Hace poco leí en uno de esos libros, la Historia de los otomanos de Hammer, que el sultán Selim el Fiero, cuando era príncipe heredero, fue a Tabriz disfrazado. Su fama como buen jugador de ajedrez se extendió hasta el punto de que el sha Ismail, aficionado a dicho juego, mandó llamar a su palacio a aquel joven vestido de derviche. El Fiero le ganó tras una partida bastante larga. Y entonces pensé si, cuando años después comprendiera que el hombre que le había ganado al ajedrez no había sido un derviche sino el emperador otomano, el mismísimo sultán Selim el Fiero, que habría de arrebatarle Tabriz en la batalla de Caldiran, el sha Ismail se acordaría de los movimientos de la partida. Mi engreído sosia se acordaba de todos los movimientos de la nuestra. Por cierto, se ha debido acabar mi suscripción a la revista de ajedrez King and Pawn porque ya no me la envían; te ingreso dinero en tu cuenta por medio de la embajada para que me la renueves.
28. El descubrimiento del misterio
«El capítulo que estás leyendo explica el texto de tu rostro.»
Diván , NIYAZI DE EGIPTO
Antes de comenzar a leer la tercera parte de El misterio de las letras y la desaparición del misterio , Galip se preparó un café cargado. Fue al lavabo y se lavó la cara con agua fría para despejarse, pero logró contenerse y no se miró al espejo. Cuando se sentó a la mesa de trabajo de Celâl con su taza de café, estaba tan entusiasmado como un estudiante de instituto que se dispone a resolver un problema de matemáticas que lleva mucho tiempo esperando ser resuelto.
Según F. M. Üçüncü, en esos días en los que se esperaba que el Mahdi que había de salvar a todo Oriente apareciera en Anatolia, en tierras de Turquía, el primer paso que había que dar para descubrir de nuevo el misterio era proporcionar una base sólida, usando las líneas del rostro humano, a las veintinueve letras del alfabeto latino adoptado para el turco a partir de 1928. Así, con ejemplos tomados de olvidados manuscritos hurufíes , de los himnos bektasis , de la imaginería popular de Anatolia, de los restos fantasmales de aldeas hurufíes si adulterar, de los muros de los conventos, de las figuras pintada en los palacios de los bajás, y de miles de adornos caligráficos, mostraba los «valores» que habían obtenido algunos sonidos en su paso del árabe y el persa al turco y luego había marcado aquellas letras, una a una, en las fotografías de ciertas persona con una precisión que daba miedo. Mirando los retratos de aquellas personas, en cuyas caras el autor indicaba que no era necesario ver las letras latinas para leer su significado, absolutamente claro y concreto, Galip sintió el mismo estremecimiento que había notado al observar las fotografías sacadas del armario de Celâl. Sintió miedo cuando, después de pasar más y más páginas de fotografías reveladas a partir de originales de mala calidad, entre las cuales, según escribía en los pies de foto, se encontraban los retratos de Fazlallah, de sus dos asesores, «el de Mevlâna copiado de una miniatura» y el de Halit Kaplan, nuestro medallista olímpico de lucha», encontró de repente una fotografía de Celâl tomada a finales de los años cincuenta. Tal y como ocurría con las otras, se habían marcado ciertas letras en su cara, letras que se acompañaban de flechas que indicaban cómo habían sido trazadas. En aquella fotografía de Celâl, tomada cuando tenía treinta y cinco años, F. M. Üçüncü había visto una U en su nariz, sendas Zetas en las comisuras de los ojos y, cubriendo toda la cara, una H de costado. Tras algunas páginas que pasó con rapidez, Galip vio que a aquella serie se le habían añadido retratos y fotografías de jeques hurufíes e imanes famosos que habían muerto y resucitado después de un breve viaje por el otro mundo, de estrellas americanas «de rostro profundamente expresivo» como Greta Garbo, Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y Bette Davis, de renombrados verdugos y de ciertos bandidos de Beyoglu cuyas aventuras había narrado Celâl cuando era joven. Luego el autor afirmaba que cada una de aquellas letras que había marcado en las caras para dotarlas de fundamento tenía un doble significado: el significado evidente de la escritura y el secreto que revelaban las caras.
