Cuando el taxi pasó por delante de la tienda de Aladino, Galip vio que un hombre calvo, al igual que él había dicho, se escondía en un rincón e imaginó que esperaba a Celâl. Por un momento no pudo decidir si lo había imaginado o si realmente había visto junto al escaparate donde se exponían las máquinas de coser, entre los mágicos y terroríficos cuerpos de los maniquíes que cosían a máquina congelados a la luz y las lámparas de neón, una sombra extrañamente vestida, también ella terrible. Al llegar a la plaza de Nisantasi hizo parar al taxista y compró la edición nocturna del Milliyet , la llamada «edición de las tabernas». Mientras leía su propio artículo, sorprendido, con una sensación de curiosidad y de estar jugando, como si lo hubiera escrito Celâl, se imaginaba al mismo Celâl leyendo el artículo de otro en su columna, bajo su nombre y su fotografía pero no podía adivinar exactamente cuál sería su reacción. En su corazón se elevó la ira tanto contra él como contra Rüya. «¡Ya veréis!», quiso decir, pero no era capaz de distinguir si lo que pensaba era vengarse o premiarlos. Además, en un rincón de su mente imaginaba que los encontraría en el Pera Palas. Mientras el taxi avanzaba por las retorcidas calles de Tarlabasi, entre hoteles sombríos y miserables cafés de paredes desnudas llenos de hombres a rebosar, Galip sintió que todo Estambul esperaba algo. Luego le sorprendió lo anticuados que eran los coches, autobuses y camiones con que se cruzaron por el camino como si por primera vez se diera cuenta de ello.
La entrada del Pera Palas era cálida y luminosa. Iskender estaba sentado en uno de los viejos sofás del amplio salón a la derecha y contemplaba una multitud en compañía de unos turistas: cineastas locales que rodaban una película histórica aprovechándose de la atmósfera decimonónica del hotel. En el bien iluminado salón había un ambiente alegre de diversión y amistad.
– Celâl no está, no ha podido venir -comenzó a explicarle Galip a Iskender-. Le ha salido un asunto muy importante. Y además se esconde por alguna misteriosa razón. Por ese mismo motivo me pidió que hablara yo en su lugar. Conozco con todos los detalles la historia que tengo que contar. Yo hablaré en su lugar.
– No sé si esta gente estará de acuerdo con eso.
– Pues les dices que yo soy Celâl Salik -le respondo Galip con una furia que a él mismo lo sorprendió.
– ¿Por qué?
– Porque lo importante es el cuento, no el cuentista Y ahora mismo tenemos una historia que contar.
– Te conocen. La otra noche incluso les contaste una historia en el cabaret.
– ¿Me conocen? -dijo Galip sentándose-. Utilizas mal la palabra. Me han visto, eso es todo. Además, hoy soy otro. Ni conocen a la persona que vieron el otro día ni a la que van a ver hoy. Seguro que piensan que todos los turcos se parecen.
– Aunque les digamos que el hombre que vieron ese día no eras tú, sino otro, seguro que, por lo menos, esperan que Celâl Salik sea alguien más viejo.
– ¿Y qué saben ellos de Celâl? Alguien les ha dicho que hablen con ese columnista famoso, que les vendría bien para su programa de Turquía. Y ellos escribieron su nombre en un papel. Pero probablemente no preguntaron la edad ni la cara que tenía.
En ese momento les llegó una carcajada desde el rincón donde se estaba rodando la película histórica. Se volvieron a mirar desde el sofá donde estaban sentados.
– ¿De qué se ríen? -preguntó Galip.
– No lo entiendo -contestó Iskender, pero sonreía como si lo entendiera.
