El libro negro - Pamuk Orhan 18 стр.


1) Como todos los demás comprendí enseguida que Él (comenzó el Gran Bajá). Para entenderlo no me hizo tener que recurrir a los secretos de las letras y los números, a las señales en el cielo o en el Corán ni a las profecías que se han escrito sobre ti. Al ver en los rostros de la multitud el entusiasmo de la alegría y la victoria, comprendí que tú eras Él. Ahora esperan que les hagas olvidar sus amarguras y tristezas, que les devuelvas su esperanza perdida, que los lleves de victoria en victoria, pero ¿podrás darles todo eso? Hace siglos Mahoma pudo dar esperanza a los desesperados porque los llevó de victoria en victoria con la espada. En cambio hoy, por fuerte que sea nuestra fe, las armas de los enemigos del Islam son más poderosas que las nuestras. ¡No hay ninguna posibilidad de éxito militar! ¿O no son una prueba de eso los falsos profetas que, en la India o en África, se presentan a sí mismos como si fueran Él y que después de hacer morder el polvo a ingleses y franceses durante un tiempo son aplastados y aniquilados y sólo dan lugar a una mayor desolación? (En estas páginas hay comparaciones militares y económicas que demuestran que una victoria militar de gran calibre, no ya del Islam, sino de Oriente sobre Occidente, no es sino una fantasía: el Gran Bajá compara honestamente, como haría un político realista, el nivel de riqueza de Occidente con la miseria de Oriente, y Él aprueba en silencio y con tristeza ese sombrío cuadro que se le pinta porque realmente es Él y no un charlatán.)

2) Pero esa lamentable miseria no significa que no se les pueda dar a los desesperados la esperanza de la victoria, por supuesto (continúa hablando el Gran Bajá, ya muy pasada la medianoche). Simplemente no podemos declarar la guerra al enemigo «exterior». Pero ¿y a los de dentro? ¿No serán el origen de nuestra miseria y nuestros sufrimientos los pecadores, los usureros, los chupasangres y los tiranos del interior, o los que aparentan ser virtuosos siendo todo lo anterior? Tú también te das cuenta de que sólo puedes ofrecerles esperanzas de felicidad y victoria a tus desdichados hermanos si le declaras la guerra al enemigo del interior, ¿no? Entonces eso quiere decir que también te das cuenta de que no es una guerra que se pueda luchar con heroicos soldados ni mártires por la fe sino con soplones, verdugos, policías y torturadores. Hay que señalarles a los desesperados un culpable de su miseria, de forma que, con que se le aplaste la cabeza, puedan creer que el paraíso ha descendido a la tierra. Eso es lo que hemos hecho en los últimos trescientos años. Para poder dar esperanza a nuestros hermanos, les señalamos a los culpables que hay entre ellos. Y ellos lo creen porque necesitan tanto la esperanza como el pan. Y los más inteligentes y honestos de entre los culpables, como ven que todo se hace siguiendo esta lógica, antes de sufrir su castigo confiesan sus pequeños delitos, si es que los han cometido, multiplicándolos por diez para que sus desgraciados hermanos puedan tener al menos algo de esperanza. Incluso indultamos a algunos, que se unen a nosotros y salen a la caza de culpables. La esperanza, como el Corán, no sólo mantiene en pie nuestras conciencias, sino también nuestra vida terrenal: porque aguardamos la esperanza y la libertad del mismo lugar que el pan.

