—Le confieso que no le envidio —dijo luego la mujer, volviéndose hacia su pupila después de que la niña hubiera salido corriendo—. Últimamente, sobre todo después de la gripe, no para de tener rabietas y de armar alborotos; el otro día estuvo muy descortés conmigo... Es una edad difícil. Me parece que no sería mala idea contratar a alguna mujer joven para que cuidase de ella, ni que, en otoño, le buscase un buen internado católico. Ya habrá podido comprobar que la muerte de su madre no le ha producido ninguna gran conmoción, aunque, claro, lo que pasa es que yo no he podido enterarme de nada, porque se lo guarda todo dentro. Nuestra vida en común ha terminado... Por cierto, todavía le debo a usted... No, no, no quiero ni oír hablar de eso, insisto en que... Oh, él no vuelve del trabajo hasta las siete o así, se va a sentir muy decepcionado... Así es la vida, qué le vamos a hacer. Como mínimo, ella habrá podido encontrar la paz en el Cielo, pobrecilla, y a usted también le veo mejor... Si no hubiera sido por aquel encuentro nuestro... La verdad, me parece que no hubiese sido capaz de seguir cuidando de la hija de otra persona, y los orfanatos, bueno, ya sabe usted a dónde conducen. Por eso yo digo siempre que en esta vida nunca se sabe. ¿Se acuerda de aquel día en el banco...? ¿Se acuerda? Jamás hubiera dicho que ella acabaría casándose otra vez, pero mi intuición femenina ya me dijo que usted iba buscando precisamente esa clase de refugio.
Como por arte de magia, apareció un automóvil detrás del follaje. ¡Adentro! La ya familiar boina negra, el abrigo colgado del brazo, una maleta no muy grande, la ayuda de las rojas manos de María. Ya verás qué cosas te voy a comprar... Ella se empeñó en sentarse al lado del chófer, y él tuvo que consentírselo, ocultando su disgusto. La mujer, a la que no volveremos a ver nunca más, decía adiós agitando con la mano una rama de manzano. María asustaba a las gallinas tratando de conseguir que volvieran a entrar. Nos vamos, nos vamos.
Se sentó bien apoyado en el respaldo y, sosteniendo el bastón —un objeto antiguo y valioso, con grueso puño de coral— entre las piernas, se quedó mirando a través del cristal de separación la boina negra y los contentos hombros. Hacía un tiempo excepcionalmente caluroso para no ser más que junio, y como por la ventanilla se colaba una corriente de calor no tardó mucho en quitarse la corbata y desabrocharse el cuello de la camisa.
Al cabo de una hora la niña se volvió a mirarle (le señalaba alguna cosa que había junto a la carretera pero, aunque él, boquiabierto, se volvió, llegó tarde para verlo; y, por algún motivo, sin ninguna relación lógica con este incidente, pensó de súbito que les separaba, al fin y al cabo, una diferencia de edad de casi treinta años). A las seis pararon para tomar un helado, mientras el charlatán chófer se bebía una cerveza en la mesa vecina, y compartía con su cliente diversas consideraciones.
Y seguimos adelante. Miró el bosque que se iba aproximando en brincos ondulantes de ladera en ladera hasta que se deslizó cuesta abajo, dio un traspiés y cayó al otro lado de la carretera, para quedar allí archivado y almacenado. «¿Y si parásemos un momento aquí? —se preguntó—. Podríamos dar un paseíto. Sentarnos un rato en el musgo, entre setas y mariposas...» Pero no reunió fuerzas suficientes como para decirle al chófer que parase: había un no sé qué de insoportable en la idea de un coche sospechoso detenido y vacío en plena carretera.
Después oscureció e, imperceptiblemente, se encendieron los faros. Se pararon a cenar en la primera tasca de carretera, el filosofastro volvió a despatarrarse junto a ellos, y no pareció prestar tanta atención al bistec y los buñuelos de patata de quien le había contratado como al perfil del cabello que escondía la cara y la exquisita mejilla de la niña... Mi pequeña está cansada y acalorada, por el viaje, y por el buen plato de carne y el sorbo de vino. La noche insomne pasada al fulgor rosado del incendio en la oscuridad se está cobrando su peaje, la servilleta está cayendo poco a poco de la suave hondonada de su falda... Y ahora todo esto es mío... Preguntó si tenían habitaciones libres; no, no las tenían.
