Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 29 стр.


eso y nada más...

Dicho esto, Yediguéi salió cerrando la puerta tras de sí.

CAPÍTULO IX

La nube blanca de Chinguizhán

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

En las ventiscosas noches de febrero, cuando los trenes se abrían paso entre las blancas y volantes tinieblas que los vientos levantaban continuamente en las frías llanuras de Sary-Ozeki, los maquinistas debían aplicar no poco esfuerzo para distinguir en la estepa, entre montañas de nieve, el apartadero de Boranly-Buránny. Envueltos en apelmazados torbellinos, los trenes nocturnos iban y venían en la oscuridad como en un intranquilo e inquietante sueño.

En noches así parecía como si el mundo naciera de nuevo del primitivo caos: envueltas en el crudo frío de su propio aliento, las estepas de Sary-Ozeki parecían un vaporoso océano surgido de la tremenda lucha entre las tinieblas y la luz...

Y en este gran espacio desierto, cada noche brillaba una luz en una ventana del apartadero, y no se apagaba hasta la mañana, como si tras aquella ventana hubiera un alma sufriendo amargamente, como si hubiera allí alguien gravemente enfermo, alguien muy intranquilo o que padeciera un fuerte insomnio. La ventana pertenecía a la barraca de la estación donde vivía la familia de Abutalip Kuttybáyev. Su esposa y sus hijos lo esperaban cada día, sin apagar la luz por la noche, y durante la misma, Zaripa recortaba varias veces la consumida mecha de la lámpara. E involuntariamente, a la luz de nuevo renacida, cada vez detenía la mirada en los niños dormidos: los dos chiquillos de cabeza morena dormían como un par de cachorros. La mujer sentía un escalofrío bajo la camiseta, y cruzaba los brazos sobre el pecho, se encogía hecha un ovillo, y se asustaba al mirarlos pensando que los niños soñarían con su padre, correrían en sueños hacia él con todas sus fuerzas, abriendo los brazos, llorando y riendo, adelantándose uno a otro sin llegar nunca al final de su carrera... Cuando estaban despiertos, también esperaban a su padre cada vez que un tren se detenía en su apartadero, aunque sólo fuera medio minuto. Así que el convoy se detenía con gran chirrido de frenos, los chiquillos estiraban el cuello hacia las ventanillas dispuestos a correr al encuentro de su padre. Pero el padre no aparecía, los días iban pasando y no llegaba ninguna noticia de él, como si le hubiera atrapado un alud súbitamente desplomado de la montaña, y nadie supiera dónde y cuándo le había sucedido.

Y había también otra ventana, ésta enrejada con negro hierro forjado, en el semisótano de incomunicados del tribunal de Alma-Atá, cuya luz tampoco se apagaba hasta la mañana a lo largo de todas aquellas noches. Hacía un mes entero que Abutalip Kuttybáyev languidecía las veinticuatro horas del día bajo la deslumbrante luz de una lámpara de mucha potencia colocada en el techo. Era su maldición. No sabía dónde meterse, ni cómo proteger de aquella luz eléctrica, perforadora, cortante como un cuchillo, sus debilitados ojos, su desdichada cabeza, ni cómo aletargarse aunque sólo fuera un segundo, para dejar de pensar por qué estaba allí y qué querían de él. Por la noche, apenas se volvía hacia la pared cubriéndose la cabeza con la camisa, irrumpía en la celda el celador, que le observaba por la mirilla, lo arrojaba del catre y le propinaba unos puntapiés: «¡No te vuelvas hacia la pared, canalla! ¡No te cubras la cabeza, malvado! vlasovista [18]». Por más que él gritara que no era ningún vlasovista, que nada tenía que ver con este asunto.

Y de nuevo yacía de cara a la implacable luz eléctrica, frunciendo las cejas, cubriéndose los doloridos y abotagados ojos, con el ansia dolorosa de encontrarse en la oscuridad, en las tinieblas, aunque fueran las de la tumba, donde los ojos y el cerebro pudieran acabar su existencia, y donde ya ningún cela‑

dor ni ningún juez tuvieran poder para atormentarle con aquel suplicio insoportable: la luz, la privación del sueño, las palizas.