Si admitimos que cada letra posee un significado secreto que se refiere a un concepto, continuaba razonado F. M. Ucüncü, es necesario que cada palabra compuesta por dichas tetras posea también un segundo significado secreto. De la misma manera tenían segundos significados las frases, los párrafos y, en suma, todos los textos. Pero si tenemos en cuenta que en último extremo estos significados pueden ser escritos a su vez con otras frases y palabras, o sea, con letras, entonces se descubrirá un tercer significado al comentar el segundo, a aquél le seguirá otro, y así hasta que aparezca una serie ilimitada de significados secretos. Se podía comparar aquello con la red de innumerables calles que envuelve una ciudad, dando una a otra y ésta a la de más allá: mapas, cada uno de los cuales se parecía a una cara humana. Así pues, el lector que intentaba resolver el misterio con sus propios conocimientos y la regla en mano no se diferenciaba del caminante que va descubriendo el misterio según camina por las calles del mapa, un misterio que se va extendiendo según lo descubre y que según se extiende va encontrando en las calles por las que anda, en las rutas que elige, en las cuestas que sube, en el mismo camino y en su propia vida. El tan esperado Salvador, sea «El» o el Mahdi, «aparecerá» en ese punto en el que los lectores, los infelices y los aficionados a las historias se hayan perdido hundidos en las profundidades del misterio. El viajero que reciba la señal del Mahdi en algún lugar de la vida o de la escritura, en el punto en que se cruzan las caras y los mapas, entre la ciudad y sus señales, deberá (como el viajero místico) comenzar a buscar el camino con las letras clave y los mensajes cifrados de los que disponga. Como el paseante que busca su camino ayudado por las señalizaciones de calles y avenidas, decía F. M. Üçüncü con una alegría infantil. Así pues, el problema consistía en poder ver las señales que el Mahdi colocaría en la vida y en la escritura. En opinión de F. M. Üçüncü, para resolver ese problema debíamos, desde hoy mismo, ponernos en su lugar y prever sus movimientos: o sea, debíamos suponer los movimientos siguientes, igual que un jugador de ajedrez. Invitaba al lector, al que rogaba que lo acompañara en sus suposiciones, a que se imaginara a alguien capaz de dirigirse a una amplia masa de lectores en cualquier situación, siempre. «Por ejemplo -decía inmediatamente después-, pensemos en un columnista de un periódico». Un columnista que fuera leído cada día por los cuatro costados del país, en los transbordadores, en los autobuses, en los taxis colectivos, en los rincones de los cafés y en las barberías, sería un buen ejemplo de alguien que pudiera recoger las señales secretas con las que el Mahdi indicaría el juego a seguir. Para los que ignoraran el misterio las columnas de aquel periodista tendrían un solo significado. El significado visible y directo. Pero los que esperaban al Mahdi, aquellos que sabían de cifras y fórmulas, podrían leer también el significado secreto usando los segundos significados de las letras. Supongamos que el Mahdi añade al artículo una frase del tipo «Pienso en todo esto observándome desde fuera…», mientras el lector corriente piensa en lo extraño que resulta el significado visible, los conocedores del misterio de las letras comprenderán de inmediato que esa frase es el aviso que esperaban y, con las claves de que disponen, se lanzarán a la aventura que les pondrá en camino hacia una vida nueva, completamente nueva.
Así que el título de la tercera parte, «El descubrimiento del misterio», no sólo se refería el redescubrimiento de la noción de misterio, cuya pérdida había empujado a Oriente a la esclavitud de Occidente, sino también al hallazgo de aquellas frases que el Mahdi había ocultado entre sus artículos.
F. M. Üçüncü repasaba luego, discutiéndolas, las fórmulas para cifrar mensajes que Edgar Allan Poe proponía en su artículo «Un par de palabras sobre mensajes secretos», y afirmaba que ese sistema, el de cambiar de orden las letras del alfabeto, ya había sido usado por Hallac-i Mansur en sus cartas y que probablemente sería muy parecido al que utilizaría el Mahdi en sus escritos y de repente, en las últimas líneas del libro, anunciaba esta importante conclusión: el punto de partida de todas las cifras, de todas las fórmulas, son las letras que cada viajero lee en su propia cara. Todos aquellos que quisieran ponerse en camino, que quisieran forjar un nuevo universo, debían ver antes las letras de su cara. Este modesto libro que el lector sostenía en sus manos era una guía para mostrar cómo podían encontrarse las letras del propio rostro. En lo que respecta a las cifras y fórmulas que permitirían alcanzar el misterio, sólo se había hecho una introducción. Colocarlas en los artículos era tarea del Mahdi, quien, por supuesto, se elevaba como el sol sin que pasara mucho.
