El libro negro - Pamuk Orhan 37 стр.


Después de salir del edificio del Milliyet con sus gafas de sol, Galip se encaminó, no hacia su despacho, sino hacia el Gran Bazar. Mientras avanzaba entre las tiendas que vendían objetos turísticos y cruzaba el patio de la mezquita de Nuruosmaniye, sintió tan repentinamente la falta de sueño que todo Estambul le pareció una ciudad completamente distinta. Los bolsos de cuero, las pipas de espuma de mar y los molinillos de café que vio mientras caminaba por el Gran Bazar se asemejaban, no a objetos propios de una ciudad que había acabado por parecerse a los hombres que la habitaban desde hacía miles de años, sino a señales terroríficas de un país incomprensible al que hubieran sido desterradas de forma provisional millones de personas. «Lo extraño -pensó Galip perdiéndose entre las retorcidas calles del Bazar-, es que pueda creer con tanto optimismo que puedo ser yo mismo por completo después de haber leído las letras de mi cara».

Al entrar en la calle de los Zapatilleros estaba a punto de pensar que lo que había cambiado no era la ciudad, sino él, pero, después de haber leído las letras de su cara, estaba tan convencido de que comprendía el misterio de la ciudad que aquello no podía ser cierto. Observando el escaparate de una tienda de alfombras algo le impulsó a pensar que había visto antes las alfombras expuestas, que las había pisado durante años con sus zapatos manchados de barro y sus viejas zapatillas, que conocía bien al atento tendero que lo miraba suspicaz tomándose un café ante la puerta, que conocía la polvorienta historia repleta de timos y pequeñas estafas de la tienda tan bien como conocía su propia vida. Pensó lo mismo mirando los escaparates de joyeros, anticuarios y zapateros. Después de pasar a toda prisa por otras dos calles pensó también que conocía todos los objetos que se vendían en el Bazar, desde los aguamaniles de cobre hasta las balanzas, que conocía a todos los dependientes a la espera de compradores y a toda la gente que caminaba por las calles. Todo Estambul le resultaba conocido; la ciudad no tenía ningún misterio oculto para Galip. Con la paz de espíritu que le proporcionó aquella sensación, caminó por las calles como si vagara por un sueño. Por primera vez en su vida, las baratijas que veía en los escaparates y las caras con las que se cruzaba por la calle le resultaban tan sorprendentes como las de sus sueños y al mismo tiempo tan conocidas y tranquilizadoras como las de una ruidosa comida familiar. Pasando ante los brillantes escaparates de las joyerías se le ocurría pensar que aquella paz debía estar relacionada con el secreto que señalaban las letras que había leído con horror en su cara, pero ya no quería volver a pensar en aquella lamentable y desgraciada persona que había dejado atrás después de haberlas leído. Si había algo que convertía al mundo en misterioso, era la existencia de una segunda persona que se refugia en uno mismo, con la que vive como si fuera un hermano gemelo. Cuando Galip, después de pasar por la calle de los Zapateros Remendones, donde dormitaban dependientes desocupados, vio que en la entrada de una tienda se exponían postales de brillantes colores con vistas de la ciudad, decidió que hacía mucho tiempo que había dejado atrás a esa persona que vivía en su interior: las postales estaban llenas de una imágenes tan conocidas, tan rancias, tan estereotipadas, que mirando las vulgares escenas de los transbordadores de las Líneas Urbanas acercándose al puente de Gálata, o de las chimeneas del palacio de Topkapi, o de la Torre de Leandro, o del puente del Bósforo, le pareció como si la ciudad no pudiera ocultarle ningún misterio. Pero aquella sensación desapareció en cuanto entró en las estrechas calles del Bedestán, con sus escaparates color verde botella que se reflejan unos en otros. «Alguien me está siguiendo», pensó atemorizado.