– Ninguno de nosotros es él mismo -susurró Galip como si revelara un secreto-. Ninguno de nosotros puede serlo. ¿Nunca has sospechado que los demás podían verte como si fueras otro? ¿Tan seguro estás de ser tú mismo? Y si estás seguro, ¿estás seguro de quién es esa persona que estás seguro de ser? ¿Qué quieren esos tipos? La persona que buscan, ¿no simplemente un extranjero que preocupe con sus problemas a los telespectadores británicos que ven la televisión después de cenar, que les entristezca con sus penas, que les impresione con sus historias? ¡Tengo una historia perfecta para ellos! Y no hay la menor necesidad de que nadie me vea la cara. Que lo grabe dejando mi rostro en la oscuridad. Un misterioso periodista turco, no te olvides de que además es musulmán y esto sí que resulta curioso, responde a las preguntas de la BBC pidiendo que no revelen su identidad porque tiene miedo del gobierno represivo, de los asesinatos políticos y de los militares golpistas. ¿No estaría mucho mejor?
– Bueno -respondió Iskender-. Voy a llamarles, nos esperan arriba.
Galip contempló el rodaje de la película en el otro extremo del amplio salón, un bajá otomano barbudo y con fez, con un reluciente uniforme, con su fajín, cargado de medallas y condecoraciones, le hablaba a su obediente hija, que escuchaba sumisa a su querido padre, pero su cara no se volvía hacia ella, sino hacia la cámara, cuyo funcionamiento seguían con un silencio respetuoso camareros y botones.
– Nadie nos ayuda, no nos quedan fuerzas ni esperanzas, no nos queda nada, y todos, todos, el mundo entero es enemigo de Turquía -decía el bajá-. Sólo Dios sabe por qué, pero el Estado se ha visto obligado a sacrificar también esta fortaleza…
– Pero, padre, mire, todavía nos… -comenzó a decir la muchacha mostrando un libro, más que a su padre, a los espectadores, pero Galip no pudo deducir por sus palabras de cuál se trataba. En una nueva repetición de la escena tampoco pudo enterarse del título de aquel libro por el que tanta curiosidad sentía sobre todo porque sí había podido entender que no era el Corán.
Luego, cuando subió en el antiguo ascensor y entró en la habitación número 212, a la que le condujo Iskender, flotaba la sensación de carencia que se tiene cuando se ha olvidado un nombre que se conoce perfectamente.
Allí estaban los tres periodistas ingleses que había visto en el cabaret de Beyoglu. Los hombres, con vasos de raki en la mano, preparaban la cámara y los focos. La mujer levantaba la cabeza de una revista que estaba leyendo.
– ¡Ante ustedes, nuestro famoso periodista, el columnista Celâl Salik en persona! -dijo Iskender en un inglés que Galip, como buen estudiante, se tradujo simultáneamente al turco y que encontró un tanto extraño.
– Encantados -dijeron la mujer y los dos hombres al mismo tiempo como los gemelos de un tebeo-. Pero ¿no nos hemos visto antes? -preguntó luego la mujer.
– Dice que si no os habéis visto antes -le dijo Iskender a Galip.
– ¿Dónde? -le preguntó Galip a Iskender.
E Iskender le dijo a la mujer que Galip había preguntado que dónde.
– En aquel club -respondió la mujer.
– Hace años que no he ido a ningún club nocturno y sigo sin ir -repuso Galip con convicción-. Ni siquiera creo haber ido a ninguno en toda mi vida. Encuentro ese tipo de actividades sociales, toda esa clase de lugares atestados, totalmente contrarios a la soledad y a la salud espiritual necesarias para poder escribir mis obras. La violencia de mi vida profesional, que alcanza proporciones espantosas, la increíble intensidad de mi vida intelectual y las presiones y los asesinatos políticos, que llegan a dimensiones aún más increíbles, me apartan por completo de esa vida. Por otro lado, no es que ignore que existen compatriotas míos que, no sólo en los cuatro costados de Estambul, sino en todo el país, creen ser Celâl Salik, se presentan como tal y además lo hacen respondiendo a un deseo perfectamente razonable y legítimo. Yo mismo me he encontrado temeroso con algunos de ellos las noches en que me he disfrazado y vagado por la ciudad en los nidos de miseria de los suburbios, en esta vida nuestra sombría e incomprensible, en el mismísimo corazón del misterio, incluso he establecido cierta amistad con esos desdichados que podían ser tan «yo» que me daban pánico. Estambul es un sitio muy grande, incomprensible.