3) Sé que eres lo bastante decidido como para culminar con éxito todo ese trabajo tan difícil que se espera de ti, lo bastante justo como para extraer de entre las multitudes a los culpables sin ni siquiera pestañear y lo bastante fuerte como para recurrir a la tortura, aunque sea a regañadientes, para solucionar esos asuntos. Porque tú eres Él. Pero ¿durante cuánto tiempo podrás distraer a las masas con esa esperanza? Poco tiempo después verán que no has podido resolverles los problemas. Comenzará a agotarse la esperanza que les has entregado al ver que no tienen más pan en las manos. Entonces volverán a perder la fe que tenían en el Libro y en los dos mundos; se dejaran llevar de nuevo por el profundo pesimismo, la inmoralidad y la miseria moral que vivían apenas el día anterior. Y lo peor de todo es que comenzarán a sospechar de ti, a odiarte. Los soplones empezarán a sentir remordimientos por los culpables que tan alegremente han entregado a tus verdugos y a tus eficientes torturadores; los policías y los guardias se cansarán de tal manera de lo absurdo de sus torturas que ya no les satisfarán ni los últimos métodos ni la esperanza que has intentado darles; decidirán que los pobres desafortunados que cuelgan como racimos de uvas de las horcas han sido sacrificados en vano. Y en ese día del fin del mundo verás que ya no creen ni en ti ni en las historias que les has contado. Pero verás algo peor cuando no quede ninguna historia que puedan creer todos, cada uno comenzará a creer en la suya propia, cada uno tendrá su propia historia y todos querrán contarla. Masas de millones de desesperados comenzarán a vagar tristes como sonámbulos por las ciudades, por las sucias calles y por esas enfangadas plazas que no hay quien arregle, acarreando sus propias historias como si llevaran un halo de desgracia alrededor de la cabeza. En ese momento tú ya no serás Él ante sus ojos, serás el Deccal, ¡y el Deccal serás tú! Entonces no querrán creer tus historias, sino las del Deccal, las de Él. Y el Deccal, que volverá victorioso, seré yo, o alguien como yo. Y él les dirá a esos desesperados que llevas años engañándolos, que no les has dado esperanza sino que les has inoculado mentiras y que en realidad no eres Él sino el Deccal. Quizá ni eso sea necesario, una noche, en un callejón oscuro, el mismo Deccal, o un desesperado que haya decidido que llevas años engañándolo, vaciará en tu cuerpo mortal, que en tiempos se creía invulnerable, el cargador de su pistola. Y así, porque durante años les has dado esperanza y los has engañado durante años, una noche encontrarán tu cadáver en una sucia acera de esas calles llenas de barro a las que ya te habías acostumbrado y que empezabas a apreciar.

15. Historias de amor de una noche de nieve

«Hombres ociosos y buscadores de cuentos e historias.»

Mesnevi, MEVLÂNA

Galip acababa de abandonar la habitación de la mujer que se parecía a Türkán Soray cuando vio al hombre salido de una película en blanco y negro junto al que se había sentado en el taxi de Sirkeci a Galatasaray. Se encontraba ante la comisaría de Beyoglu incapaz de decidirse sobre adonde ir y se detuvo por un momento cuando un coche de policía con las luces azules brillando intermitentes dobló la esquina y se acercó a la acera. Enseguida reconoció al hombre que sacaban a empellones por la puerta de atrás, abierta a toda prisa: iba entre dos policías, había perdido aquel aspecto tan propio de las películas en blanco y negro y en su cara había aparecido una vitalidad más apropiada al azul marino de la noche y al color de los delincuentes. En la comisura de los labios tenía un rastro de sangre rojo oscuro, aunque no se limpiaba, en el que se reflejaban las brillantes luces de la fachada de la comisaría, que la protegían de cualquier ataque. Un policía llevaba en la mano el maletín de hombre de negocios que tan fuertemente abrazaba en el taxi. Caminaba mirando al suelo con la resignación de los que han confesado su delito, pero parecía bastante satisfecho de la vida. Cuando vio a Galip ante las escaleras exteriores de la comisaría lo miró por un momento con una tranquilidad extraña y terrible.

– Buenas noches, señor mío.

– Buenas noches -respondió Galip indeciso.

– ¿Quién es ése? -le preguntó uno de los policías señalando a Galip.

Galip no pudo escuchar el resto de la conversación Porque metieron a empujones al hombre en la comisaría.

Pasaba de la una cuando llegó a la calle principal; no había quien iba y venía por las aceras cubiertas de nieve. «En una de las calles paralelas al jardín del consulado inglés -pensó Galip- hay un sitio abierto toda la noche al que no sólo van los ricachones de Anatolia que han venido a Estambul a gastarse el dinero a manos llenas sino también los intelectuales». Ese tipo de informaciones las conseguía de Rüya, que las leía en las revistas de arte que hablaban de lugares parecidos usando un lenguaje aparentemente burlón.

Galip se encontró con Iskender ante el antiguo edificio del hotel Tokathyan. Se le notaba por el aliento que había bebido abundante raki. Había recogido en el Pera Palas al equipo de la BBC, los había paseado para «mostrarles el Estambul de las mil y una noches» (perros que rebuscan en los cubos de basura, vendedores de grifa y de alfombras, bailarinas del vientre, matones de cabaret, etcétera), y les había llevado a un club que había en un callejón. Allí un extraño tipo que portaba un maletín había iniciado una pelea por algo incomprensible que se había dicho, no con ellos, con otros, había llegado la policía y se lo habían llevado cogido del cuello, el otro se había escapado trepando por una ventana, y después de todo aquel follón los demás se habían sentado con ellos y así habían comenzado una noche que prometía ser divertida y a la que Galip podía unirse si es que le apetecía. Tras caminar un rato arriba y abajo por Beyoglu con Iskender, que buscaba cigarrillos sin filtro, llegaron a un cabaret en cuya puerta se leía «Club Nocturno».

