Jugadores - Delillo Don 12 стр.


Ya en casa tuvo noticias de Kinnear casi de inmediato. Cogió el teléfono de pie, concentrándose a fondo, decidido a entender lo que se ventilaba, las implicaciones, los matices, las sombras, cualquier leve sutileza que pudiera contenerse en la modulación de la voz de J.

– No estoy donde suelo.

– Ya.

– Estaré flotante… yo diría que indefinidamente.

– Antes de eso, una cosa que ha pasado. Hablé con Burks, por si te suena el nombre. Me preguntó por ti.

– No es de extrañar.

– ¿Tú sabes quién es?

– Quizás haya hablado con él por teléfono. Hablé con varios de ellos, no me dieron nombres. Sólo disponía de un número al que llamar. Hablamos exclusivamente por teléfono.

– Le dije todo lo que sé.

– Pues la verdad, Lyle, es que eso ha sido muy inteligente por tu parte.

– Creí que deberías estar avisado.

– Soy una de esas personas acerca de las que habrás leído más de una vez, una de esas personas a las que de continuo se describe diciendo que «desaparecen» o «reaparecen». Por ejemplo, «reapareció en Bogotá cuatro años después». Ahora mismo se impone la primera situación.

Lyle trató de imaginar a Kinnear en algún local concreto, un aeropuerto (pero no había voces de fondo, voces amplificadas) o una casa en un lugar remoto (dónde, en qué habitación), en un paisaje bien definido. Pero en todo momento era una voz, nada más, un zumbido y una vibración que llegaban desde ningún sitio en particular.

– Le pregunté por Vilar -dijo Lyle-. Se negó de plano a decirme nada.

– Es lógico.

– No les caigo bien.

– Bueno, yo he hablado con ellos. Hablamos de esto y de lo otro.

– Y salió a relucir mi nombre.

– Estuve muy selectivo. Eso forma parte del atractivo de todo el experimento, al menos desde mi punto de vista. Fue interesante, mucho. Sólo les dije determinadas cosas. Son todo un grupo, son muy… adaptables, supongo que ésa es la palabra.

– Conocen mi historia reciente.

– Conocen tu historia reciente.

– Y no me contactaron con anterioridad porque ya tenían a alguien dentro.

– Ahora que he cortado todas las conexiones, Lyle, empiezan a tener un gran interés por ti. Eres el único medio que les queda de entrar en ese pequeño seminario del terror.

– ¿No podrían entrar sin más, apoderarse de las armas, detener a quien sea sólo por eso, aunque no haya más motivo?

– Allí no encontrarán nada más que las armas. Yo era el único que pasaba algún tiempo digno de mención en esa casa. No habrá nadie más, ni ahora ni más adelante.

– Pensé que Marina…

– Marina estuvo allí puede que media docena de veces. Nunca estuvo más de dos horas.

– ¿Por qué se te ocurre viajar ahora, J.?

– Se me empezaban a caer encima las paredes, tío. El elemento en el que piensas al pensar en Marina estaba claramente al tanto de que la información había empezado a gotear. El elemento en el que piensas al pensar en Burks empezaba a ponerse demasiado posesivo. Era hora de dar un giro de ciento ochenta grados y poner pies en polvorosa.

Lyle sospechó que J. iba a colgar.

– ¿Cuánto tiempo ¡levas dando información?

– Es cuestión de meses.

– ¿Te pagan?

– Eso tenía que suceder tarde o temprano. Es sumamente dudoso que llegue a ver el dinero.

– Una cantidad respetable, supongo.

– Para ir tirando.

– Entonces, ¿por qué asumir tantos riesgos?

– La gente hace experimentos, Lyle. Son muy propensos a determinadas cosas, conscientes de las sombras, nuestra policía secreta. Yo quise entrar en ese aparato en concreto, al menos un paso o dos.

– Tienen tu nombre ligeramente trastocado.

– No sabía siquiera que lo tuvieran. Eso sí es interesante. ¿Entiendes lo que quiero decir? Meras técnicas. Me pregunto cómo se las habrán ingeniado. Tienen que haber dedicado muchísimo tiempo a rastrearme. Antes me llamaba la atención. ¿De veras les interesa lo que saquen en claro? ¿Saben acaso quién soy? Sus secretos son peores que los nuestros, de largo, y eso ya es mucho explicar sobre e! porqué de que sus técnicas estén desarrolladas con tanta finura.

– ¿Y ahora qué?

– Sigo pidiéndote toda tu confianza.

– No cuelgues aún, J.

– Dios te bendiga.

Lyle dejó el teléfono y marcó el de McKechnie. La niña le dijo que su papá no quería hablar con él.

