– ¿Te vas? -le preguntó Belkis tímidamente.
– No he terminado mi cuento -respondió Galip furioso.
Al acabar el cuento a Galip le dio la impresión de que una máscara ocultaba el rostro de la mujer. Si arrancaba de la cara de la mujer aquella máscara con los labios pintados en rojo Supertechnirama podría leerse con toda claridad un significado en el rostro que apareciera debajo, pero no acertaba a dilucidar cuál debía ser ese significado. Jugaba él solo al «¿Para qué existimos?» como cuando en su niñez se encontraba enterrado hasta el cuello en el aburrimiento. Y mientras jugaba, como le ocurría en su niñez, podía ocuparse de otra cosa y contar su cuento. En cierto momento había pensado que Celâl atraía tanto a las mujeres porque podía contar cuentos y, al tiempo, pensar en otra cosa, pero Belkis no le miraba como una mujer que estuviera escuchando un cuento de Celâl, sino como alguien que no puede disimular el cado de su rostro.
– ¿Nunca se preocupa Rüya por ti? -dijo Bellas.
– No. Cuántas veces he regresado a casa a medianoche cuántas veces no habré desaparecido yo mismo hasta el amanecer a causa de militantes políticos desaparecidos, de timadores que firman pagarés con nombres falsos, de misteriosos inquilinos que se desvanecen sin pagar el alquiler o de infelices que se casan por segunda vez usando un carnet de identidad falso.
– Pero ya pasa de mediodía. Si fuera yo en lugar de Rüya quien te esperara en casa me gustaría que me llamaras por teléfono lo antes posible.
– No quiero llamar por teléfono.
– Si fuera yo la que te esperara, me caería de la cama de preocupación -continuó Bellas-. Tendría la mirada en la ventana y el oído atento al teléfono. Y sería aún más desgraciada pensando que no me llamabas a pesar de que sabías que me entristecías y me preocupabas. Vamos, llámala. Dile que estás aquí, que estás conmigo.
Cuando la mujer le llevó el aparato como si fuera un juguete, Galip telefoneó a casa. Nadie contestó.
– No hay nadie.
– ¿Dónde está? -preguntó la mujer con un tono más divertido que curioso.
– No lo sé -respondió Galip.
Sacó el periódico del bolsillo de su abrigo, regresó a la mesa y comenzó a leer de nuevo el artículo de Celâl. Lo releyó una y otra vez durante tanto rato que las palabras perdieron su significado y se convirtieron sólo en formas compuestas de letras. Luego Galip pensó que él también podría escribir aquel artículo, que podría escribir como Celâl. Sin que pasara mucho sacó su abrigo del armario, se lo puso, dobló cuidadosamente el periódico, arrancó la columna y se la metió en el bolsillo.
– ¿Te vas? -le dijo Bellas-. No te vayas.
Mientras miraba por última vez aquel conocido callejón a través de la ventanilla de un taxi que encontró mucho más tarde, Galip temía no poder olvidar la cara de Bellas insistiéndole en que no se fuera y le habría gustado que la mujer ocupara un lugar en su mente con otro rostro y otra historia. Le apeteció decirle al taxista, como ocurría en las novelas policíacas que leía Rüya, «¡Zumbando a la calle Tal!», pero sólo le dijo que iba al puente de Gálata.
Mientras cruzaba el puente a pie le invadió la sensación de que descubriría de inmediato, entre la multitud del domingo, un misterio que llevaba años buscando pero que acabara de darse cuenta de que lo buscaba. Como si estuviera en un sueño, sentía en lo más profundo de su ser que aquella esperanza era un engaño pero, no obstante, aquellas dos realidades contradictorias se movían por la cabeza de Galip sin molestarle lo más mínimo. Veía soldados de permiso, pescadores, familias con niños que caminaban a toda prisa para alcanzar el transbordador. Todos vivían en ese secreto que Galip estaba resolviendo, pero no se daban cuenta. Ese padre que iba de visita con su hijo calzado con zapatillas de suela de goma en brazos y esa madre con su hija del autobús, ambas con la cabeza cubierta por un pañuelo, notarían aquella realidad que desde hacía años determinaba profundamente sus vidas muy poco después, cuando Galip resolviera el misterio.
Estaba sobre el puente, en la acera de la parte de Mármara, y comenzó a caminar directamente hacia los demás: parecía que así se iluminara por un instante aquella perdida, envejecida y gastada expresión de sus caras. Al lanzar una mirada al hombre que marchaba hacia ellos para identificarlo, Galip podía mirar al interior de sus ojos y sus rostros y era como si allí leyera el secreto.
