El libro negro - Pamuk Orhan 34 стр.


Luego F. M. Üçüncü comenzaba con la cuestión más importante del hurufismo, la relación «entre las letras y las caras». Tal y como había hecho Fazlallah en su Favidanname , afirmaba que Dios podía verse oculto en las caras de las personas, había investigado cuidadosamente las líneas en el rostro humano y había establecido la relación necesaria entre aquellas líneas y las letras árabes. Tras una serie de páginas infantiles en las que discutía largamente versos de poetas hurufíes como Nesimí, Rafii, Misali, Ruhi el Bagdadí y Gül Baba, se establecía una cierta lógica en el libro: en épocas de felicidad y victoria nuestras caras tienen significado, así como el mundo en que vivimos. Le debíamos ese significado a los hurufíes , que habían sido capaces de ver el misterio en el mundo y las letras en nuestras caras. La desaparición del hurufismo había supuesto la pérdida tanto del misterio de nuestro mundo como la de las letras de nuestras caras. Nuestros rostros estaban ahora vacíos, ya no existía la posibilidad de leer algo en ellos como antes; nuestras cejas, nuestros ojos, nuestras narices, nuestras miradas, nuestros gestos, nuestras caras vacías carecían de significado. A Galip le apeteció levantarse de la mesa y mirarse la cara en el espejo, pero siguió leyendo con atención.

Todo estaba relacionado con ese vacío en nuestras caras, tanto la extraña topografía, que recuerda la cara oculta de la luna, visible en los rostros de las estrellas del cine turco, árabe o indio, como los oscuros y terroríficos resultados que descubre el arte de la fotografía cuando se vuelve hacia los seres humanos. El hecho de que las personas que llenan las calles de Estambul, Damasco o El Cairo se parezcan unas a otras como espectros que gimen por su desdicha a medianoche o que los hombres de ceño fruncido se dejen siempre el mismo bigote, o el que las mujeres que siempre se cubren la cabeza con el mismo pañuelo miren de la misma manera el suelo mientras caminan por aceras cubiertas de barro, se debía a este vacío. Así pues, lo que había que hacer era dotar de nuevo de significado ese vacío en nuestras caras, crear un nuevo sistema que permitiera ver las letras latinas en nuestros rostros. La segunda parte acababa dando la buena noticia de que la tercera, llamada «El descubrimiento del misterio», se ocuparía de dicho asunto.

A Galip le gustó F. M. Üçüncü, que usaba palabras de doble sentido y que jugaba con ellas con la ingenuidad de un niño. Tenía algo que recordaba a Celâl.

27. Una larga partida de ajedrez

«Harun al-Rasid paseaba de vez en cuando disfrazado por Bagdad porque quería saber lo que el pueblo pensaba de él y de su gobierno. Y esa tarde, de nuevo…»

Las mil y una noches

Uno de mis lectores, que desea permanecer en el anonimato, posee una carta que arroja cierta luz sobre algunos puntos oscuros de una de esas épocas de nuestra historia reciente a las que llamamos «de tránsito a la democracia», carta que llegó a sus manos por un camino empedrado de coincidencias, dificultades y traiciones que, razonablemente, se niega a revelar. En esta columna publico la carta, escrita por nuestro dictador de entonces a uno de sus hijos o hijas, al parecer en el extranjero, sin alterar lo más mínimo el estilo, estilo de general:

El aire, incluso en la habitación en que murió el fundador de nuestra República, era tan cálido y sofocante que, en aquella noche de agosto de hace seis semanas, no sólo estaba parado el dorado reloj de péndulo que marca las nueve y cinco, hora a la que murió Atatürk, y que tanto os hacía reír porque confundía a tu difunta madre, sino que también se habían detenido todos los demás relojes del palacio del Dolmabahce y todos los de Estambul y uno llegaba a creer que el terrible tiempo, el movimiento y el pensamiento, se habían petrificado. En las ventanas que daban al Bósforo, cuyas cortinas siempre ondeaban, no había el menor movimiento; los centinelas, alineados en la penumbra a lo largo del muelle, permanecían inmóviles como maniquíes, aparentemente no porque se les hubiera ordenado así, sino porque el tiempo se hubiese detenido. Cuando sentí que había llegado el momento de hacer lo que llevaba años ambicionando pero que hasta entonces no me había atrevido a emprender, me puse la ropa de campesino que guardaba en el armario. Mientras me deslizaba al exterior por la Puerta del Harén, que ya nadie usaba recordaba, para darme valor, cuántos sultanes antes que yo en los últimos quinientos años, habían salido por aquella puerta trasera o por las puertas traseras de los otros palacios de Estambul. El de Topkapi, el de Beylerbeyi, el de Yildiz, se habían perdido en la oscuridad de la vida de la ciudad, que tanto añoraban, y habían regresado sanos y salvos.