5

Hablaron durante un rato de la puesta de sol, sentados en la terraza, con comida basura y bebidas. Se estaba mejor que el día anterior a la misma hora, aunque al crepúsculo le faltaban los tenues tonos malva, según Ethan, que tuvo dos tardes antes. Entraron y cenaron despacio, un esfuerzo descoordinado. Jack se quejó de que hablaban de la comida mientras cenaban, de que hablaban de las puestas de sol mientras las miraban, y así sucesivamente. Empezaba a ponerse de los nervios, dijo. Y lo dijo con su voz rayana en la histeria, el exagerado quejido del descontento urbano. Tras la cena se sentaron junto a la chimenea a hojear las revistas. Jack encontró un ejemplar del New York Times que tenia seis meses de antigüedad. Leyó en voz alta una lista de restaurantes reseñados por diversas violaciones del código sanitario, salmodiando nombres y direcciones.

– Nos hace falta leña -dijo Ethan.

– Leña.

– Más madera.

– Toca madera -dijo Jack.

– Es la guerra -dijo Pammy-. Leña al mono.

– Leña, leña.

– Haga el fuego -dijo ella- un fuego grande para calentar el cuerpo.

Por la mañana fueron en coche por el puente que unía la isla al continente, el cabello aplanado por efecto del viento, y llegaron a la otra orilla. Había cielo por todas partes. Pammy iba sentada tras los hombres, son-riéndoles a los cogotes. La acción de los elementos en el paisaje había dado a las casas una segunda vida, una vida más profunda, más privada, una belleza que era más diestra en su austeridad, conquistada. Cantos rodados en medio de los campos ocres. Aquí y allá los niños, en bicicleta, descalzos. Ella buscó con detenimiento los rastros de agua, ansiosa por dejarse sorprender, por recibirla de repente, una avenida de azul endurecido entre masas de pinos, la luz del sol que rebotase en la superficie. Los niños en bicicletas eran delgados, rubios, no,del todo bien alimentados, cierto distanciamiento, le pareció, en el modo en que le devolvían su sonrisa, con una mirada endurecida al contemplar el coche y los viajeros, los ojos entornados al sol.

En Blue Hill visitaron a un matrimonio al que conocía Ethan, tres niños, un perro. Al marcharse, ella y Jack esperaron junto al coche a que Ethan intercambiase prolongadas despedidas con sus amigos. Jack la miraba.

– Yo en realidad no soy gay -dijo.

– Si tú lo dices, Jack…

– No lo soy, de veras.

– Es tu mente, es tu cuerpo.

– Pues entonces nadie como yo para saberlo a ciencia cierta.

Más avanzada la tarde salió de la ducha y notó un dolor, una presión momentánea en un lateral de la cabeza. Iba a morirse en cuestión de semanas. La obligarían a someterse a largas series de pruebas horribles, pero los resultados siempre serían los mismos. Se quedó deprimida, de pie con la toalla enrollada, dejando que el cuerpo se le secara despacio, se le muriese. Qué desperdicio. Se sintió fatal por Lyle. Sería para ella mucho más fácil de aceptar si no dejara atrás a alguien. Gracias a Dios no tenían hijos. Se vistió y salió del cuarto de baño.

Tras la cena se ventilaron el resto del vino y algo de brandy en la terraza. Hacía la noche más bonancible de todas las que habían tenido. Jack estaba inquieto, decidió llevar la basura al contenedor en vez de esperar a la mañana siguiente. Empuñó una linterna y se alejó por el camino arrastrando dos bolsas de plástico.

– Tiene razón -dijo Ethan-. Parece imposible que hagamos nada sin hablar de ello al mismo tiempo.

– Son las vacaciones -dijo ella-. Es lo que hace todo el mundo.

– No me había percatado de que lo estábamos haciendo hasta tal extremo.

– Tu bocaza de alemán es demasiado seria.

– Tal vez sea ése el significado secreto de los sitios nuevos.

– ¿Cuál?

– Calla, que lo estoy pensando.

– Pues no me lo digas.

– Tiene que ver con la conciencia de uno mismo -dijo-. Luego te cuento más.

– Dios, qué estrellas.

– Cuánto más claro está todo. También tiene que ver con eso.

– Míralas, hay millones.

– Ya las miro.

– Habíame de ellas -dijo ella-. Rápido, antes de que regrese Jack.

Mucho más tarde hubo largos silencios entre los retazos de la conversación. Jack sacó más jerseys para todos, y luego tres mantas. Cuando el viento traspasaba las copas de los árboles, a Pammy le costaba trabajo entender el sonido en sus fases más tempranas, la creciente insistencia de las olas.