Cuando Iskender comenzó a traducir Galip se volvió hacia la ventana abierta y contempló las pálidas luces del Cuerno de Oro y del viejo Estambul: daba la impresión de que hubieran querido iluminar la mezquita del sultán Selim el Fiero de manera que resultara más turística pero, como suele ocurrir en tales ocasiones, habían robado parte de las luces y la mezquita se había convertido en una extraña masa de piedra que daba miedo, en la boca oscura de un viejo con un solo diente. Cuando Iskender terminó de traducir la mujer, con una cortesía no exenta de sentido del humor y del juego, se disculpó por su error, dijo que había confundido al señor Salik con un novelista alto y con gafas que aquella noche había contado una historia, pero ni parecía convencida ni creer lo que estaba diciendo. Probablemente había decidido aceptar aquella extraña situación y a Galip como curiosas excentricidades turcas y adoptó esa actitud de los intelectuales tolerantes de «no lo entiendo, pero lo respeto» cuando se enfrentan a otra cultura. Galip sintió cariño por esa mujer comprensiva y traviesa que no paraba la partida a pesar de haber visto que las cartas estaban marcadas. ¿No se parecía un poco a Rüya?
Cuando sentaron a Galip en un sillón parecido a una moderna silla eléctrica, rodeado de cables negros, los focos detrás y junto a él la cámara y el micrófono, vieron que no tenía buen aspecto. Uno de los hombres colocó en la mano de Galip un vaso y se lo llenó de raki y agua siguiendo sus indicaciones mientras sonreía educadamente. La mujer, con el mismo aire travieso, de hecho todos sonreían continuamente, puso rápidamente una cinta en el vídeo y al presionar el botón con el gesto tunante de quien pone una cinta pornográfica, aparecieron en un abrir y cerrar de ojos en una pequeña pantalla portátil las imágenes de Turquía que habían grabado en aquellos ocho días. Las contemplaron en silencio como quien ve una película pornográfica, con un cierto humor pero sin que les dejara absolutamente indiferentes: un pordiosero alegre y acrobático que exponía sus brazos rotos y sus piernas vueltas del revés; un fogoso mitin político y un líder fogoso que hacía unas declaraciones después del mitin; dos ancianos ciudadanos que jugaban al chaquete; imágenes de tabernas y cabarets; un vendedor de alfombras muy orgulloso de su escaparate; una tribu subiendo una ladera con sus camellos; una locomotora de vapor que avanzaba soltando nubes de humo; niños que saludaban a la cámara y mujeres que miraban las naranjas de los fruteros en los barrios de chabolas; los restos mortales de la víctima de un asesinato político cubiertos por papeles de periódico; un anciano porteador que llevaba un piano de cola en su carro tirado por un caballo.
– Yo conozco a ese porteador -dijo Galip de repente-. ¡Es el mismo que nos hizo la mudanza hace veintitrés años desde el edificio Sehrikalp a la calle de atrás!
Todos miraban con seriedad, pero con cierta sensación de alegría y de estar jugando, a ese porteador que miraba a la cámara mientras metía el carro cargado con el piano en el patio delantero de un antiguo edificio y sonreía con la misma seriedad y la misma sensación de alegría y de estar jugando.
– El piano del príncipe heredero ha vuelto -dijo Galip. Mientras lo decía no sabía a quién pertenecía aquella voz que imitaba ni quién era, pero estaba seguro de que todo iba bien-. Donde ahora está ese edificio vivía en tiempos un príncipe heredero en su pabellón de caza. ¡Os contaré la historia de ese príncipe!
Lo prepararon todo muy rápidamente. Iskender repitió que el famoso columnista se encontraba allí para hacer unas importantes declaraciones, muy importantes, históricas. La mujer lo presentó con entusiasmo a su audiencia insertándole diestramente en un marco amplísimo que comprendía a los últimos sultanes otomanos, el clandestino Partido Comunista de Turquía, la desconocida y misteriosa herencia de Atatürk, los movimientos islamistas y los asesinatos políticos, así como la posibilidad de un golpe militar.