Recibieron a Galip con alegría, desinterés y alboroto. Entre los periodistas ingleses había una hermosa mujer que estaba contando una historia. La orquesta no tocaba en ese momento y el prestidigitador, que acababa de comenzar su número, sacaba cajas del interior de otras cajas y otras del interior de aquéllas. La muchacha que le ayudaba tenía las piernas torcidas y un poco por debajo del ombligo se le notaban las cicatrices de los puntos de una cesárea. Galip pensó que la mujer no podía haber sido capaz de dar a luz a un niño sino sólo a un conejo adormilado como el que tenía en las manos. Después del número de «la radio desaparecida», plagiado de Zeki Sungur, volvieron a aparecer cajas de otras cajas y el público del cabaret perdió el interés.

Iskender traducía al turco lo que contaba la inglesa sentada en el otro extremo de la mesa. Galip escuchó la historia con la optimista confianza de que podría encontrarle sentido, aunque se hubiera perdido el principio, leyéndolo en el rostro de la mujer. Por el resto de la historia podía entenderse que una mujer (la misma que estaba contando la historia, pensó Galip) había querido convencer a un hombre al que conocía y amaba desde los nueve años de una verdad evidente, del sentido concreto que se desprendía de una inscripción en una moneda bizantina que le había dado un buzo, pero los ojos del hombre, incapaces de ver nada a causa del amor que sentía por la mujer, estaban cerrados a aquella magia de la que eran testigos y lo único que hacía era escribir poemas llevado por el entusiasmo de su amor. «Y así, gracias a la moneda bizantina que el buzo había encontrado en el fondo del mar, los dos primos pudieron por fin casarse. Pero mientras que la vida de la mujer, que creía en la magia del rostro que había visto en la moneda, cambió por completo, el hombre no entendió nada», dijo la mujer cuyas palabras traducía Iskender al turco. Y por esa razón la mujer vivió sola hasta el fin de sus días en la torre (Galip pensó que la mujer había abandonado al hombre). A Galip le pareció estúpido el silencio «humanitario» y respetuoso con aquellos «sentimientos tan humanos» con el que todos los que se sentaban alrededor de la larga mesa recibieron el final de la historia cuando comprendieron que había terminado. Quizá no quisiera que todos los demás celebraran como él que una mujer hermosa abandonara a un imbécil, pero si se tenía en cuenta la belleza de «la hermosa mujer», el fin de esa historia escuchada a medias, amargo y trágico (ya que todo se habían sumido en aquel silencio tan bobo y falso que había seguido a aquel discurso tan pomposo), resultaba en realidad cómico. Cuando acabó el cuento, Galip decidió que la narradora no era bonita sino sólo simpática.

Por lo que Galip pudo entender de lo que le decía Iskender, el hombre alto que comenzó a contar otra historia a su vez era un escritor cuyo nombre había oído aquí y allá. El hombre de gafas previno a su audiencia que, puesto que lo que se disponía a contar se refería también a un escritor, no lo confundieran con él. Como el escritor sonreía de una forma extraña mientras decía aquello, en parte vergonzoso, en parte como si quisiera ganarse la simpatía de los que compartían su mesa, Galip estaba indeciso en cuanto a las intenciones del nuevo narrador.

Según contó el escritor, aquel hombre había pasado largos años solo en su casa escribiendo novelas y cuentos que no enseñaba a nadie y que, aunque los hubiera enseñado, nadie le habría publicado. Estaba obsesionado con su trabajo (aunque en aquel entonces no se consideraba trabajo) y se entregó de tal manera a él que la soledad se convirtió en una especie de costumbre; no se relacionaba con las demás personas, no porque no le gustaran o porque desaprobara sus formas de vida, sino porque era incapaz de apartarse de su escritorio tras la puerta cerrada. A fuerza de vivir solo sentado en su mesa, la costumbre de «alternar en sociedad» del escritor se atrofió tanto que, en una ocasión en que salió después de años, cuando se mezcló con la multitud se asustó, se retiró a un rincón y estuvo esperando durante horas el momento de volver a su mesa. Cada día, después de pasar más de catorce horas a la mesa, se acostaba poco antes del amanecer cuando se oían una tras otra las primeras llamadas a la oración desde los alminares de las colinas de la ciudad, y soñaba con su amada, a la que sólo había visto una vez en tantos años y por casualidad, pero no soñaba con ella con un sentimiento del tipo al que todo el mundo llama «amoroso» o «sexual», sino con la nostalgia de una compañera imaginaria que se convirtiera en lo contrario de su soledad.

