Jugadores - Delillo Don 11 стр.


– ¿Pinta algo Luis Ramírez en todo este planteamiento?

– No entra, no. Pero no por eso diría yo que no exista.

– ¿Marina está casada con él?

– Podría ser que sí, no lo sé.

– ¿Tiene ella relación con Vilar?

– De ninguna manera.

– En este planteamiento, claro.

– Si no -dijo Kinnear-, Vilar se arrebata por su fervor revolucionario y decide que ha llegado la hora de hacer un gesto definitivo. Dará la vida por la causa. Es perfectamente acorde con su modo de ser. Vilar siempre ha tenido ciertas tendencias. Los derechistas matan a su propio líder, los izquierdistas se quitan la vida. Se lleva por delante a toda la gente que quepa en una zona determinada. En este caso, un golpe soberbio de sadomasoquismo. Se lleva por delante a la mitad de la Bolsa. En sus aspectos superficiales, es el mismo planteamiento que el número uno, aunque sin temporizados George aborta la intentona, etcétera.

– Creo que tiene que haber una razón aparte del fervor revolucionario. Una razón por la que se haya suicidado.

– Eso pregúntaselo a Marina.

– ¿La bomba que le encontraron encima a Vilar tenía un temporizador?

– Ni idea -dijo Kinnear.

– Los periódicos lo habrían dicho. Pero yo no lo recuerdo.

– A mí no me lo preguntes, Lyle. Tú estabas allí.

– Allí estaba yo, correcto.

– Con tu traje bien planchado.

Marina lo llevó esta vez a un tren distinto. Llevaba ropa abolsada, sucia de pintura y barniz. Él la observó sacar un cigarrillo medio doblado de un paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón, inclinándose mucho de costado a la vez que conducía con un tráfico intenso. La venganza, pensó. Ella sería del tipo de las que se dedican a extraer satisfacciones a cambio de alguna maldad. Trabajaría a niveles puramente personales, a pesar de las abrumadoras referencias a los movimientos y los sistemas. Era algo que probablemente estaba en el centro de su vida misma, la voluntad de zanjar cuentas pendientes y deshacer entuertos, sin más. Las pasiones coercitivas a veces contaban con un elemento estabilizador en el medio. Vengarse, en cierto modo, era sencillamente igualar, buscar un equilibrio requerido de antemano. Entrañaba algo de previsión, precisión en la escala. Lyle la vio acercar una cerilla encendida al cigarrillo medio doblado. Nunca se había sentido tan inteligente con anterioridad. Su implicación empezaba a suscitar una respuesta agudizada. No tenían una organización, un liderazgo visible. No obedecían a un plan visible. Llegaban de ninguna parte, podrían largarse mañana mismo. Lyle creía que eran esas corrientes libres de toda forma y constricción lo que le resultaba mentalmente tan estimulante. No daban indicio de pertenencia, de ser miembros de nada. En realidad, tampoco tenían una nacionalidad.

Aparcó cerca de la estación.

– ¿Qué te ha dicho J.?

– Que ha habido una infiltración.

– Eso creemos.

– Sí, dijo que era una sensación.

– ¿Tú sabes de que color tiene el pelo?

– Me encanta.

– Es uno de esos pelos que cambian gradualmente de color, un poco cada día. Hasta que te enteras.

– Se lo tiñe según se peina.

– Antes era orientador -dijo ella-. ¿Sabes algo de eso?

– Nada.

– Era orientador en un grupo en las montañas, no sé muy bien dónde, por el oeste. Sesiones de grupo.

– Encuentro.

– Encuentro -dijo ella-. Eso era, exacto. Él dirigía las sesiones. Allí todos encontraban a Dios, etcétera.

– Es allí donde vive Él, ¿sabes?, en las montañas.

– ¿Que más puedes aportar?

– Nada -dijo él.

– ¿Nada, siquiera sobre un secuestro? ¿Sobre su implicación con un grupo de Nueva Orleans?

– No.

– Pero él te comentó lo que habíamos hablado.

– La desinformación.

– Si recibes una llamada telefónica y oyes mi voz, y notas que farfullo y tartamudeo, y te digo que creo que me he equivocado de número, y si entonces te digo el número que quería marcar, anótalo y memoriza la primera, tercera, cuarta, quinta y séptima cifra. Las volverás a oír a su debido tiempo.

– Primera, tercera, cuarta, quinta y séptima.

– El resto es pan comido -dijo ella.

