Habla memoria - Набоков Владимир Владимирович 14 стр.


Puedo ver todavía a Mademoiselle pidiéndole, en tono amable pero con un ominoso temblequeo de su labio superior, que le pasara el pan; y, del mismo modo, puedo oír y ver a Lenski seguir tomando, desafrancesada e impávidamente, su sopa; por fin, con un cortante «Pardon, Monsieur», Mademoiselle se lanzaba bruscamente por encima del plato de él, agarraba la cesta del pan, y se enroscaba de nuevo en su asiento con un «Merci!» tan cargado de ironía que las peludas orejas de Lenski se ponían del color de los geranios. «¡El muy bruto! ¡El muy sinvergüenza! ¡El muy nihilista!», sollozaba luego ella en su habitación, que ahora ya no era contigua a la nuestra sino que estaba algo más apartada pero aún en el mismo piso.

Si por casualidad Lenski bajaba trotando la escalera mientras, con una pausa asmática cada diez pasos aproximadamente, ascendía ella penosamente los peldaños (porque el pequeño ascensor hidráulico de nuestra casa de San Petersburgo se negaba, constante y ofensivamente, a funcionar), Mademoiselle afirmaba que Lenski había chocado a posta contra ella, o que la había empujado y derribado, y que nosotros casi habíamos podido verle cuando pisoteaba su postrado cuerpo. Con frecuencia cada vez mayor, Mademoiselle abandonaba la mesa, y el postre que se había perdido le era diplomáticamente enviado a su habitación. Desde su lejano cuarto le escribía entonces una carta de dieciséis hojas a mi madre, la cual, cuando subía apresuradamente a verla, la encontraba dedicada a montar el número de que estaba preparando el equipaje. Hasta que, un día, nadie le impidió que siguiera preparándolo.

7

Mademoiselle regresó a Suiza. Empezó la Primera Guerra Mundial, y luego llegó la Revolución. En los primeros años de la década de los veinte, mucho después de que nuestra correspondencia se desvaneciese, visité Lausana con un compañero de universidad, debido a un casual desplazamiento de mi vida de exiliado, y pensé que podía aprovechar la circunstancia para ir a ver a Mademoiselle, suponiendo que siguiera con vida.

Y así era. Más robusta que nunca, bastante canosa y completamente sorda, me recibió con un tumultuoso estallido de cariño.

En lugar del cuadro del Château de Chillon tenía ahora la imagen de una abigarrada troika. Hablaba fervorosamente de su vida en Rusia, como si aquel país fuera su patria perdida. Y la verdad es que encontré en aquel vecindario toda una colonia de ancianas institutrices suizas. Amontonadas en una constante ebullición de competitivos recuerdos, formaban una pequeña isla situada en medio de un ambiente que ahora les resultaba extraño. La amiga del alma de Mademoiselle era la casi momificada Mlle. Golay, la que fuera ama de llaves de mi madre, tan estirada y pesimista como siempre a sus ochenta y cinco años; siguió viviendo con nuestra familia muchos años después de la boda de mi madre, y su regreso a Suiza sólo había precedido en un par de años al de Mademoiselle, con la que apenas había tenido trato cuando ambas vivían bajo nuestro techo. En nuestro propio pasado siempre nos encontramos como en casa, lo cual explica en parte el amor póstumo de aquellas patéticas damas por un país remoto y, si hay que ser francos, bastante espantoso, que ninguna de las dos había conocido realmente y en el que ni la una ni la otra había estado nunca del todo a gusto.

Como, debido a la sordera de Mademoiselle, no era posible conversar, mi amigo y yo decidimos llevarle al día siguiente el aparato que dedujimos que ella no se podía costear. Al principio no supo colocarse bien aquella cosa tan incómoda pero, en cuanto lo consiguió, volvió hacia mí una mirada de pasmo, húmedo asombro y felicidad celestial. Juró que oía todas las palabras que yo pronunciaba, cada uno de mis murmullos. Cosa que no pudo hacer ya que, como tenía mis dudas, yo no había dicho nada. De haberlo hecho, le hubiera dicho que le diera las gracias a mi amigo, que era quien había pagado el aparato. ¿Era, pues, el silencio lo que oía, aquel Silencio Alpino del que nos había hablado años atrás? En aquel entonces se mentía a sí misma; ahora me mentía a mí.

