Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, empleadillos; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.
El chico más joven y peor tratado se llamaba Petka. El otro, que se llamaba Nicolás, tenía tres arios más y sería oficial ya pronto.
Cuando venía un cliente de poca importancia, sobre todo en ausencia del patrón, los oficiales, que no querían trabajar, ordenaban a Nicolás que le afeitara, y se reían de él al ver cómo se levantaba sobre las puntas de los pies a causa de su estatura pequeña. A pesar del celo que ponía en su trabajo, sucedíale a veces que estropeaba el tocado del cliente; entonces éste manifestaba su descontento riñéndole fuertemente; los oficiales le reñían a su vez, más bien por satisfacer a aquel pobre hombre mal afeitado. Pero de ordinario todo salía bien y Nicolás tomaba el aire grave de una persona mayor; fumaba cigarrillos baratos, escupiendo por el colmillo como los porteros; sabía expresarse de un modo grotesco y se vanagloriaba ante Petka de que bebía aguardiente; pero todo esto era más bien imaginación.
No faltaba ni a uno solo de los escándalos que se producían en las calles vecinas, como hacían, por otra parte, todos sus colegas, y cuando volvía, muy alegre y satisfecho de todo lo que había visto, su patrón le recibía propinándole dos buenas bofetadas en cada carrillo.
Petka, que no tenía más que diez años, no fumaba aún y no bebía casi nunca. Conocía muchas expresiones malas, pero no las había empleado jamás. Y así y todo admiraba a su camarada.
A veces los clientes apenas venían. Entonces Pro-copio, que pasaba casi todas las noches fuera sin dormir, aprovechaba algunos momentos durante el día para echar un sueñecito en el rinconcillo obscuro, detrás del tabique. Miguel, el otro oficial, leía El Diario de Moscúy buscaba en los sucesos un nombre conocido cualquiera de sus clientes habituales. Petka y Nicolás charlaban. El último, mano a mano con su camarada, se hacía más amable y enseñaba al aprendiz Mas las artes de tocado y los secretos del oficio.
Por la mañana acostumbraban asomarse a la ventana, junto a un busto en cera que representaba una mujer con mejillas de color de rosa y ojos de cristal asombrados por pestañas rectas, y contemplaban la animación del bulevar. Los árboles, cubiertos de polvo gris, se erguían inmóviles bajo los rayos cálidos del sol ardiente y casi no daban sombra. Todos los bancos estaban ocupados por hombres y mujeres sucios y mal vestidos, sin pañuelos, sin gorras, como si no tuvieran casa y anduvieran viviendo por la calle. Unos tenían un aire indiferente; otros, malvado y desordenado; pero en todos aquellos rostros había una expresión de cansancio, de disgusto y de desprecio para los demás.
Se veía con frecuencia una cabeza despeinada inclinada suavemente sobre el hombro; un cuerpo que buscaba instintivamente un sitio donde descansar como un viajero de tercera clase que hace un largo viaje fatigoso; pero no había medio de encontrar un rincón donde acostarse, pues el guarda, con su uniforme azul claro y su grueso garrote en la mano, pasaba vigilando a toda aquella gente; estaba terminantemente prohibido acostarse en los bancos o en el suelo, sobre la hierba fresca y tierna, aun cuando la quemara el sol. Las mujeres, vestidas siempre con más aseo y hasta con un poco de coquetería según la moda, se parecían mucho unas a otras, por más que las había viejas y muy jóvenes, casi niñas. Se oían sus voces enronquecidas, grotescas; unas reñían entre sí; otras besaban a sus hombres sin preocuparse, como si estuvieran solas en el bulevar. Otras veces bebían vodka y mascaban cortezas. Se veía a ratos a un hombre borracho que pegaba a su amiga, borracha también; ella caía, se levantaba, caía nuevamente bajo los golpes; pero nadie quería defenderla. Por el contrario, aquellas escenas divertían al gentío; los rostros se ponían más alegres, más expresivos; se bromeaba.
Bastaba que el guarda se acercara para que se dispersara la gente buscando cada cual su sitio lentamente. No se oía más que el llanto de la mujer golpeada. Sus cabellos mal peinados arrastraban por el suelo; su cuerpo sucio, mal vestido, amarillo a la claridad de la luna, exhibía cínicamente su desnudez. Se la metía en un coche para conducirla al puesto de Policía y su cabeza se bamboleaba como la de una muerta.
Nicolás conocía todo aquel mundo y contaba a Petka toda clase de historias sucias y pintorescas, riendo a todo reír. Petka, estupefacto ante los relatos de su joven amigo, pensaba que era muy inteligente, muy bravo y quisiera parecerse a él algún día. Su mayor deseo era encontrarse fuera de allí, en otra parte cualquiera... Con esto sería muy feliz.