Cuando Galip comprendió que la palabra «sol» aludía también al nombre de Semsi, el asesinado amado de Mevlána, arrojó el libro que acababa de terminar y se encaminó al lavabo para mirarse en el espejo. La idea apenas perceptible que refulgía en su mente se había convertido ahora en un claro temor «¡Hace mucho que Celâl ha leído el significado de mi cara!» Tenía la sensación de desastre, de que todo había terminado de manera irreparable, que notaba en su infancia o en su adolescencia cuando cometía alguna falta, cuando creía ser otro o estar viéndose enredado en algún misterio. «¡Ahora por fin soy otro!», pensó Galip, tanto como un niño que juega como alguien que se ha puesto en marcha por un camino sin retorno.
Eran las tres y doce minutos; en el edificio y en la ciudad había ese silencio mágico que sólo se puede sentir a esas horas; era más una sensación de silencio que un auténtico silencio porque cada dos por tres podía notar como un dolor de oídos el zumbido apenas perceptible de la cercana habitación de la caldera o del lejano generador de un barco. Decidió que hacía ya rato que había llegado el momento, pero fue capaz de contenerse un poco más antes de ponerse en marcha.
Se le vino a la mente la idea que llevaba tres días tratando de olvidar: si Celâl no había enviado un nuevo artículo, a partir del día siguiente su columna quedaría vacía. No quiso pensar en aquella columna en blanco, la misma que durante tantos años ni una sola vez se había quedado sin su correspondiente artículo: le daba la impresión de que si no aparecía un nuevo artículo, Rüya y Celâl, hablando y riendo entre ellos en algún lugar oculto de la ciudad, ya no le esperarían. Mientras leía uno de los artículos antiguos que había sacado del armario al azar, pensó: «¡Yo también soy capaz de escribir esto.»
Ahora sí tenía una receta. No, no era la receta que le había dado unos días antes el anciano columnista en el periódico, se trataba de otra cosa: «Conozco todos sus artículos, sé todo lo que se refiere a él, lo he leído todo, lo he leído todo». La última frase la susurró casi en voz alta. Leía otro de los artículos sacados al azar del armario. Pero en realidad no intentaba leerlo; pasaba la mirada por él pronunciando las palabras en silencio, pero a veces su mente se entretenía con el segundo significado que pretendía extraer de ciertas palabras y letras y notaba que, cuanto más leía, más se iba aproximando a Celâl. Porque ¿qué era leer sino apoderarse lentamente de la memoria de otro?
Ya estaba preparado para pasar ante el espejo y leer las letras de su rostro. Fue al lavabo y se miró la cara. A partir de ese momento todo sucedió muy rápido.
Mucho después, meses más tarde, cada vez que Galip se sentara a la mesa para escribir un artículo en aquella misma casa, entre aquellos muebles que imitaban con una coherencia y un silencio irresistibles a los de hacía treinta años, recordaría a menudo el instante en que se miró al espejo y se le vendría a la mente la misma palabra: horror. No obstante, cuando se miró al espejo con el entusiasmo de estar jugando a algo no sintió en un primer momento el miedo que se asocia a esa palabra. En un primer instante notó una sensación de vacío, de olvido, una falta de reacción. Porque miró la cara que veía en el espejo a la luz de la bombilla desnuda como si mirara las de los presidentes de gobierno o las de los artistas de cine, a las que tan acostumbrado estaba a fuerza de verlas en los periódicos. Miró su propia cara no como si estuviera descifrando un secreto, ni resolviendo el rompecabezas misterioso cuya solución llevaba días persiguiendo, sino como si fuera un abrigo viejo al que se hubiera acostumbrado de tanto vestirlo en una vulgar mañana de invierno; como si mirara sin ver un viejo paraguas que poseyera con cierta sensación de que compartía su destino. «Por aquel entonces estaba tan acostumbrado a vivir conmigo que no me daba cuenta de mi cara», pensaría mucho más tarde. Pero aquella indiferencia no duró demasiado. Porque en cuanto pudo observar la cara que veía en el espejo y como había observado durante días las caras de retratos y fotografías, comenzó a distinguir las sombras de las letras.
