Jugadores - Delillo Don 5 стр.


A última hora de una tarde, Lyle se quedó a esperar a la entrada del edificio de John Street. Cuando salió ella en medio del gentío, comprendió que iba a ser embarazoso, tanto en lo físico como en lo demás, tratar de aislarla del resto del mundo. Tal vez ni siquiera lo reconociese. Alguien de la oficina podría verlos juntos y sumarse a la conversación. La siguió por espacio de media manzana, pero sin tratar tampoco de alcanzarla. Al llegar a la esquina, la vio subir a un coche que la esperaba y que arrancó en el acto. Era un Volkswagen verde, matrícula de California: 180 BOA.

Se sentó en un banco de la plaza con vistas al río. Se sintió de algún modo disminuido. Las grúas de carga sesgaban el cielo sobre los tejados de los cobertizos, en la zona portuaria de Brooklyn. Era la ciudad, el calor, una sensación de repetición infinita. El distrito se repetía en bloques de piedra monocroma. Él estaba presente en las cosas mismas. Había en ellas más de sí, a través de las noches desocupadas, que la parte que de sí mismo se llevaba a casa para desahogarse y liberarse. Pensó en las noches. Imaginó el distrito como nunca lo había visto, vacío de toda transacción humana; pensó en que los edificios como aquellos parecerían contenedores de materia intangible, enormes codificaciones de podredumbre orgánica. Intentó evaluar la inmensa complejidad del regreso a casa.

A la tarde siguiente logró alcanzarla antes de que se sumara a la multitud que fluía por las calles. Habló al amparo de una sonrisa plena de confianza. Se concentró en esa expresión hasta el extremo de visualizar el movimiento de sus propios labios. Fue un momento de absoluta desconexión. No supo qué estaba diciendo, y con el bullicio de la gente en derredor y las obras cercanas en la calle a duras penas atinó a oír la voz de ella cuando le contestó, como hizo una o dos veces, muy brevemente, con frases tan translúcidas como las empleadas por él. La condujo con discreción hacia una parte menos ruidosa de los porches, tratando de reconstruir las primeras fases de la conversación a la vez que continuaba farfullando y deslumbrándola. Ni siquiera estaba muy seguro de que ella le hubiese reconocido.

– El parqué -le dijo.

Su respuesta no le pareció que tuviera sentido. Pasó a través de él, impregnada de luz. Se acercó más a ella y renovó su sonrisa dándole calor. Así se ahorraría el pestañear. Sólo pestañeaba cuando sonreía en tensión, para dar énfasis.

– La Bolsa -dijo-. Me has visto a la entrada del despacho de Zeltner. Ya lo sé: a quien sólo has visto una vez, es difícil ubicarlo. Me hago cargo. ¿Hay una boca de metro allí? Te acompaño. ¿Dónde vives? En Queens, me jugaría cualquier cosa. Me gusta aquello, a pesar de lo que se dice de Queens, Dios del cielo. Es metafísica pura.

– Me suelen llevar en coche.

– Tengo entendido que hay cierta inseguridad en el corrillo del poder en torno a Zeltner. ¿Cuánto tiempo llevas allí? Ven, vamos a ponernos a la sombra. Queens es infinito. Tiene algo de infinito. Es como un laberinto, pero sin interconexiones. Un laberinto fláccido. Tengo una teoría acerca de dónde vive cada cual en Nueva York.

Ella llevaba una blusa blanca, una falda plisada azul y zapatos blancos. Mientras hablaba primero y escuchaba después, él se puso a prueba tratando de recordar el número de la matrícula del Volkswagen. Una forma de completar una tabla de ejercicios mentales. Llegaron despacio hasta la esquina donde la habían recogido el día anterior.

– Aquí tendrían que pasar a recogerme.

– ¿Algún problema si espero contigo?

– No pasa nada por eso.

– ¿Cómo te llamas?

– Rosemary Moore.