Más tarde aún, en alguna interpenetración perfecta del vino y el aire de la noche, se dejó llevar a una región más cordial, a un no espacio en realidad, en el que prevalecía una quietud inmaculada. Entre un momento y otro de adormecimiento percibía su mente viva en el vivido frescor. La claridad resonaba en cada comentario suelto. Cuando Ethan rió en un momento dado, un resoplido idiota, sintió que sabía qué nimio acontecimiento neural había causado ese sonido. Había un orden completo en la noche.

Entonces se volvió más lenta, torpe, sosa. Quería acostarse, pero no tenía ánimos para levantarse y entrar en la casa. Seguía frisando una fase inestable del sueño. Se le resbaló el codo del brazo del sillón y se despertó con un sobresalto. Después todo fue diferente, una pugna.

– Dios, qué estrellas -dijo Jack.

A Pam se le pasó por la cabeza que Ethan rara vez hablaba con Jack. Se dirigía a Jack hablando del mobiliario, las películas, el tiempo. Eso, más la tercera persona. A Pammy le decía a veces cosas que estaban destinadas a Jack. A veces leía en voz alta un artículo de un periódico, o repetía una frase dicha por un locutor de televisión, la repetía de una manera determinada, como una parábola fragmentaria, sólo para Jack. No le parecía que eso fuera tan revelador acerca de los dos hombres implicados, como lo era en realidad acerca de las personas que vivían juntas, de sus trastornos del habla y la conducta. Pammy y Lyle tenían sus propias características, cómo no. Pammy y Lyle, pensó ella. Suena como si fuésemos una animadora y un licenciado en física. O una pareja de chimpancés, se dijo. Bebió más vino mirando a Ethan hacer una serie de gestos preliminares.

– Los sitios nuevos, cuando son nuevos, desconocidos, te hacen ser más consciente de ti mismo. Eso puede ser peligroso.

– Yo quiero mi saco de dormir -dijo Jack.

– Todo lo que hay lanza destellos hacia ti. Es como un espejo. Terminas por estar contigo mismo, sólo que despojado de las formas externas más familiares, los aderezos, el entorno. Si es demasiado nuevo, puede dar verdadero miedo. Recibes demasiada retroahmentación que no viene predeterminada por nada.

– Me apetece dormir fuera -dijo Jack-. Al fresco.

– El miedo es una intensa conciencia de uno mismo.

– Como hoy, como antes -dijo Pammy-, cuando creí que me pasaba algo, cuando pensé yo, yo, mis tejidos, mi cuerpo. Pero es más fácil morir a solas. Más vale olvidarse de tener niños.

– El terreno -dijo Jack-. Dormir, la tierra, los seres vivos.

Ethan se pasó el lateral del dedo índice a lo largo del cuello, con ademán pensativo, y hasta el extremo de la barbilla, repetidas veces, mera indicación de los comentarios irónicos que tenía en puertas, o quizás su pseudosabiduría al uso, o incluso un tramo de autobiografía, que en ese marco de planos sesgados era por sí misma acusadamente irónica. Los dos quedaron a la espera.

– A ver, vosotros dos.

Jack entró en la casa y volvió con el saco de dormir, que echó sobre la tarima de la terraza. Ahora todo sucedía despacio. Jack encendió velas. Caminaba imitando a un tigre enjaulado. Pammy se percató de que por fin había vuelto a tomar asiento. Bebieron un rato en silencio.

– Tengo la cara un poco demasiado larga -dijo ella.

Parecieron a punto de reír.

– No, de veras, tengo la cara un poco demasiado larga. No pasa nada, es así, no hay problema, al menos si lo acepto como es.

– Eh, Pammy.

– ¿Lo sabías, o qué? Cuando piensas en otras personas, en lo que cada cual tiene que aceptar de sí misino… Y sólo es un poco demasiado larga, apenas sí se nota, lo sabes de sobra. Así que lo aceptas. Y a vivir. Te limitas a vivir tu vida, y punto.

– No estará a punto de echar la pastilla, espero.

– Si lo hago, tu saco de dormir lleva todas las de perder.

– Apiádate de mí.

– Tarugo -dijo ella.