Lo primero que le pareció extraño fue que pudiera observar su propia cara como si fuera un trozo de papel escrito, que pudiera ver su cara como un letrero que enviara señales a otros rostros y otras miradas, pero en un principio no se detuvo demasiado en aquello porque ya podía distinguir con bastante claridad las letras que iban apareciendo entre sus ojos y sus cejas. Sin que pasara mucho las letras se volvieron tan claras que hicieron que Galip se planteara cómo era posible que no las hubiera percibido antes. No es que no pensara también que lo que veía podía ser un espejismo producido por un exceso de ver letras marcadas en rostros de fotografías, una ilusión óptica, una parte del juego de espejismos al que estaba jugando con tanta convicción, pero cada vez que volvía a observarse después de apartar la mirada del espejo, veía las letras allí donde las había dejado: aparecían y desaparecían como esos juegos de las revistas infantiles en los que la figura que se ve en una primera mirada son las ramas de un árbol y de repente es el ladrón que se oculta tras esas mismas ramas; estaban allí, en la topografía de aquella cara que Galip se afeitaba distraído cada mañana, en sus ojos, en sus cejas, en la nariz en que con tanta insistencia los hurufíes colocaban las alif y la superficie redonda a la que llamaban «el círculo de la cara». Era como si ahora lo difícil no fuera leer las letras, sino no leerlas. También eso intentó hacerlo Galip para librarse de aquella irritante máscara que cubría su cara, llamó en su ayuda a aquel pensamiento despectivo que siempre había tenido previsoramente listo en un rincón de su mente mientras escrutaba y leía con atención las imágenes y la literatura hurufí quiso poner en marcha su sospecha de que todo lo que se relacionaba con las letras y las caras era ridículo, forzado e infantil, pero las rectas y las curvas de su cara mostraban ciertas letras en una forma tan evidente que no pudo apartarse del espejo. Fue entonces cuando le invadió aquella sensación que luego calificaría de «horror». Pero todo sucedió tan rápido, vio las letras y la palabra que formaban tan repentinamente, que luego no pudo distinguir con claridad si le poseía el horror porque su cara se había convertido en una máscara sobre la que había una serie de señales o si era por lo terrible del significado que indicaban aquellas letras. Las letras le mostraban a Galip una realidad que había sabido durante años a pesar de que había querido olvidarla, que recordaba aunque creía no recordarla, que había aprendido pero que no sabía, un secreto que después, cuando quiso expresarlo por escrito, evocaría con palabras completamente distintas. Pero en cuanto las leyó en su cara, con una claridad tal que no dejaban lugar a la menor duda, pensó también que todo era extraordinariamente simple y comprensible; sabía lo que veía y pensaba que no debía sorprenderse. Y quizá lo que luego llamaría «horror» no fuera sino la sorpresa de aquella simple y evidente verdad; como lo que tiene de terrible el hecho de que, en el mismo momento en que la mente percibe con un resplandor extraordinario el vaso de té en forma de tulipán que hay sobre la mesa como un objeto increíble, el ojo pueda ver el mismo vaso tal y como siempre ha sido.
Cuando decidió que lo que indicaban las letras de su cara no era un espejismo, sino algo real, Galip se apartó del reflejo y salió al pasillo. Ahora percibía que aquello a lo que luego llamaría «horror» tenía que ver, más que con el hecho de que su rostro se hubiera convertido en una máscara, en la cara de otro, en un rótulo indicador, con lo que indicaba ese mismo rótulo. Porque, por fin, gracias a las reglas de aquel herboso juego, todos los rostros humanos tenían esas letras. Estaba tan seguro de aquello que incluso lo consideraba un consuelo, pero mirando los estantes del armario del pasillo se despertó en su corazón una amargura tal, añoró tanto a Rüya y a Celâl, que le costó trabajo mantenerse en pie. Era como si su cuerpo y su alma le abandonaran dejándolo solo con un crimen que no había cometido; como si en su memoria solamente quedara el secreto de la derrota y la decadencia, como si toda la tristeza y todos los recuerdos de una historia y un misterio que no todos los demás hubieran querido olvidar y hubieran felizmente olvidado siguieran pesando sobre su mente y sus hombros.