Antes de partir camino de Basilea y Berlín, una noche neblinosa y fría salí a pasear por la orilla del lago. Llegado a cierto lugar, una solitaria farola diluyó débilmente la oscuridad y transformó la niebla en una llovizna visible. «II pleut tojours en Suisse» era una de aquellas frases sin importancia que, antaño, hacían llorar a Mademoiselle. A mis pies, una onda muy ancha, casi una verdadera ola, y cierta cosa vagamente blanca que estaba unida a ella, atrajeron la atención de mi vista. Cuando me acerqué al borde mismo de la chapaleteante agua, vi de qué se trataba: un viejo cisne, una criatura grande y torpe que recordaba a un dodó, estaba haciendo ridículos esfuerzos por subirse a un bote amarrado. No lo conseguía. Sus pesados e impotentes aleteos, el resbaladizo sonido con que golpeaba las rocas y el cabeceante bote, el brillo de goma arábiga que adquiría el oleaje allí en donde le daba la luz, todo aquello pareció momentáneamente cargado de esa extraña significación que a veces atribuimos en sueños a ese dedo aplicado sobre unos labios mudos que después señala alguna cosa que quien está soñando no tiene tiempo de distinguir antes de despertar sobresaltado. Pero aunque olvidé muy pronto esta lúgubre noche, fue, curiosamente, esa noche, esa imagen compuesta —temblor y cisne y oleaje— la primera que me vino a la mente cuando un par de años más tarde me enteré de la muerte de Mademoiselle. Se había pasado toda la vida sintiéndose desdichada; esta desdicha era su elemento; sólo sus fluctuaciones, sus diversos espesores, le daban la impresión de estar viva, en movimiento. Lo que me preocupa es el hecho de que un sentimiento de desdicha, y nada más, sea insuficiente para formar un alma permanente. Mi enorme y morosa Mademoiselle funciona en la tierra, pero resulta imposible en la eternidad. ¿La he salvado en realidad de la ficción? Justo antes de que el ritmo que oigo titubee y desaparezca, me sorprendo preguntándome si, durante los años en que la traté, no estuve echando terriblemente de menos alguna cosa de ella que era mucho más ella que sus papadas o sus manías o incluso que su francés; algo emparentado quizá con ese último vislumbre que tuve de ella, el radiante engaño que utilizó para conseguir que yo me fuera satisfecho de mi propia amabilidad, o con ese cisne cuya agonía estaba mucho más próxima de la verdad artística que esos pálidos brazos que deja caer la bailarina; algo, en pocas palabras, que pudiera ser apreciado por mí sólo después de que las cosas y los seres más queridos en la seguridad de mi infancia se hubiesen convertido en cenizas o recibido un balazo en el corazón.

