El hechicero - Набоков Владимир Владимирович 8 стр.


Entró. Entró, y lo primero que hizo, antes de mirar nada, furtivamente encogido, fue darle dos vueltas al cerrojo. Después vio un calcetín negro con su elástico, tirado debajo del lavamanos. Luego la maleta abierta, su contenido en incipiente desorden, y la punta de una toalla de textura granulosa colgando por el borde tras un tirón incompleto. Y, por fin, el vestido y la ropa interior formando un montón en la butaca, con el cinturón, y el otro calcetín. Sólo entonces se volvió hacia la isla de la cama.

Estaba tendida boca arriba, encima de la no estorbada colcha, con el brazo izquierdo debajo de la cabeza, vestida con un salto de cama cuya parte inferior había quedado abierta —no había conseguido encontrar el camisón— y, a la luz de la pantalla rojiza, a través de la atmósfera borrosa y cargada de la habitación, pudo llegar a vislumbrar la estrecha y cóncava curva de su vientre enmarcado por un par de inocentes y afiladas caderas. Con el estruendo de un cañonazo, un camión ascendió desde el fondo de la noche, algún cristal tintineó en el mármol de la mesilla de noche, y resultó extraño contemplar aquel tranquilo fluir de su hechizado sueño, absolutamente ajeno a todo.

Mañana, naturalmente, empezaremos por el principio, con una progresión meticulosamente medida, pero de momento duermes, estás lejos, no te mezcles con los mayores, así es como debe ser, es mi noche, son mis cosas. Se desnudó, se tendió a la izquierda de la cautiva, la acunó levísimamente, y se quedó congelado, conteniendo cautelosamente la respiración. Bien. La hora que había estado deseando con delirio a lo largo de un cuarto de siglo sonaba por fin, pero era una hora encadenada y hasta enfriada por la nube de su propio arrobamiento. El flujo y reflujo de aquel salto de cama de color claro, mezclado con las revelaciones de su belleza, seguían temblando ante sus ojos, con unas ondulaciones tan complicadas como si lo estuviera viendo todo a través de un cristal tallado. Era sencillamente incapaz de encontrar el punto focal de la felicidad, no sabía por dónde empezar, qué podía tocar, y cómo, sin sacarla del reino de su reposo, a fin de saborear de la forma más plena posible este momento. Bien. Para empezar, avanzando con cautela clínica, se quitó de la muñeca el incoloro ojo del tiempo y, extendiendo el brazo por encima de la cabeza de ella, lo colocó en la mesilla de noche, entre el vaso vacío y una brillante gota de agua.

Bien. Un original inapreciable: muchacha dormida, óleo. El rostro de la niña, inmerso en su suave marco de rizos, aquí dispersos, apretujados allí, con esas pequeñas fisuras en sus resecos labios, y ese pliegue especial en los párpados, justo encima de las apenas unidas pestañas, mostraba una tonalidad levemente rojiza, rosada, en las zonas en donde las encendidas mejillas —cuyo perfil florentino era en sí mismo una sonrisa— llegaban a asomar. Duerme, preciosa mía, no me hagas caso.

Su mirada (la mirada consciente de quien observa una ejecución o se fija en un punto del fondo de un abismo) ya comenzaba a reptar hacia abajo, siguiendo las formas de la niña, y su mano izquierda había empezado a moverse, cuando se llevó un sobresalto, tan brutal como si alguien se hubiera movido en aquel mismo cuarto, al borde de su campo de visión, pues no reconoció inmediatamente el reflejo del espejo del armario (las listas de su pijama formaban un escorzo en la sombra, y había un confuso centelleo en la madera lacada, y algo negro debajo del rosado tobillo de la niña).