– Erase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -comenzó Galip su cuento. Contándolo sentía la ira del príncipe en su interior de tal manera que se veía como si fuera otro. ¿Quién era ese otro? Mientras narraba la infancia del príncipe notó que esa nueva personalidad que lo envolvía era la de un muchacho llamado Galip en tiempos. Mientras narraba cómo el príncipe luchaba con los libros, se vio como si él mismo fuera los autores de aquellos libros con los que el príncipe luchaba. Mientras contaba los días de soledad que el príncipe pasó en su pabellón, se vio como los personajes en la historia del príncipe. Mientras contaba cómo el príncipe le dictaba sus pensamientos a su secretario, le daba la impresión de ser la persona a la que se referían aquellos pensamientos. Mientras contaba la historia del príncipe como si fuera la historia de Celâl se sentía como un personaje de una historia contada por Celâl. Al contar los últimos meses del príncipe pensaba «Celâl también lo contaba así» y sentía una enorme cólera hacia los presentes en la habitación del hotel porque no eran capaces de comprenderlo. Narraba con una furia tal que los ingleses lo escuchaban como si pudieran entender turco. Cuando contó los últimos días del príncipe y terminó la historia volvió a comenzarla de nuevo sin la menor pausa-. Érase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -dijo de nuevo con la misma convicción. Cuando regresó al edificio Sehrikalp cuatro horas más tarde, al meditar sobre la diferencia entre la primera vez que había dicho aquella frase y la segunda, llegaría a la conclusión de que Celâl estaba vivo la primera vez que lo dijo y que la segunda yacía muerto justo enfrente de la comisaría de Tesvikiye algo más allá de la tienda de Aladino con el cuerpo cubierto por periódicos. Al contar por segunda vez la historia insistió en los lugares a los que no había prestado la suficiente atención la primera, y al contarla por tercera vez comprendió claramente que podía ser una persona distinta en cada ocasión que contara la historia-. Como el príncipe, yo también cuento para poder ser yo mismo -le apeteció decir. Se produjo un silencio cuando terminó de narrar la historia por tercera vez con una profunda rabia hacia aquellos que no le permitían sentirse él mismo, convencido de que sólo así, narrando historias, podría solventar el misterio que se había infiltrado en la ciudad y en la vida y notando una sensación de muerte y blancura al final del cuento. De repente los periodistas ingleses e Iskender aplaudieron a Galip con la sinceridad de los espectadores que aplauden a un actor magistral después de una espléndida representación.
35. La historia del Príncipe heredero
«¡Qué agradables eran los tranvías antiguos!»
Tiempo de apariencias , AHMET RASIM
Érase una vez un Príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no. Aquel descubrimiento era toda su vida y toda su vida era aquel descubrimiento. Esta breve definición de su breve vida la dictó el propio Príncipe cuando, ya hacia el final de sus días, tomó un secretario para que escribiera la historia de su descubrimiento. El Príncipe dictaba y el Secretario escribía.
Por aquel entonces -hace cien años-, nuestra ciudad aún no era un lugar por cuyas calles erraran como gallinas estupefactas millones de desempleados, por cuyas cuestas fluyera la basura y los albañales por debajo de sus puentes, de chimeneas color de la pez de las que brotara humo negro, ni en el que la gente que espera en la parada de autobús se diera despiadados codazos. Por aquel entonces los tranvías a caballo eran tan lentos que uno podía subirse mientras estaban en marcha, los transbordadores del Bósforo marchaban tan despacio que algunos pasajeros se bajaban en un muelle, caminaban hasta el siguiente bajo los tilos, los castaños y los plátanos charlando y riéndose, se tomaban un té en el café de ese muelle y volvían a subirse al mismo barco, que por fin les había alcanzado, y continuaban su camino. Por aquel entonces todavía no se habían talado los nogales y los castaños y no se habían convertido en postes eléctricos en los que pudieran pegar sus anuncios clínicas de circuncisiones y sastrerías. Donde terminaba la ciudad no comenzaban los vertederos y las colinas peladas cubiertas de postes eléctricos y telegráficos, sino bosques, praderas y arboledas donde cazaban tristes y crueles sultanes. En una de aquellas verdes colinas, que luego destruirían las cloacas, las calles adoquinadas y los edificios de pisos que envuelven la ciudad, vivió veintitrés años el Príncipe en un pabellón de caza.