Pammy y Jack empezaron una secuencia de atolondramiento vertiginoso. Todo resultaba divertido. Ella se sentía incisiva, nunca había estado más despierta. ¿Y Ethan? Se volvió para verlo de perfil, en parte envuelto por la manta, teatral, serio. Pronto amanecería, tal vez en una o dos horas, por desgracia a sus espaldas, por otra parte. A Jack se le puso la voz astuta, cortante. Fue el único sonido durante un rato. Hacía pausas estudiadas entre los comentarios. Ella se reía de todo lo que dijera. Resultaba cómico ese Jack tan realista. Ella se empezó a reír al terminar sus pausas, anticipándose a lo que dijera. Reinaba el embrujo de la quietud. El más tenue de los colores impregnaba la conciencia de Pammy, algo recortado de la noche, un resplandor de bajísima resolución, como si la propia noche se estuviera descomponiendo en sus partes ópticamente activas.

– A ver, vosotros dos -dijo Ethan.

Los otros rieron.

– Lo que desconocéis es toda una época y sus cosas. La habéis pasado de largo. Debe de ser una vacuidad total vivir sin referencias, aunque es problemático incluso que lleguéis a saberlo, en ese espacio en blanco. Me refiero a una especialidad de Pete Smith. ¿Os imagináis siquiera qué conjura, qué representa eso? No, ni idea, ¿verdad que no? Me refiero a lo que significa que dos personas se puedan encontrar, sin conocerse de antemano, y entonces caigan en la cuenta de que han tenido relación en el pasado, algo muy pequeño, ampliado, la absoluta ridiculez de una especialidad de Pete Smith, la voz del narrador, las cintas de Griffin, el asesino convicto, grabadas en una prisión de Tejas. El mero hecho de oírlo ya da pie a una relación, un sólido fundamento. Eso es lo que os habéis perdido, ¿lo veis? Y es que en aquella época no existía ese asunto del Zeitgeist del mes en curso. Pull My Daisy, joder, tampoco fue hace tanto tiempo, aún están en danza algunos de los beatniks que la rodaron, pero eso es algo que no conocéis, ceguera total. Pulí My Daisy en el Y de la calle Noventa y Dos. O Lord Buckley, otra cosa que os perdisteis enterita, Lord Buckley en The Naz. Ni puta idea de lo que estoy diciendo, ¿a que no? Os faltan las referencias. No conocisteis los clubes del Village, todo aquel mamoneo. El pie de la relación, el sólido fundamento. No sabéis, ¿me explico?, lo que no sabéis es que toda vuestra actitud proviene de algunas cosas como éstas que digo, que eran la base, el sólido fundamento de todo. ¿Qué más, a quién más puedo señalar? The Naz, ya lo he dicho. ¿Sabéis cómo encontró a Silver el Llanero Solitario?

Pam estaba más atolondrada aún. Jack dispuso su saco de dormir a lo largo de una tumbona plegable y se metió dentro. Los perfiles de las islas pequeñas eran visibles. Ethan cruzó la terraza y abrió la puerta corredera.

Más tarde, Jack se quitó torpemente el jersey. Un pesquero de langostas apareció por el cabo sur de una de las islas. Pammy oyó la primera gaviota. Había una presencia animal en el aire, una maraña de apetitos.

Hacía algo más de calor. Vio la camisa de Jack en la terraza. Las cosas le llamaban la atención de continuo, una foca cerca de la orilla, su cabeza reluciente a punto de desaparecer, de reaparecer. Los prismáticos estaban dentro.

– Vale, muy bien. ¿Cuántos amigos gays tengo yo?

– ¿Qué? -repuso ella.

– Amigos gays.

– ¿Cuántos hace falta tener?

– Te habrás dado cuenta de que casi ninguno de mis amigos es gay de verdad. Puede que algunos, con los que he dejado de tener trato, aunque Ethan crea que andan de ronda a todas horas por el portal y el tejado de nuestro edificio. A estas alturas, casi ninguno.

– Yo pensé que con uno bastaba.

– Es mi mente y es mi cuerpo -dijo él.

– Ah, en eso estamos de acuerdo.

Se obligó, nada más decirlo, a retirar la manta y ponerse en pie, aunque estaba entumecida. Entró, encontró los prismáticos, salió de nuevo a la terraza, a mirar a la foca.

– Me veo haciendo muchísimos viajes en el futuro inmediato -dijo Jack-. De un sitio a otro. Una existencia sin supervisión de ninguna clase. Es lo que debiera haber hecho hace ya mucho tiempo. No quiero estar sujeto a un lugar, ya no me apetece. Ni a un lugar ni a una forma de vida.

– Si él ha venido hasta aquí es porque pensaba que eso es lo que querías tú.

– Se equivoca.

– Creo que está incluso preparado para que sea algo más o menos permanente, aunque se me escapa, te lo aseguro, cómo se propone resolverlo en términos financieros.

