A partir de ese momento todo fue claro, comprensible y luminoso. Cuando mucho después recordara lo que había hecho a partir de ese instante hasta la salida del sol, todo le parecería lógico, necesario y apropiado y recordaría la claridad de mente y la decisión que sintió al hacerlo. Fue a la sala de estar, se dejó caer en uno de los sillones y descansó. Luego ordenó la mesa de Celâl, guardó uno a uno los papeles, los recortes de prensa y las fotografías en sus respectivas cajas y las cajas en el armario. Recogió no sólo lo que había revuelto en los dos días que llevaba en la casa, sino también todo lo que Celâl había tirado aquí y allá descuidadamente, vació los ceniceros llenos, fregó tazas y vasos, abrió ligeramente las ventanas y ventiló la casa. Se lavó la cara, se preparó otro café fuerte, colocó sobre la mesa, ahora vacía y limpia, la vieja Remington de Celâl y se sentó ante ella. Los folios que Celâl llevaba años usando estaban en el cajón, sacó uno de ellos, lo puso en la máquina y comenzó a escribir de inmediato.
Escribió durante casi dos horas sin levantarse. Escribía con el entusiasmo que le infundía el papel limpio y en blanco y con la sensación de que todo era como debía ser. Al golpear las teclas, que se movían recordándole una vieja conocida música, comprendía que había pensado y sabía de lo que escribía. De vez en cuando quizá le resultara necesario reducir la velocidad y pensar un momento para colocar la palabra necesaria, pero escribía «sin forzarse», como decía Celâl, y dejándose llevar por el fluir de las frases y las ideas. Comenzó su primer artículo con las palabras «Me miré al espejo y leí mi cara». El segundo diciendo «Soñé que por fin era la persona que llevaba años queriendo ser», mientras que en el tercero hablaba de historias del viejo Beyoglu. Estos últimos los escribió con mayor facilidad que el primero y con una amargura y una esperanza más profundas. Estaba seguro de que sus artículos encajarían exactamente con lo que se pedía y se esperaba de la columna de Celâl. Firmó los tres con la firma de Celâl, miles de veces imitada en las últimas páginas de los cuadernos escolares en su época de la escuela secundaria y el instituto.
Después de amanecer, mientras el camión de la basura pasaba con el estruendo habitual de los golpes de los cubos contra sus costados, Galip examinó la fotografía de Celâl en el libro de F. M. Üçüncü. Una de las pálidas y borrosas fotografías en otra página del libro no llevaba al pie de quién se trataba y pensó que debía ser el autor. Leyó con atención la biografía de F. M. Üçüncü que había al comienzo de la obra; calculó cuántos años podía tener cuando anduvo mezclado en el frustrado intento de golpe de Estado de 1962. Teniendo en cuenta que en su primer destino en Anatolia, es decir, siendo teniente, había podido ver los combates de lucha de Hamit Kaplan cuando era joven, debía tener la edad de Celâl. Galip repasó de nuevo los anuarios de la Academia Militar correspondientes a los años 1944, 1945 y 1946. Comparó la cara anónima de El descubrimiento del misterio con varias de las que podían ser él de joven, pero la particularidad más notable de la fotografía del libro, su calvicie, estaba cubierta en las de los jóvenes por la gorra de oficial.
A las ocho y media, Galip, con su abrigo y los tres artículos doblados en el bolsillo interior de la chaqueta, salió del edificio Sehrikalp con la rapidez de un padre de familia apresurado que va al trabajo y cruzó a la otra acera. Nadie lo vio o, si lo vieron, nadie lo llamó. El día era claro, el cielo tenía un azul invernal; las aceras estaban cubiertas de nieve, hielo y barro. Entró en el pasaje donde el barbero que iba cada mañana a afeitar al Abuelo tenía su establecimiento, llamado Venus, al que años después irían juntos él y Celâl, y dejó en la última tienda, un cerrajero, la llave del piso de Celâl. Compró el Milliyet en el puesto de la esquina. Entró en la mantequería Sütis, en la que desayunaba algunas mañanas Celâl, y pidió unos huevos revueltos, nata, miel y té. Mientras desayunaba leyendo el artículo de Celâl, pensó que los protagonistas de las novelas de detectives que leía Rüya debían sentirse como él se sentía en ese momento cuando podían encajar varias pistas en una historia que tuviera sentido. Ahora, después de haber descubierto una llave significativa capaz de descifrar el misterio, se sentía como el detective que se dispone a abrir nuevas puertas con esa misma llave.