Hay un apéndice para la historia de Mademoiselle. Cuando la escribí por vez primera no tenía noticia de ciertas asombrosas supervivencias. Así, en 1960, mi primo de Londres, Peter de Peterson, me contó que su niñera inglesa, que cuando yo la vi en Abbazia, en 1904, me había parecido vieja, tenía más de noventa años y gozaba de buena salud; tampoco sabía que la institutriz de las dos hermanas pequeñas de mi padre, Mlle. Bouvier (posteriormente Mme. Conrad), sobrevivió casi medio siglo a mi padre. Entró al servicio de la familia en 1889 y se quedó durante seis años, y fue la última de una serie de institutrices. Un bonito álbum de recuerdos, con dibujos realizados en 1895 por Ivan de Peterson, el padre de Peter, muestra, en forma de viñetas, varios acontecimientos de la vida en Batovo. Al pie hay una inscripción de mi padre: A celle qui a toujours su se faire aimer et qui ne saura jamais se faire oublier; cuatro pequeños varones de la familia Nabokov añadieron luego sus firmas, y lo mismo hicieron tres de sus hermanas, Natalia, Elizaveta y Nadezhda, así como el esposo de Natalia, su hijito Mitik, dos primas, e Ivan Aleksandrovich Tihotski, el preceptor ruso. Al cabo de sesenta y cinco años, mi hermana Elena descubrió en Ginebra a Mme. Conrad, que estaba viviendo entonces su décimo decenio. La anciana dama, saltándose una generación, confundió ingenuamente a Elena con nuestra madre, la joven de dieciocho años que acostumbraba a llevar a Mlle. Golay de Vyra a Batovo, en aquellos lejanos tiempos cuyos potentes focos encuentran tan numerosos e ingeniosos caminos para alcanzarme.

CAPITULO SEXTO

1

Las mañanas de verano, en la legendaria Rusia de mi adolescencia, mi primera mirada al despertar estaba reservada al resquicio que dejaban los blancos postigos de la ventana. Si permitían entrever una palidez acuosa, lo mejor era no abrirlos, para librarse así de la contemplación de un día gris posando para su retrato en un charco. ¡Con qué resentimiento deducía, a partir de una línea de luz apagada, el cielo plomizo, la arena mojada, la pegajosa confusión de pardas flores caídas al pie de las lilas, y esa aplanada hoja muerta (la primera víctima de la estación) pegada a la superficie de un húmedo banco del jardín!

Pero si la grieta era un alargado destello de luminosidad perlada de rocío, me apresuraba a forzar a la ventana a que me entregase su tesoro. De golpe, la habitación quedaba dividida en luz y sombra. El follaje de los abedules acunándose al sol adquiría el verde translúcido de los viñedos, y en contraste con éste aparecía el oscuro terciopelo de los abetos recortándose contra un azul de extraordinaria intensidad, que muchos años después volví a encontrar, muy parecido, en la zona montañosa de Colorado.

A partir de la edad de siete años, todo lo que sentía en relación con los rectángulos de luz solar enmarcada estuvo dominado por una única pasión. Si mi primera mirada de la mañana buscaba el sol, mi primer pensamiento estaba dedicado a las mariposas que éste engendraría. El acontecimiento originario fue bastante trivial. En la mata de madreselva que colgaba sobre el respaldo tallado de un banco que se encontraba justo enfrente de la entrada principal, mi ángel de la guarda (cuyas alas, con la sola excepción de la ausencia de la aureola florentina, recuerdan las del Gabriel de Fra Angélico) me señaló un raro visitante, una espléndida criatura de color amarillo pálido con manchas negras, almenados azules, y un ojo cinabrio en cada una de sus negras colas orladas de amarillo. Mientras exploraba la flor inclinada de la que pendía, levemente doblado, su empolvado cuerpo, sacudía incansablemente sus grandes alas, y mi deseo de conseguirla fue uno de los más intensos que haya experimentado jamás. Agile Ustin, el conserje de nuestra casa de la ciudad, que, debido a un motivo muy cómico (explicado en otro capítulo) había venido con nosotros al campo aquel verano, consiguió atraparla con mi gorra, tras lo cual la llevamos, gorra incluida, a un armario, en donde Mademoiselle confiaba que la naftalina casera la matara en una noche. A la mañana siguiente, sin embargo, cuando ella misma abrió el armario para sacar alguna prenda, mi macaón, con un potente susurro, voló hacia su cara, y luego se dirigió hacia la abierta ventana, para no ser al poco rato más que un punto dorado que se abatía y fintaba y planeaba hacia levante, por encima de los bosques y la tundra, camino de Vologda, Viatica y Perm, y más allá de las severas crestas de los Urales, hacia Yakutsuk y Verkhne Kolymsk, y de Verkhne Kolymsk, en donde perdió una cola, a la bella Isla de St. Lawrence, y a través de Alaska hasta Dawson, y en dirección sur, siguiendo las Rocosas, hasta ser finalmente capturada, después de una carrera de cuarenta y seis años, sobre un diente de león inmigrante situado al pie de un álamo endémico cerca de Boulder. En una carta de Mr. Burne a Mr. Rawlins, fechada el 14 de junio de 1735, y que se encuentra en la colección Bodleian, aquél afirma que un tal Mr. Vernon estuvo persiguiendo a una mariposa durante trece kilómetros antes de poder cazarla ( The Recreative Review or Eccentricities of Literature and Life, vol. 1, p. 144, Londres, 1821).