Más tarde fue a Centre Street. En el juzgado de guardia había policías de uniforme y de paisano, que ocupaban las primeras filas de la sala, y unos sesenta familiares, amigos o conocidos del acusado y de las víctimas, repartidos por todas partes. No había un juez en esos momentos. Lyle contempló a una asesora legal, una joven con una sudadera en cuyo frente aparecía el nombre de J. Edgar Hoover. Hablaba con las personas sentadas por toda la sala, con otras apiñadas en los pasillos, abogados kafkianos, carroñeros. Entró un juez y cada cual adoptó la actitud que más le conviniera. A medida que se daba audiencia a cada caso, mediaba una sensación general de hombres y mujeres esforzándose por entender lo que se ventilaba, qué tuerzas eran exactamente las causantes de esa crueldad, de esa ruina. Un policía se volvió en su asiento bostezando. Pasaba con mucho de la hora fijada por Kinnear. Lyle miró a la mujer, que departía con tres negros en una de las esquinas más alejadas de la sala. Tendrían veintipocos años, uno de ellos ocupaba una silla de ruedas. Lyle aguardó aún media hora, las voces a su alrededor resonaban como si las generase una máquina, jui regulador de destinos truncados.

Ya en casa se bebió dos vasos de agua con hielo. Se puso a llamar a McKechnie a pesar de la hora que era, y sólo entonces recordó que la mujer de Frank estaba enferma, que su hijo mayor se comportaba de una manera extraña, que tenía problemas, problemas. Cerró todas la ventanas y encendió el aparato de aire acondicionado y el televisor del dormitorio. Todas las luces estaban apagadas. Fumó, vio un documental sobre el soplado de vidrio, con música desenfadada. Intentó imaginar qué estaría haciendo Kinnear en esos precisos momentos, qué haría al día siguiente, a quién llamaría, adonde iría, cómo llegaría allí. Costaba trabajo hacer encajar a Kinnear en un contexto imaginario. Lyle no lograba recolocarlo, inventar el tipo de individuos que pudieran acompañarlo, ni siquiera precisar su verdadero color de pelo.

Ocupaba un espacio que se plegaba sobre sí mismo, un especial nivel de conclusión. Más allá de lo que Lyle había visto y oído, Kinnear se evadía a todo patrón de existencia.

Lyle cambió de canal, una película sobre un hombre sospechoso de malversación de fondos. La esposa del hombre, un personaje secundario, llevaba blusas con escote generoso. Tenía los labios pintados de un tono intenso, sacaba los cigarrillos de una pitillera de plata y los golpeaba contra la tapa, totalmente aburrida por el delito de su esposo. Ese punto sexy y pasado de moda a Lyle le parecía atractivo. Siguió viendo la película, a la espera de los momentos en que apareciera la mujer con sus blusas escotadas. Cuando terminó la película comenzó a cambiar de canal a cada diez o quince segundos, bebiéndose un whisky a la vez. A las tres de la mañana llamó a Pammy a la Isla del Ciervo.

– Ethan, soy Lyle.

– Dios del cielo, tío.

– No me digas que te he despertado. No te he podido despertar.

– No, qué va, estaba leyendo.

– Te llamo desde Nueva York.

– Junto a la chimenea -dijo-. Fingía leer junto a la chimenea.

– Reina en la ciudad una situación de pánico incipiente. Invasión de extraños seres. Mientras te hablo hay objetos voladores en el aire.

– No sabes qué poca gracia tiene todo eso.

– La verdad es que creo que sí.

– Jack dice que esta noche vio un ovni. Como es natural, nos mostramos un tanto escépticos. Jack está molesto. Nadie se lo ha creído.

– Será que no se terminó las verduras.

– Se ha acostado sin su pingüino de Calder.

– ¿Ella está despierta?

– Voy a buscarla -dijo Ethan.

Lyle se volvió a mirar el televisor.

– Así que eras tú -dijo ella-. Te encanta despertar a la gente. ¿Cómo estás?

– ¿Te lo pasas bien?

– Este sitio es magnífico. Claro está que, debo decírtelo… es que él está a metro y medio. Pero es magnifico, así de simple. De noche refresca un poco bastante, diría yo. Sí, un tanto fresquito. Casi como que me estoy muriendo de frío. Pero nos las apañamos. ¿Tú qué tal?

– La ciudad vive una situación de pánico incipiente.

– No me lo cuentes.

– Bueno, ¿y cómo es eso? ¿Árboles?

– Hoy hemos ido a un sitio que era una pasada. Hacían telas, con telares quiero decir, y edredones, y cerámica. Todo lo que te puedas imaginar, ¿sabes? Yo hago como que me gusta, es que él sigue a menos de metro y medio. No, en serio, ¿has visto alguna vez cómo soplan el vidrio?

– No, cuéntame.