El artículo del sábado de Celâl era el último de los que Galip había visto en la carpeta de repuestos y también había sido publicado previamente, como todos los demás, pero Galip ni siquiera intentó descubrir el segundo significado de las letras. Después de desayunar, mientras esperaba en la cola del taxi colectivo se le vino a la mente la persona que antes había sido y la vida que había llevado esa persona hasta hacía bien poco: leía periódico por las mañanas en el taxi colectivo, pensaba en la hora de regresar a casa y, una vez en casa, soñaba con su mujer que dormía en la cama. Las lágrimas se le agolparon en los ojos.
Mientras pasaba ante el palacio del Dolmabahce, Galip pensó: «Así que para que uno se convenciera de que el mundo había cambiado de arriba abajo bastaba con comprender que él mismo era otro». Lo que veía por la ventanilla no era el Estambul que conocía, sino otro Estambul cuyo misterio acababa de comprender y sobre el que luego escribiría.
En el periódico, el redactor jefe estaba reunido con los jefes de sección. Galip entró en el despacho de Celâl después de llamar a la puerta y esperar un rato. Dentro, en la mesa, en sus objetos, no había habido el menor cambio desde la última vez que Galip estuvo allí. Se sentó a la mesa y revolvió a toda prisa los cajones. Viejas invitaciones a cócteles de inauguración, comunicados enviados por diversas fracciones políticas de izquierda y derecha, los recortes, los botones, la corbata, el reloj de pulsera, los botes vacíos de tinta, las medicinas que ya había visto la última vez que estuvo allí y unas gafas de sol a las que no había prestado atención… Se puso las gafas y salió del despacho de Celâl. Al llegar a la amplia sala de redacción vio al polemista y anciano escritor Nesati trabajando en su mesa. La silla que había a su lado, ocupada por el periodista del corazón la última vez, se encontraba vacía. Galip se sentó en ella. Un rato después le preguntó al anciano:
– ¿Se acuerda de mí?
– ¡Claro que me acuerdo! Es usted una flor en el jardín de mi memoria -le respondió Nesati sin levantar la cabeza de lo que estaba leyendo-. La memoria es un jardín. ¿Quién dijo eso?
– Celâl Salik.
– No, Bottfolio -replicó el anciano columnista levantando la cabeza-. En la traducción clásica de Ibn Zerhani. Celâl Salik se lo apropió, como siempre. Como usted se ha apropiado de sus gafas de sol.
– Las gafas son mías -respondió Galip.
– Así que las gafas, como los seres humanos, son creadas a pares. Déjeme que las vea.
Galip se quitó las gafas y se las entregó. El anciano, al ponérselas después de haberlas examinado por un momento, se asemejó a uno de los bandidos legendarios de los cincuenta, del que Celâl había hablado en sus artículos, uno que había sido propietario de burdeles y cabarets y que había desaparecido con su Cadillac. Se volvió con una misteriosa sonrisa hacia Galip.
– No les falta razón a los que dicen que de vez en cuando hay que saber ver el mundo a través de los ojos de otro. De hecho, es entonces cuando uno empieza a comprender el misterio del mundo y del ser humano. ¿Sabe de quién es esto?
– De F. M. Üçüncü -contestó Galip.
– Ése no tiene nada que ver con esto. Es sólo un imbécil -le respondió el anciano-. Un miserable, uno más de entre la masa de pobres tipos… ¿De quién has oído su nombre?
– Celâl me dijo que era uno de los seudónimos que había usado durante años.