Los días eran monótonos, iguales. En invierno como en verano veía los mismos espejos, roto por la mitad el uno, oblicuo y muy risible el otro; el mismo cuadro en la pared cubierto de manchas, representando dos mujeres desnudas a la orilla del mar, con los cuerpos sonrosados llenos de manchas por las moscas. El techo, de donde colgaba una lámpara de petróleo que en invierno estaba encendida casi todo el día, se iba poniendo cada vez más negro. Día y noche oía el pobre Petka aquel grito bronco: «¡Chico, el agua!», y la estaba sirviendo sin cesar. Para él no había fiestas. Los domingos cuando todas las tiendas estaban cerradas no se veía luz más que en el salón de peluquería: los transeúntes podían ver allí a un hombrecito delgado sentado en un rincón, soñoliento o sumido en reflexiones o medio dormido.
Petka dormía mucho; tenía siempre sueño y todo lo que pasaba a su alrededor era para él como un sueño desagradable. Derramaba con frecuencia el agua que llevaba, no oía los gritos bruscos que se le dirigían, adelgazaba cada vez más. Su cabeza se llenaba de granos. Los clientes, aun los menos exigentes, miraban con disgusto a aquel muchachito delgado, lleno de rosetones, que siempre tenía ojos de sueño, entreabierta la boca, el cuello y las manos sucios, muy sucios.
Pequeñas arrugas circundaban sus ojos y bajaban hasta la nariz, dándole el aspecto de un gnomo envejecido. Petka no se daba cuenta de la vida; estaba alegre o melancólico, pero soñaba siempre en un país lejano, del que no sabía en absoluto ni cómo era ni dónde se encontraba.
Su madre, Nadieschda, venía a veces a verle, y le traía bombones, que él se comía lentamente; no se quejaba de nada, pero pedía siempre que se le sacara de allí. Después olvidaba en seguida lo que había pedido, se despedía con mucha indiferencia de su madre y jamás le preguntaba cuándo volvería. La pobre madre pensaba siempre en su hijo y no le encontraba inteligente.
Los días monótonos se sucedían. Pero un buen día, hacia la hora de comer, llegó su madre y le anunció, después de haber hablado con Osip Abramovich, que se iba a ir con ella al campo, a Tarisino, donde vivían los amos de ella. Al principio no comprendió nada; luego empezó a reír y su rostro se llenaba de pequeñas arrugas. Comenzó a dar prisa a su madre. Mientras ésta, por cortesía, preguntaba al peluquero por su mujer, Petka la empujaba suavemente hacia la puerta tirándole de la mano.
No sabía lo que era el campo; pero suponía que bien pudiera ser el país en que soñaba. Egoísta, se había olvidado de su amigo Nicolka, que con las manos en los bolsillos estaba a su lado y se esforzaba en mirar descaradamente a Nadieschda. Pero involuntariamente sus ojos expresaban una profunda tristeza: él no tenía madre, y en aquel momento hubiera querido tener una, aunque hubiera sido como aquella comadre gorda. Tampoco él había estado nunca en el campo.
Petka vio por primera vez en su vida la estación, con los trenes que silbaban, que iban y venían haciendo mucho ruido, y los numerosos viajeros que se apresuraban incesantemente; todo esto produjo en él una impresión de asombro; estaba muy excitado y manifestaba una gran nerviosidad.
Como su madre, sentía miedo de perder el tren, no obstante tener que esperar aún su buena media hora hasta la salida. En el coche, Petka estaba constantemente pegado a la ventana, y su cabeza pelada se volvía sobre su delgado cuello como sobre un alambre.
Había nacido y pasado toda su vida en la ciudad y veía el campo por primera vez. Todo era para él nuevo y extraño. Aquí podían percibirse las cosas de muy lejos: el bosque parecía pequeño como la hierba; el cielo, claro y tan vasto como si se le observara desde el tejado. Cuando se volvía hacia el lado donde se hallaba su madre, en el ciclo azul, a través de la ventana de enfrente, nadaban nubecillas ligeras que parecían angelitos blancos.
Petka no podía estar quieto en su sitio: corría de una ventana a la otra, apoyándose confiado, con su manita sucia, en los hombros y en las rodillas de los viajeros desconocidos, que le miraban y sonreían. Un señor que leía un periódico y que a causa del cansancio o del aburrimiento bostezaba sin parar echó una mirada de disgusto sobre Petka. Nadieschda excusó a su hijo.
—¡Dispénsele, señor! Es la primera vez que viaja en tren y eso es lo que le apasiona tanto...
—¡Ah! —dijo el señor con tono indiferente. Y volvió a enfrascarse en el periódico.
Nadieschda le hubiera querido contar que Petka trabajaba en casa de un peluquero desde hacía tres años, que el peluquero le había ofrecido un porvenir y que, dado que ella estaba sola en el mundo y era muy débil, Petka habría de ser un buen sostén para ella cuando fuera vieja o cayera enferma.
Pero el señor parecía de mal carácter y Nadieschda no se atrevió a contarle todo aquello.