– Tengo que ir mañana por allí a la hora del cierre. Si no estás ocupada, me quedo un rato. Podemos, si quieres, hacer algo cuando hayas terminado. ¿Te parecería bien? Una copa, o dos. Una copa rápida, como se suele decir. Una copita. Un visto y no visto. Hay locales donde sólo ponen copas rápidas.

Esta vez subió en el asiento de atrás. Delante iban un hombre y una mujer, los dos algo mayores que Rosemary Moore, de blanco y azul marino.

5

Pammy examinó las funciones del tedio. De un tiempo a esta parte se había encontrado afirmando con gran frecuencia que se aburría. Sabía que era un escudo con el que tapaba sentimientos más profundos. No queriendo expresar un malestar convencional, decía una y otra vez: «Qué aburrido, qué coñazo, me aburro.» La pornografía le aburría. Hablar de la violencia la hacía suspirar. Las cosas de la calle, las cosas que veía y que oía un día tras otro la obligaban a tomar sutiles evasivas. Su cuerpo se relajaba de un modo automático. Notar esa lasitud en el momento era como dar otro desvío por el tedio.

La gente, completos desconocidos, le hablaban en el autobús con cierto desapego, un tanto universal, dando a veces la impresión de que se comunicaban con ella como si estuvieran encerrados en un sitio secreto y cerrado.

Volar le producía ganas de bostezar. Bostezaba en los ascensores del World Trade Center. A menudo bostezaba en los bancos, cuando esperaba en la cola a que le tocara el turno de ventanilla. Los bancos le causaban un sentimiento de culpabilidad. Los cajeros y empleados de banca le pedían casi a todas horas que firmase impresos, o que firmase de nuevo impresos que ya ostentaban su firma, o que volviera a dar prueba de su identificación. Era su propio dinero el que deseaba retirar, obviamente, pero aún estaba pendiente esa burbuja de nerviosismo, de culpa, y aún estaba presente esa honda preocupación en torno a su nombre, su caligrafía, y la sensación de que el contenido esencial de su personalidad estaba a punto de revelarse, y de que aún tendría que pasar un rato haciendo cola con otras dos docenas, tras los cordones de seguridad, bostezando decorosamente, como una sospechosa.

Pammy oyó a Lyle en el pasillo, fuera. Se inclinó hacia delante y cerró la puerta del cuarto de baño. Lyle entró en el apartamento, recorrió el vestíbulo, se paró ante la puerta, la abrió. Ella puso cara de mono y soltó una serie de chillidos de pánico, a la vez que daba un brinco sentada en la taza. Él cerró la puerta y fue al dormitorio.

– ¿Qué me vas a regalar por el día de san Valentín? -le gritó ella.

– Una vasectomía -repuso-. ¿Estamos ya en febrero?

– Ojalá.

– ¿Por qué?

– Así habrían terminado nuestras vacaciones.

– ¿Y por qué?

– Porque ya sé que no te vas a tomar siquiera unos días.

– Ve tú a donde quieras.

– ¿Y tú? ¿Qué harás?

– Trabajar -dijo él.

Ella salió del cuarto de baño. Él la siguió hasta la cocina imitando fintas de boxeador, de peso ligero, con la pelvis echada hacia atrás, para no caer en el engaño primigenio. Se sujetaron uno al otro ante la nevera abierta.

– Qué bueno, un poco de cheddar.

– ¿Qué es eso?

– Schnapps de brandy.

– La repanocha.

– Cuidado.

– Si me has empujado tú…

Fueron al cuarto de estar, cada cual con algo de comer y de beber. Lyle encendió el nuevo televisor y se sentaron a ver las noticias de la noche. Pammy pasó un mal trago, avergonzada por alguien a quien hacían una entrevista, un hombre con un defecto de dicción. Se tapó las orejas con las manos y apartó la mirada. El aparato del aire acondicionado hacía un ruido retumbante. Lyle lo apagó. Fue entonces al dormitorio y allí vio la televisión durante un rato.

– ¿Estás viendo esto? -le gritó ella.

– ¿El qué? No.

– La esthéticienne.