A pesar de la creciente lasitud de la niña, ésta se negó resueltamente a abandonar el asiento delantero para refugiarse en las íntimas profundidades del automóvil, diciendo que atrás se marearía. Por fin, por fin, unas luces comenzaron a madurar y estallar en mitad del caliente y negro vacío, escogió enseguida un hotel, pagó el atormentador viaje, y todo eso quedó zanjado. Ella estaba medio dormida cuando se apeó del coche se dejó caer en la acera yquedó plantada, aturdida, en la azulada y toscamente granulosa oscuridad, en el caliente olor a quemado, entre los rugidos y palpitaciones de dos, tres, cuatro camiones que se aprovechaban de lo desierta que estaba la calle nocturna para tomar a espantosa velocidad la curva tras la que se ocultaba una gimoteante, empinada y rechinante cuesta.
Un viejo paticorto y macrocéfalo con chaleco desabrochado —perezoso, lentísimo, que se puso a explicar con todo detalle y culpable bonachonería que sólo estaba reemplazando al dueño, que era su hijo mayor, el cual había tenido que salir para atender unos asuntos familiares— estuvo rebuscando largo rato en un cuaderno negro, para finalmente anunciar que no les quedaba ninguna habitación libre con dos camas individuales (se estaba celebrando una exposición de flores, había muchos forasteros), pero que había una con cama de matrimonio «que es prácticamente lo mismo, usted y su hija estarán incluso más...»
—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió el viajero, mientras la confusa niña se mantenía a un lado, parpadeando y tratando de enfocar su languideciente mirada en un gato doble.
Se encaminaron hacia arriba. El botones se acostaba, al parecer, muy temprano, o también había tenido que salir. De modo que el encorvado y refunfuñante enano tuvo que probar varias llaves; y una anciana de rizado pelo gris y pijama azul, con la cara tan bronceada que le había adquirido un tono avellana, emergió del vecino lavabo y dirigió una mirada de admiración hacia aquella cansada y bonita chiquilla que mantenía una dócil pose de tierna víctima, con un vestido oscuro que resaltaba contra el ocre de la pared en la que apoyaba los omóplatos, la cabeza echada ligeramente hacia atrás, y que giraba lentamente primero a un lado y luego a otro, con los párpados nerviosamente agitados, como si estuviera tratando de desenmarañar sus espesísimas pestañas.
Abra de una vez —dijo irritado el padre de la niña, un caballero de avanzada calvicie, que también era un turista.
¿Tengo que dormir ahí? —preguntó la niña con indiferencia, y cuando, mientras peleaba todavía con las persianas, que se resistían a cerrar aquellas grietas a modo de ojos, él contestó afirmativamente, ella se limitó a echarle una ojeada a la boina que sostenía en su mano y, sin fuerzas casi, la lanzó sobre la ancha cama.
—Por fin —dijo él después de que el viejo les entrara las maletas y se fuera, y en la habitación no quedaran más que los latidos de su corazón y el lejano palpitar de la noche—. Venga, ya es hora de acostarse.
Tambaleándose de sueño, la niña chocó contra el brazo de una butaca, momento en el cual él, instalándose simultáneamente en ese asiento, la enlazó por la cadera y la atrajo hacia sí. La niña se enderezó, estirándose como un ángel, tensando duramente una fracción de segundo todos y cada uno de sus músculos, dio otro medio paso, y se posó suavemente sobre las rodillas de él.