– ¿Qué es lo que miras mientras te hablo? No me lo puedo creer, Pam. Te estoy contando mi vida y tú te enfrascas en los prismáticos, estás en otra parte, no me haces ni caso.

– Era una foca, pero me parece que se ha ido.

– ¿Ha vuelto la foca?

– Ha vuelto la foca, sí, pero está otra vez, me parece, a la vuelta de aquel saliente.

– Sólo que no es una foca -dijo él-. Es un hombre rana que nos espía.

Pammy se tendió en la cama, temblando, ovillada, alejándose de la fuente de la luz. Procuró convencerse de que se iba a dormir en cuestión de segundos. Desfilaban por su cabeza los momentos, los episodios.

Más tarde despertó y oyó a Ethan en la cocina. Tosía ruidosamente, con flemas que esputaba después. La cama estaba inundada de luz solar. Apartó las mantas, desparramó el cuerpo para despertarlo sobre una sola sábana, relajándose ante el calor absorbente.

Había pasado años oyendo decir a gente de todo tipo y condición, aquí y allá, una misma cosa: «Tú haz lo que te dé la gana mientras no hagas daño a nadie.» Decían: «SÍ las dos partes dan su consentimiento, hazlo, da igual qué sea.» Decían: «Todo lo que te pueda gustar, mientras los dos queráis hacerlo y nadie se haga daño de ninguna clase, se puede hacer sin problema. Da igual qué, da igual con quién.» «Todo lo que te pueda gustar», decían. Decían: «Sigue el dictado de tus instintos, sé tú misma, haz realidad tus fantasías.»

6

Lyle no había estado allí desde hacía bastantes años, en el Lower East Side, ese pantecnicón de etnias, calles, personas, la historia de un sufrimiento impecable. El coche estaba aparcado en una bocacalle, cerca del puente de Manhattan. Marina puso los brazos sobre el volante y se inclinó, apoyando la cabeza, los ojos vueltos a la derecha, mirando a Lyle. Casi había anochecido. Cinco botellas, arrojadas desde un tejado cercano, se estrellaron contra la acera en intervalos de diez segundos. Los ojos de Marina revelaban un leve divertimento.

– Con un poco de gasolina, habría sido un acto político.

– Tal como ha sido, ¿qué es?

– Mero desorden público -dijo ella.

– Me pregunto contra qué blanco tiran.

– La botella es el blanco. Se trata de romper la botella.

– Eso es puro zen -dijo él.

– Si funciona, lo probamos.

– La botella es el blanco, maestro.

– Pues sí, zen, ¿por qué no?

Marina tendría unos siete años más que él, calculó Lyle, y ese día, por primera vez, daba muestras de cierta propensión a sentirse a sus anchas, no tan rigurosa en sus convicciones, o menos dispuesta, en todo caso, a localizar cualquier transformación dentro de una estructura absoluta.

– ¿Adonde irá J.?

– No demasiado lejos -dijo ella-. No es fácil eso de desaparecer cuando tus lugares y rutas seguras se te han cerrado en las narices. J. no tiene dinero. No puede tener amigos, o no muchos, y, en cualquier caso, ¿quién tendría ganas de echarle una mano?

– ¿Qué sucede entonces? ¿Disciplina terrorista?

Ella continuó mirándole sin decir nada. Lo cual decepcionó a Lyle. Había tratado de hacerle hablar sobre ciertos aspectos de la situación de Kinnear, del pasado y del presente. El experimento, como j. lo denominaba, no era obviamente un caso de infiltración en el sentido convencional del término. Con todo, Lyle creía que existía un elemento de premeditación. El propio J. lo había introducido; se había infiltrado, a un nivel consciente, mucho antes de que decidiera contactar con Burks o con la agencia a la que Burks representase. Su revelación «selectiva» de información meramente venía a confirmar la existencia material del espacio que había querido ocupar, la geografía compleja, puntos de confluencia y de peligro. Todas esas especulaciones a Lyle le parecían absorbentes, por eso tenía la esperanza de que Marina aportase datos concretos que dieran más consistencia a sus conceptos. Se trataba de encajar las piezas humanas en los huecos del tablero. Era una actividad apasionante. Era posible que Kinnear hubiera sido un agente, de espíritu, durante una veintena de años. Funcionaba simultáneamente a dos niveles. Contrapeso. Su vida se basaba en líneas de fuerza tendentes a generar el equilibrio. Todo tenía un efecto retardado. No podía actuar, siquiera dar un paso, sin sopesar conjuntos enteros de implicaciones. Todo eso había terminado. Desmoronamiento interior. Era posible que hubiera presionado en exceso, que lo hubiera hecho con toda la intención.

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