Decidiéndose por fin, acarició con suavidad las largas piernas ligeramente separadas, algo pegajosas, que se enfriaban y hacían más ásperas hacia abajo, y gradualmente más cálidas a medida que subía. Recordó, con un furioso sentimiento de triunfo, los patines, el sol, los castaños, todo, mientras seguía dando caricias con las yemas de los dedos, temblando y lanzando miradas de soslayo al rollizo promontorio, con su recién estrenado vello, que, de forma independiente pero con paralelismo familiar, encarnaba un concentrado eco de cierto aspecto de sus labios y mejillas. Un poco más arriba, en la translúcida bifurcación de una vena, trabajaba con tesón el mosquito. Lo apartó celosamente, contribuyendo sin proponérselo a que se cayera un pliegue de la ropa que hacía tiempo que estaba interponiéndose en su camino, y entonces aparecieron aquellos extraños e invisiblemente pequeños pechos, casi se diría que hinchados como sendos abscesos tiernos, y luego quedó al desnudo un delgado e infantil músculo, y a su lado el abierto y lechoso hueco de la axila, con cinco o seis líneas divergentes y sedosamente oscuras, y también fluía allí oblicuamente el dorado riachuelo de la cadenilla (con un crucifijo, probablemente, o algún amuleto), y luego aparecía de nuevo el algodón, la manga de su brazo estirado de manera forzada hacia atrás.

Un nuevo camión pasó violentamente, aullando y haciendo temblar toda la habitación, e interrumpió su minuciosa exploración. Se quedó incómodamente inclinado sobre ella, escrutándola sin querer con su mirada, notando cómo se mezclaba el aroma adolescente de la piel con el del pelo rojizo hasta penetrar en su sangre como una desgarradora comezón. Qué voy a hacer contigo, que voy a...

La niña soltó un suspiro sin despertarse, abrió su cerradísimo ombligo como si fuera un ojo, y luego, lentamente, con un arrullador gemido, exhaló el aire, y bastó esto para que volviera a sumergirse hasta el fondo de su anterior modorra. Extrajo con cuidado la boina negra de debajo del talón de la niña, y volvió a quedarse congelado, latientes las sienes, bombeante el dolor de la excitación. No se atrevió a besar aquellos angulosos pezones, aquellos largos dedos de los pies coronados por uñas amarillentas. Cuando abandonaban cualquiera de esas partes sus ojos volvían siempre a converger en la misma fisura agamuzada, que daba la sensación de estar cobrando vida bajo su mirada prismática. Aún no sabía qué acción emprender, por miedo a perderse alguna cosa, a no aprovechar plenamente la firmeza feérica que poseía el sueño de la niña.

El aire cargado y su propia tensión se le hacían insoportables. Aflojó un poco el cordón del pijama, que se le había estado clavando en la barriga, y un tendón emitió un crujido cuando sus labios rozaron casi incorpóreamente el punto en el que se veía una marca de nacimiento junto a una costilla... Pero se sentía incómodo y acalorado, y la congestión de su sangre le exigía lo imposible. Entonces, dando inicio gradualmente a su hechizo, comenzó a pasar su varita mágica por encima del cuerpo de la niña, casi rozándole la piel, torturado por el atractivo que ella ejercía sobre él, por su visible proximidad, por el fantástico acercamiento que permitía el pesado sueño de esta niña desnuda, a la que, por así decirlo, estaba midiendo con un centímetro mágico..., hasta que ella se movió ligeramente y volvió el rostro hacia el otro lado con un apenas audible y somnoliento chasquido de sus labios. Todo volvió a quedar congelado, y ahora llegó a distinguir entre los rizos oscuros el borde carmesí de la oreja y la palma de la mano liberada, que había dejado olvidada en su posición anterior. Adelante, adelante. Durante ciertos destellos aislados de conciencia, como si estuviera al borde del olvido, tuvo efímeros vislumbres de recuerdos circunstanciales —un puente sobre el veloz paso de unos vagones de ferrocarril, una burbuja de aire en el cristal de alguna ventana, el guardabarro abollado de un coche, una toalla de textura granulosa que había visto en algún lugar hacía no mucho tiempo— y entretanto, con lentitud, respirando atormentadamente, se aproximó centímetro a centímetro y luego, coordinando todos sus movimientos, comenzó a amoldarse a ella, a probar el encaje... Un muelle cedió con aprensión bajo su costado; su codo derecho, crujiendo con cautela, buscó algún apoyo; se le nubló la vista a causa de su secreta concentración... Notó la llama del bien torneando muslo de la niña, notó que no podía contenerse ni un momento más, que ahora ya no importaba nada, y, en el momento en el que la dulzura llegaba al punto de ebullición y se desbordaba entre su propia maraña y la cadera de ella, cuán felizmente se emancipó su vida hasta quedar reducida a la sencillez del paraíso. Y, sin haber tenido apenas tiempo de pensar, «No, te lo ruego, ¡no te apartes!», vio que ella estaba completamente despierta y que miraba horrorizada su encabritada desnudez.