Poco después del caso del armario localicé una espectacular polilla, aislada en un rincón de una ventana del vestíbulo, y mi madre la despachó con éter. Posteriormente, utilicé muchos agentes letales, pero el más mínimo contacto con el primero de ellos siempre hizo que el porche del pasado se iluminase y me devolviera aquella cegata preciosidad. Una vez, ya de mayor, estuve bajo los efectos del éter durante una apendectomía, y con la viveza de una calcomanía pude verme a mí mismo en trajecito de marinero colocando sobre una tabla el recién aparecido pequeño pavón de noche, de acuerdo con las instrucciones de una dama china que yo sabía que era mi madre. Todo estaba allí, brillantemente reproducido en mi sueño, mientras mis partes vitales quedaban expuestas: el empapado algodón absorbente, frío como el hielo, apretado contra la cabeza lemuroide del insecto; los espasmos cada vez menos intensos de su cuerpo; el satisfactorio crujido que producía el alfiler al penetrar en la dura corteza de su tórax; la cuidadosa inserción de la punta del alfiler en el surco forrado de corcho de la tabla de secado; la disposición simétrica de las gruesas alas venosas bajo pulcramente fijadas tiras de papel semitransparente.

2

Debía de tener yo unos ocho años cuando, en un desván de nuestra casa de campo, entre una enorme variedad de objetos polvorientos, descubrí unos libros maravillosos adquiridos en la época durante la que la madre de mi madre se interesó por las ciencias naturales e hizo que un ilustre catedrático universitario de zoología (Shimkevich) le diera clases particulares a su hija. Algunos de esos libros eran simples rarezas, como los cuatro enormes volúmenes pardos en folio de la obra de Albertus Seba ( Locupletissimi Rerum Naturalium Thesauri Accurata Descriptio...) impresos en Amsterdam en torno a 1750. En sus páginas, toscas y granulosas, encontré xilografías de serpientes y mariposas y embriones. El feto de la niña etíope colgada del cuello en un frasco de cristal solía producirme una horrible conmoción cada vez que me lo encontraba; tampoco me interesó apenas la hidra disecada de la lámina CU, con sus siete cabezas de tortuga provistas de dentaduras de león y situadas al final de otros tantos cuellos serpentinos, con aquel extraño cuerpo hinchado en cuyos costados le crecían unos tubérculos abotonados, y que terminaba en una nudosa cola.

Entre los herbarios repletos de aguileñas alpinas, valerianas azules y flores de Júpiter, y rojo-anaranjadas azucenas silvestres, y otras flores de Davos, también encontré en ese altillo otros libros más próximos a mis temas preferidos. Bajé en mis brazos maravillosos cargamentos de volúmenes superlativamente interesantes: las maravillosas láminas de insectos de Surinam realizadas por Maria Sibylla Merian (1647-1717), y el noble Die Schmetterlinge de Esper(Erlangen, 1777), y los Icones Historiques de Lépidoptères Nouveaux ou Peu Connusde Boisduval (París, a partir de 1832). Más emocionantes incluso eran los productos de la segunda mitad del siglo: la Natural History of British Butterflies and Moths de Newman, Die Gross-Schmetterlinge Europasde Hofmann, las Mémoiresdel gran duque Nikolay Mihailovich sobre lepidópteros asiáticos (con ilustraciones incomparablemente bellas debidas a Kavrigin, Rybakov, Lang), y la maravillosa obra sobre Butterflies of New Englandde Scudder.