Los abrigos y las chaquetas de la mayoría estaban viejos, viejos y descoloridos. El mundo entero les resultaba tan ordinario como la acera que pisaban al caminar, pero no esta ban demasiado bien asentados en él. Iban distraídos pero, si se les estimulaba un poco, por un momento aparecía en la expresión enmascarada de sus rostros una curiosidad surgida de los abismos de su memoria que les relacionaba con un significado profundo que había quedado enterrado en el pasado «¡Me gustaría poder inquietarles! -pensó Galip-. ¡Me gustaría poder contarles la historia del príncipe heredero!». Aquel cuento, que acababa de venírsele a la mente, le parecía completamente nuevo, sentía que lo había vivido, que lo recordaba. La mayoría de los que cruzaban el puente llevaban bolsas de plástico en la mano. Mientras miraba como si las viera por primera vez aquellas bolsas de las que brotaban papeles de envolver, piezas de metal o plástico, periódicos y paquetes, leía lo que había escrito en ellas: se sintió esperanzado al notar de repente que las palabras y las letras que había en las bolsas eran señales que le mostrarían «la otra verdad», «la verdad auténtica». Pero de la misma forma que el significado de cada uno de los rostros con los que se cruzaba se apagaba después de haber brillado por un instante, las palabras y las sílabas de las bolsas desaparecían una a una después de iluminarse momentáneamente con un nuevo sentido. A pesar de todo, Galip siguió leyéndolas largo rato: «Pastelería… Atakôy… Türksan… Frutos… El reloj de… Palacios…».
Al ver en la bolsa de un anciano que pescaba sólo la imagen de una cigüeña en lugar de letras, pensó que podría leer tanto las palabras como las imágenes de las bolsas. En otra vio las caras alegres de dos niños con sus padres, un niño y una niña, que miraban el mundo esperanzados; en otra había dos peces; en las bolsas vio dibujos de zapatos, mapas de Turquía, siluetas de edificios, paquetes de cigarrillos, gatos negros, gallos, herraduras, alminares, baklava, árboles. Resultaba evidente que todas eran señales de un misterio, pero ¿de qué misterio? En la bolsa que tenía a su lado la anciana que vendía cañamones para las palomas ante la Mezquita Nueva vio la figura de un buho. Cuando comprendió que aquel buho era el mismo que había en la portada de las novelas policíacas que leía Rüya o un hermano suyo que se ocultaba allí astutamente, Galip sintió con toda claridad la existencia de una «mano» que todo lo ordenaba a escondidas. Ahí estaba, lo que había que desvelar, lo que había que descifrar eran las jugadas de esa «mano», ése era el significado secreto, pero, aparte de a él, a nadie le importaba lo más mínimo. ¡Aunque estuvieran enterrados hasta el cuello en ese significado, en aquel secreto que habían perdido!
Galip le compró a la mujer, que parecía una bruja, un platito de cañamones para así poder observar de cerca el buho y se lo echó a las palomas. En un instante se reunió una masa rugiente de oscuras y feas palomas que se cerró alrededor de la comida como un paraguas. ¡El buho de la bolsa era el mismo que el de las novelas policíacas que leía Rüya! Galip se sintió furioso con unos padres que contemplaban orgullosos y felices cómo sus hijas pequeñas les daban de comer a las aves porque no eran conscientes de aquel buho, de aquella verdad evidente, de las otras señales, de ninguna señal, de nada. En sus corazones no había la menor migaja de sospecha, ni siquiera una intuición imprecisa. Lo habían olvidado. Soñó que era el protagonista de la novela que imaginaba que Rüya leía mientras lo esperaba en casa. La trama que había que resolver se encontraba entre él y esa mano que lo había organizado todo magistralmente de forma que cada cosa señalara a aquel significado tan secreto pero que, no obstante, conseguía mantenerse oculto.
Cerca ya de la mezquita de Solimán le bastó con ver al aprendiz de una tienda llevando una imagen enmarcada de la misma mezquita hecha con cuentas de cristal para decidir que, tanto como las palabras, las letras y las imágenes de las bolsas, los objetos que describían y pintaban eran en sí mismos señales. Los chillones colores del cuadro eran más reales que la mezquita. No sólo los letreros, las imágenes y los cuadros y todos los objetos eran fichas del juego al que jugaba la «mano» oculta. En cuanto lo comprendió, decidió que el nombre del barrio de Zindan Kapi (la puerta de la mazmorra), por cuyas retorcidas calles estaba caminando, también tenía un significado especial que nadie había advertido: como si fuera un paciente jugador al que le queda poco para resolver un rompecabezas, sintió que todo estaba a punto de encajar con facilidad.
