Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 27 стр.


Una semana después de la llegada de Petka al campo el amo de su madre trajo de la ciudad una carta dirigida «a la cocinera Nadieschda». Cuando se la leyó ella se echó a llorar, enjugándose las lágrimas con su delantal sucio, que le dejó sus huellas en el rostro. En esta carta se trataba de Petka. Éste se hallaba en aquel momento en el corral, ocupado en un juego recién inventado, para el que era necesario saltar lo más alto posible, inflando los carrillos, lo que facilitaba la operación. Era Mitia el que había inventado aquel juego y Petka se estaba perfeccionando ahora con él.

El amo se acercó a Petka y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—¡Hay que marcharse, hijo mío!

—¿Adónde? —preguntó élextrañado.

Había olvidado completamente la ciudad. Por otra parte, estaba tan bien allí, que ni siquiera había pensado en que ternilla que abandonar algún día aquel lugar.

—A la ciudad. Osip Abramovich te espera.

Petka seguía sin comprender, por más que aquello fuera harto claro. Se le secó la boca, y la lengua le desobedecía cuando preguntó:

—Pero ¡cómo! ¿No íbamos a ir mañana a pescar con caña? Mire aquí la caña...

—No hay más remedio, niño. Te esperan allí. Osip Abramovich escribe que Procopio ha caído enfermo yestá ahora en el hospital. No hay casi nadie para trabajar. No llores; quizá tu amo te dé permiso otra vez. Es bueno.

Pero Petka no lloraba lo más mínimo, pues aun no se daba cuenta exacta de su desgracia. De un lado veía ante él un hecho bien palpable: la caña de pescar. De otro un fantasma en la persona de Osip Abramovich. Poco a poco las ideas de Petka se hicieron más claras y las dos cosas cambiaron de lugar: Osip Abramovich se convirtió en un hecho real; la caña de pescar, mojada aún, se convirtió en un fantasma. Y entonces Petka llenó de asombro a su madre, turbó al amo y al ama y él mismo se habría asombrado si hubiera sido capaz de un análisis psicológico de su propia persona: se echó a llorar, no como lloran los niños de la ciudad, delgados y exhaustos, sino como un gran mujik robusto, rodando por tierra lo mismo que aquellas mujeres borrachas que tantas veces había visto en el bulevar. Con sus puñitos golpeaba las manos de su madre —que se esforzaba por levantarle—, la tierra y todo lo que había a su alrededor, sin que le importara el hacerse daño con las piedras del suelo.

Por fin se calmó. El amo dijo al ama, que en pie ante el espejo prendía en sus cabellos una rosa blanca:

—Mira, ya no llora; los niños olvidan en seguida la pena.

—Sí, pero me da mucha lástima de ese pobre chico.

—Es verdad; allá en la ciudad las condiciones de su existencia son terribles; pero hay gentes aun más desgraciadas. Y bien, ¿estás dispuesta?

Se fueron al jardín público, donde se bailaba aquella noche y donde tocaba la música militar.

Al día siguiente, en el tren de las siete de la mañana, Petka salía para Moscú. De nuevo vio los campos, blancos a causa del rocío matinal; pero iban en sentido opuesto al que vio Petka cuando vino de Moscú. Su delgado cuerpo estaba cubierto por el chaquetón usado y tenía puesto un cuello postizo. No estaba agitado como en su primer viaje; no corría de una ventanilla a otra, sino que permanecía quieto y humilde, con las manos en las rodillas. Sus ojos estaban tristes, llenos de apatía, y las mejillas, arrugadas como las de un viejo.

El tren se paró.

Atropellando a los demás viajeros él y su madre se encontraron en una calle llena de ruidos, y la ciudad enorme tragó con indiferencia su pequeña víctima.

—¡Guarda bien mi caña de pescar! —dijo Petka a su madre cuando estaban ya a la puerta del salón de peluquería.

—Quédate tranquilo, niño mío; te la guardaré. Quizá vuelvas otra vez al campo...

Y de nuevo se oyeron en el sucio salón órdenes rudas: «¡Chico, el agua!» De nuevo el cliente vio una manita sucia que ponía el agua sobre la mesita y oyó el murmullo amenazador: «¡Aguarda! ¡Ya verás!» Esto quería decir que Petka había cometido una faltilla cualquiera.

Cuando llegaba la noche, detrás del tabique donde dormían Petka y Nicolka se oía una vocecita dulce de niño. Petka contaba a su camarada las maravillas del campo, cosas que parecían extraordinarias, que nadie había visto ni oído jamás. Después de un breve silencio, cortado por la respiración irregular de dos pechos infantiles, se oía otra voz más enérgica y vulgar, la de Nicolka:

—¡Diablos! ¡Quisiera que reventaran! —decía.