– No.

– Pues ponlo, corre.

– Maldita sea, marisabidilla; sólo se puede ver una cosa, no dos al mismo tiempo.

– Anda, ponlo, en el siete.

– Luego, que estoy viendo otra cosa.

– ponlo, ponlo -insistió-. Corre. Corre, en el siete, so bobo.

Fundirse con los objetos les daba una sensación parcial de compartirlos. No apartaron la mirada de sus respectivos televisores. Sin embargo, los ruidos los unían, un ciclista que arrancaba con brío, el descenso del avión que perdía altura desde sus más de ocho mil metros de altitud transatlántica, haciendo ondear las imágenes en sus pantallas. Los objetos eran inertes, algo desprovisto de memoria. La mesa, la cama, etcétera. Los objetos sobrevivirían al que muriese primero de los dos y recordarían al otro con qué facilidad puede la vida partirse y dividirse. Tal vez, la muerte era lo de menos; tal vez contaba más la separación. Sillas, mesas, cómodas, sobres. Todo era una experiencia en común, que los aunaba a pesar de sus desvíos y rodeos, el sesgado aparato de sus acuerdos. Quedaba fuera de toda duda que estaban de acuerdo, infidelidad y deseo. Ni siquiera era preciso diferenciarlos. Su cuerpo, el de ella. El sexo, el amor, la monotonía, el desprecio. El embrujo en el que había que sumirse estaba allí fuera, entre las caras no memo-rizadas, entre los paralelepípedos uniformes del ser. Ese espacio, su dulce y mercenario espacio, era medio encantamiento, era el sueño casi común que habían afrontado durante años. Sólo las ausencias se compartían plenamente.

– ¿Qué pasa en Duelo? -dijo él-. Últimamente no me cuentas nada.

– Ethan y yo hemos sellado un pacto de confidencialidad. Ha dejado de existir por lo que a nosotros nos concierne.

– Os habéis desfondado antes de llegar al descanso del partido. Estáis en medio de un mini subidón. Además, habláis de diversificar.

– Espera, que baje un poco.

– ¿El qué?

– Que no te oigo.

– Hablaba de diversificar.

– ¿Y eso qué es? ¿El Dow Jones o los otros?

– Atracciones temáticas -dijo él-. Forma parte del pían plantígrado, pendiente de lo que digan los que recopilan datos.

– No lo creo.

– Un rancho de fantasía en el condado de Santa Mesa, Arizona. Fantasías de Duelo. Que la gente se disfrace para manifestar sus penas.

– Ja, ja, ja. Ya sabía yo que a veces eres tonto.

– No tengo tiene.

– Nunca comemos paella -dijo Pammy-. ¿Te acuerdas de aquel local que había en Charles? ¿O estaba en la 4 Oeste?

– Puede que en la esquina -dijo él-. SÍ es que hacen esquina.

A ella, su padre siempre le había producido ganas de bostezar. Cada vez que tomaba el teléfono para llamarlo, notaba que la boca se le desencajaba de pura «fatiga», «tedio», aburrimiento sin paliativos, sus contramedidas de turno frente a una emoción imperiosa. Vivía entonces cerca de la punta norte de Manhattan mentalmente deteriorado y afligido, un hombre que prefería los gestos a las palabras. A lo largo de sus visitas, él respondía a la mayoría de sus preguntas por medio de las manos, indicando que tal cosa estaba bien, que tal otra no estaba mal, que aquélla era un problema de tomo y lomo. Asentía, sonreía, le mostraba a su hija el contenido de varias cajas de puros y de bolsas de la compra. Por teléfono le suplicaba que le llevara documentos. Partida de nacimiento, cartilla de ahorros, tarjeta de la seguridad social, carnets de varios clubes, pólizas, planes de jubilación. Ella le recordaba dónde estaba cada cosa no sin antes haber aprendido a apaciguar su desesperación hasta que rebasaba los tensos límites de su paciencia. Algún tiempo antes de que muriese, ella supo gracias a uno de los vecinos que a menudo se plantaba en una esquina y pedía a cualquiera que Se ayudase a cruzar la calle, aunque no tenía tara física de ninguna clase. Se enganchaba del brazo de quien fuese y caminaba hasta la acera de enfrente, y luego seguía él solo, despacio, hasta la siguiente esquina, donde de nuevo esperaba que alguien se prestase a cruzar con él. Ojalá, se dijo ella más de una vez, no lo hubiera sabido. Era algo que daba a entender una falla por su parte, algún defecto de amor, de implicación, de forma. Nada más marcar su número de teléfono se echaba a bostezar reflexivamente. Fuera cual fuese la fuente puntual de ese temblor mecánico, ella había aprendido a aceptarlo, a tenerlo por parte del envejecimiento y del deterioro en el ancho mundo del dolor ajeno.