Durante un instante, en el hiato de un síncope, también vio cómo lo entendía ella: una monstruosidad, una espantosa enfermedad, a no ser que ella ya estuviese enterada, o que fueran todas esas cosas a la vez. La niña miraba y chillaba, pero el hechicero no oía aún sus chillidos; estaba ensordecido por su propio horror, de rodillas, cogiendo la colcha, tirando del cordón, tratando de frenar aquello, de ocultarlo, restallando en su espasmo oblicuo, tan insensato como un martilleo musical, descargando insensatamente cera derretida, demasiado tarde para frenarlo o esconderlo. Cómo rodó ella fuera de la cama, cómo se puso ahora a gritar, cómo salió despedida la lámpara con su capucha roja, qué fragor llegó desde el otro lado de la ventana, un fragor que hizo añicos la noche, que la destruyó, que lo demolió todo, todo...

—Calla, no es nada malo, sólo es como un juego, a veces ocurre, pero calla, calla —imploró él, viejo y sudoroso, cubriéndose con un impermeable que había entrevisto de pasada, temblando, poniéndoselo, no acertando el agujero de la manga. Como una de esas niñas de los dramas de la pantalla, ella se escudó tras su afilado codo, se soltó de sus manos sin dejar de chillar insensatamente, y alguien estaba aporreando la pared, exigiendo un silencio imposible. La niña trató de salir de la habitación, no logró abrir la puerta, él no pudo coger nada ni nadie, ella se mostraba cada vez más ligera, tan escurridiza como una inclusera de moradas nalgas, con una cara distorsionada de recién nacida que intentase saltar precipitadamente de la cuna para volver al útero de una madre tempestuosamente resucitada.

—¡A que te hago callar! —gritaba él (dirigiéndose a un espasmo, al punto final de la última gota, a la nada)— . De acuerdo, me iré, te...

Abrió la puerta, cruzó corriendo el umbral, la cerró ensordecedoramente a su espalda, y, escuchando aún los gritos, la llave agarrada en la mano, descalzo y con una mancha fría en el impermeable, se quedó paralizado, comenzó a hundirse gradualmente.