Los celadores cambiaban con el turno, pero todos, como un solo hombre, eran implacables: ninguno de ellos se mostraba misericordioso, ninguno se permitía no advertir que el prisionero se había vuelto de cara a la pared, al contrario, sólo esperaban que lo hiciera, y todos descargaban sus golpes con furia y palabrotas. Aunque Abutalip Kuttybáyev comprendía la misión y las obligaciones de los celadores, no por ello a veces dejaba de preguntarse con desesperación: «¿Por qué son así? Tienen aspecto humano. ¿Cómo pueden albergar tanto rencor? En realidad, a ninguno de ellos hice mal alguno. No me conocían, no les conocía, pero me golpean y se burlan de mí como si de una venganza de sangre se tratara. ¿Por qué? ¿De dónde salen estos hombres? ¿Cómo se han convertido en lo que son? ¿Por qué me martirizan? ¿Cómo resistir, cómo no volverme loco, cómo no romperme la cabeza contra la pared? Porque otra salida no hay».

Un día, pese a todo, no se pudo contener. Fue como la llamarada de un blanco relámpago. Ni él mismo comprendía después cómo pudo ser que se agarrara al celador que le daba de puntapiés. Y rodaron por el suelo en furioso cuerpo a cuerpo. «¡En el frente te habría pegado un tiro como a un perro rabioso!», gritó con voz ronca Abutalip desgarrando con un crujido el uniforme del celador y apretando su cuello con dedos petrificados. No se sabe cómo habría terminado la cosa de no acercarse apresuradamente otros dos guardias que estaban en el pasillo.

Abutalip no volvió en sí hasta el día siguiente. Lo primero que vio a través de la bruma y el dolor fue la misma bombilla inapagable, la del techo. Luego, al enfermero que cuidaba de él.

—Descansa, ahora ya no te vas al otro mundo —le dijo en voz baja el enfermero aplicándole una compresa a la herida de la frente—. Y no vuelvas a ser el último de los estúpidos. Esta vez podían haber acababo contigo por atacar a la guardia, habrían podido pegarte como a un perro, y además impunemente. Da las gracias a Tansykbáyev, no necesita tu cadáver, te necesita a ti, vivo. ¿Comprendes?

Abutalip callaba con aire estúpido. Le daba lo mismo lo que pudiera sucederle, el giro que tomara su destino. Su espíritu no recuperó en seguida la capacidad para el sufrimiento.

En aquellos días tuvo momentos de obnubilación. La pérdida de la noción de la realidad, y el estado de duermevela, fueron una protección salvadora. En aquellos momentos, Abutalip no deseaba esconderse ni evitar la hiriente luz, al contrario, ansiaba ir al encuentro de aquella implacable y dolorosa radiación que le volvía loco, y le parecía que flotaba en el aire acercándose a la fuente de dolor y de irritación, venciéndose a sí mismo en la lucha por superar la fuerza de aquella luz incesante y cegadora, por disolverse y desaparecer en la inexistencia.

Sin embargo, incluso entonces conservaba en su martirizada conciencia un hilo que le relacionaba con el pasado: una deprimente e incesante añoranza, un incesante temor por su familia y por sus hijos.