¡Cuánto había cambiado Estambul! Era como si las ventanas del Chevrolet blindado no sólo impidieran el paso a las balas sino también a la vida real de la ciudad, de mi amada ciudad. Después de alejarme de los muros del palacio, mientras caminaba en dirección a Karakóy, le compré dulce a un vendedor ambulante, se le había quemado demasiado el azúcar. Hablé con hombres que jugaban al chaquete o a las cartas o escuchaban la radio en los cafés al aire libre. Vi prostitutas que esperaban clientes ante las pastelerías y niños que mendigaban señalando los asados de los escaparates de los restaurantes. Entré en los patios de las mezquitas para mezclarme con el gentío que salía de la oración de la noche, me senté en jardines de té para familias en barrios apartados y tomé té y comí pipas con todos los demás. En una callejuela empedrada con enormes adoquines vi una joven pareja que regresaba de visitar a unos vecinos: si supieras con qué cariño se apoyaba la mujer, con la cabeza cubierta por un pañuelo, en el brazo del marido, que llevaba a su hijo medio dormido sobre los hombros… Se me llenaron los ojos de lágrimas.

No, no me preocupaba la felicidad o no de nuestros compatriotas: incluso en esa noche de libertad y fantasía, de ser testigo de la vida real de mis conciudadanos, aunque fuera de manera fragmentada, avivaba en mí la sensación de encontrarme fuera de la realidad, la tristeza y el miedo de haber despertado de mis sueños. Intentaba librarme de aquel temor observando Estambul. Mientras miraba los de las pastelerías, mientras contemplaba la muchedumbre que descendía de los transbordadores de hermosas chimeneas de las Líneas Urbanas en su último trayecto de la noche, los ojos volvían a llenárseme de lágrimas.

Se acercaba la hora del toque de queda que yo mismo había proclamado. Para sentir la frescura del agua en mi camino de regreso, me acerqué a un barquero en Eminónü, le di cincuenta piastras y le dije que me llevara paseando hasta dejarme en algún lugar de la otra orilla, en Karakdy o en Kabatas. «¡Tú te has debido comer el poco seso que te queda con pan y queso, hombre! -me dijo-. ¿No sabes que nuestro General Presidente pasea cada noche a estas horas con su motora y que a cualquiera que vea en el mar ordena que se le detenga y se le arroje a una mazmorra?». Le ofrecí un puñado de esos billetes rosas, esos mismos billetes que han provocado que mis enemigos propaguen todo tipo de rumores, que conozco perfectamente, porque he reproducido mi imagen en ellos. «Si nos hacemos al mar con tu barca, ¿me enseñarás la motora de ese General Presidente?» «¡Métete debajo de ese tejadillo y que no se te ocurra moverte! -me dijo señalándome con la misma mano con que apretaba el dinero un rincón en la proa de la barca-. ¡Que Dios nos proteja!». Agarró los remos.

No podía saber en qué dirección del oscuro mar nos encaminábamos, si hacia el Bósforo, hacia el Cuerno de Oro o hacia el Mármara. El mar, tranquilo, estaba tan silencioso como la oscura ciudad. Desde el lugar en que estaba echado sentía sobre el agua un suavísimo olor, apenas perceptible, a niebla. Al oírse el estruendo de una motora que se acercaba a lo lejos, el barquero susurró: «¡Ya viene! ¡Viene todas las noches!». Cuando ocultamos nuestra barca tras los pontones cuartos de mejillones del puerto, no pude apartar la mirada del haz de luz de un proyector que se movía a izquierda y derecha sobre la ciudad, la costa, el mar y las mezquitas como si estuviera interrogando todo lo que lo rodeaba. Luego vi el barco enorme, blanco, que se aproximaba lentamente; en la borda y en la popa había una hilera de centinelas con chalecos salvavidas y armas; más arriba estaba la cabina del capitán, donde había una multitud, y, por encima de ellos, en alto, ¡el falso General Presidente, solo! Apenas podía distinguirlo porque se encontraba en la penumbra, en las sombras del barco que avanzaba, pero, entre la oscuridad y la niebla ligera, podía ver que estaba vestido como yo. Le pedí al barquero que lo siguiera, pero fue en vano: me dijo que estaba a punto de comenzar el toque de queda y que no le apetecía estar para entonces en la calle y me dejó en Kabatas. Volví a mi palacio en silencio por las calles desiertas.

