Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 25 стр.


II

Cuando llegó la primavera la casa desierta se llenó (e repente de ruidos, de crujir de pies. Unos hombres llevaron pesados muebles. Una muchedumbre de inquilinos: hombres, mujeres y niños había venido de la ciudad vecina para pasar allí el verano. Embriagados de aire, de calor y de sol gritaban, cantaban, reían.

Con quien primero hizo conocimiento el perro fue con tina hermosa muchacha vestida con traje de colegiala. Había venido a ver el jardín. Llena de impaciencia y de alegría, con el deseo de besar ávidamente todo lo que veía a su alrededor, admiró un instante el cielo azul, las ramas rojizas de los cerezos y se echó sobre la hierba, vuelta la cara al sol ardiente. Después saltó nuevamente sobre sus piernas, y abrazándose a sí misma, besando el aire primaveral, gritó extasiada:

—¡Dios mío, qué bello es esto!

Dicho esto se puso a dar vueltas vertiginosas alrededor de sí misma. En el mismo instante el perro, que sin hacer ruido se había acercado a la muchacha, asió furiosamente el extremo de su vestido, lo sacudió y, siempre sin hacer ruido, echó a correr por los espesos setos de frambuesa.

—¡Un perro malo! —gritó la muchacha huyendo.

Se oyeron aún largo rato sus gritos de espanto:

—¡Mamá! ¡Niños, no vayáis al jardín! ¡Hay un perro grandísimo y muy malo!

Cuando cayó la noche el perro se acercó sin hacer ruido a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí olía a hombres. Por las ventanas abiertas se oía una respiración. Dormía, nada había que temer de ellos; y el perro hacía guardia celosamente con un ojo abierto, estirando al menor ruido su cabeza con dos ojos que brillaban como chispas en la noche negra. La noche primaveral estaba llena de ruidos inquietantes: algo se movía en la hierba muy cerca del perro. Una rama se meneaba bajo el peso de un pájaro dormido. Por el camino aplastando la arena pasaban unas carretas. A su alrededor, en el aire inmóvil, se expandía el fuerte olor del heno fresco.

Las personas que se habían instalado en la casa eran muy buenas. El estar ahora lejos de la ciudad respirando el aire del campo, viendo los colores vivos de la primavera los hacía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos con su calor, salía convertido en risas y cariño para todos los seres vivientes.

Primeramente quisieron echar de allí al perro que los había asustado tanto, y hasta matarle de un tiro de revólver si no se iba por su voluntad; pero pronto se habituaron a oír sus ladridos en la noche, y a veces, por la mañana, se preguntaban:

—¿Dónde está ese Bribón?

Este era ya su nombre. A veces veían de día al perro entre los setos; pero él corría con desconfianza, huyendo de una mano que le echaba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.

Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres le llamaban «nuestro perro» y se reían de su carácter salvaje y de su miedo, que no tenía ninguna razón de ser. Cada día Bribón disminuía un poco la distancia que le había separado de los hombres. Comenzó a reconocerlos, a distinguirlos unos de otros y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que se sentaran a la mesa se ponía de guardia cerca de la casa esperando que se le echara algo de comer y meneando la cola. La colegiala Lelia le perdonó la injuria y le introdujo en el círculo de aquellas felices gentes que disfrutaban del descanso.

—¡ Briboncito, ven aquí! —llamaba al perro—. ¡No tengas miedo, chiquitín mío, ven! ¡Pero ven, ea! ¿Quieres azúcar? ¡Voy a dártela! ¡Vaya, ven!

Pero el perro no se atrevía: tenía miedo. Y con precauciones infinitas, pronunciando las palabras más dulces posibles en una bella muchacha de voz melodiosa, Lelia se acercaba al perro con miedo de que la mordiera.

—¡Que te quiero, Briboncito, que te quiero mucho! Tienes una naricita bonita y ojos muy expresivos. Haces mal en desconfiar de mí, Briboncito.

Las cejas de Lelia se levantaron. También ella tenía una naricita bonita y ojos tan expresivos que el sol había hecho muy bien en cubrir de cálidos besos todo su rostro, joven, resplandeciente, de una belleza ingenua.

Y Bribón, por segunda vez en su vida, se echó sobre el lomo ycerró los ojos, no estando cierto de sile iban a acariciar o a pegar. Pero le acariciaron. Una manito cálida tocó ligeramente su cabeza y luego se puso a acariciar valerosamente todo su cuerpo.

—¡Mamá, niños, mirad, estoy acariciando a Bribón! — gritó Lelia.

Cuando los niños corrieron alborotados, agitados y confiados como gotas de mercurio, Bribónesperaba con angustia; sabía bien que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder porque le habían despojado de su maldad irreconciliable. Y cuando todos comenzaron a acariciarle temblaba su cuerpo, y las caricias a que no estaba habituado le hacían casi tanto daño como le hubieran hecho los golpes.