Por los alrededores no había nadie sospechoso que le llamara la atención, pero aquella sensación de un desastre inevitable que se acerca lentamente envolvió rápidamente a Galip. Caminó a toda prisa. Al llegar a la calle de los vendedores de kalpak se desvió a la derecha, atravesó la calle y salió del Bazar. Tenía la intención de cruzar a la misma velocidad el mercado de libros viejos pero, al pasar ante la librería Elif, el nombre del establecimiento, que durante años había encontrado perfectamente normal, le pareció de repente una señal. Lo más sorprendente no era que la tienda se llamara Elif, como la primera letra del alfabeto árabe, de la que, según los hurufíes , provenían todas las demás y, en consecuencia, el universo entero, así como la primera del nombre de Allah, sino que la elif que había sobre la librería, tal y como F. M. Üçüncü había previsto, estuviera escrita con caracteres latinos. Mientras pretendía ver aquello como un hecho habitual y no como una señal, a Galip le atrajo la atención la tienda del jeque Muammer Efendi. El que la librería del jeque de los samantes, en tiempos tan frecuentada por empobrecidas viudas de barrios marginales dignas de pena y millonarios americanos tan dignos de pena como ellas, estuviera cerrada, no le pareció indicio de una realidad tan vulgar como que el señor jeque no hubiera querido salir de casa con aquel frío o que hubiese muerto, sino la marca de un misterio que aún permanecía oculto en la ciudad. «Si sigo viendo esas señales por la ciudad -pensó mientras caminaba entre las pilas de novelas policíacas traducidas y las exégesis del Corán que los libreros dejaban ante las puertas de sus establecimientos-, eso quiere decir que todavía no he sido capaz de aprender lo que me enseñaban las letras de mi cara». Pero la razón no era ésa: cada vez que se le venía a la cabeza que le perseguían, aceleraba el paso automáticamente y la ciudad, de ser un pacífico rincón que hervía de objetos perfectamente conocidos, pasaba a convertirse en un terrible universo repleto de peligros y secretos desconocidos. Galip comprendió que sólo si caminaba rápido, más rápido, podría dejar atrás aquella sombra que le perseguía, podría olvidar la sensación de misterio que tanto lo inquietaba. Cruzó la plaza de Beyazit, se metió rápidamente por la calle de los Tratantes de Tiendas, dobló por la calle del Samovar, cuyo nombre tanto le gustaba, bajó hacia el Cuerno de Oro por la paralela calle de los Narguiles, dio media vuelta en la calle de los Almireces y volvió a subir la cuesta. Vio talleres de plásticos, casas de comidas, tiendas de objetos de cobre y cerrajerías. «Así que al comenzar mi nueva vida lo primero con que iba a toparme eran estos sitios», pensó con la inocencia de un niño. Vio tiendas donde se vendían cubos, palanganas, cuentas de vidrio, brillantes lentejuelas, uniformes militares y de policía. Durante un rato caminó hacia la torre de Beyazit, que se había propuesto como meta, pero luego volvió atrás, y subió hasta la mezquita de Solimán pasando entre camiones, vendedores de naranjas, carros de caballos, viejas neveras, carretillas de porteadores, montones de basuras y pintadas políticas en los muros de la universidad. Entró en el patio de la mezquita y, cuando los zapatos se le llenaron de barro andando entre los cipreses, pasó a la calle por la parte de la medersa y caminó entre casas de madera sin pintar que se apoyaban unas en otras. Los tubos de estufa que salían de las ventanas del primer piso de aquellas casas a punto de desplomarse parecían ciegos cañones de fusiles, oxidados periscopios o terribles bocas de cañón que se asomaban a la calle, pero ni siquiera quería evocar la palabra «parecer» para no establecer ninguna relación entre unas cosas y otras.

Para salir de la calle del Joven dobló por la de la Puerta de los Enanos, cuyo nombre se le clavó en la mente y, pensando que podía tratarse de una señal, decidió que las calles adornadas hervían de trampas que le tendían las señales y salió al asfalto, a la calle del Príncipe Heredero. Vio vendedores de óseos de pan, conductores de microbuses que tomaban té y estudiantes universitarios que, con un lahmacun en la mano, miraban los carteles que había a la puerta del cine: una sesión triple. Las dos primeras películas eran de karate, protagonizadas por Bruce Lee, y en los rotos y descoloridos carteles de la tercera, Cüneyt Arkin, señor de una marca fronteriza silyuquí, zurraba a los bizantinos y se acostaba con sus mujeres. Se alejó de allí temiendo que, si seguía mirando las caras anaranjadas de los actores en las fotografías de la entrada del cine, se quedaría ciego. Al pasar junto a la mezquita del Príncipe Heredero, intentó no pensar en la historia del príncipe, que se le había metido en la cabeza. Pero todo a su alrededor seguía bullendo con misteriosas marcas: señales de tráfico con los bordes oxidados, pintadas irregulares, rótulos de plexiglás de sucios restaurantes y hoteles, carteles de esos cantantes a los que llaman «de arabesco» y de compañías de detergente. Aunque, a costa de un enorme esfuerzo, consiguiera no obsesionarse con las señales, mientras caminaba a lo largo del acueducto de Bozdogan, se imaginaba a los sacerdotes bizantinos de barba roja de las películas históricas que había visto de pequeño o, cuando pasó junto a la tienda de boza de Vefa, se acordó de una noche de fiesta años antes en que el Tío Melih se había emborrachado con licor, había montado a toda la familia en taxis y se la había llevado allí a tomar boza y aquellas fantasías se convertían de inmediato en señales de un misterio que había quedado atrás.