—¿Quiénes?

—Todos...

El ruido de las pesadas carretas que pasaban muy cerca de la ventana ahogó sus voces, así como el lejano grito quejumbroso de una mujer borracha, a la que un hombre, también borracho, pegaba en el bulevar.

Había una vez…

Son los sentimientos y no las ideas los que impulsan al hombre.

SCHOPENHAUER

I

Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. Dado que su enfermedad presentaba cierto interés clínico, se le admitió en la Clínica de la Facultad. Dejó su maleta en el vestíbulo. En la sala de enfermos le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba marcada "Sala 8", y unas zapatillas. La camisa era pequeña y la enfermera fue a buscar otra.

—¡Es que sois tan grandes! —exclamó al salir del cuarto de baño donde los enfermos cambiaban de ropa.

Lorenzo Petrovich, medio desnudo, aguardó con paciencia su regreso. Bajando su cabezota calva, contempló su alto pecho atentamente, colgante como el de una vieja, y su vientre, algo inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo, pero ahora le parecía muy distinto: débil, enfermizo, a pesar de su vigor aparente. Desde el instante que le quitaron la ropa, llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo cuanto se le dijera.

La enfermera volvió con otra camisa y, aunque Lorenzo Petrovich era lo bastante fuerte aún para aplastar a la buena mujer con sólo un dedo, la permitió dócilmente que le vistiera y pasó, torpemente, la cabeza por la camisa. Con igual obediencia y torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente, con sus pies de oso, como suelen andar los niños cuando las personas mayores les llevan a donde no saben, tal vez a castigarles. La nueva camisa también era estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la enfermera, a pesar de que, en su casa de Saratov, muchos hombres temblaban ante su mirada.

—¡Esta, ésta es su cama! —díjole la enfermera, indicando un lecho alto y limpio.

No era más que un rincón de la sala, pero precisamente por eso le agradó a aquel hombre, agotado por la vida. Como si se librara de alguien, quitóse la blusa y las zapatillas, y se acostó. Desde ese instante, todo cuanto le habla irritado y torturado aquella mañana, perdió su importancia para él. Por su mente, como un relámpago, pasó toda su vida anterior: la enfermedad, traidora, que día tras día devoraba su vigor y sus fuerzas, la triste soledad en medio de gentes ávidas y egoístas, el ambiente de mentira y falsedad, de odio y terror, la huida hasta allí, hasta Moscú. Luego se borró todo, no dejando en su alma más que un dolor sordo. Y, sin que ningún pensamiento le atormentase, Lorenzo Petrovich durmióse con un sueño pesado y profundo. Lo último que vieron sus ojos antes de dormirse, fue un rayo de sol contra la pared. Luego llegó el olvido largo y absoluto.

Al día siguiente, pusieron en su cama, sobre su cabeza, una placa negra con la inscripción: "Lorenzo Koscheverov, comerciante, 52 años, ingresado el 25 de febrero". Placas semejantes había sobre las camas de los otros enfermos de la misma sala. En una se leía: "Felipe Speransky, chantre, 50 años". En la otra: "Constantino, estudiante, 23 años". Sobre las placas negras destacábanse inscripciones hechas con tiza, que recordaban las que se hacen sobre las tumbas: "Aquí, en esta tierra húmeda y helada, yace un hombre".

El mismo día pesaron a Lorenzo Petrovich. Pesó 102 kilos.

—¡Es usted el hombre más pesado de todas las clínicas! —bromeó el practicante.

Era un joven que hablaba y obraba como el médico mismo, porque el azar tuvo la culpa de que no recibiera instrucción universitaria. Esperó a que Lorenzo Petrovich respondiera con una sonrisa, como hacían todos los enfermos cuando el medico les gastaba una broma. Pero aquel enfermo estaba, visiblemente, de mal humor; sus ojos miraban al suelo y sus labios estaban apretados. Ello fue una desagradable sorpresa para el practicante; creía ser un gran fisonomista, y el nuevo enfermo, al ver su cráneo calvo, fue clasificado por el entre las personas de buen humor. Ahora había que clasificarle entre los misántropos. Ivan Ivanovich —este era el nombre del practicante—, pensó que, así y todo, habría que pedirle algún día su autógrafo para juzgar su carácter.