A la derecha de la línea férrea se extendía una llanura con colinitas, verdes por la humedad constante. Al borde de esta llanura estaban, como si se las hubiera tirado allí, casitas que parecían de juguete. En la cima de una alta montaña verde, al pie de la cual brillaba como una serpiente de plata un riachuelo, se encontraba una iglesilla, minúscula también como un juguete. Cuando el tren con gran estrépito atravesó, como suspendido en el aire, un puente sobre un río, Petka tuvo un estremecimiento nervioso y se separó de la ventanilla; pero inmediatamente volvió a acercarse temiendo perder el más pequeño detalle del recorrido. Sus ojos no tenían ya la expresión de sueño; las arrugas que los circundaban habían desaparecido. Se diría que alguien había pasado una plancha caliente sobre su rostro borrando las arrugas y poniéndole liso y blanco.
Durante los dos primeros días de la estancia de Petka en el campo su corazoncito tímido estaba abrumado por la riqueza y la fuerza de las impresiones nuevas que caían sobre él de todas partes. Los salvajes de los siglos pasados aturdíanse cuando venían del desierto a la ciudad; este salvaje de nuestros días, arrancado de los brazos de piedra de la ciudad inmensa, se sentía débil e impotente en el campo, en el seno de la Naturaleza. Todo era allí para él vivo, dotado de sentimientos y de voluntad. Tenía miedo del bosque, que se agitaba sobre su cabeza yque era sombrío, pensativa y tan temible en su inmensidad. Amaba los pequeños calveros claros, alegres, verdes, en que parecían cantar todas las flores, y hubiera querido acariciarlas como a hermanas; el cielo aquel le llamaba y le sonreía como una madre. Petka se agitaba estremecido, palidecía, sonreía sin ninguna razón visible y se paseaba graciosamente como un viejo por el extremo del bosque y las orillas del estanque. Cansado, desbordándosele la felicidad, se echaba sobre la espesa hierba algo húmeda como si se bañara en ella. No se veía más que su naricita cubierta de manchas rosáceas, que sobresalía de la superficie verde.
Al principio volvía frecuentemente junto a su madre, se pegaba a sus faldas, ycuando el amo le preguntaba si estaba a su gusto en el campo, respondía con una sonrisa confusa:
—¡Oh sí!
Y se iba de nuevo al bosque sombrío y al agua tranquila turbado y confuso.
Pero dos días más tarde estaba ya en amistad íntima con la Naturaleza. Esta amistad fue facilitada especialmente por un colegial llamado Mitia, que habitaba en la aldea vecina. Tenía el rostro moreno y amarillento como un vagón de segunda clase, los cabellos erizados y casi blancos del todo: tanto los había quemado el sol. Cuando Petka le vio por primera vez estaba pescando con caña en el estanque. Entablaron sin más preámbulo una conversación e inmediatamente se hicieron amigos. Mitia consintió en que Petka tuviera un poco su caña y después le llevó a un sitio donde se bañaron. Petka tenía miedo al agua, pero una vez dentro no hubiera querido salir y hacía por nadar; levantaba su nariz en alto sobre la superficie, fingía ahogarse, batía el agua con las manos agitándola y parecía un perrito que entrara en el agua por primera vez. Cuando se vistió estaba azul de frío, como muerto, y al hablar castañeteaban sus dientes.
A propuesta de Mitia, que era más rico en ideas, exploraron las ruinas del castillo, subieron a un tejado donde habían nacido hierbajos y saltaron por entre los muros hundidos del inmenso edificio. ¡Se estaba allí tan bien! Sin embargo, se veían montones de piedra sobre los que costaba trabajo subir, por todas parte brotaban abedules y otros árboles, reinaba un silencio de muerte y parecía que en algún sitio iba a aparecer un monstruo cualquiera de faz terrible.
Poco a poco Petka comenzó a sentirse en el campo como en su casa. Olvidó completamente hasta la existencia de Osip Abramovich y del salón de peluquería. «Y qué gordo se ha puesto! ¡Se diría que es un comerciante!», decía alegre su madre, gorda también y colorada como un samovar por el calor de la cocina.
Creía ella que Petka tenía tan buen aspecto porque estaba bien alimentado. Pero Petka comía muy poco, no porque no tuviera apetito, sino porque no tenía tiempo. ¡Si se pudiera comer sin masticar, tragar los alimentos de una vez! Pero eso era imposible: su madre comía lentamente, estaba largo rato en la mesa, roía despacio los huesos y hablaba de cosas que no tenían para él ningún interés. Y, sin embargo, ¡tenía tantas cosas que hacer! Tenía que bañarse cinco veces al día, cortar en el bosque una caña de pescar, buscar gusanos, y todo esto necesitaba tiempo. Ahora corría descalzo; esto era mil veces más agradable que llevar botas de pesadas suelas; la tierra tan pronto le acariciaba los pies como se los refrescaba. Se quitó también su usado chaquetón, que le daba un aire tan torpe, y esto le rejuveneció. No se lo ponía más que por las noches, para ir a ver cómo se paseaban en canoa los señores: bien vestidos, alegres, se metían riendo en las canoas, que se balanceaban y se abrían camino en el agua lentamente, mientras los árboles agitados y como sacudidos por el viento se reflejaban en el estanque.