Mientras sufría insoportablemente por ellos, por los que había dejado en Sary-Ozeki, Abutalip hacía esfuerzos por juzgarse a sí mismo, por entender su culpa, y procuraba responderse, también a sí mismo, por qué, realmente, era preciso que le castigaran. Y no encontraba respuesta. Como no fuera por haber caído prisionero, por haber estado cautivo de los alemanes como tantos otros, miles, que habían sido cercados. ¿Pero hasta qué punto se podía castigar por esto? La guerra ya quedaba lejos. Todo se había pagado hacía mucho tiempo, con sangre y con campos de concentración, y ya no estaba tan lejos el día en que se dispersaran, cada uno a su tumba, cuantos habían participado en la guerra. Pero el dueño del poder ilimitado continuaba vengándose, no se calmaba. ¿Cómo entender, si no, lo que estaba sucediendo? Al no encontrar respuesta, Abutalip acariciaba un sueño: de un día para otro se descubriría que se había producido un fastidioso malentendido, y entonces él, Abutalip Kuttybáyev, estaría dispuesto a olvidar todas las ofensas con tal que lo liberaran lo más rápidamente posible y lo enviaran cuanto antes a casa, y él correría, no, volaría como si tuviera alas, volaría hacia allí, hacia los niños, hacia su familia, hacia Sary-Ozeki, hacia el apartadero de Boranly-Buránny, donde le esperaban con impaciencia los niños Ermek y Daúl, y la esposa Zaripa, que cuidaba a sus retoños en aquella nevada estepa como el ave cuida a los suyos bajo el ala, junto al corazón palpitante, y que con lágrimas e interminables súplicas intentaba conmover, convencer, dulcificar el destino, suplicar misericordia para que el marido se salvara...

Para no llorar a lágrima viva, para no llorar de dolor ni caer en la locura, Abutalip empezó a acariciar sueños, buscando en ello un engañoso lenitivo, imaginando visualmente que él, justificado por ausencia de culpa, se presentaba en casa. Se veía saltando del estribo del mercancías que oportunamente le llevaba al hogar, se veía corriendo hacia la casa, y ellos —los niños y Zaripa— a su encuentro... Pero pasaban los minutos de ilusión, y volvía a la realidad como en una resaca, caía en el abatimiento, y algunas veces pensaba que «El castigo de SaryOzeki», la leyenda que había escrito —los sufrimientos de unos padres castigados, su adiós al hijito— era algo eterno que ahora tenía también relación con él. Él también había sido castigado con la separación... Y en realidad, sólo la muerte tiene derecho a separar a los padres de los hijos, pero nada más ni nadie más...

En estos momentos, Abutalip lloraba calladamente, avergonzado de sí mismo, sin saber cómo calmar las lágrimas que humedecían sus fuertes mejillas como la llovizna las piedras. Ni en la guerra había padecido tanto, pues entonces, aunque desdichado, estaba solo. Ahora había comprobado que un fenómeno al parecer normal —los hijos— encerraba el más alto sentido de la vida, y en cada caso concreto, en cada persona, era la felicidad; la felicidad si los tenía a su lado, y una tragedia si se había quedado sin ellos... Ahora había comprobado también lo mucho que significaba la propia vida en el momento de perderla, en la última hora, cuando bajo los destellos de la última luz, la luz cruel que precede a la inevitable marcha hacia la oscuridad, llega el momento de pasar cuentas. Y la cuenta principal de la vida son los hijos. Seguramente, porque así lo dispone la naturaleza: la vida de los padres se gasta en cuidar del crecimiento de sus continuadores. Y separar a los padres de los hijos significa privarles de la posibilidad de cumplir su misión de padres, es decir, condenar su vida a un final vacío. En estos momentos de clara visión era difícil no caer en la desesperación; conmovido, casi imaginando visualmente la escena de la entrevista, Abutalip concebía lo quimérico de la esperanza y era víctima de un callejón sin salida. Cada día la tristeza se apoderaba más profundamente de su alma, debilitando y doblegando su voluntad. La desesperación se acumulaba sobre él como la nieve húmeda en la pronunciada pendiente de la montaña, donde de un momento a otro se produce un inesperado alud...

