Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 39 стр.


—Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?

—¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.

—Yo también se lo ruego —dijo Dunia.

Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.

—Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!

Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.

En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.

—Adiós, Dunia —dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella—. Dame la mano.

—¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? —dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.

—Es que quiero que me la vuelvas a dar.

Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.

—¡Todo ha salido a pedir de boca! —dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió—: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?

Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle—. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!

—Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...

—Sin embargo, tú no has sido comprensiva —dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna—. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.

—No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.

—Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? —preguntó indiscretamente.

—Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción —repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.

Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.

—Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.

—¿Qué muchacha?

—Esa Sonia Simonovna.

—¿Por qué te inquieta?

—Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?

—¡Eso es absurdo! —exclamó Dunia, indignada—. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.

—Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.

—No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.

—¡Ojalá sea así!

—Y Piotr Petrovitch es un chismoso —exclamó súbitamente Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.

—Ven; tenemos que hablar —dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.

—Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales —dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.

—Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.

Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:

—Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?

—¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó con viva curiosidad.

—Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?

—Sí, ¿y qué? —preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.

—Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya Sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.

Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.

—No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.

—De acuerdo: vamos.

—Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.

—Sonia Simonovna —rectificó Raskolnikof—. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...

—Si se han de marchar ustedes... —comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.

—Vamos —decidió Raskolnikof—. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.

Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.

—No has cerrado la puerta —dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.

—No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.

Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:

—¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?

Al llegar a la puerta se detuvieron.

—Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? —preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.

—Ayer dio usted su dirección a Poletchka.

—¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?

—Sí, ¿no se acuerda?

—Sí, sí; ya recuerdo.

—Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...

Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.

De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.

—Si al menos no viniera hoy... —murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado—. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...

Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.

En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:

—... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.

Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.

«¿Dónde vivirá? —pensó—. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»

Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.

Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.

Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.

Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»

—¡Qué casualidad! —exclamó el desconocido.

Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.

—¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? —dijo el caballero alegremente—. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.

Sonia le miró fijamente.

—Sí, somos vecinos —continuó el caballero, con desbordante jovialidad—. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.

Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.

Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.

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