El escritor, que afirmaba que sólo conocía el «amor» por los libros y no era demasiado entusiasta en lo que se refería a la sexualidad, se casó años después con aquella mujer extraordinariamente bella con la que soñaba. Aquel matrimonio no trajo demasiados cambios a su vida, de la misma forma que no los trajeron sus libros, que por aquel entonces comenzaban a publicarse. Seguía pasando catorce horas al día sentado solo a su mesa, seguía creando con paciencia, lentamente, cada una de las frases de sus historias, observaba durante horas los papeles en blanco que tenía sobre la mesa mientras imaginaba los detalles de sus nuevos cuentos. El único cambio en su vida eran los paralelismos que establecía entre los sueños de su mujer, que dormía en silencio, hermosa y callada cuando él se acostaba poco antes del amanecer, y lo que él forjaba por pura costumbre mientras escuchaba la llamada a la oración de la mañana. Al escritor le daba la impresión de que existía una relación entre sus sueños y los de su esposa mientras fantaseaba acostado junto a ella. Como la armonía que se establecía entre sus respiraciones sin que se dieran cuenta y que recordaba a las modulaciones de una melodía modesta. El escritor estaba satisfecho de su nueva vida, no le resultaba difícil dormir junto a alguien tras largos años de soledad, le gustaba fantasear escuchando la respiración de la bella mujer y creer que sus sueños se mezclaban.

Para el escritor comenzó una época difícil cuando su mujer lo abandonó un día de invierno sin darle ninguna excusa lo bastante sólida. Ya no podía soñar como antes mientas escuchaba desde la cama la llamada a la oración de la mañana. Los sueños que con tanta facilidad creaba antes de su matrimonio y durante él y que le procuraban un sueño tranquilo, ya no alcanzaban el nivel de «verosimilitud» o «brillantez» que hubiera deseado. Era como si en sus sueños hubiera una incapacidad, una indecisión que no le descubriera sus secretos, que le arrastrara a terribles callejones sin salida, como si se tratara de una novela que quisiera escribir pero no pudiera. Durante los primeros días después de que su mujer lo abandonara aquella caída en la calidad de sus sueños llegó a tal extremo que el escritor, que siempre se había dormido con las llamadas a la oración de la mañana, ahora no podía hacerlo hasta mucho después de que los primeros pájaros cantaran en los árboles, las gaviotas abandonaran los tejados en los que se habían reunido para pasar la noche y pasaran el camión de la basura y el primer autobús del ayuntamiento. Y lo peor era que aquella deficiencia en sus sueños comenzó a aparecer también en las páginas que escribía. El escritor veía que no podía darle la vitalidad que pretendía ni a la más simple de las frases aunque la escribiera veinte veces.

El escritor se esforzó todo lo que pudo para salir de aquella crisis que sacudía su mundo entero, introdujo un nuevo y firme orden en su vida y se obligó a recordar uno a uno sus sueños para encontrar la antigua armonía. Semanas después comprendió que había superado la crisis cuando, después de despertarse de un sueño tranquilo que se había iniciado con la llamada a la oración de la mañana, se levantó como un sonámbulo, se sentó ante su escritorio y comenzó a escribir frases con la vitalidad y la belleza que pretendía. Para conseguirlo había recurrido a un truco extraño que había descubierto sin darse cuenta.

Como el hombre al que había abandonado su esposa era incapaz de forjar los sueños que le hubiera gustado soñar, el escritor imaginó primero su antigua situación, aquélla en la que no compartía su cama con nadie y en la que sus sueños no se mezclaban con los de ninguna hermosa mujer. Imaginó con tal decisión e intensidad aquella personalidad que había dejado atrás que por fin ocupó el lugar de aquel que había creado su imaginación y así pudo dormir tranquilo recurriendo a sueños del otro. Y como poco tiempo después ya se había acostumbrado a esa doble vida, ni siquiera fue necesario que se esforzara para poder soñar o escribir. Escribía siendo otro que llenaba con las mismas colillas los mismos ceniceros y que tomaba el café en la misma taza, podía dormir tranquilo envolviéndose en el fantasma de su propio pasado en la misma cama y a las mismas horas.