– Vale. Es un poco aburrido. No, no lo es. Le tomo el pelo a Ethan. Oye, voy a despertar a Jack. Si es que aún está ahí. Y así hablas con él. A lo mejor ya se lo han llevado en una pequeña cápsula verde.

– Te escucho.

– Haremos todo un acontecimiento. Voy a por Jack.

Aún charlaron un rato más. Ella no fue a buscar a Jack. Cuando colgó, él se quedó viendo la televisión. Pasó el tiempo y cada vez le resultaba más difícil apagar el televisor. Sabía que una depresión inmensa se apoderaría de él entre el instante en que lo apagase y el momento en que por fin se quedara dormido. Tendría que volver a asumir demasiadas cosas. Por eso se le hacía tan difícil apagar el aparato. No podría dormirse de inmediato. Quedaría un hueco por rellenar. Apagar la televisión le causaba un desgarro tremendo. Estaba allí mismo, era parte de la implosión de la luz. La habitación que ocupaba le resultó por un momento desconocida. Tuvo que aprenderlo todo de nuevo. Pero no fue tan terrible como suponía. Sólo una depresión rutinaria, que se apaciguó en él hasta que, al cabo de una hora, se quedó dormido.

4

Rosemary estaba sentada ante su mesa clasificando el correo. Ese entorno había dejado de tener sentido. Él la había visto en camisón, en bragas, desnuda. Se plantaba en la puerta del cuarto de baño y la veía vestirse, una enumeración de verdades eróticas, hasta que ella lo notaba y se daba media vuelta, a punto de perder el equilibrio, para cerrar la puerta con el codo. Ante su mesa, pasando el rato, se maravillaba con la facilidad con que ambos encajaban en sus respectivos resquicios de decoro. La gente debe de ser espía por su propia naturaleza. La mesa, la moqueta eran el colmo del absurdo. Su abrecartas, rasgando sobres con nitidez. Su propio tono de voz.

La esperó al terminar el trabajo delante de su casa. Entraron, tomaron copas durante varias horas. Él la sujetó de la mano, a veces se llevaba las yemas de sus dedos a los labios. Se dio cuenta de que era una terneza.

En la cocina, echó otro vistazo a la fotografía en la que ella aparecía con Sedbauer y Vilar. Estudió el rostro de Vilar. Reluciente, magro, la frente alta, el mentón afilado. La oyó en el dormitorio, oyó desprenderse de su piel la ropa de Rosemary.

Le aguardó ovillada, un vacío animal, el cuerpo blanco, profunda quietud, aquello que él procuraba aferrar con ambas manos, comer. No iba a apremiarla hacia un polvo inmenso y estremecedor, ni a recordar el tacto de sus manos al final de una tarde pasiva, dentro de unos meses, el papel navegando a la vez que su alma vagase por el parqué. Ella estiró las extremidades. Él vio entonces sus pechos, su cuello y su cara, sus brazos, sus manos pequeñas, semicerradas, y la sábana arrugada entre sus muslos. Nunca había visto con tanta claridad qué distinto era del suyo el cuerpo de una mujer. De algún modo, ese hecho se le había hurtado. «Será que estoy borracho», se dijo. En posición supina, ella parecía enorme, a punto de salirse de la pequeña cama individual. Buena cosa, perfecto, profunda quietud, vacío orgánico. Su respiración producía una cadencia perceptible, el rítmico sube y baja del cuerpo, un metrónomo de la calculada lujuria que él sentía. Los pies ligeramente contrahechos. Pequeños bultos, grumos de carne, en los bordes de los pezones. Se desvistió despacio, sabedor de que ninguno de los dos alcanzaría un intervalo de esfuerzo plenamente satisfactorio, ni silbaría un poco, respirando por la nariz, ni diría un nombre, toda perspectiva quemada y arrasada de sus rostros. Ella se tocó las costillas, donde se había posado una mosca. Ese movimiento automático la puso al descubierto fugazmente. En medio de la niebla, él por fin entendió, pero ¿el qué? ¿Había entendido, por fin, el qué? La mosca se posó en el alféizar de la ventana. Él la miró tratando de rehacer su conexión con el cuerpo enorme sobre la cama, la estructura ósea y muscular de un sueño. Había pálidas venas en sus piernas, líneas dejadas por el sol, hendiduras naturales. Con las rodillas en alto, la cabeza más allá de la curva de la almohada, podría estar a medias entregándose a un amante torpe y a medias defendiéndose de él. Él reptó, reptó literalmente entre sus piernas. Luego apoyó los antebrazos sobre sus rodillas en alto y miró el modo en que se le revelaba el pulso en el cuello.