– Así que cuando uno llega a chochear lo suficiente no se limita a negar su propio pasado y lo que ha escrito, sino que también recuerda a los demás como si fueran él mismo. Pero no creo que nuestro astuto Celâl Efendi chochee tanto. Debe estar tramando algo si miente a sabiendas. F. M. Üçüncü es alguien que ha vivido realmente, una persona de carne y hueso. Un oficial que hace veinticinco años mandaba un torrente de cartas a nuestro periódico. Cuando por fin le publicaron un par de ellas en las cartas al director para que no quedara demasiado feo, comenzó a ir y venir por el periódico con tanta presunción como si fuera periodista de plantilla. Y, de repente, desapareció y no se le vio durante veinte años, y una semana volvió a aparecer con su cabeza pelona y brillante, decía que venía tanto al periódico de visita en general como para verme a mí en particular, que era un gran admirador de mis artículos. Daba pena. Hablaba de que habían aparecido los signos.
– ¿Qué signos?
– Vamos, lo sabes, lo sabes. ¿O es que Celâl nunca te lo ha contado? Ya sabes, ha llegado la hora, han aparecido los signos, todos a la calle, ese tipo de numeritos. El fin del mundo, la revolución, la liberación de Oriente y tal.
– El otro día hablé con Celâl de ese tema y a usted empezaron a zumbarle los oídos.
– ¿Dónde se esconde?
– Se me ha olvidado.
– Ahí dentro están ahora reunidos los de redacción -dijo el anciano columnista-. Van a poner de patitas en la calle a tu tío Celâl porque ya no entrega artículos nuevos. Dicen que me van a proponer escribir en su columna en la segunda página, pero que me negaré.
– El otro día, mientras me hablaba de ese golpe militar de principios de los sesenta en que estuvieron mezclados, Celâl le mencionó a usted con mucho cariño.
– Miente. Me odia, nos odia a todos porque traicionó el golpe -dijo el anciano. Ahora, con aquellas gafas oscuras que tan bien le sentaban, parecía más un maestro que un gángster del viejo Beyoglu-. Vendió el golpe. Por supuesto, a ti no te lo habrá contado así, te habrá dicho que todo lo organizó él, pero tu tío Celâl, como siempre, se unió al asunto sólo cuando todo el mundo creía que iba a triunfar. Antes de eso, mientras se formaban las redes de lectores que se extendían por los cuatro costados de Anatolia y las pirámides, los alminares, los símbolos masónicos, los ojos encerrados en un triángulo, los misteriosos compases, los dibujos de lagartos, las cúpulas silyuquíes, los billetes de banco de los rusos marcados y las cabezas de lobo circulaban de mano en mano, Celâl se limitaba a coleccionar fotos de lectores como el niño que colecciona fotos de artistas. Un día se inventó la historia de la casa de los maniquíes y otro comenzó a hablar de un «ojo» que le seguía por calles estrechas en noches oscuras. Nos dimos cuenta de que quería unirse a nosotros y consentimos que lo hiciera. Nos dijimos que abriría columnas a la causa y que quizá atrajera a algunos militantes. ¡Qué atraer ni atraer! Por aquel entonces rondaban por ahí un montón de chiflados y aprovechados, gente como tu F. M. Üçüncü; lo primero que hizo fue enredar a todos ésos. Luego, gracias a los mensajes cifrados, fórmulas y juegos de letras que usaba, comenzó a relacionarse con otra tenebrosa pandilla, pues de cada uno de esos contactos, que él consideraba victoria, venía a vernos y comenzaba a chalanear sobre el sillón en el que se sentaría después de la revolución. Para tener más fuerza en el regateo insistía en que por aquel entonces se veía con los miembros restantes de ciertas cofradías, con los que esperaban al Mahdi o con los pretendientes otomanos que dormitaban en Francia o Portugal; aseguraba que recibía cartas que después nos mostraría, de personas imaginarias, que los nietos de tal bajá o cual jeque habían ido en persona a visitarlo a su casa y que le habían dejado manuscritos o testamentos llenos de secretos y que a medianoche venían al periódico hombres extraños para verlo. Se inventaba a toda aquella gente. Cuando por aquellos días comenzó a difundirse el rumor de que ese hombre que ni siquiera sabía francés correctamente iba a ser ministro de Asuntos Exteriores después de la revolución, me dije que tenía que pinchar alguno de esos globos. Por aquel entonces publicaba en sus artículos una serie de historias que según él eran el testamento de