Retrospectivamente, el verano de 1905, aunque muy vívido en otros sentidos, no se ve todavía animado por un solo veloz y colorido aleteo en los paseos con el maestro del pueblo: el macaón de junio de 1906 se encontraba aún en su fase de larva en alguna umbelífera de las que crecen junto a los caminos; pero en el transcurso de ese mes conocí un buen montón de cosas corrientes, y Mademoiselle ya mencionó cierto camino de bosque que terminaba en un prado encharcado donde abundaban pequeñas ajedrezadas con bordes gris perla ( Small Pearl-Bordered Fritillaries, como las designaba mi primer, inolvidable y permanentemente mágico manual, The Butterflies of the British Isles, de Richard South, que acababa de publicarse por aquel entonces), y al que ella llamaba le chemin des papillons bruns. Al año siguiente comprendí que la mayor parte de nuestras mariposas no se daban en Inglaterra ni Europa Central, pero pude determinarlas gracias a la ayuda de atlas más completos. Una grave enfermedad (pulmonía, con temperaturas que alcanzaron hasta los 41° centígrados), a comienzos de 1907, destruyó de forma misteriosa el relativamente monstruoso talento para los números que me había convertido en un niño prodigio durante unos cuantos meses (hoy en día no puedo multiplicar 13 por 17 sin papel y lápiz; sí puedo sumar esas cifras en un santiamén, haciendo encajar limpiamente los dientes del tres); pero las mariposas sobrevivieron. Mi madre acumuló una biblioteca y un museo en torno a mi cama, y el deseo de describir alguna nueva especie reemplazó por completo al de descubrir un nuevo número primo. Un viaje a Biarritz, en agosto de 1907, añadió nuevas maravillas (aunque no tan luminosas y abundantes como las que vería en 1909). En 1908 ya tenía un control absoluto de los lepidópteros europeos de las listas de Hofmann. En 1910 ya había recorrido como en sueños los primeros volúmenes del prodigioso libro ilustrado de Seitz, De Gross-Schmetterlinge der Erde, había comprado algunos ejemplares raros descritos recientemente, y leía vorazmente revistas entomológicas, sobre todo inglesas y rusas. Se estaban produciendo grandes cataclismos en el desarrollo de la sistematización. A partir de la mitad del siglo pasado, la lepidopterología europea había sido, en general, un mundo simple y estable, controlado sin mayores problemas por los alemanes. Su sumo sacerdote, el doctor Staudinger, era también el director de la principal empresa del comercio de insectos. Incluso ahora, medio siglo después de su muerte, los lepidopterólogos alemanes no han conseguido librarse completamente del hipnótico hechizo de su autoridad. Aún vivía cuando su escuela empezó a perder terreno como fuerza científica en todo el mundo. Mientras que él y sus seguidores se aferraban a unos nombres específicos y genéricos sancionados por su prolongado uso, y creían que bastaba con clasificar a las mariposas por los caracteres visibles a simple vista, los autores de lengua inglesa comenzaban a introducir cambios de nomenclatura debidos a la aplicación estricta de la ley de la prioridad, así como ciertos cambios taxonómicos basados en el estudio microscópico de los órganos. Los alemanes hicieron todo cuanto estuvo en su mano por ignorar las nuevas tendencias, y siguieron cultivando la vertiente filatélica de la entomología. La solicitud con que cuidaban de «el coleccionista medio, a quien nadie puede obligar a que haga disecciones», puede compararse con la de esos asustadizos editores de novelas populares que hablan en defensa del «lector medio», a quien nadie puede obligar a que piense.

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