Más tarde, cada vez que quiso acordarse de lo que hizo en los tres o cuatro minutos -porque todo sucedió muy rápido- que transcurrieron desde que se miró al espejo, recordaría el minuto que pasó entre el armario del pasillo y las ventanas que daban al patio de ventilación: después de haberse introducido en el «horror», sentía dificultades para respirar y gotas de sudor frío se acumulaban en su frente mientras pretendía alejarse del espejo al que había dejado sumido en la oscuridad. Por un momento imaginó que podría volver ante él y despojarse de esa fina máscara que le cubría la cara como quien se rasca la costra de una herida, creía que no sería capaz de leer las letras que surgirían en su cara por debajo de ella, de la misma forma que no había podido leer las letras y las señales que había visto en todas aquellas calles ramplonas, en los vulgares anuncios de los muros, en las bolsas de plástico. Intentó leer un artículo que había sacado del armario para aliviar su dolor, pero ya lo sabía todo, sabía todo lo que había escrito Celâl como si lo hubiera escrito él mismo. Como luego haría a menudo, imaginó que era ciego, que en lugar de pupilas tenía unos agujeros hechos en mármol, en lugar de boca una puerta de horno y en lugar de nariz agujeros de pernos oxidados. Cada vez que pensaba en su cara comprendía que Celâl había visto las letras que habían aparecido ante sus ojos, que sabía que algún día él también las vería y que entonces emprenderían juntos aquel juego, pero después no estaría seguro de haber pensado claramente todo aquello en los primeros minutos. Le daba la impresión de querer llorar y no podía, de tener dificultad para respirar; de su garganta surgió un gemido de dolor incontrolable; alargó la mano automáticamente hacia la falleba de la ventana; quería mirar allí, al patio, al edificio, a ese sitio al que llamaban «la oscuridad», al lugar que en tiempos había sido un pozo. Sintió que estaba imitando a alguien a quien no conocía, como un niño.
Abrió la ventana, asomó el cuerpo a la oscuridad y, apoyando los codos en el alféizar, alargó la cara hacia el pozo sin fondo del patio del edificio: le llegaba desde allí un olor asqueroso, el olor de los excrementos de las palomas, que llevaban acumulándose más de medio siglo, el de las porquerías arrojadas allí, el de la suciedad del edificio, el de los humos de la ciudad, el del barro, el del alquitrán y el de la desesperación. Allí tiraban las cosas que querían olvidar. Le apetecía saltar a la oscuridad sin retorno del vacío, entre aquellos recuerdos de los que no quedaban ni los posos en la memoria de los que tiempo atrás habían vivido en el edificio, a aquella oscuridad que Celâl había ido tejiendo pacientemente durante años y embelleciendo con motivos de poesía antigua como el pozo, el misterio y el miedo, pero simplemente miró la oscuridad intentando recordar como si estuviera borracho. Los recuerdos de sus años de infancia pasados junto a Rüya estaban íntimamente relacionados con aquel olor y el niño inocente, el muchacho bienintencionado, el marido feliz junto a su esposa y el ciudadano corriente que vive al margen del misterio que había sido, estaban hechos de aquel olor. En su interior se resaltó de tal manera el deseo de estar con Celâl y Rüya que quiso saltar; le daba la impresión de que, como ocurriría en un sueño, le hubieran arrancado aparentemente la mitad de su cuerpo, la estuvieran llevando a un lugar lejano y oscuro y sólo pudiera retirarse de aquella trampa gritando con toda la fuerza de su voz. Pero se limitó a mirar la oscuridad sin fondo sintiendo en su cara el húmedo frío de la fría noche de invierno. Manteniendo el rostro en dirección al ciego pozo de oscuridad notaba que el dolor que llevaba días arrastrando solo era compartido, que comprendía lo que le había parecido terrible y que, como la vida de Celâl, preparada con antelación en todos sus detalles para atraerle a aquella trampa, había salido a la luz aquello que después llamaría el secreto de la derrota de la miseria y de la decadencia. Con medio cuerpo asomado por la ventana que daba a la oscuridad, miró largo rato hacia abajo, al lugar donde tiempo atrás había estado el pozo sin fondo. Se retiró mucho después de sentir el violento frío en su cara, en su cuello y en su frente y cerró la ventana.