Pero de una habitación cercana habían salido ya un par de mujeres envueltas en sus batas; una de ellas — fornida, como un negro de pelo cano, con pantalones azules de pijama, una mujer que hablaba con la jadeante y espasmódica cadencia de un continente lejano, y que dejaba traslucir su pertenencia a alguna sociedad protectora de animales o a algún club femenino— se había puesto a dar órdenes (¡ahora-mismo, entlassen, et-tout-de-suite!) y,con un certero golpe de su garra en la mano de él, hizo caer la llave al suelo. Durante varios segundos elásticos él y ella trabaron un combate de caderazos, pero en cualquier caso todo había terminado; emergieron cabezas por todos lados, repicó una campana en algún lugar, una voz melodiosa pareció dar por terminado, tras una puerta, el relato de un cuento infantil (el señor Dientes Blancos en la cama, los robustísimos hermanos con sus pequeños rifles rojos), la vieja conquistó la llave, él le propinó un rápido cachete, y, con el cuerpo vibrándole de pies a cabeza, comenzó a bajar corriendo los pegajosos peldaños. Un tipo moreno con barba de chivo, con unos calzoncillos por todo vestido, subía por la escalera; una prostituta canija le seguía los pasos. Se cruzó con ellos sin detenerse. Más abajo apareció un espectro con zapatos de color marrón, y luego el viejo de las piernas estevadas, seguido por el ávido gendarme. Les dejó atrás. Olvidando a su espalda una multitud de brazos sincronizados que se extendían por encima de la barandilla en un ademán de chapoteante invitación, saltó de un brinco a la calle, porque todo había terminado, y era imperativo librarse, por medio de cualquier estratagema, de cualquier espasmo, del ya-innecesario, ya-visto y estúpido mundo, en cuya última página estaba plantada una solitaria farola con un gato oculto en las sombras de su base. Cuando ya comenzaba a interpretar la desnudez de sus pies descalzos como una zambullida en otro elemento, se precipitó hacia el cenizal de la acera, perseguido por los retumbantes pasos de su rezagado corazón. Su desesperada necesidad de un torrente, un precipicio, unas vías de ferrocarril —lo que fuera, pero al instante—, le hizo apelar por última vez a la topografía de su pasado. Y cuando, ante él, un rechinante gemido salió de detrás de la joroba de una esquina, y creció gradualmente hasta alcanzar su plenitud al superar la cuesta, dilató la noche y comenzó a iluminar el descenso con dos óvalos de luz amarillenta, a punto de precipitarse hacia abajo, justo entonces, como si se tratara de una danza, como si el ondear de esa danza le hubiera llevado hasta el centro del escenario, bajo esta creciente, rechinante, megatronadora mole, su pareja de baile en una cracoviana aplastante, este estruendoso monstruo de hierro, este cine instantáneo de desmembramiento: eso es, arrástrame bajo tus ruedas, lacera mi fragilidad; viajo arrollado, contra mi aplastada cara; eh, no me hagas dar tantas vueltas, no me despedaces; me haces trizas, ya basta... Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de la fracción de segundo de un rayo; y la película de la vida estalló por fin.

Postfacio de Dmitri Nabokov

SOBRE UN LIBRO TITULADO "EL HECHICERO"

Elegí el título de estas breves notas, que quizá puedan interesar al lector y a lo mejor contestar unas cuantas preguntas, pensando, medio en broma, que ese leve eco del postfacio que mi padre añadió a Lolitapodría divertir a su sombra, dondequiera que esté.

Tanto en la traducción como en el comentario he intentado con todas mis fuerzas seguir las reglas de Nabokov: precisión, fidelidad artística, nada de paja, nada de atribuciones falsas. Cualquier conjetura que fuese más allá de lo que me he atrevido a hacer supondría una violación de esas reglas.

La propia traducción refleja mi propósito de ser fiel a VN tanto en sentido general como en el específico y el textual. Mis muchos años de traductor para y con mi padre sirvieron para infundirme estos requisitos que tan sagrados eran para él. Los únicos casos en los que él consideraba tolerable desviarse de esas normas eran los de las expresiones intraducibies y los de las revisiones del texto realizadas por el propio autor en la versión traducida. Es posible que VN, de haber estado vivo, hubiese ejercido su licencia de autor para cambiar algunos detalles de El hechicero;creo, sin embargo, que hubiera preferido dejar intacto este modelo de concisión y de significación en múltiples niveles. Los raros casos en los que me he tomado la libertad de introducir reajustes de poca importancia ocurren solamente allí donde el estilo del original —como en los juegos telescópicos de palabras sobre Caperucita roja (pág. 65; pág. 95) o en las imágenes aceleradas del final— hubiera hecho que una traducción completamente literal careciese de sentido en inglés. En otros lugares, de vez en cuando, el inglés puede parecer sencillamente poco ortodoxo. Pero así era también, en tales casos, el ruso.

Las palabra rusa volshebnikpuede traducirse también por «mago» o «prestidigitador», pero he respetado la intención expresa de Nabokov según la cual, en este caso, había que traducirlo por «hechicero». Volshnebikfue escrito durante los meses de octubre y noviembre de 1939. Estaba firmado «V. Sirin», un pseudónimo que VN utilizó para sus obras en ruso a partir de su más temprana juventud, a fin de que no fuesen confundidas con las de su padre, que tenía su mismo nombre propio. Sirinsignifica en ruso dos cosas, una especie de lechuza, y el ave de una fábula antigua, pero lo más probable es que no tenga ninguna relación, como han insinuado algunos, con la palabra sirena.

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