—Mi cariñito, mi pobrecita niña —dijo él, hablando en cierta suerte de confusa neblina de compasión, ternura y deseo mientras observaba la somnolencia, el aturdimiento, el lento borrarse de su sonrisa, y palpándola a través del oscuro vestido, notando, a través de la delgada lana, el elástico de la liga de la huérfana sobre su piel desnuda, pensando ahora en lo indefensa, abandonada que se encontraba, deleitándose en el animado peso de sus piernas cuando, resbalando hacia los lados, se separaron para después, con una levísima agitación corporal, volver a cruzarse en un nivel ligera mente más elevado. La niña alzó con lentitud su somnoliento brazo, calentito en el interior de la manga, hasta pasárselo por los hombros y envolverle así en la fragancia de castaño de su suave cabello, pero el brazo cayó enseguida, y con la suela de la sandalia la niña empujó la bolsa que estaba junto a la butaca... Al otro lado de la ventana, un sordo retumbar comenzó a acercarse para luego alejarse. Luego, en mitad del silencio, se hizo audible el zumbido de un mosquito, que por alguna razón le trajo a la memoria el efímero recuerdo de cosas infinitamente remotas, cierto día de su infancia en el que se acostó muy tarde, una lámpara que se desvanecía, el cabello de su hermana, que tenía casi la misma edad que él y había muerto hacía mucho, muchísimo tiempo.
—Mi cariñito —repitió, y, apartando un rizo con el hocico, abrazándola mimoso, desordenadamente, saboreó, casi sin ejercer presión, su cálido y sedoso cuello en una zona próxima al frío metal de la cadenita; luego, sosteniéndola por las sienes y haciendo así que sus ojos se rasgasen y entornasen, comenzó a besar sus entreabiertos labios, sus dientes... La niña se secó lentamente la boca con los nudillos cerrados, dejó caer la cabeza sobre el hombro de él, y entre sus párpados no asomaba más que un estrecho lustre de color crepuscular, porque estaba prácticamente dormida.
Sonó una llamada a la puerta. Él se llevó un violento sobresalto (retirando aprisa la mano del cinturón de la niña antes de haber sido capaz de adivinar lo que había que hacer para desabrocharlo).
Despierta, bájate —le dijo, dándole una sacudida apresurada. Ella abrió de par en par sus ojos vacíos y se dejó caer por encima del montículo de su rodilla.
Pase —dijo él.
El viejo echó una ojeada furtiva al interior de la habitación y anunció que esperaban al señor abajo, que había venido a verle alguien de la policía.
—¿Policía? —preguntó él con una mueca de perplejidad—. ¿Policía...? Bien, puede retirarse, ahora mismo bajo —añadió sin ponerse en pie. Encendió un cigarrillo, se sonó y volvió a doblar cuidadosamente el pañuelo mientras el humo le hacía parpadear. Mira —dijo antes de salir—, tu maleta está ahí. Yo mismo la abriré y luego coges lo que te haga falta, te desnudas, y te vas acostando. El baño es la primera puerta saliendo a la izquierda.
«¿Por qué ha venido la policía? —pensó mientras bajaba por la mal iluminada escalera—. ¿Qué pueden querer?»
¿Qué pasa? —preguntó secamente cuando llegó al vestíbulo y vio a un gendarme que ya mostraba señales de impaciencia, un gigante moreno de mentón pronunciado y ojos de cretino.
Lo que pasa —se apresuraron a contestarle— es que tendrá que acompañarme usted a la comisaría. No está lejos.
—Tanto si está cerca como si está lejos —dijo, tras una breve pausa, el viajero—, ya son más de las doce y yo estaba a punto de acostarme. Es más, permítame decirle que ponerse a hacer deducciones, sobre todo con tanta precipitación como en este caso, equivale a clamar en el desierto, al menos para un oído como el mío, que no sabe nada de las ideas antecedentes, o, por decirlo de forma más sencilla, que lo lógico puede terminar siendo interpretado como zoológico. Además, este trotamundos, que acaba de llegar, y por primera vez, a su hospitalaria villa, quisiera saber en qué se basan ustedes (quizá se trate de una costumbre local) para elegir un momento como éste, en mitad de la noche, para enviar una invitación, invitación que me resulta especialmente inaceptable debido a que no estoy solo sino que he traído conmigo a una niña cansadísima. No, espere, aún no he terminado... ¿Cuándo se ha visto que la justicia empiece por aplicar una ley, y que sólo luego exponga los motivos por los cuales la ha aplicado? ¡Prepárense ustedes, señores, a recibir una reclamación en toda regla, prepárense, porque sé de alguien que va a presentar una queja en toda regla! De momento, ni mi vecino es capaz de ver a través de las paredes, ni mi chófer de escrutar mi alma. En resumen, y esto es quizá lo más importante, tenga la amabilidad de echarle una ojeada a mi documentación.