Percibía que eran señales de aquel significado secreto las tijeras de jardín, los destornilladores de cruceta, las señales de prohibido aparcar y las latas de salsa de tomate que veía en los baratillos y en las irregulares aceras del barrio, los calendarios en las paredes de los restaurantes baratos, el acueducto bizantino del que habían colgado letras de plexiglás, las rejas cerradas con gruesos candados. Notaba que, si se lo proponía, podría leer aquellas señales como leía los rostros de la gente. Así comprendió que unas tenazas significaban «atención», las aceitunas de un tarro «paciencia» y el conductor feliz de un anuncio de neumáticos «acercarse al objetivo» y decidió que se estaba acercando a su objetivo gracias a su atención y a su paciencia. Pero su entorno estaba repleto de señales mucho más difíciles de descifrar: cables telefónicos, el anuncio de una clínica de circuncisiones, señales de tráfico, paquetes de detergente para la colada, palas sin mango, pintadas políticas ilegibles, carámbanos, números de contadores de electricidad, indicadores de dirección, trozos de papel en blanco… Le parecía que pronto podría comprenderlo todo, pero estaba tan confuso, era tan agotador y estridente… Sin embargo, los protagonistas de las novelas policíacas que leía Rüya vivían en un mundo cómodo y tranquilo rodeados por las pistas que, en número reducido, les ofrecía el autor.
A pesar de todo la mezquita de Ali Celebi fue un consuelo para él, la señal de una historia comprensible. Años atrás Celâl había escrito que en un sueño había visto en aquella pequeña mezquita a Mahoma y a varios santos. Un adivino, al que fue para que le interpretara el sueño, le había predicho que escribiría mientras viviera. Escribiría e imaginaría tanto, que, aunque no saliera nunca de su casa, al final de su vida la recordaría como un largo viaje. Galip comprendió mucho después que aquel artículo se trataba de una adaptación de un famoso fragmento de Evliya Celebi.
«Y así -pensó Galip mientras pasaba ante el mercado-, en mi primera lectura la historia tenía un significado y en la segunda otro totalmente distinto». No abrigaba la menor duda de que en una tercera o una cuarta lecturas la columna de Celâl tendría otros sentidos: aquellas historias de Celâl, aunque siempre señalaran otra cosa, cada vez le daban la impresión a Galip de estar acercándose a algún objetivo a fuerza de cruzar puertas que se abrían una tras otra, como los laberintos de las revistas infantiles. Mientras caminaba distraído por las retorcidas callejas del mercado de frutas y verduras, a Galip le hubiera gustado estar lo antes posible en un lugar donde pudiera leer de nuevo todos los artículos de Celâl.
Al salir del mercado vio un quincallero. En una parte vacía de la acera había extendido una enorme sábana y sobre ella se alineaba una serie de objetos que embrujaron a Galip, el cual había salido aturdido por el increíble alboroto del mercado y el olor de las verduras sin llegar a ninguna conclusión: dos codos de tubería, discos viejos, un par de zapatos negros, un pie de lámpara, unas tenazas rotas, un teléfono negro, dos muelles de somier, una boquilla de nácar, un reloj de pared parado, billetes de banco de los rusos, un grifo de latón, una figurilla representando a una diosa romana con un carcaj a la espalda (¿Diana?), un marco vacío, una vieja radio, dos aldabas, un azucarero.
Galip los observó y los nombró cuidadosamente uno a uno pronunciando las palabras. Sintió que lo que convertía en mágicos los objetos no eran ellos en sí mismos, sino la forma en que estaban dispuestos. El anciano había alineado aquellos objetos, que por otro lado podían verse entre lo que exponía cualquier trapero de la calle, en cuatro hileras y cuatro filas, como si hubiera colocado sobre la sábana un gran tablero de damas. Como si fueran piezas de un tablero de damas con un número limitado de cuadros, había entre los objetos una distancia medida, no se tocaban, pero el rigor y la simplicidad de sus posiciones no era una coincidencia, más bien parecía algo buscado a propósito. Tanto era así que al momento se le vinieron a la cabeza a Galip las páginas de ejercicios de vocabulario de los libros de texto de lenguas extranjeras: en aquellas páginas había visto también dispuestos unos junto a otros los dibujos de dieciséis objetos y luego los había nombrado con las palabras de la nueva lengua que estaba aprendiendo. A Galip le habría apetecido decir con el mismo entusiasmo: «Tubería, disco, teléfono, zapato, tenazas…».