Mientras cruzaba a la carrera el bulevar de Atatürk decidió una vez más que si caminaba rápido, más rápido, podría ver las señales, las imágenes y las letras que la ciudad le presentaba no como quería, como partes de un misterio, sino tal y como eran. Entró a toda velocidad en la calle de los Telares, cruzó la de los Azadones y caminó largo rato sin mirar los nombres de las calles. Vio edificios a punto de hundirse con balcones de hierro oxidado intercalados entre casas de madera, camiones modelo 1950, neumáticos con los que jugaban los niños, postes eléctricos torcidos, aceras horadadas y dejadas a medias, gatos que revolvían en los cubos de basura, viejas con la cabeza cubierta por un pañuelo que fumaban asomadas a la ventana, vendedores ambulantes de yogurt, poceros y colchoneros. Bajando de la calle de los Alfombreros a la de la Patria torció de repente a la izquierda, cambió dos veces de acera y, mientras se tomaba un ayran en una tienda de ultramarinos, pensó que la idea de «estar siendo seguido» la había sacado de las novelas policíacas que leía Rüya, pero de la misma forma que no podía apartar de su mente el incomprensible misterio de la ciudad, sabía que no podría desprenderse con facilidad de aquella idea. Torció por la calle de las Dos Tórtolas, volvió a girar a la izquierda en la primera bifurcación y comenzó a andar como si corriera ya en la calle del Hombre Docto. Cruzó corriendo entre los microbuses la calle de Fevzi Bajá aprovechando que el semáforo estaba en rojo. Luego, al comprender por el letrero que la calle en la que se había metido era la de la Leonera, se dejó arrastrar por el pánico: si aquella mano misteriosa cuya presencia había notado cuatro días antes caminando por las cercanías del puente de Gálata seguía colocando señales para él en Estambul, el misterio, de cuya existencia no dudaba, debía estar aún muy lejano. Pasando por el atestado mercado, ante pescaderías donde se vendían jureles, rayas y rodaballos, entró en el patio de la mezquita de Fatih, a la que daban todas las calles. En el amplio patio no había nadie exceptuando a un hombre de barba y abrigo negros que caminaba por la nieve como un cuervo solitario. El pequeño cementerio también estaba vacío. La puerta del mausoleo de El Conquistador estaba cerrada con llave; mirando por la ventana, Galip escuchó el murmullo de la ciudad. El alboroto de los vendedores del mercado, los cláxones de los coches, voces de niños que llegaban del jardín de una lejana escuela, ruidos de martillos, ruidos de motores, el guirigay de los gorriones y las cornejas que llenaban los árboles del patio, el estruendo de microbuses y motocicletas que pasaban, el rumor de ventanas y puertas que se abrían y cerraban cerca de allí, de obras, de casas, de calles, de árboles, de parques, del mar, de los transbordadores, de los barrios, de toda la ciudad, Mehmet el Conquistador, el hombre cuyo sarcófago contemplaba a través de los polvorientos cristales de las ventanas y en cuyo lugar le hubiera gustado estar, había intuido el misterio de aquella ciudad que conquistó quinientos años antes de que Galip naciera gracias a los escritos de los hurufíes y había emprendido la tarea de descifrar lentamente ese universo en el que cada puerta, cada chimenea, cada calle, cada puente, cada acueducto y cada plátano eran señales de otra cosa.