– Está verde -dijo ella.

Lyle estaba sentado, leyendo, junto al televisor que ella miraba. Ella se encontraba de cara al aparato y de cara a él. El libro que leía era de ella, una historia de la danza. Ella lo miraba de reojo cada vez que él pasaba página.

– Pues llámalos.

– Tiene colores muy vistosos.

– Gracias. Visto lo que me ha costado…

– Son colores desgastados, abrasados.

– Tendremos que conectarlo -dijo él-. Hay que engancharlo a la antena del tejado.

– El tejado es un bosque de antenas.

– Ya se lo encargaré a un técnico.

– Está verdoso, está rosado, está anaranjado.

– La antena general, como quien dice «general antena».

Pammy se recostó. Se tumbó y flexionó las piernas, primero una y luego otra, como si hiciera ejercicios de calentamiento. Se puso las manos en la cabeza y movió las piernas más deprisa, pedaleando. Al cabo de un rato se puso en pie, se quitó los vaqueros e hizo ejercicios de estiramiento. Lyle tuvo una erección. Ella se sentó y vio el televisor. Casi había oscurecido. La camioneta de Mister Softee estaba en la calle.

– Jadear, jadear.

– No estás en forma.

– Estoy en una forma lamentable -dijo ella-. Si te lo dijera, no te podrías creer lo que hay dentro de ese cuerpo. Qué desastre de tiparraco reseco, envejecido, inútil. Está ahí abajo, ¿lo oyes? Pues te voy a hacer papilla, hijo puta. Me gustaría llamar a alguien. Atrepella a un perro, camioneta, a ver si el dueño te descerraja un tiro, y a pitar a la vía.

– Va, pues quéjate.

– O te muestras más amable o no te presto el libro, que es mío.

– Estoy diciendo que te quejes. Llama a los de Mantenimiento Broadway. Vendrán con una bombilla de recambio el martes que viene.

Ella concentró su atención en algo que había en la alfombra, y se inclinó a recoger pelusillas desprendidas del tejido.

– Mírame cuando me hablas. Aparta la nariz de esa adquisición, que es mía. Nos hace falta detergente especial para esta alfombra, y aún está por comprar la cera aquella de la que te ibas a encargar tú costara lo que costase.

– Es que a ti se te olvidaría. Saldrías a comprarla y volverías cargada de fruta.

– Tú a lo tuyo.

– Es lo único que compras.

– Pues la compras tú.

– Tú vuelves a casa cargada de fruta, comprada para colmo al mayor; lo anuncias a los cuatro vientos como si fuese el no va más y te pones a lavarla con tus canciones rituales de lavado, para dejarla después en el cajón de la nevera, abajo, para que se encoja y se pudra. Siempre igual.

– Se llama crisper, pelao.

– Es un cajón normal y corriente. El compartimento de la fruta, nada más.

– Es un crisper, soplapollas.

– Anda, mira la tele.

– Está verde, mira.

– Sintoniza mejor, tú.

– Está todo de un verde que da grima -dijo ella.