El a estas alturas aturdido imbécil echó la ojeada, volvió en sí, y comenzó a meterse con el infortunado viejo. Resultó que no sólo había confundido éste dos apellidos similares, sino que era incluso incapaz de explicar cuándo y con qué destino había partido el buscado vagabundo.
—Bien, bien —dijo el viajero en tono pacífico, tras haber dado rienda suelta contra su precipitado enemigo a la irritación causada por el incidente, y convencido de su propia invulnerabilidad (gracias al Destino, la niña no había viajado en el asiento de atrás; gracias al Destino, no habían ido a buscar setas bajo el sol de junio; y, por otro lado, aliviado de que las persianas hubiesen estado completamente cerradas).
Tras haber subido a la carrera hasta el rellano, recordó que no había tomado nota del número de su habitación, se detuvo vacilante, escupió la colilla... Ahora, sin embargo, la impaciencia de sus emociones le impidió volver a bajar para pedir la información, que, además, no era necesaria, pues recordó la disposición de las puertas en el pasillo. Encontró la puerta que buscaba, se relamió los labios, agarró la manija, e iba a...
La puerta estaba cerrada; sintió un horrible pinchazo en el fondo del estómago. Si ella se había encerrado por dentro era para impedirle la entrada, era porque sospechaba de él... No hubiese tenido que darle aquellos besos... Seguro que la había asustado, o que la niña había notado algo... O quizá la razón fuese más tonta y más sencilla: seguramente ella había imaginado con su ingenuidad que él se había ido a dormir a otra habitación, ni siquiera se le había pasado por sus pequeñas mientes que iba a dormir en la misma habitación que un desconocido..., sí, todavía un desconocido. De modo que el caballero llamó a la puerta, apenas consciente todavía de la intensidad de su alarma e irritación.
Oyó una brusca carcajada femenina, las repulsivas exclamaciones de los muelles de una cama, y luego el palmoteo de unos pies descalzos.
—¿Quién es? —preguntó una iracunda voz masculina—... ¿Conque se ha equivocado de habitación, eh? Pues la próxima vez no se equivoque. Hay alguien aquí que está trabajando de firme, alguien que está intentando dar lecciones a una joven que aún tiene mucho que aprender, y tiene que venir usted a interrumpirle...
Se oyó otro estallido de carcajadas, algo más alejadas que esta voz.
Una vulgar equivocación, nada más. Siguió avanzando por el pasillo, y de repente comprendió que se había confundido de piso. Volvió sobre sus pasos, dobló una esquina, dirigió una mirada perpleja a un contador que colgaba de la pared, a un lavabo sobre el que goteaba un grifo, a los zapatos marrón que alguien había dejado junto a una puerta, dobló otra esquina... ¡La escalera había desaparecido! La que encontró por fin resultó ser otra: descendió sus peldaños, pero sólo para perderse en unos trasteros débilmente iluminados, con varios baúles, y, en las esquinas, un armarito aquí, un aspirador allí, un taburete roto y el esqueleto de una cama, que se interponía a su paso con aires de fatalidad. Soltó un juramento, sacado de quicio, exasperado por estos obstáculos... Llegó por fin a una puerta y la abrió con un empujón, se dio de cabeza contra un dintel bajo, y, agachándose un poco, salió a un rincón en penumbra del vestíbulo principal, en donde, mientras se rascaba las cerdas de la mejilla, el viejo estaba estudiando su libro negro al tiempo que el gendarme roncaba en un banco, a su lado, exactamente igual que si aquello fuese el cuerpo de guardia. Obtener la información necesaria fue cuestión de un minuto, ligeramente prolongado por las disculpas del viejo.