III

Bribónestaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos. Pertenecía a hombres y podía servirlos. ¿No era esto bastante para hacer feliz a un perro?

Acostumbrado a la moderación, gracias a sus años de vida vagabunda, y llena de miserias, comía muy poco; pero aun así pronto estuvo desconocido; su pelo largo, que antes le caía sobre el cuerpo en sucios mechones, llenos de barro en el vientre, estaba ahora limpio, negro y liso como el terciopelo. Y cuando se ponía delante de la casa examinando gravemente la calle con la mirada a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una piedra.

Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando se encontraba solo. El fuego de las caricias no había conseguido aún evaporar completamente el miedo de su corazón, y cerca de los hombres no se sentía a gusto y esperaba que le pegaran. Durante mucho tiempo toda caricia fue para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender. Él mismo no sabía hacer caricias. Otros perros, para expresar sus sentimientos, sabían ponerse de pie sobre las patas traseras, restregarse en las piernas de los hombres, hasta sonreír; pero él no sabía.

Lo único que sabía era echarse sobre el lomo, cerrar los ojos y lanzar gemidos pequeños. Pero esto era demasiado poco e insuficiente para expresar su entusiasmo, su reconocimiento y su amor. Al fin tuvo una inspiración: imitando quizá a otros perros comenzó a saltar pesadamente, a dar vueltas alrededor de sí mismo, y su cuerpo, siempre tan alerta e inmóvil, se hizo pesado, torpe ychusco.

—¡Mamá, niños! ¡Mirad: Briboncitoestá jugando! —gritó Lelia, y ahogándose de risa decía:

—¡Otra vez, Briboncito! ¡Sigue! ¡Eso es, así!... Todos acudieron corriendo y se retorcían de risa mientras Bribón daba vueltas como una peonza, caía y sus ojos conservaban la expresión implorante. Los niños, para provocar aquellos risibles movimientos, le acariciaban como antes se le pegaba para provocar su miedo. Algunos de los niños, y aun de los mayores, le gritaba incesantemente:

—¡ Bribón! ¡Briboncito!¡Juega otro poco, anda!

Y él jugaba con gran alegría de los espectadores que reían ruidosamente. Estaban muy contentos con él y se quejaban solamente de que Bribónno quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia corría al jardín o se escondía bajo la terraza.

Poco a poco se fue acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora precisa la cocinera le daría de comer, y permanecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer viajes largos, y cuando los niños le invitaban a acompañarlos al bosque movía diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.

IV

Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.

—¿Qué hacer de Bribón? —preguntó pensativa Lelia.

Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acababa de comenzar.

—¿Qué postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido —dijo la madre, y añadió—: En cuanto a Bribóntendremos que dejarlo aquí.

—¡Pobrecito!

—¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y no se puede tener al perro en las habitaciones.

—¡Pobrecito! —repitió Lelia a punto de llorar.

Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar, a volar. Mamá dijo:

—Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribónno sabe nada.

—¡Pobrecito! —repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.

De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín, y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.

—¿Estás aquí, mi pobre Bribón? — dijo Lelia acercándose a él.

Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que él había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.

—¡Ven conmigo!

Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como volvía a empezar y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas e impenetrables a la luz por el agua de que estaban henchidas. El pobre Sol debía aburrirse mucho detrás de aquel espeso muro.

A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos aislados de árboles y breñas. A poca distancia había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.

—¡Dadme un copec! —pedía con voz lastimera.

—¿Y no quieres partir leña? —le respondían burlándose de él.

Se enfadaba y los otros se reían sin gana.

Un rayo de sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico como si el sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo envolvía la tristeza de otoño.

—¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón! —dijo Lelia, y sin mirar atrás volvió sobre sus pasos.

Hasta que estuvo en la estación no se acordó de que no se había despedido de Bribón.

V

Bribóncorrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó hasta la estación y sucio y mojado volvió a la casa desierta. Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por primera vez a la terraza, y enderezándose sobre sus patas traseras miró la casa por la puerta de cristales y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.

Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y extrañamente vacía, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.

Llegó la noche.

Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro lanzó un largo gemido quejumbroso. En el ruido monótono y melancólico de lalluvia añadió una nota lúgubre y desesperada, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo negro y desnudo.

El perro aullaba metódicamente, con insistencia, con la tranquilidad de la desesperación. Quien le hubiera oído habría podido creer que era la negra noche misma quien lloraba la luz extinguida y habría sentido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a una mujer amada.

El perro seguía ladrando.

Petka en el campo

Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vio un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una tacita con agua caliente. Al mirar hacia arriba vio en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos —pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

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