Aquella noche pensé en él, en mi sosia, en el falso general, pero no en quién podía ser ni en lo que podría estar haciendo a esas horas en medio del mar; pensé en él porque podía pensar en mí por medio de él. A la mañana siguiente les pedí a los comandantes del estado de excepción que retrasaran una hora el toque de queda con la intención de poder observarlo mejor: lo anunciaron por la radio de inmediato junto con un discurso mío. Para dar a todo aquel asunto un aspecto de mayor flexibilidad en el régimen ordené que se liberara a una parte de los detenidos, los soltaron al momento.

¿Estaba más alegre Estambul la noche siguiente? ¡No! Eso demuestra que la inagotable tristeza de mi pueblo no se debe, como afirman algunos de mis opositores más superficiales, a la presión política, sino que brota de algo más profundo, de algo a lo que no podemos renunciar. La noche siguiente tomaban y tomaban café, comían pipas y helados y escuchaban en las radios de los cafés, con el mismo ensimismamiento y la misma tristeza, mi discurso en el que anunciaba la reducción de horas del toque de queda; ¡pero qué reales eran! Mientras estaba entre ellos sentía la amargura de un sonámbulo que no puede regresar entre los hombres reales porque no es capaz de despertar. Encontré al barquero en Eminónü, como si, por alguna extraña razón, me esperara. De inmediato nos hicimos a la mar.

En esta ocasión hacía viento y el mar estaba picado, el General Presidente nos hizo esperarle como si se hubiera retrasado porque alguna señal lo hubiese inquietado. Mientras observaba el barco desde detrás de otro pontón, esta vez cerca de Kabatas, y luego al General Presidente en persona, pensé que lo encontraba hermoso: hermoso y real, si es que podemos utilizar ambas palabras juntas. ¿Era posible? Sus ojos estaban vueltos, como proyectores, hacia Estambul, hacia la gente y, al parecer, hacia la historia por encima del gentío reunido en el puente. ¿Qué veía?

Metí un puñado de billetes rosas en el bolsillo del barquero y éste echó mano a los remos. Sacudidos y balanceados por las olas logramos darles alcance en Kasimpasa, cerca de los astilleros, aunque sólo pudimos verlos de lejos: subieron a varios coches negros y azul marino, entre los cuales se encontraba mi Chevrolet, y desaparecieron en dirección a la oscuridad de Gálata. El barquero hablaba de que se nos hacía tarde y de que se acercaba la hora del toque de queda.

Cuando puse el pie en tierra después de haberme balanceado largo rato en el revuelto mar, primero pensé que la sensación de «irrealidad» que notaba era un problema de equilibrio, pero no lo era. Mientras caminaba por las calles vacías, porque ya era bastante tarde, y por las avenidas, que se iban quedando desiertas debido a mi toque de queda, dicha sensación de irrealidad me embargó de tal manera que apareció ante mis ojos una visión que creía que sólo podía percibir en mis sueños. En el camino que va de Findikli al Dolmabahce no había sino jaurías de perros, excepto un vendedor de mazorcas de maíz que, a veinte pasos por delante de mí, empujaba su carrito a toda prisa y que volvía la cabeza para mirarme. Comprendí por sus miradas que me tenía miedo, que huía de mí y me habría gustado decirle que lo que realmente debía temer se ocultaba tras los enormes castaños que se alineaban a lo Iargo del camino; pero no podía decírselo, como si estuviera en un sueño; y, como en un sueño, sentía miedo porque no podía decirle lo que quería o no podía decírselo porque tenía miedo. Y lo que temía estaba tras los árboles que se deslizaban lentamente a nuestro lado porque yo corría y el vendedor de maíz corría porque yo corría; pero no sabía lo que era y, aún peor, sabía que esa visión terrible no era un sueño.

A la mañana siguiente, como no quería volver a experimentar el mismo temor, solicité que se retrasara bastante la hora del toque de queda y que se pusiera en libertad a otra parte de los detenidos. Ni siquiera hice una declaración al respecto; emitieron por la radio uno de mis viejos discursos.

Sabía, con la experiencia de los ancianos a los que la vida les ha enseñado que nunca cambia nada, que en esta ocasión volvería a ver las mismas imágenes en las calles de la ciudad y no me equivoqué: en algunos cines de verano habían retrasado la hora de la proyección; eso era todo. Las manos pintadas de rosa de los vendedores de algodón dulce seguían teniendo el mismo color, lo mismo que las blancas caras de los turistas occidentales que se atrevían a salir de noche, aunque fuera acompañados por sus guías.