Pero lo terrible era que Galip sentía con toda claridad que los objetos también indicaban otro significado. Al mirar el grifo de latón primero le pareció que, como ocurría con los ejercicios de vocabulario, indicaba un grifo de latón, pero luego notó excitado que el grifo de latón señalaba también otra cosa. El teléfono negro, de la misma forma que remitía al concepto de teléfono como el dibujo de las páginas del libro de lengua extranjera, a un instrumento conocido que si se enchufa a la línea y se gira el disco nos permite comunicarnos con otros por medio de la voz, indicaba también otro significado que a Galip le ponía la piel de gallina por la excitación.
¿Cómo se podía entrar al mundo misterioso de los significados secundarios? ¿Cómo podía descubrirse el misterio? Notaba feliz que se encontraba en el umbral de ese universo, pero le resultaba imposible dar el paso que le introduciría en su interior. Al final de las novelas policíacas que leía Rüya, cuando se resolvía la intriga, se iluminaba el universo secundario que había estado encubierto pero, al mismo tiempo al primer mundo lo envolvía una oscuridad de desinterés. Cuando a medianoche Rüya decía, con la boca llena de garbanzos tostados que había comprado en la tienda de Aladino: «El asesino era el coronel jubilado que se estaba vengando de los que le habían insultado!», Galip comprendía que su mujer había olvidado todos los detalles de aquel libro rebosante de mayordomos ingleses, encendedores, mesas de comedor, tazas de porcelana y pistolas y sólo recordaría un mundo de nuevos y ocultos significados al que señalaban todos aquellos objetos y personajes. Pero los objetos que al final de aquellas novelas mal traducidas introducían a Rüya y al detective en un mundo nuevo ahora se limitaban a darle a Galip la esperanza de llegar a aquel nuevo mundo. Galip miró atentamente la cara del quincallero que había dispuesto aquellos misteriosos objetos sobre la sábana para que él pudiera alcanzar el secreto como si fuera a leer el significado en el rostro del anciano.
– ¿Qué vale el teléfono?
– ¿Eres un comprador? -le respondió el anciano cuidadosamente para abrir una posible puerta al regateo.
A Galip le resultó sorprendente aquella imprevista pregunta sobre su identidad. «¡O sea, que ellos también me ven como señal de otras cosas!», pensó por un momento. Pero el mundo en el que quería introducirse no era ése, sino el que Celâl había forjado dedicándole tantos años. Sintió que Celâl había construido los muros de aquel mundo, en el que se ocultaba y cuya llave escondía, a fuerza de años de dar nombre a los objetos uno por uno y de contar historias en sus columnas. La cara del quincallero, que por un instante se había iluminado con la excitación del regateo, volvió a su anterior impasibilidad.
– ¿Para qué sirve esto? -preguntó Galip señalando el pequeño y simple pie de lámpara.
– Es un pie de mesa -le respondió el anciano-, pero hay quien lo coloca en las barras de las cortinas. También puede servir de pomo para una puerta.
«Ya sólo miraré a las caras», pensó Galip cuando salió al puente de Atatürk. La expresión que brillaba por un momento en cada uno de los rostros con los que se cruzaba en el puente se hacía más amplia durante un instante en su mente como los signos de interrogación de las tiras cómicas extranjeras, que crecen y crecen, y luego la pregunta se desvanecía junto con el rostro dejando tras ella una ligera huella. Aunque en cierto momento le pareció establecer una relación entre el paisaje de la ciudad que se contemplaba desde el puente y los significados que las caras acumulaban en su cabeza, aquello no fue más que una ilusión. Quizá era posible ver en las caras de sus conciudadanos la antigüedad, la desdicha, el esplendor perdido, la tristeza y la amargura de la ciudad, pero aquello no era el indicio de un secreto cuidadosamente planificado, sino de una derrota, de una historia y de una complicidad comunes. El frío y plomizo azul del Cuerno de Oro se convertía en un horrible marrón en el agua espumosa que dejaban tras de sí los remolcadores.