Eso era lo que necesitaba el juez del M G B (Ministerio de Seguridad del Estado) Tansykbáyev, y esto era lo que procuraba conseguir desarrollando metódica y consecuentemente el dosier satánicamente inventado por ellos —con la aprobación de las autoridades superiores—, el historial del prisionero de guerra Abutalip Kuttybáyev, sus relaciones con los especialistas militares ingleses y yugoslavos, y su práctica de labor de zapa ideológica en los alejados distritos del Kazajstán. Ésta era la formulación general. Quedaba por delante el trabajo de investigación y calificación de algunos detalles, quedaba por delante también la confesión completa de Abutalip Kuttybáyev sobre los que participaban en el crimen, pero lo principal formaba parte ya de la propia formulación de la acusación, una acusación de extraordinaria actualidad política que atestiguaba la excepcional perspicacia de Tansykbáyev y su fervor en el servicio. Y si para Tansykbáyev este asunto era el gran éxito de su vida, para Abutalip Kuttybáyev era un cepo, un círculo de perdición, pues con una formulación tan terrorífica el resultado sólo podía ser uno: la confesión completa de los crímenes que le atribuían y todas las consecuencias dimanantes de ello. No podía haber ninguna otra salida. Era un caso absolutamente prejuzgado en el que la acusación servía de prueba irrefutable del crimen.

Por ello, Tansykbáyev no podía inquietarse por el éxito final de su empresa. Aquel invierno había llegado el momento estelar de su carrera. Un insignificante descuido en el servicio le había condenado a permanecer algunos años con el grado de comandante. Pero ahora se le abría una nueva perspectiva. No tan a menudo, ni mucho menos, se conseguía pescar de las profundidades algo semejante al caso de Abutalip Kuttybáyev. Había tenido suerte, ni que decir tiene.

Sí, puede decirse que en aquellos días de febrero de 19533 la historia se había mostrado benévola con Tansykbáyev; al parecer, la historia del país sólo existía para servir puntualmente a sus intereses. No tanto con la comprensión cuanto con la intuición, presentía este buen regalo de la historia, que iba acrecentando continuamente la importancia primordial de su servicio y con ello lo elevaba cada vez más ante sus propios ojos, por lo que se sentía animado y de buen talante. Al mirarse en el espejo, a veces se admiraba: hacía tiempo que sus ojos de halcón, nunca parpadeantes, no tenían aquel brillo juvenil. Y removía los hombros canturreando satisfecho a media voz en purísimo idioma ruso: «Nacimos para convertir las fábulas en hechos reales...». Su esposa, que compartía sus esperanzas, también estaba de buen humor, y cuando venía al caso decía: «Es igual, no tardaremos en recibir lo debido». También el hijo, alumno de la clase superior y activista del komsomol, aunque a veces se mostrara desobediente, cuando se trataba del asunto decía con fervor: «¿Papá, podremos felicitarte pronto por tu ascenso a teniente coronel?». Tenía para ello sus motivos concretos, los cuales, aunque no tenían una relación directa con Tansykbáyev, sin embargo...

El caso era que hacía relativamente poco, medio año más o menos, había tenido lugar en Alma-Atá un proceso a puerta cerrada: el tribunal militar había juzgado a un grupo de nacionalistas burgueses del Kazajstán. Se había arrancado de raíz, implacablemente y para siempre, a este grupo de enemigos del pueblo trabajador. Dos de ellos habían sido castigados con la medida más severa —el fusilamiento— por unos trabajos científicos, escritos en lengua kasaja, en los que se idealizaba el maldito pasado feudal-patriarcal en perjuicio de la nueva realidad; dos colaboradores científicos del Instituto de Lengua y Literatura de la Academia habían sido condenados a veinticinco años de presidio... Los demás, a diez años... Pero lo principal no era esto, sino que el proceso había dado pie a que llegaran del centro grandes estímulos estatales para los especialistas que habían participado directamente en el descubrimiento e implacable erradicación de los nacionalistas burgueses. Cierto, los estímulos estatales tenían también carácter secreto, pero esto no atenuaba en absoluto su importancia. Los ascensos normales otorgados antes del tiempo reglamentario, la concesión de medallas y condecoraciones, las fuertes recompensas monetarias por el modélico cumplimiento de las tareas encomendadas, las menciones de agradecimiento en las órdenes publicadas, y los demás signos de atención, adornan la vida y no poco. Y fue también muy oportuna la adjudicación de pisos nuevos a los que se habían distinguido especialmente. A consecuencia de todo esto, las piernas se afirmaban, la voz se tornaba varonil, el tacón golpeaba el suelo con más aplomo.

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