Siguieron de cháchara, hicieron ruidos varios un rato más, se levantaron, caminaron, se acostaron, comieron y bebieron algo, chocaron uno con el otro y gesticularon, he aquí el vulgar despropósito de sus veladas, un retiro alejado del estrés y del lenguaje. Pammy miró a Lyle reacomodarse cerca del televisor. En pantalla, un talk-show en el que la gente hablaba de impuestos. Algo había en la conversación que a ella le daba vergüenza. No atinaba a saber de qué se trataba exactamente. Nadie decía estupideces, nadie tenía un defecto de dicción. No había anuncios de las instituciones públicas en los que aparecieran atletas que enseñaran a jugar al baloncesto a unos niños retrasados mentales. No era que una mujer hablase dándole patadas a la gramática acerca de sus tres hijos, recién fallecidos en un incendio. (Se preguntó sí se había vuelto tan compleja como para poner la muerte por delante de la gramática.) No, aquellas personas hablaban de impuestos, pero daba vergüenza verlas, oírlas. ¿Qué estaba pasando en aquel pequeño plato iluminado por los focos, qué era lo que le causaba tal desazón, tal embarazo? Se tapó las orejas con ambas manos y miró a Lyle, que leía enfrascado el libro.

A la mañana siguiente, temprano, él estaba con Rosemary Moore en un local de vigas vistas, falsas, Oscar's Lounge, con un escudo de armas por encima de la barra, sentado en una mesa, en un rincón oscuro, observando con solemnidad al resto de los clientes. Un camarero iba y venía, entraba y salía por las puertas batientes que conducían a las cocinas, y hablaba con gran enojo cada vez que aparecía, cabreándose de nuevo antes de entrar otra vez. Escucharon durante un rato su discusión con el chef invisible.

– Éste es uno de esos sitios -dijo Lyle- donde el ketchup siempre sale del frasco sin que tengas que golpear la base. No me preguntes qué quiere decir, pero te aseguro que es cierto. Me gusta esta especie de igualdad sobrenatural que hay en este tipo de sitios. Es algo me-tafísico.

– Mi copa está bastante fuerte.

– Iré a por otra.

– No, no pasa nada.

– No es problema, ya voy a por otra.

– Que no, que da igual. Está bien así.

– Da igual, Lyle. Así está bien, Lyle -dijo él-. Hoy nos llamamos por nuestro nombre de pila, ¿vale?

Todo lo que él decía y hacía a ella le parecía bien. Bien estaba ir a tomar una copa mientras la cosa no se alargase. Caminar hasta allí estuvo bien. El local estaba bien; bien estaba que se hubieran sentado en la barra, o en aquella mesa del rincón. Volvió a producirse un silencio mientras miraban a los demás clientes. Todo el mundo parecía estar pasándolo mejor que ellos. Era difícil precisar si Rosemary se sentía incómoda o no. Había matices de pasividad que iban de lo cordial a lo sereno; ella parecía en el medio, inexpresiva, indiferente.

– ¿Y cuánto tiempo llevas en la empresa?

– Desde hace unas tres semanas.

– ¿Y qué hacías antes?

– Tenía un trabajo en el que me pasaba el día entero pegada al teléfono, hablando con compradores. Una locura. Luego fui azafata, cosa que al principio estuvo bien, más que nada porque conoces sitios distintos. Luego, una amiga me consiguió un empleo en una agencia naviera. No estaba del todo mal, pero pillé una mononucleosis. Pasé algún tiempo trabajando sólo a tiempo parcial. Luego me salió esto.

– Esperamos que te quedes mucho tiempo con nosotros.

– Eso habrá que verlo.

– ¿Tú fumas, Rosemary? Ves, yo te llamo por tu nombre. Es preciso que no lo olvidemos.

– Hay gente que no lo puede dejar nunca. Yo fumo unos cuantos días seguidos y luego lo dejo. Volverte adicta a las cosas es algo propio de tu personalidad. Yo no lo puedo dejar del todo.

– ¿Dónde vives?

– En Queens.

– Claro, claro.

– Tendrías que ver qué alquileres, qué diferencia.

– Mi poderío va a más con los años.