un oscuro y legendario personaje, o escribía tonterías sobre una conspiración que sacaría a la luz una verdad desconocida sobre nuestra historia llenando sus escritos de profetas, Mahdis y juicios finales. Me senté y escribí una columna que exponía la verdad, incluyendo citas de Ibn Zerhani y Bottfolio. ¡Qué cobarde! Enseguida se apartó de nosotros y se unió a los otros grupos. Cuentan que para demostrar a sus nuevos amigos, que tenían mejores relaciones que otros con los oficiales jóvenes, que realmente existían todas esas personas que yo afirmaba que eran imaginarias, por la noche se cambiaba de ropa y se disfrazaba como sus héroes. Una noche fue visto a la entrada de un cine de Beyoglu disfrazado de Mahúl o del sultán Mehmet el Conquistador dedicándose a predicar a la sorprendida multitud que esperaba a que comenzara la película que toda la nación debía cambiar de manera de vestir, comenzar una vida nueva; que las películas americanas proporcionaban tan poca esperanza como las nacionales y ya ni siquiera teníamos la posibilidad de imitarlas. Quiso provocar a Ia muchedumbre del cine contra los productores de la calle Vesilyani, y quiso arrastrarlos tras él. Por aquel entonces, como ahora, era todo el pueblo turco el que esperaba un «Salvador» y no sólo los «miserables pequeños burgueses» que viven en calles cubiertas de barro en casas de madera medio hundidas en esos barrios periféricos que menciona tan a menudo en sus artículos. El pueblo creía con la misma sinceridad y esperanza de siempre que si había un golpe militar se abarataría el pan, que se abrirían las puertas del Cielo si los pecadores pagaban por sus pecados. Pero por su ansia de que todos dependieran de él, por su avidez, las camarillas del golpe se enfrentaron unas a otras, el golpe militar se fastidió y los tanques que se pusieron en marcha aquella noche no fueron a la Casa de la Radio sino que se retiraron a sus cuarteles. Conclusión: como ves, seguimos arrastrándonos por el fango y, como nos da vergüenza ante los europeos, votamos de vez en cuando para que cuando vengan los periodistas extranjeros podamos decir con toda tranquilidad de corazón que nos parecemos a ellos. Eso no quiere decir que no haya salvación. La hay. Si los de la televisión inglesa hubieran querido hablar conmigo en lugar de con Celâl Efendi, les habría explicado el secreto de cómo Oriente puede seguir siendo Oriente miles de años más sin el menor problema. Galip Bey, hijo mío, tu primo Celâl Bey no es más que un desequilibrado digno de lástima. Para ser nosotros mismos no tenemos la menor necesidad de esconder pelucas, barbas de pega y ropajes históricos y extraños en el guardarropa como hace él. Mahmut I se disfrazaba todas las noches, pero ¿sabes lo que llevaba? Un fez en lugar del turbante de sultán y un bastón; eso era todo. No hay la menor necesidad de pasarse horas maquillándose cada noche, como Celâl, ni de ponerse extraños y ostentosos ropajes ni andrajos de pordiosero. Nuestro mundo es un todo, no algo compuesto por pedazos independientes. Fuera de este universo hay otro, pero no es un mundo que se oculte ni se disimule tras imágenes y decorados, como ocurre con el de los occidentales, para que tengamos que levantar los velos para descubrir victoriosamente la verdad oculta tras ellos. Nuestro modesto universo está en todas partes, no tiene un centro ni se puede encontrar en los mapas. Pero ése es también nuestro misterio: porque comprenderlo es muy, pero que muy difícil. Se necesita un período de prueba. Quiero preguntarte algo. ¿Cuántos grandes hombres hay que sepan que ellos mismos son el universo cuyo misterio buscan y que el universo entero se encuentra en el mismo que busca el secreto? Sólo cuando se llega a ese nivel de perfección tiene uno el derecho a ponerse en el lugar de otro, a disfrazarse. Sólo hay una opinión que comparto con tu tío Celâl: a mí, como a él, me dan pena esas pobres estrellas de cine nuestras que no pueden ser ni ellas mismas ni otras. Y además, me da todavía más pena nuestro pueblo, que se ve reflejado en esas estrellas. Esta nación podría haberse salvado, quizá todo Oriente, pero tu tío Celâl, el hijo de tu tío, la vendió por su propia ambición. Y ahora le da miedo lo que ha hecho y huye de toda la nación con la extraña ropa que esconde en sus armarios. ¿Por qué se oculta?