«Si tanto los hurufíes como sus escritos no hubieran desaparecido como consecuencia de una conspiración -pensó Galip mientras caminaba desde la calle Calígrafo Ízzet hacia Zeyrek- y el sultán hubiera podido alcanzar el misterio de la ciudad, ¿qué habría entendido caminando por las calles del Bizancio que había conquistado, observando, como yo, los muros desmoronados, los plátanos centenarios, las calles polvorientas y los solares vacíos?». Cuando llegó a los antiguos y amenazadores edificios de los almacenes de tabaco de Cibali, Galip se dio la respuesta que ya sabía desde que se había leído las letras en la cara: «Reconocería una ciudad que veía por primera vez como si ya hubiera paseado por ella miles de veces». Pero eso era precisamente lo más sorprendente: Estambul seguía siendo como una ciudad recién conquistada. Galip no podía convencerse de que la conocía, de que ya había visto las calles llenas de barro, las irregulares aceras, los muros caídos, los árboles plomizos y tristes, los anticuados coches y los aún más licuados autobuses, todas aquellas caras tristes que tanto se parecían unas a otras, los perros todo piel y huesos.

Después de comprender que no podría librarse de aquella persona que lo seguía, y de cuya existencia no estaba del todo seguro, mientras caminaba por los talleres a la orilla del Cuerno de Oro, entre contenedores industriales vacíos, obreros que comían albóndigas o que jugaban al fútbol en el barro ataviados con sus monos durante su descanso de mediodía y acueductos bizantinos en ruinas, en su interior se alzó de tal manera el deseo de ver la ciudad como un lugar tranquilizador repleto de imágenes conocidas que, tal y como venía haciendo desde su infancia, comenzó a verse como si fuera otro, como si fuera el sultán Mehmet el Conquistador. Después de caminar largo rato manteniendo aquella fantasía infantil, que a él no le parecía ni absurda ni ridícula, recordó un artículo que Celâl había escrito años antes con motivo del aniversario de la conquista en el que decía que, de los ciento veinticuatro soberanos que habían gobernado en Estambul en los mil seiscientos cincuenta años que habían pasado desde Constantino hasta nuestros días, El Conquistador había sido el único que no había sentido la necesidad de disfrazarse por las noches. «Por razones que algunos de nuestros lectores conocen muy bien», había escrito Celâl en aquel artículo que Galip recordaba mientras se balanceaba con la muchedumbre que llenaba el autobús que se sacudía sobre los adoquines en el trayecto Sirkeci-Eyüp. En el autobús de Taksim, al que subió en Unkapani, a Galip le asombró que su perseguidor hubiera podido cambiar de autobús en tan poco tiempo como él. Sentía su mirada todavía más cerca, en su nuca. Tras cambiar de nuevo de autobús en Taksim, se le ocurrió que si hablaba con el anciano que se sentaba junto a él quizá pudiera convertirse e otra persona y así librarse de la sombra que lo seguía.

– ¿Seguirá nevando? -preguntó Galip mirando por la ventanilla.

– Quién sabe -le respondió el anciano, y quizá habría continuado, pero Galip lo interrumpió.

– ¿Qué es lo que indica esta nieve? ¿Qué es lo que s anuncia? ¿Conoce el cuento de la llave del Gran Mevlâna?

Anoche tuve la suerte de soñar con algo parecido. Todo estaba blanco, blanco como la nieve, blanco como esta nieve. De repente me desperté con un dolor agudo y frío, frío como el hielo, en mi pecho. Creía que tenía una bola de nieve sobre el corazón, una bola de hielo, una bola de cristal, pero no; sobre mi corazón tenía la llave de diamante del poeta Mevlâna. La cogí, me levanté, decidí abrir con ella la puerta de mi dormitorio y así lo hice; pero entonces me encontraba en otra habitación y dentro había alguien que dormía en su cama, alguien que se me parecía pero que no era yo. Abrí la puerta de aquella habitación con la llave que había sobre el corazón del hombre que dormía, dejé la mía en su lugar y entré en otro cuarto. De nuevo ocurrió lo mismo; alguien que se me parecía, pero más apuesto, con una llave sobre el corazón… Y en la siguiente habitación lo mismo, y en la que daba a ésa… Además, cuando miré, vi que en aquellas habitaciones había otros además de mí, sombras como yo, fantasmas sonámbulos como yo con llaves en la mano. ¡En cada habitación había una cama y en cada cama un hombre que soñaba como yo! Me di cuenta de que estaba en el mercado del Paraíso. Allí ni se vendía ni se compraba, ni había dinero, sólo imágenes y caras. Si te gustaba alguna imagen, te apoderabas de ella, te la ponías en la cara como si fuera una máscara y comenzabas una nueva vida. Pero la que yo buscaba, lo sabía, estaba en la última de las mil y una habitaciones y aquélla no la abría la última llave que había conseguido. Entonces comprendí que podría abrir esa puerta con esa primera llave que había sentido fría como la nieve sobre mi pecho, pero no sabía dónde podía estar, quién podía tenerla, cuáles eran la cama y la habitación que había abandonado entre las mil y una que había, y así, con un terrible arrepentimiento, bañado en lágrimas, comprendía que, como los otros desesperados, vagaría por toda la eternidad de puerta en puerta, de habitación en habitación, cogiendo una llave y dejando otra, asombrándome ante cada una de las formas dormidas…