– Dime algo más de George -le dijo-. ¿Qué más hacía, aparte de hacerte reír?

Cruzó la calle hasta la tienda de ¿áramelos escondida en el 77 de Water, una marquesina roja y amarilla, una hogareña nota al pie de la masa de acero y aluminio anodizado. Había grisura por doquiera, la humedad en suspenso, un día del color del propio distrito. Compró tabaco y chicles y se quedó a la entrada de la tienda, bajo la mole del rascacielos, a la escucha de las bocinas de niebla, un sonido que relacionaba con las ciudades extranjeras y con el sexo con las esposas de otros hombres. No le llevó mucho tiempo caer en la cuenta de que alguien r lo miraba fijamente. Un hombre cerca de la entrada al vestíbulo. Chaqueta de sport, de cuadros, una corbata gruesa. Lyle tuvo la impresión de que el hombre deseaba que él echase a caminar hacia allá. Era robusto, juvenil, el mentón tallado a cuchillo, hebras de cabello rizadas sobre la frente. Lyle decidió andar en sentido contrario. A unas dos manzanas, el hombre se puso a su paso. Lyle hizo un alto, a la espera de que se pusiera verde el semáforo. El hombre lo volvió a mirar, claramente decidido a transmitir alguna información tácita, una conexión, un mensaje que contaba con que Lyle percibiera. Recorrieron otra media manzana. Ante ellos, dos mujeres levantaron los paraguas simultáneamente.

– Tú eres el amigo de McKechnie, ¿no?

– ¿Será que la vida es así de simple? -repuso el hombre.

– No hago más que esperar a que la gente me contacte. Hablé con Frank McKechnie de la situación. De lo que saben ciertas personas. Frank habló con alguien para que diera aviso. Esperaba que el contacto se produjese mucho antes. Entretanto, he decidido averiguar todo lo posible.

– Sobresaliente, Lyle.

– ¿Tú cómo te llamas?

– Burks.

– Burks, tu tono de voz no me parece muy halagüeño.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– Tienen contactos en la Costa Oeste. Lo sé. Usan matrículas de Ohio, al menos por el momento. Sé el número, si es que lo quieres. Un Volkswagen verde, ¿o ya te lo sabes?

– ¿Qué nos puedes decir de A. J. Kinnear?

– En la actualidad es sólo J. Kinnear.

– Para nosotros, A. J.

– Ahora, sólo J.

– Sólo J. -dijo Burks.

– No sé cuántas personas están implicadas. No sé si tienen unidades o equipos o lo que sea, no te podría decir cómo se organizan. Kinnear es un individuo complejo, creo yo. Están en Queens. Sé el nombre de la calle y el número de la casa.

– Kinnear, digo, ¿es alto, bajo, o qué?

Recorrieron las calles cercanas al río. Lyle describió a Kinnear hablando despacio y escuchando con atención, procurando memorizar sus propios comentarios y las apostillas de Burks. Fue como una conversación con un médico que diera cuenta de los resultados de unas pruebas importantes. Las preguntas y sus respuestas flotaban entre uno y otro. Toda una vida parecía girar sobre los goznes de la sintaxis, la inflexión, los detalles gramaticales. Creyó que Buks dijo algo sobre un registro de su voz, pero no estuvo muy seguro del contexto, ni si era o no aplicable a Kinnear. Fue también en parte parecido a sus primeras conversaciones con Rosemary Moore, fotografías de su propia boca, cuando el sentido de los comentarios que ella hizo le eludía no sólo a medida que los hacía, sino también después, en sus intentos por narrarse para sí mismo los particulares de cada uno de sus encuentros. Vio una barcaza en medio de la niebla, quizás en el centro del río, deslizándose hacia puerto. A Burke le relucían los zapatos. Era joven, seguramente más que Lyle.

– Es posible que hagan otra intentona en la Bolsa.

– Eso nos interesaría, y mucho.

– ¿Qué más?

– ¿Qué más de qué?

– ¿Hay alguna cosa que desees saber? -dijo Lyle-. Tienen un sótano lleno de armas recauchutadas. Te las puedo describir si quieres. Tengo esa molesta facilidad.

– ¿Y qué es eso?

– Hago acopio de información compulsivamente.

– Debe de ser una lata.

– Ese tono de voz… -dijo Lyle.

– Anda y que te folle un pez, listillo.

– Veamos: ¿tú eres amigo de McKechnie, sí o no?

– Tú hablaste con Frank McKechnie. Dijo que hablaría con un amigo suyo. Si prefieres creer que mi presencia aquí y ahora es resultado directo de la comunicación de McKechnie, gozas de entera libertad, Lyle. Pero hay una cuestión que me gustaría plantear.