Cuando un día su mujer regresó, de nuevo sin ofrecerle una excusa sólida (al parecer la mujer se había dicho: «A casa»), de nuevo comenzó para el escritor una etapa desacostumbradamente difícil. La indecisión que había asomado en sus sueños los primeros días después de que su mujer lo abandonara volvió a introducirse en toda su vida. Cuando conseguía dormirse tras muchos esfuerzos, le despertaban las pesadillas, vagaba por la casa desorientado como un borracho que se ha perdido en el camino de regreso a casa, sin conseguir un equilibrio entre su antigua personalidad y la nueva, yendo y viniendo entre ambas. Una de aquellas mañanas de insomnio el escritor se levantó de la cama, cogió una almohada, fue a la habitación donde tenía su mesa y sus papeles, que olía a radiador y a polvo, y en cuanto se tumbó acurrucado en el pequeño sofá que allí había se sumergió én un profundo sueño. A partir de esa mañana el escritor ya no durmió con su silenciosa y misteriosa mujer ni con sus incomprensibles sueños, sino allí, junto a su mesa y sus papeles. En cuanto se despertaba, todavía medio dormido, se sentaba ante su escritorio y podía continuar tranquilamente con sus historias, que parecían una continuación de sus sueños, pero ahora había algo más que le atemorizaba.

Antes de que su mujer lo abandonara había escrito un libro que los lectores habían considerado «histórico»; trataba de dos hombres que se parecían extraordinariamente y que acababan por ocupar el lugar del otro. El escritor se había convertido en el hombre que había escrito aquella historia cuando se envolvió con el fantasma de su antigua personalidad para poder dormir o escribir en paz y, como no podía vivir su propio futuro ni el de aquel fantasma, ¡se encontró a sí mismo escribiendo de nuevo y con el mismo entusiasmo la vieja «historia de que se parecían»! Tiempo después, este mundo en el que todo imita a algo, en el que todas las historias y todos los personajes son imitación y original de y para otros además de ser ellos mismos, en el que todas las historias se refieren a otras, comenzó a parecerle tan real al escritor que, pensando que aquellas historias escritas con un realismo tan «evidente» no convencerían a nadie, decidió sumergirse en un mundo irreal sobre el cual a él le gustara escribir y en el que a los lectores les gustara creer. Con ese objeto, el escritor, mientras su bella y misteriosa mujer dormía silenciosa en la cama, dedicaba las noches a pasear por los oscuros callejones de la ciudad, por los barrios periféricos de farolas rotas, por los subterráneos bizantinos, por los cafés de adictos y marginados, por cervecerías y cabarets. Lo que vio le enseñó que la vida «en nuestra ciudad» era tan real como un mundo imaginario. Por supuesto, aquello confirmaba que el universo era un libro. Le gustaba tanto leer aquella vida, recorrer todos los días durante horas los rincones más remotos, observar las caras, las marcas, las historias que aparecían en las nuevas páginas que a cada momento le ofrecía la ciudad, que ahora lo que temía era no poder regresar a su bella esposa dormida ni a la historia que había dejado a medias. La historia del escritor fue recibida en silencio porque insistía más sobre la soledad que sobre el amor y, más que en la propia historia, en la manera de contarla. Galip pensó que, puesto que todo el mundo tenía algún recuerdo de un «abandono sin motivo», lo que más despertaba la curiosidad en aquella historia eran, precisamente, las razones que podía haber tenido la mujer del escritor para abandonarlo.

La chica de alterne que comenzó a relatar la siguiente historia repitió varias veces que lo que se disponía a contar era auténtico y quiso estar absolutamente segura de que «nuestros amigos turistas» eran informados exactamente de tan importante punto porque quería que su historia no sólo fuera un ejemplo para Turquía, sino para el mundo entero. La historia comenzaba en una fecha no muy lejana en ese mismo cabaret. Dos primos se encontraban en él tras años sin verse y el amor de su niñez volvía a prender en ellos. Como la mujer era una chica de alterne y el hombre un bravucón (o sea, un chulo , dijo la mujer volviéndose hacia los «turistas»), no existía una cuestión de honra que pudiera dar lugar a que el hombre matara a la muchacha como habría sido de esperar en esos casos. Por aquel entonces tanto el cabaret como el país eran balsas de aceite, los jóvenes no se disparaban por las calles sino que se besaban y en los días de fiesta no se enviaban bombas sino cajas de bombones. Tanto la muchacha como el hombre eran felices. Como el padre de ella había muerto de repente, vivían en la misma casa aunque se acostaban en camas distintas y esperaban impacientes el día de su boda.

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