Después de haber sido pesado, los médicos examinaron por vez primera a Lorenzo Petrovich. Llevaban largas blusas blancas, lo cual les daba un aire de mayor importancia aún. A partir de aquel día, le examinaban diariamente una o dos veces, solos o seguidos de estudiantes. Obediente, a su demanda, se quitaba la camisa y tendía en el lecho su enorme humanidad. Los médicos le auscultaban el pecho con una maza de madera y un aparato especial, cambiando observaciones e indicando a los estudiantes tal o cual particularidad. Le preguntaban con frecuencia sobre su vida anterior, y el contestaba dócilmente, por más que aquello le enojara. De sus respuestas se deducía que comía mucho, bebía mucho, le gustaban mucho las mujeres y trabajaba mucho. A cada uno de estos "muchos", el mismo, asombrado, se preguntaba cómo podía haber llevado una vida tan antihigiénica y tan irracional.

Los estudiantes también le auscultaban. Venían con frecuencia, en ausencia de los doctores, y le pedían que se desnudara, unos con resolución y otros tímidamente. Y de nuevo examinaban su cuerpo con interés. Graves y serios, anotaban todos los detalles de su enfermedad en un cuaderno especial. Diríase que él no se pertenecía ya, y durante todo el santo día era accesible objeto de estudio para todos. Obedeciendo a los enfermeros, arrastra pesadamente su cuerpo a la sala de baño, desde donde le dirigían a la mesa en que comían o tomaban e té los enfermos que podían andar,

Le palpaban, le examinaban por todos lados, como jamás habían hecho antes y, a pesar de todo, durante todo el día sentíase profundamente solitario. Parecíale que iba de viaje, que todo aquello era pasajero, como en el vagón del ferrocarril. Las paredes blancas, sin una mancha, los altos techos, no eran como los de una casa donde las personas se instalan por mucho tiempo. El suelo estaba demasiado limpio y brillante, el aire mismo estaba demasiado regulado y no se percibía ninguno de esos olores que se perciben en las casas particulares. Se diría que aquí el aire era indiferente. Los médicos y los estudiantes bromeaban, dándole palmaditas en los hombros, procurando consolarle. Pero después que se marchaban, le parecía que eran empleados de un tren que le llevaba a un destino desconocido. Habían transportado ya millones de hombres y continuaban transportándolos diariamente, y todas sus conversaciones y preguntas se referían solamente a los billetes del tren.

Cuanto más se interesaban por su cuerpo, en mayor soledad se encontraba.

—¿Qué días son de visita? —preguntó una vez a la enfermera, sin mirarla.

—Los domingos y los jueves. Pero el doctor puede autorizarlas también otros días.

—¿Y qué hay que hacer para que no admitan a nadie que venga a verme?

La enfermera, sorprendida, respondió que ello era posible, y él quedó contento. Todo el día estuvo de buen humor; aunque casi no hablaba, escuchaba más benévolo la charla alegre e interminable del chantre enfermo.

El chantre había venido del distrito de Tambov, un día antes que Lorenzo Petrovich; pero ya conocía a los pacientes de las cinco salas que había en aquel piso. Era pequeño y tan delgado que, cuando se quitaba la camisa, se le veían todas las costillas; su cuerpo, blanco y limpio, semejaba el de un muchacho de diez años. Tenía largos y espesos cabellos, medio grises, que formaban un marco demasiado grande para su cara pequeña, de trazos regulares y minúsculos. Al observar que guardaba cierta semejanza con los santos de los íconos, Ivan Ivanovich, el practicante, le clasificó al principio entre los individuos severos e intolerante; pero luego de la primera conversación con él, mudó de opinión y su fe en la ciencia fisonómica quedó quebrantada por algún tiempo.

El padre chantre, como se le llamaba, hablaba con placer, sin ocultar nada, de sí mismo, de su familia y de sus conocimientos; preguntaba sobre los mismos asuntos a los otros, con tan ingenua curiosidad que nadie se ofendía, y le respondían gustosamente. Si alguien estornudaba, gritaba alegremente:

—¡Cúmplanse tus deseos!

Nadie venía a verle. Su enfermedad era grave, pero él no se sentía desgraciado. Trabó conocimiento no sólo con los enfermos, sino con los que visitaban la clínica, y no se aburría. A los enfermos les deseaba, varias veces al día, una curación rápida; y a los sanos, que pasaran el tiempo divertidos. Decía a todo el mundo algo agradable. Felicitaba, todas las mañanas, a sus vecinos por la llegada del nuevo día. Siempre afirmaba que hacía buen tiempo, aunque lloviera o nevara. Al decirlo, reía dulcemente y palmoteaba, entusiasmado, sus rodillas. Daba las gracias a todo el mundo, con frecuencia, sin saber por qué. Habiendo tomado el té al mismo tiempo que Lorenzo Petrovich, le dio las gracias calurosamente.

—¡Qué bueno estaba! —exclamó entusiasmado—. Un verdadero paraíso, ¿no es cierto, padrecito? ¡Gracias por haberme hecho compañía!

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