– Mira -dijo el anciano-. ¡Mira! Galip guardó silencio y miró por detrás de sus gafas oscuras allá donde el viejo le señalaba con el dedo. En la acera justo delante de la Casa de la Radio, había un muerto y a su alrededor un par de personas que gritaban y curiosos que se iban agrupando a toda prisa. Como el tráfico se había atascado, tanto los que estaban sentados en aquel atestado autobús como los que se agarraban de las barras se inclinaron hacia las ventanillas y contemplaron con miedo, pavor y en silencio aquel muerto en un charco de sangre.

Nada alteró el silencio largo rato después de que los vehículos volvieran a circular. Galip se bajó del autobús frente al cine Konak, compró pescado seco, huevas, lengua ahumada, plátanos y manzanas en el supermercado Ankara, en la esquina de Nisantasi, y caminó a toda prisa hacia el edificio Sehrikalp. Se sentía otro hasta el punto de no querer serlo. Primero bajó al piso de los porteros: la señora Kamer e Ismail, el portero, acompañados por sus nietos pequeños comían patatas con carne picada en la mesa cubierta por un hule azul con un aire de felicidad familiar que a Galip le pareció tan lejano como si la escena ocurriera siglos atrás.

– Que aproveche -dijo Galip, y tras un momentc de silencio añadió-. No le han dejado el sobre a Celâl.

– Llamamos varias veces a la puerta pero no estaba en casa -respondió la mujer del portero.

– Ahora está arriba -contestó Galip-. ¿Y el sobre. -¿Está Celâl arriba? -preguntó el señor Ismail Si subes, déjale también esta factura de electricidad.

Se levantó de la mesa y comenzó a acercarse a sus ojos de miope las facturas que había sobre la televisión, una a una. Galip se sacó la llave del bolsillo y, rápidamente, la colgó de la aIcayata vacía que estaba clavada a un costado del estante que había sobre el radiador. No lo vieron. Salió después de recoger el sobre y la factura.

– ¡Que Celâl no se preocupe! ¡No se lo diré a nadie! -le gritó la señora Kamer con una sospechosa alegría.

Galip disfrutó del hecho de poder subir en el viejo ascensor del edificio Sehrikalp por primera vez en años, aún olía a aceite de máquina y barniz de madera y seguía gimiendo como un viejo con lumbago al ponerse en marcha. El espejo en el que él y Rüya se miraban para comparar su altura seguía en su lugar, pero Galip no se miró a la cara porque temía que le volviera a poseer el horror de las letras.

Acababa de entrar en el piso y colgar el abrigo y la chaqueta cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, con el objeto de estar preparado para cualquier cosa, corrió al lavabo y se miró al espejo durante cuatro o cinco segundos intencionadamente, con valor y decisión: no, no era una casualidad, las letras, y todo lo demás, el universo y su secreto, seguían en su sitio. «Lo sé -pensó Galip mientras descolgaba el teléfono-. Lo sé». También sabía antes de descolgar que quien telefoneaba era esa voz que le había dado la noticia del golpe militar.

– ¿Oiga?

– ¿Qué nombre quieres esta vez? -dijo Galip-. Los seudónimos se han multiplicado de tal manera que ya me confunden.

– Un comienzo inteligente -le respondió la voz. Se le notaba una seguridad que Galip no había esperado-. Ponte tú un nombre, Celâl Bey.