– Ya lo sabe -respondió Galip-. Cada día se cometen diez o quince asesinatos políticos por las calles.
– Ésos no son asesinatos políticos, sino espirituales. Además, ¿qué le va a Celâl si falsos integristas, falsos marxistas y falsos fascistas se lanzan unos contra otros? A nadie le importa ya él. Ocultándose él mismo invita a la muerte para que creamos que es alguien lo bastante importante como para ser asesinado. En la época del Partido Demócrata teníamos un periodista, ahora fallecido, un buen hombre, tranquilo y cobarde, que para llamar la atención cada día escribía al fiscal de la prensa una carta, firmada con nombre falso, en la que se denunciaba para que se iniciara un proceso en su contra y así se hablara de él, Y por si eso no bastara, aseguraba que éramos nosotros quienes escribíamos las cartas. ¿Lo entiendes? Celâl Efendi, junto con su memoria, ha perdido su pasado, que era lo único que lo unía a nuestro país. No es una casualidad que ya no escriba artículos.
– Él me ha enviado aquí -dijo Galip y se sacó del bolsillo de la chaqueta los artículos-. Me pidió que dejara sus nuevos artículos en el periódico.
– Déjame que los vea.
Mientras el anciano columnista leía los tres artículos sin quitarse las gafas oscuras, Galip vio que el tomo que había abierto sobre la mesa era una vieja traducción, en alfabeto antiguo, de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. El anciano columnista llamó con una seña a un tipo alto que acababa de salir de la sala de redacción.
– Los nuevos artículos de Celâl Efendi -le dijo-. La afición de siempre a demostrar su destreza, la de siempre…
– Ahora mismo los envío abajo para que preparen la composición -respondió el tipo alto-. Estábamos pensando en poner uno de los viejos.
– Durante un tiempo seré yo quien les traiga los nuevos -dijo Galip.
– ¿Por qué no aparece? -preguntó el alto-. Hay mucha gente que lo anda buscando.
– Estos dos se disfrazan cada noche -intervino el anciano escritor señalando a Galip con la nariz. Cuando el alto se alejó sonriendo se volvió hacia Galip-. Os metéis por callejones fantasmas, ¿no? Vais tras asuntos sucios, secretos extraños, espectros, muertos de hace ciento veinte años, os metéis en mezquitas de alminares hundidos, en edificios en ruinas, en casas vacías, en monasterios abandonados, entre falsificadores de moneda y traficantes de heroína, con ropa rara, con máscaras y con estas gafas, ¿no? Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, Galip Bey, hijo mío. Tienes la cara más pálida, los ojos hundidos, te has convertido en otro. Las noches de Estambul nunca acaban… Un fantasma que no puede dormir por los remordimientos de sus pecados… ¿Qué?
– Devuélvame las gafas. Me gustaría irme…
29. Resulta que yo era su héroe
«El estilo personal: la escritura comienza imitando lo que ya está escrito. Es algo natural. ¿Acaso no empiezan los niños a hablar imitando a los demás?»