Encontré a mi barquero esperándome en el lugar habitual. Incluso podría decir lo mismo del falso General. Nos encontramos poco después de hacernos a la mar. El tiempo estaba tan tranquilo como la primera noche pero no había aquella niebla apenas apreciable. Podía ver al General en el mismo lugar, en el alto sobre el puente del capitán, tan bien como podía ver en el espejo oscuro del mar los alminares y las luces de la ciudad: era real. Y además, en aquella noche clara, hizo lo que habría hecho cualquier persona real: nos vio.

Nuestra barca entró en el muelle de Kasimpaga siguiéndolos. En cuanto salté silenciosamente a tierra unos hombres que más que soldados parecían matones de cabaret, se abalanzaron sobre mí y me agarraron de los brazos: «¿Qué es lo que haces aquí a estas horas?». Les respondí inquieto que aún quedaba bastante para que comenzara el toque de queda; yo era un pobre campesino que se hospedaba en un hotel de Sirkeci y que había salido a dar un paseo en barca la última noche antes de regresar a mi pueblo. No tenía ni idea de la prohibición del General… Pero el cobarde del barquero lo contó todo y sus hombres se lo contaron a su vez al General Presidente, que se había acercado a nosotros. Aunque llevara ropa «civil», el General se parecía extraordinariamente a mí y yo parecía un campesino. Después de escucharnos una vez más, dio una orden: el barquero podía irse, yo lo acompañaría.

El General y yo estábamos solos en el asiento trasero del Chevrolet blindado cuando dejamos el muelle. La presencia de un conductor tan silencioso e invisible como el mismo coche sentado en el asiento delantero, separado de nosotros por un cristal que no permitía el paso del sonido (un detalle del que carece mi Chevrolet), en lugar de reducir nuestra soledad, la incrementaba.

– ¡Los dos llevamos años esperando este día! -me dijo el General con una voz que yo creía que no se parecía en absoluto a la mía-. Esperábamos ambos, yo sabiendo que esperaba y tú sin saberlo. Pero ninguno de nosotros sabía que nos encontraríamos así.

Me hablaba con una voz medio impetuosa, medio cansada, más que con la excitación de quien por fin puede contar su historia, con la tranquilidad espiritual de quien por fin puede terminarla. Habíamos estado en la misma clase en la Academia. Habíamos asistido a las mismas clases de los mismos profesores. Habíamos salido de instrucción nocturna en las mismas noches de invierno, habíamos esperado juntos que brotara el agua de los grifos de nuestro cuartel los mismos cálidos días de verano, los días de permiso habíamos salido juntos a pasear por nuestro querido Estambul. Ya entonces había comprendido que todo ocurriría como en la actualidad; aunque el desarrollo de los acontecimientos no fuera exactamente como había esperado.

Ya tan pronto, mientras se establecía entre nosotros dos una lucha secreta por conseguir las mejores notas en la clases de matemáticas, por acertar en el doce del blanco en lo ejercicios de tiro, por ser los más estimados entre nuestros compañeros y por ser el primero de la clase con el mejor expediente, él había comprendido que yo tendría más éxito y que sería yo quien viviera en el palacio en el que tu difunta madre tanto se desconcertaría viendo los relojes parados. Le hice notar que debía haber sido una lucha realmente «secreta» porque yo no recordaba haber competido con ninguno de mis compañeros en mis años de Academia (como tan a menudo os he aconsejado) ni que hubiera sido amigo mío. No se sorprendió en absoluto. Como yo tenía tanta confianza en mí mismo como para no darme cuenta de esa lucha «secreta» y como ya entonces sabía que sobrepasaba con mucho a los cadetes de mi clase o de los demás cursos e incluso a bastantes tenientes y capitanes, él se había retirado de la competición porque no quería ser una borrosa imitación mía, una sombra de segunda clase de mi éxito: quería ser «real», no esa sombra. Mientras me contaba todo aquello, yo contemplaba las calles de Estambul, que se iban quedando desiertas, a través de las ventanilla de aquel Chevrolet, del que iba comprendiendo poco a poco que no se parecía demasiado al mío, y de vez en cuando volví la mirada hacia nuestras rodillas y nuestras piernas, inmóviles en la misma postura entre los dos asientos.