– Mehmet.

– ¿Como Mehmet el Conquistador?

– Sí.

– Bien. Soy Mehmet. No pude encontrar tu nombre en la guía telefónica. Dame tu dirección para que pueda ir.

– ¿Por qué voy a darte una dirección que oculto a todo el mundo?

– Porque soy un ciudadano corriente y bienintencionado que quiere dar a un famoso periodista pruebas de un cruento golpe militar que se acerca.

– Sabes demasiadas cosas sobre mí como para ser un ciudadano corriente.

– Hace seis años me encontré con un hombre en la estación de tren de Kars -dijo la voz llamada Mehmet-, un ciudadano corriente. Era un tendero que iba de negocios a Erzurum. A lo largo de todo el viaje estuvimos hablando de ti. Sabía lo que significaba que hubieras comenzado el primer artículo que firmaste con tu nombre con la palabra «escucha», la «bisnov» persa con la que Mevlâna comenzaba su Mesnevi. También estaba al tanto de la simetría oculta y la utilidad de la comparación entre la vida y los folletines que usaste en un artículo que escribiste en julio de 1956 y la de un año más tarde, en que comparaste los folletines a la vida, porque había comprendido por tu estilo que habías sido tú quien ese mismo año había terminado, con un seudónimo, el folletín de luchadores que un gran escritor había dejado a medias cuando discutió con su jefe. Sabía también que en un artículo de aquellos años, que comenzaba: «Mirad a las mujeres hermosas que veáis por la calle como los europeos, con cariño y sonriendo y no con odio y frunciendo el ceño», esa hermosa señora que ponías como ejemplo y que describías con tanto cariño, admiración y afecto, era tu madrastra, y que los desdichados peces japoneses, encerrados en un acuario, que comparabas irónicamente con una gran familia que vivía en una casa del polvoriento Estambul en un artículo escrito seis años después, eran los peces de tu tío el sordomudo y que la familia era tu propia familia. Aque hombre que en su vida no es ya que hubiera ido a Estambul, sino que ni siquiera había puesto el pie en Erzurum, conocía a todos tus parientes, cuyos nombres jamás habías mencionado, la casa de Nisantasi en que habías vivido, sus calles, la comisaría, la esquina, la tienda de Aladino frente a ella, el patio de la mezquita de Tesvikiye con su estanque, los últimos jardines, la mantequería Sütis, y los castaños y los tilos de las aceras tan bien como conocía el interior de su tienda, a los pies de la fortaleza de Kars, donde se vendían todo tipo de cosas, como en la tienda de Aladino, desde perfumes a cordones de zapatos, desde tabaco a agujas e hilo. Sabía también que sólo tres semanas después de un artículo en el que te burlabas del Concurso de las Once Preguntas de Dentífrico Ipana en Radio Estambul, en aquellos años en que ni siquiera se había creado la red de Radio Nacional, habían preguntado por ti en la pregunta de doce mil liras sólo para que te callaras, pero que tú no habías aceptado ese pequeño soborno, tal y como él esperaba de ti, y en tu primer artículo después de aquello habías aconsejado a tus lectores que no usaran pasta de dientes americana y que se frotaran los dientes con un jabón de menta que podían prepararse en casa con sus propias y limpias manos. Por supuesto, no sabes que nuestro buen tendero estuvo años frotándose los dientes con los dedos con aquella fórmula inventada que habías ofrecido en el artículo hasta que se le cayeron todos, uno a uno. En lo que nos quedaba de camino, el tendero y yo incluso organizamos un concurso titulado «Tema: ¡Nuestro columnista Celâl Salik!». Me costó trabajo ganar a aquel hombre cuyo mayor miedo era que se le pasara la estación de Erzurum. Era un ciudadano vulgar envejecido prematuramente que no tenía el suficiente dinero como para arreglarse los dientes que le faltaban, cuyos únicos entretenimientos en la vida, aparte de tus artículos, eran cuidar todo tipo de pájaros, que criaba en jaulas en su jardín, y contar historias de pájaros. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Los ciudadanos corrientes, ni se te ocurra volver a intentar apreciarlos, los ciudadanos corrientes también te conocen. Pero yo te conozco mejor que ellos. ¡Por eso vamos a hablar hasta que se haga de noche!

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