"Estilo", Diccionario de literatura, TAHIR-ÜL MEVLEV
Me miré al espejo y leí mi cara. El espejo era un mar silencioso y mi cara un papel pálido escrito con la tinta verde del mar. «¡Hijo, tienes la cara blanca como el papel», decía tiempo atrás tu madre, tu hermosa madre, o sea, mi tía, cuando yo tenía la mirada vacía. Tenía la mirada vacía porque, sin saberlo, tenía miedo de lo que estaba escrito en mi cara; tenía la mirada vacía porque tenía miedo de no encontrarte donde te había dejado. Donde te había dejado, entre mesas viejas, sillas cansadas, pálidas lámparas, periódicos, cortinas y cigarrillos. En invierno la noche llegaba temprano, como la oscuridad. En cuanto oscurecía, en cuanto se cerraban las puertas, en cuanto se encendían las luces, yo pensaba en el rincón en el que te sentabas detrás de nuestra puerta: de pequeños en pisos distintos, de mayores al otro lado de la misma puerta.
Lector, ¡eh, lector! Lector que comprendes que estoy hablando de esa muchacha pariente mía con la que comparto el mismo techo y la misma chimenea: ponte en mi lugar mientras lees esto y presta atención a mis señales; porque sé que hablando de mí estoy hablando de ti y tú sabes que al contar tu historia estoy hablando de mis recuerdos.
Me miré al espejo y leí mi cara. Mi cara era la piedra de Rosetta que descifraba en sueños. Mi cara era una lápida sepulcral a la que se le había caído el turbante que la coronaba. Mi cara era un espejo de piel en el que se miraba el lector; respirábamos juntos por los poros, los dos, tú y yo, mientras el humo de nuestros cigarrillos llenaba la sala de estar repleta de novelas que leías como si las devoraras, mientras el motor de la nevera funcionaba tristemente en la cocina a oscuras mientras la luz del color de tu piel de la lámpara de mesa de pantalla color portada de libro caía sobre mis dedos de pecador y sobre tus largas piernas.
Yo era el héroe hábil y triste del libro que leías; yo era el viajero que, acompañado por su guía, corría sobre losas de mármol y entre enormes columnas y oscuras rocas hacia los condenados a una agitada vida subterránea, que subía las escaleras de los siete cielos cubiertos de estrellas; yo era el detective sagaz que le grita a su amante en el otro lado del puente que cruza el precipicio «¡Yo soy tú!» y que descubre los rastros de veneno en la ceniza del cigarrillo porque el autor le echa una mano… Tú pasabas las páginas, impaciente, en silencio. Cometí crímenes por amor, crucé el Eufrates a caballo, fui enterrado en pirámides, maté cardenales: «Querida, ¿de qué trata ese libro?». Tú eras un ama de casa y yo el marido que regresa por las tardes en el taxi colectivo: «De nada en particular». Nuestros sillones temblaban el uno frente al otro cuando por delante de la casa pasaba el último autobús, el autobús más vacío con toda su carga de vacío. Tú con tu libro de tapas de cartón en la mano, yo, con el periódico que no había podido leer en las mías, te preguntaba: «Si yo fuera tu héroe, ¿me querrías?». «¡No digas tonterías!» El silencio despiadado de la noche, decía en los libros que leías, yo sabía lo despiadado que es el silencio.
