriente eléctrica produciendo escozor en el alma.

–¡Ya está, venga, venga, suba! –los dos hombres arrastraron a Abutalip hacia el estribo del vagón.

Yediguéi y Abutalip tuvieron ocasión de abrazarse fuertemente en el último instante y permanecieron así durante un segundo, comprendiéndolo todo con la mente y con el corazón, con todo su ser, estrechando una contra otra sus húmedas y punzantes mejillas.

–¡Cuéntales cosas del mar! –musitó Abutalip.

Fueron sus últimas palabras. Yediguéi lo comprendió. El padre le pedía que hablara a sus hijos del mar de Aral.

–Bueno, basta, venga, pero venga, ¡ande, súbase! –le empujaron.

–Empujándole por detrás y por los hombros, los dos hombres metieron a Abutalip en el vagón. Y sólo entonces llegó hasta los niños la terrible idea de la separación. Rompieron a llorar al unísono, gritando a la vez:

-¡yápika! ¡Papá! ¡yápika! ¡Papá!

Y Yediguéi corrió hacia el vagón con Ermek en brazos.

–¿Adónde vas? ¿Adónde vas? ¡Pero qué haces! –le rechazó furiosamente por el pecho la mujer del farol, que cubría con sus pesadas espaldas el paso de la puerta.

En aquel momento nadie comprendió que Yediguéi estaba dispuesto, si llegaba el caso, a partir en lugar de Abutalip para estrangular por el camino a Ojos de Halcóncon sus propias manos. Tan insoportable fue su dolor cuando empezaron a gritar los niños.

–¡No se quede aquí! ¡Váyase de aquí, váyase! –vociferó la mujer del farol.

Y el vapor de su boca, fuertemente ahumada por el tabaco, dio con su hedor a cebolla en el rostro de Yediguéi.

Zaripa recordó que el hatillo continuaba en sus manos.

–¡Tomad, dádselo, es comida! –arrojó el hatillo en el vagón.

La puerta del coche-correo se cerró de golpe. Todo quedó en silencio. La locomotora dio la señal y se puso en marcha. Avanzó, chirriante, dando vueltas a las ruedas, adquiriendo lentamente velocidad en medio de la helada.

Los de Boranly siguieron involuntariamente al tren en movimiento y caminaron al lado del vagón cerrado. La primera en volver a la realidad fue Ukubala. Cogió a Zaripa, la estrechó contra su pecho y no la soltó.

–¡Daúl, no te vayas! ¡Para, quédate aquí! ¡Coge a mamá de la mano! –ordenó en voz alta superando el repiqueteo de las ruedas que iba acelerándose al pasar por su lado.

Yediguéi con Ermek en brazos corría aún en el sentido de la marcha del tren, y sólo se detuvo cuando pasó, visto y no visto, el último vagón. El tren se había ido llevándose consigo el ruido que se iba apaciguando, y las ardientes luces que se apagaban... Se oyó un último y prolongado pitido...

Yediguéi volvió sobre sus pasos. Durante mucho rato no pudo calmar al niño en su llanto...

Ya en casa, sentado frente a la estufa, como atontado, se acordó de Abílov en mitad de la noche. Yediguéi se levantó suavemente y empezó a ponerse el abrigo. Ukubala lo adivinó en seguida.

–¿Adónde vas? –agarró a su marido–. ¡No le toques, no te atrevas a ponerle ni un dedo encima! Tiene la esposa embarazada. Y además, no tienes ningún derecho. ¿Cómo lo demostrarás?

–No pases cuidado –le respondió tranquilamente Yediguéi–. No le tocaré, pero Abílov debe saber que es mejor que se traslade a otro lugar. Te prometo que no caerá un solo pelo de su cabeza. ¡Créeme! –y liberó el brazo de una sacudida y salió de casa.

Las ventanas de los Abílov estaban aún iluminadas.

Haciendo crujir con dureza la nieve del sendero, Yediguéi se acercó a la fría puerta y llamó con fuerza. Abílov abrió la puerta.

–Ah, Yedik, entra, entra –dijo asustado, y se echó para atrás, muy pálido.

Yediguéi entró en silencio envuelto en nubes de helado vapor. Se detuvo en el umbral cubriendo la puerta con su persona.

–¿Por qué has dejado huérfanos a esos desgraciados? –preguntó, procurando en lo posible mostrarse comedido.

Abílov cayó de rodillas y se arrastró literalmente hasta agarrar los faldones de la pelliza de Yediguéi.

–¡Por Dios, que no fui yo, Yedik! Que mi mujer no pueda parir –lanzó el terrible juramento volviéndose a su esposa embarazada, petrificada de espanto, y dijo con premura, saltando de una cosa a otra–: Por Dios que no fui yo, Yedik. ¡Cómo podría! ¡Fue aquel inspector! Recuérdalo. No hacía más que inquirir e interrogar preguntando qué escribía y para qué escribía. Fue él, el inspector. ¡Cómo podría yo! ¡Que ella no pueda parir! Hace un momento, allí, en el tren, no sabía dónde meterme, ¡estaba dispuesto a hundirme en la tierra para no verlo! Aquel inspector no hacía más que metérseme en el alma con su conversación, no hacía más que preguntar sobre todo, y cómo podía yo saber... De haberlo sabido...

Bien, de acuerdo –le interrumpió Yediguéi–. Levántate, hablemos como las personas. Aquí, delante de tu mujer. Que todo acabe felizmente. Ahora no se trata de eso. Incluso aunque no seas culpable. Pero, la verdad, a ti tanto te da dónde vivir. Y nosotros hemos de quedarnos aquí, quizá, hasta la muerte. Así que piénsalo. Seguramente valdría la pena que a su debido tiempo te trasladaras a otro trabajo. Es mi consejo. Y eso es todo. No volveremos a tocar más este tema. Sólo quería decirte

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