Luego me dijo que no había dejado el menor lugar a la casualidad en sus cálculos. No había necesidad de ser adivino para suponer que cuarenta años más tarde nuestra población se doblegaría de nuevo ante un dictador, que Estambul se le rendiría y que ese dictador sería un militar de nuestra edad. Ni tampoco para concluir que ese militar sería yo. Y así, mientras aún estaba en la Academia, previo todo el futuro sigue un razonamiento bastante simple: o bien yo sería el General Presidente y él, como todo el mundo en el Estambul del borroso futuro, se convertiría en una sombra semifantasmagórica, que iría y vendría entre la realidad y la imprecisión, entre las quimeras del pasado y el futuro y la opresión del presente, o bien consagraría su vida a encontrar otro procedimiento para ser al menos real. Cuando me contó que, para hallar aquella solución, había conseguido realizar una falta lo suficientemente grave como para ser expulsado del ejército pero lo bastante leve como para no ser encarcelado, logrando que lo atraparan vestido como el director de la Academia pasando revista a la guardia nocturna, recordé por primera vez a aquel impreciso cadete. Se había dedicado a los negocios en cuanto lo expulsaron de la Academia. «¡Todo el mundo sabe que en nuestro país lo más fácil es hacerse rico!», dijo orgulloso. La existencia de tanta pobreza a pesar de aquello se debía a que, a lo largo de sus vidas, a nuestros compatriotas no se les enseñaba a ser ricos, sino a ser pobres. Y tras un momento de silencio añadió que de esa forma había sido yo quien le había enseñado a ser real. «¡Tú! -dijo deteniéndose en la palabra-. ¡Tú, a quien he descubierto atónito esta noche siendo menos real que yo después de tantos años de espera! ¡Pobre campesino!». Se produjo un largo, larguísimo silencio. Con aquella ropa, que mi asistente había preparado presumiendo de que era la auténtica vestimenta de un campesino de Kayseri, me sentía, más que ridículo, irreal, me había convertido, sin pretenderlo, en parte de un sueño. En medio de aquel silencio comprendí también que ese sueño se basaba asimismo en las imágenes oscuras de Estambul, que fluían por las ventanillas del coche como una película rodada a cámara lenta: calles y aceras vacías, plazas desiertas. Había llegado la hora de mi toque de queda y parecía que la ciudad se hubiera vaciado.

Ahora sabía que lo que me mostraba mi fatuo compañero de curso no era sino la ciudad fantasma que yo me había creado: pasamos por casas de madera absolutamente hundidas bajo los enormes cipreses que las empequeñecían y de barrios periféricos confundidos con los cementerios en el umbral del país de los sueños. Bajamos por cuestas adoquinadas abandonadas a jaurías de perros que luchaban a muerte entre ellas y subimos por otras, muy empinadas, que las farolas, más que iluminar, oscurecían. Mientras pasábamos por calles fantasmas con fuentes ciegas, muros desplomados y chimeneas rotas que nunca hubiera creído que podría ver excepto en sueños, mientras contemplaba con un extraño temor mezquitas que dormitaban en la oscuridad como gigantes de cuento, al tiempo que cruzábamos plazas con las fuentes secas, las estatuas olvidadas y los relojes parados, que me hacían creer que el tiempo se había detenido, no sólo en mi palacio, sino en todo Estambul, no escuchaba ni los éxitos comerciales que mi sosia me contaba todo presumido ni las historias que me relataba porque creía que eran adecuadas a la situación en la que nos encontrábamos (la del anciano pastor que atrapa a su mujer con su amante y la de Harun al-Rasid perdiéndose una de Las mil y una noches ). De madrugada, la avenida que lleva mi apellido y el tuyo, como todas las demás avenidas, calles y plazas, más que real era la prolongación de un sueño.

Me estaba contando un sueño al que Mevlâna llamaba «la historia del concurso de pintura» cuando poco antes del amanecer redacté el comunicado, sobre el que te estarán preguntando allí nuestros amigos occidentales por lo que ocurrió entre bastidores, según el cual anunciaba que este hombre tan pagado de sí mismo renunciaba a su cargo y que se levantaba el toque de queda, y ordené que lo emitieran por la radio. Mientras intentaba dormir tras aquella noche de insomnio imaginé que esa noche las plazas vacías se llenarían, que los relojes parados volverían a funcionar, que en los cafés, en los puentes y en las entradas de los cines comenzaba una vida más real que la de los sueños y los fantasmas. No sé hasta qué punto se habrá hecho realidad lo que imaginaba ni si Estambul se habrá convertido en un mapa en el que pueda ser real, pero sé por mis asistentes que la libertad, como siempre, inspira a mis enemigos más que los sueños. De nevo se reúnen en salones de té, en habitaciones de hotel y debajo de los puentes y comienzan a intrigar contra nosotros; ya ha habido oportunistas que han cubierto a medianoche los muros del palacio con pintadas en clave de significado indescifrable. Pero eso no es lo importante: ya ha pasado la época en que los sultanes se disfrazaban y se mezclaban con el pueblo, sólo queda en los libros.

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