Pensé que su madre tenía razón porque mi cara siempre ha sido blanca; sobre ella hay cinco letras. Sobre el enorme caballo de la cartilla escribía caballo, sobre una rama, Uno A, un abuelo. Dos P, un papá, como en francés. Madre, tío, tía, familia. Ni existía un monte llamado Kaf ni una serpiente que lo rodeara. ¡Corría con las comas, me detenía con los puntos, me sorprendía con los signos de exclamación! ¡Qué sorprendente era el mundo en los libros y en los mapas! El granjero llamado Tom Mix vivía en Nevada. Y Puño de Acero, el protagonista de Texas, justo aquí, en Boston, Karaoglan con su espada en Asia Central. «Mil y una caras», «Coñac», Rody, Batman, Aladino, Aladino, ¿ha salido el número ciento veinticinco de Tacas ? Quietos, decía la Abuela, que nos quitaba los tebeos para leerlos. ¡Quietos! Si no ha salido el nuevo número de ese asqueroso tebeo, os contaré una historia. Nos la contaba con el cigarrillo en los labios. Nosotros dos, tú y yo, subíamos al monte Kaf, cogíamos la manzana del árbol, bajábamos por el tallo de la planta de la habichuela, nos metíamos por chimeneas, seguíamos rastros. Después de nosotros, el mejor siguiendo rastros era Sherlock Holmes, luego Pluma Blanca, el amigo de Pecos Bill, y luego Alí el Cojo, el enemigo de Mehmet el Flaco. Lector, ¡eh, lector! ¿Estás tú también siguiendo mis letras? Porque aunque no lo sabía y no tenía la menor noticia, mi rostro es un mapa. ¿Y después?, preguntabas sentada en una silla frente a la Abuela. ¿Y después, abuela?, balanceando tus piernas, que no llegaban al suelo. ¿Y después?
Y después, mucho después, cuando yo ya era tu marido que volvía cansado del trabajo por la tarde, cuando sacaba del maletín la revista que acababa de comprar en la tienda de Aladino y tú la tomabas y te sentabas en la misma silla, balanceabas las piernas -¡Dios mío!- con la misma decisión. Yo te observaba con la mirada vacía y me preguntaba temeroso: ¿Qué tienes en la mente? ¿Cuál es el misterio secreto del jardín secreto de tu mente, que para mí está prohibido? Yo intentaba descubrir el secreto que hacía que balancearas las piernas, el misterio del jardín de tu mente, mirando la revista ilustrada por encima de tu hombro, por donde se derramaba tu cabello: rascacielos en Nueva York, fuegos artificiales en París, apuestos revolucionarios, resueltos millonarios. (Pasa la página.) Aviones con piscina, superestrellas con corbatas rosas, gettos universales y los últimos comunicados. (Pasa la página.) Jóvenes estrellas de Hollywood, cantantes rebeldes, príncipes y princesas internacionales. (Pasa la página.) Una noticia local: una mesa redonda con dos poetas y tres críticos sobre los beneficios de la lectura.
Yo todavía no he descubierto el secreto, pero tú, después de pasar muchas páginas y muchas horas y de que, ya tarde, hayan pasado jaurías de perros hambrientos ante la puerta, has terminado de resolver el crucigrama. Diosa de la salud de los sumerios: Bo; valle de Italia: Po; tipo especial de regla: Te-nota: Re; río que fluye de abajo arriba: Alfabeto; monte que no existe en el valle de las letras: Kaf; palabra mágica: Escucha-teatro de la mente: Sueño; apuesto héroe de la pantalla que aparece en la fotografía: Tú siempre te lo sabes, a mí nunca me sale. Cuando levantabas la cabeza de la revista en el silencio de la noche, la mitad de la cara iluminada y la otra mitad un espejo oscuro, preguntabas, sin que yo acertara a entender si me lo preguntabas a mí o al famoso y apuesto héroe del centro del crucigrama, «¿Y si me corto el pelo?». ¡Querido lector, por un momento yo volvía a mirar al vacío, al vacío absoluto!
Nunca he podido convencerte de por qué yo creía en un mundo sin héroes. Nunca he podido convencerte de por qué no son héroes esos pobres autores que se inventan a esos héroes. Nunca he podido convencerte de que los que salen en las fotografías de esas revistas son de una especie distinta a la nuestra. Nunca he podido convencerte de que tenías que conformarte con una vida vulgar. Nunca he podido convencerte de que en esa vida vulgar también debería haber sitio para mí.
30. Hermano mío
«De todos los gobernantes de los que he oído hablar el que más se acercó al espíritu de Dios, en mi opinión, era Harun al-Rashid de Bagdad, al que, como saben, le gustaba pasearse disfrazado.»
The Deluge At Norderney , ISAK DINESEN