– ¿De qué se trata?

– ¿Será que la vida es así de simple?

– Qué bonito.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– No, de veras, muy bonito. Me gusta.

– Muy bien, Lyle.

– ¿Qué me puedes decir de Vilar?

– Puedo decirte que por mí como si te pones a comer mierda pinchada en un palo -dijo Burks.

En el fondo, otro chico de Fordham o de Marquette. Estudios de lenguas y de historia. Deportes de interior. Reverencia a los jesuítas por su sofisticación, por su habilidad analítica. Votaría por los moderados de cualquier partido. Sabe cómo estrangular a un pastor alemán con las cuentas de un rosario.

Lyle caminó a través del centro, hacia zonas más bulliciosas. Empezaba a anochecer. Se hizo a un lado para no chocar con algunas personas que bajaban de un autobús. Una de ellas tuvo un contacto momentáneo con él, y extendió el brazo para evitar la colisión, un hombre de bigote y cabello crespo, que murmuró algo indescifrable. Tenía la cabeza grande, cuadradota. Quita de en medio, tío. Lyle buscó un teléfono público sin dejar de caminar. Empezó a llover con fuerza y las calles fueron quedando desiertas poco a poco. No vayas a ponerle la mano encima a un tipo decente. Encontró un bar, pidió una copa, fue a la cabina telefónica del fondo. Contestó una de las hijas de McKechnie, le dijo que iba a buscar a su padre.

– ¿Y ese amigo tuyo?

– ¿Qué pasa con él?

– Burks -dijo Lyle-. ¿Es así como se llama?

– No.

– Vuelve a llamarle, Frank, y entérate de si sabe quién es el tal Burks.

– Ya lo llamé.

– Vamos, puedes hacerlo por mí.

– Yo ya lo llamé. Asunto zanjado.

– Llámale. Luego te vuelvo a llamar yo.

– Claro, tú vuelve a llamar.

– Te llamo en un cuarto de hora.

– Fijo, Lyle. Cuando quieras.

Volvió a la barra y se bebió la copa a sorbos. Cerca había un hombre con muletas, poco menos que un despojo, al parecer. El sitio era una porquería. Dos mujeres de edad estaban sentadas en el rincón más alejado de la barra. Compartían un cigarrillo. Lyle se terminó la copa. Era demasiado pronto para llamar de nuevo a McKechnie. Pidió otro whisky y volvió al teléfono para llamar a J. Kinnear, y comprendió, con gran sorpresa, que no disponía de ninguna forma de ponerse en contacto con Kinnear. El teléfono estaría obviamente a nombre de otro, y Lyle nunca había pensado en verificar el número del teléfono de la casa de madera, en Queens. Rematadamente idiota. Cuando volvió a la barra vio que alguien pasaba por delante de la puerta, alguien presuroso, bajo la lluvia, un hombre que se cubría la cabeza con un periódico. Sólo fue un atisbo. Mínimo atisbo del bigote del hombre. Poco después entró una mujer y saludó al hombre de las muletas, preguntándole qué había ocurrido.

– Me atropello un conductor experto.

– ¿Le has puesto pleito?

– ¿Qué pleito? -dijo-. Yo estaba junto al bordillo.

– Podrías sacarle un dinero, Mikey. Es lo que hace todo el mundo. Podrías sacar una tajadita bien guapa.

– Fue como si viese a los querubines.

O a un licenciado en Económicas, pensó. Titulado por una de las diez grandes. Cabeza cuadrada, cabello crespo. Autor de un estudio sobre las regulaciones comerciales en la Europa del Este. Hace flexiones apoyándose en los nudillos de las manos.

Lyle recorrió Nassau Street. El distrito era un sector cerrado. Bajo las sucesivas láminas de la lluvia lo vio de ese modo por vez primera. Era una zona sellada, estanca, ajena al resto de la ciudad, como si la propia ciudad obedeciera a un plan para disimular lo que se extendía a su alrededor, la tosca aceptación de la campiña de una podredumbre nada ceremoniosa. El distrito crecía reiteradamente hacia dentro, cada vez más secreto, una teología oculta del dinero, extendiéndose hacia lo más profundo, por sus propios mármoles veteados. Los directores de las unidades acumulaban e incrementaban sus reservas. Los ingenieros daban champú a las cámaras acorazadas. En la cripta más recóndita podría oírse la amplitud del pulso de la historia, un sistema y un rito que sobrepasara las evidencias halladas por medios sensoriales. Salió de un porta! y detuvo el primer taxi libre que le salió al paso, sintiéndose de nuevo inteligente.

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