– Pero antes hay que llegar de una pieza.

– ¿Y cuándo eras azafata? Ya habías llegado, entera y verdadera. Vivías en un edificio altísimo con otras cuatrocientas chicas, todas con sus uniformes almidonados. Siempre pegadas al teléfono. Perdona, cielo, es que estoy de guardia. He de tomar el autobús rumbo a San Juan.

– Tengo la suerte de que mis amigos tienen coche -dijo ella-. Si no fuera por el tráfico…

– Yo no me fío de esos puertorriqueños que se comportan, allí, como si fueran gente civilizada. No me molesta la música cha-cha-cha, pero cuando les da por los plátanos machos, plátanos verdes, me pongo malo. Los federales tendrían que hacer algo para ponerle remedio. Eso de que las cáscaras de plátano te caigan encima desde los compartimentos del equipaje, por no hablar de las que se quedan en los asientos, dentro del forro arrugado… ¿Conoces esos forros arrugados?

El camarero los miró un instante y lo llamaron por señas. Les llevó otras dos copas. Lyle notó una extraña desolación que se apoderaba instantáneamente de él. Permanecieron un rato en silencio. Vio a un hombre sentado en la barra que se metía en la boca un cubito de hielo parcialmente derretido.

– Es la última -dijo Rosemary.

– Si te parece demasiado fuerte, le diré que te la cambie.

– No creo que lo esté.

– ¿Quieres fumar?

– Acabo de terminar uno, pero de acuerdo.

– ¿Cómo conseguiste este trabajo, el de ahora, si no te importa que lo pregunte?

– Por el hermano de una amiga.

– ¿Estaba ella en la empresa, o estaba él?

– Él se dedicaba al mercado de valores, aunque no con nuestra empresa.

– Puede que lo conozca.

– No sé -dijo ella.

– ¿Cómo se llama?

– George Sedbauer.

– Ya ves cómo me acabo de quedar -dijo él-. Es el tipo al que le pegaron un tíro.

– Lo sé.

– Su hermana estaba con un amigo tuyo, tú conociste a George a través de ella, él más o menos te recomendó, o le pasó tu nombre a alguien.

– No, él me dijo incluso a quién tenía que ir a ver. r -¿Lo conocías bien? Yo no lo conocía de nada, pero un amigo mío sí!o conocía, y hablamos de lo que pasó después de que pasara. Frank McKcchnie se llama. En esa misma barra del bar.

– Yo lo conocí en una especie de fiesta. Nos presentó su hermana, lanet. Él estuvo muy amable. Me hizo reír.

– ¿Hace cuánto de eso?

– ¿Dos años? No lo sé.

– Pues tuviste tiempo de sobra para tratarlo y conocerlo a fondo.

– Me gustaba su sentido del humor. Macabro -dijo ella-. George sabía ser macabro.

Fugazmente, envidió a Sedbauer sin importar que estuviera muerto. Siempre le causaban envidia los hombres capaces de hacer algo para impresionar a una mujer. No le gustaba oír a una mujer hablar favorablemente de otro hombre, ni siquiera cuando no conocía al otro, ni aunque fuera un tipo desfigurado, viviera en la cuenca del Amazonas o estuviera muerto. Ella apartó la cara para expulsar el humo. Salió el camarero de la cocina hablando por los codos.

– ¿Y qué tal si comiésemos algo, eh? Me gustaría oírte contar más cosas. Podemos ir a comer a un sitio decente, si quieres. Sólo pensé que este sitio nos quedaba a los dos a mano, además de que no era la hora del cóctel y de los enjambres de moscones.

– De veras que no me puedo quedar.

– ¿Otra copa, pues?

– Ésta está todavía llena.

– Me encantaría oírte contar más cosas.

– ¿Sobre qué?

– Sobre ti, claro. Me parece interesante que conocieras a Sedbauer. Yo estaba a pocos metros de él cuando murió. El tipo que le pegó el tiro era visitante de George aquel día. ¿Estabas al tanto?

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