Dictar, para el Príncipe, era una forma de ser él mismo. Creía que sólo podría serlo mientras siguiera dictando al Secretario, sentado a una mesa de caoba. Sólo dictándole al Secretario podía vencer las voces de los demás que le resonaban en los oídos a lo largo del día, las historias de otros que se le metían en la cabeza mientras caminaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, los pensamientos de otros de cuyo influjo no podía librarse mientras paseaba por el jardín rodeado de altos muros. «¡Para que un hombre pueda ser él mismo tiene que encontrar en su interior sólo su propia voz, su propia historia, su propio pensamiento!», decía el Príncipe y el Secretario lo escribía.
Pero eso no quiere decir que el Príncipe oyera sólo su propia voz mientras dictaba. Todo lo contrario, cuando comenzaba a narrar una historia pensaba en la historia de otro; justo en el momento en que iba a desarrollar una idea propia se le clavaba en la mente otra idea que otra persona había expuesto; cuando se dejaba llevar por su propia ira, el Príncipe sabía que también estaba sintiendo la ira de otro. Pero asimismo sabía que el hombre sólo puede alcanzar su propia voz oponiendo voces a aquellas que siente en su interior, inventando historias contra aquellas historias, «luchando contra los aullidos de los otros», como decía el propio Príncipe. Y pensaba que lo que dictaba era un campo de batalla en el que aquella lucha se resolvería a su favor.
Mientras luchaba en aquel campo de batalla con ideas, historias y palabras, el Príncipe paseaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, cambiaba la frase que había dicho mientras subía una escalera, mientras bajaba otra que comenzaba donde terminaba la anterior, y luego le hacía repetir al Secretario la frase que le había dictado mientras subía de nuevo la primera escalera o mientras se sentaba o se tumbaba en el sofá que había justo enfrente de su mesa. «Lee, vamos a ver», decía el Príncipe y el Secretario leía con voz monótona la última frase que su señor le había dictado:
– El príncipe Osman Celâlettin Efendi sabía que en estas tierras, en estas tierras malditas, el problema más importante era que el hombre pudiera ser uno mismo y que mientras dicho problema no se resolviera de manera adecuada, todos estábamos condenados a la ruina, a la derrota y a la esclavitud. Decía Osman Celâlettin Efendi que todos los pueblos que no encontraran la forma de ser ellos mismos estaban condenados a la esclavitud, todas las razas a la decadencia, todas las naciones a la inexistencia, a la nada, a la nada.
– ¡Hay que escribir «a la nada» tres veces, no dos! -decía el Príncipe mientras bajaba las escaleras o mientras las subía o mientras daba vueltas alrededor de la mesa del Secretario. Y lo decía con una voz y un gesto tales que en cuanto lo había dicho se convencía de que estaba imitando los gestos que adoptaba, los airados pasos que daba e incluso la pedagógica voz que le salía a Fransuá Efendi el Francés, que le había enseñado francés en su niñez y en su primera juventud, en sus clases de dictée y, de repente, le atacaba una crisis que «detenía toda su actividad intelectual» y «empalidecía todo el color de la imaginación». El Secretario, acostumbrado a aquellas crisis por la experiencia de los años, dejaba la pluma, adoptaba una expresión helada, inexpresiva y vacía que se ponía sobre la cara como una máscara y esperaba que pasasen el ataque y la furia del «no puedo ser yo mismo».
Los recuerdos de los años de niñez y juventud del príncipe Osman Celâlettin Efendi eran contradictorios. El Secretario se acordaba de haber escrito muy a menudo tiempo atrás escenas felices de una niñez y una juventud entretenidas, alegres y agitadas que habían pasado en los palacios, los pabellones y las mansiones en Estambul de la dinastía otomana, pero todo aquello se había quedado en los viejos cuadernos. «De entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más puesto que mi madre, Nurucihan Efendi, era la esposa a la que más amaba y su favorita», le había explicado años antes en cierta ocasión el Príncipe. «Como de entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más, mi madre, su segunda esposa Nurucihan Efendi, era la favorita de su harén», le había dicho en otra ocasión también años atrás mientras le dictaba aquellas escenas de felicidad.