Galip había visto setenta y tres nuevas caras cuando entró en un café de una calle lateral por la parte de atrás de Tünel. Se sentó en una mesa, estaba satisfecho de lo que había visto. Después de pedir un té sacó por pura costumbre el periódico del bolsillo de su abrigo y comenzó a leer una y otra vez el artículo de Celâl. Las palabras, las frases y las letras ya no eran nuevas, pero Galip notaba mientras lo leía que confirmaban algunas ideas que nunca antes se le habían ocurrido. Aquellas ideas no surgían del artículo de Celâl, eran sus propias ideas, pero estaban insertas de una manera extraña en el artículo. Cuando notó que existía un paralelismo entre sus ideas y las de Celâl, Galip sintió una paz interior, como cuando era niño y decidía que podía imitar lo bastante bien a cualquiera en cuyo lugar quisiera estar.
Sobre la mesa había un trozo de papel retorcido en forma de cucurucho. Por las cáscaras de pipas que había junto a él, podía deducirse que un vendedor ambulante había vendido un cucurucho de pipas de girasol a los que se sentaban a quella mesa antes de que Galip llegara. Galip comprendió por el margen del papel que había sido arrancado de un cuaderno escolar. Leyó lo que había en el otro lado, escrito con la esmerada caligrafía de un niño: «6 de noviembre de 1972. Lección 12. Deberes: Nuestra casa, nuestro jardín. En el jardín de nuestra casa hay cuatro árboles. 2 son álamos, uno es un sauce grande y el otro es un sauce pequeño. Los muros del jardín los construyó mi padre con piedras y alambre de espino. La casa es el refugio que protege a la gente del frío del invierno y del calor del verano. La casa nos protege de todas las cosas malas. Nuestra casa tiene 1 puerta, 6 ventanas y 2 chimeneas». En el dibujo que había debajo de la redacción, hecho con lápices de colores, Galip vio la casa y los árboles en el interior del jardín. Los ladrillos habían sido dibujados al principio uno a uno pero luego habían sido pintarrajeados impacientemente de rojo. Galip sintió que crecía su paz interior al ver que el número de puertas, ventanas, árboles y chimeneas del dibujo confirmaba los del texto.
Abrigado por aquella paz interior le dio la vuelta a la hoja y empezó a escribir a toda velocidad. No tenía la menor duda de que las palabras que escribía entre las rayas del papel señalaban ciertos hechos que existían realmente, tal y como ocurría con las palabras que había escrito el niño. Era como si hubiera perdido su lengua y sus palabras hacía largos años y las hubiera recuperado gracias a aquella hoja de deberes escolares. Cuando llegó al final de la página después de haber escrito las pistas con letra pequeña una debajo de otra, pensó: ¡O sea, que todo era así de simple! Para estar seguro de que Celâl piensa lo mismo que yo tengo que ver más caras».
Salió de nuevo al frío de la calle después de tomarse el te contemplando las caras de los del café. En una de las calles detrás del instituto de Galatasaray vio a una anciana con la cabeza cubierta que iba hablando consigo misma. En la cara una niña que salía agachándose por la reja medio cerrada de una tienda de ultramarinos leyó que todas las vidas se parecen unas a otras. En la cara de la joven de vestido descolorido que iba mirándose las zapatillas de suela de goma, que resbalaban en el hielo, estaba escrito que sabía lo que era la preocupación.
Galip volvió a entrar en un café y, después de sentarse a la mesa, sacó del bolsillo la hoja con los deberes y comenzó a leerlos a toda velocidad como si leyera la columna de Celâl. Ahora sabía perfectamente que si se apropiaba de la memoria de Celâl leyendo y releyendo sus artículos podría adivinar dónde estaba. Así que, para apoderarse de su memoria, antes tenía que encontrar el lugar donde Celâl guardaba todos sus artículos. Galip, gracias a los deberes que leía una y otra vez, hacía mucho que había comprendido que aquel museo tenía que ser una «casa»: un lugar que «nos protege de todas las cosas malas». Leyendo los deberes sentía de tal manera en su interior la inocencia del niño que puede nombrar despreocupadamente los objetos, que se creía capaz de asegurar de inmediato cuál era aquel lugar en el que le esperaban Rüya y Celâl. Pero allí, sentado a la mesa del café, no podía hacer gran cosa aparte de darle la vuelta al papel y escribir nuevas pistas cada vez que el entusiasmo lo arrastraba.