He aquí cómo se sucedieron los acontecimientos. Apenas se inició la descomposición, la simple actitud de los religiosos que penetraban en la cámara mortuoria dejaba entrever los motivos de la visita. El visitante salía inmediatamente y confirmaba la noticia al grupo que esperaba fuera. Entonces algunos monjes movían la cabeza tristemente, y otros no podían disimular su satisfacción: en sus ojos brillaba una maligna alegría. Nadie dirigía a éstos el menor reproche, nadie salía en defensa del difunto, cosa verdaderamente extraña siendo los partidarios del staretsmayoría en el monasterio. Y es que éstos consideraban que el Señor había resuelto permitir a la minoría triunfar provisionalmente. Pronto aparecieron en la capilla ardiente los laicos. Todos eran hombres cultos, enviados como emisarios. Éstos no representaban a las clases humildes, que se limitaban a hacinarse junto al recinto de la ermita. Se vio claramente que la afluencia de laicos aumentó en gran medida después de las tres de la tarde, a causa de la sensacional noticia. Personas —algunas de elevada posición— que no tenían el propósito de visitar el monasterio aquel día, se acercaban a sus puertas.
Pero la discreción, las buenas formas, no se habían alterado todavía, y el padre Paisius seguía leyendo los Evangelios con semblante severo y voz firme, como si no se hubiera dado cuenta de lo que sucedía, aunque ya había advertido que estaba ocurriendo algo extraordinario. Pero pronto empezaron a llegar hasta él voces, primero tímidas y luego progresivamente más firmes y seguras.
—Así, pues, el juicio de Dios no coincide con el de los hombres.
Esta frase fue pronunciada primero por un laico, funcionario que trabajaba en la ciudad, hombre de edad madura y reconocida ortodoxia. Este caballero no hizo más que repetir en voz alta lo que los religiosos llevaban ya horas diciéndose al oído. Lo peor era que los monjes pronunciaban estas palabras con satisfacción creciente. Pronto se prescindió del disimulo y todos obraron como basándose en un derecho.
Algunos decían, al principio como lamentándolo:
—Es incomprensible. No era un hombre voluminoso. Estaba en la piel y el hueso. Es inexplicable que huela mal.
—Es una advertencia de Dios —se apresuraron a decir otros, cuya opinión prevaleció—, pues si el hedor hubiera sido natural, como el de todos los pecadores, se habría percibido más tarde, veinticuatro horas después por lo menos. Esta vez se ha adelantado y, por lo tanto, hay que ver en ello la mano de Dios.
El padre José, el bibliotecario y favorito del difunto, replicó a los murmuradores que la incorruptibilidad del cuerpo de los justos no era un dogma de la ortodoxia, sino sólo una opinión, y que en las regiones más ortodoxas, en el monte Athos, por ejemplo, se le da poca importancia.
—No es la incorruptibilidad física lo que se considera allí como el signo principal de la glorificación de los justos, sino el color que toman los huesos después de haber permanecido muchos años en la tierra. Si los huesos son entonces amarillos como la cera, esto es indicio de que el Señor ha glorificado a un justo; pero si están negros, ello prueba que el Señor no ha considerado digno al difunto. Así se procede en el monte Athos, santuario donde se conservan en toda su pureza las tradiciones de la ortodoxia.
Pero las palabras del humilde padre José no causaron impresión, e incluso provocaron réplicas irónicas. Los monjes se dijeron unos a otros:
—Todo eso es pura erudición, innovaciones que no vale la pena escuchar.
Algunos añadían:
—Nosotros nos atenemos a los usos antiguos. No podemos admitir todas las novedades que vayan apareciendo.
Y los más irónicos manifestaban:
—Nosotros tenemos tantos santos como ellos. El monte Athos está bajo el yugo turco, y allí todo se ha olvidado. Hace tiempo que la ortodoxia se ha alterado en el Athos. Allí no hay ni campanas.
El padre José renunció al debate, apenado. Había expresado su opinión sin ninguna seguridad y con poca fe. En medio de su turbación, preveía una escena violenta y un principio de rebeldía. Poco a poco, siguiendo al padre José, todos los monjes razonables enmudecieron. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos los que habían querido al difunto y aceptado con sentida sumisión la institución del staretismo se sintieron aterrados, y desde este momento se limitaron a cambiar tímidas miradas cuando se encontraban.
En cambio, los enemigos del staretismo, los que lo rechazaban por considerarlo una novedad, levantaban la cabeza con un gesto de orgullo y recordaban con maligna satisfacción:
—El padre Barsanufe no sólo no olía mal, sino que despedía un suave perfume. Esto justificó sus méritos, no su jerarquía religiosa.
A ello se sumaron las censuras, las acusaciones. Los más rutinarios decían:
—Afirmaba que la vida es un gran placer y no una humillación dolorosa.
Otros aún más obtusos añadían:
—Aceptaba las nuevas ideas: no creía en el fuego material del infierno.
Y las acusaciones se multiplicaban entre los envidiosos:
—Como ayunador dejaba mucho que desear. Amaba las golosinas. Acompañaba el té con dulce de cerezas. Le gustaba mucho, y las damas se lo enviaban. ¿Es propio de un asceta tomar té?
Los más maliciosos recordaban, implacables:
—El orgullo lo cegaba. Se creía un santo. La gente se arrodillaba en su presencia y él lo aceptaba como cosa natural.
—Abusaba del sacramento de la confesión —murmuraban los más recalcitrantes adversarios del staretismo, entre los que abundaban los religiosos de más edad, inflexibles en su devoción, taciturnos y grandes ayunadores, que habían guardado silencio mientras el padre Zósimo vivía, pero que ahora no cesaban de hablar, con efectos perniciosos, pues sus palabras influían profundamente en los religiosos jóvenes y todavía vacilantes.
El monje de San Silvestre de Obdorsk era todo oídos. Suspiraba profundamente y movía la cabeza. «El padre Teraponte tenía razón ayer», se dijo. Y precisamente en este momento, como para aumentar su confusión, apareció el padre Teraponte.
Ya hemos dicho que este religioso apenas salía de su celda del colmenar, que incluso estaba mucho tiempo sin ir a la iglesia y que se le permitía esta conducta antirreglamentaria por considerar que estaba un poco trastocado. En verdad, era merecedor de esta tolerancia. Habría sido injusto imponer inflexiblemente la regla a un monje que observaba el ayuno y el silencio con tanto rigor como el padre Teraponte, que oraba noche y día, hasta el punto que más de una vez se había quedado dormido de rodillas. Los religiosos opinaban:
—Es más santo que todos nosotros. Su austeridad rebasa la regla. Si no va a la iglesia es porque sabe cuándo debe ir. Tiene su propia regla.
Había otra razón para dejar tranquilo al padre Teraponte: la de evitar un escándalo.
A la celda de este monje, que, como todos sabían, era enemigo acérrimo del padre Zósimo, llegó la noticia de que «el juicio de Dios no estaba de acuerdo con el de los hombres, ya que el Altísimo había adelantado la corrupción del difunto». Es muy posible que el religioso de Obdorsk, al enterarse, horrorizado, de lo ocurrido, se hubiera apresurado a ir a comunicárselo al padre Teraponte.
Ya he dicho que el padre Paisius leía impasible los Evangelios al lado del cadáver, sin ver ni oír lo que ocurría fuera, pero que presintió lo principal, pues conocía a fondo el ambiente en que vivía. No experimentaba la menor turbación y, dispuesto a todo, observaba con mirada penetrante aquella agitación, cuyo resultado no se le ocultaba.
De pronto oyó en el vestíbulo un ruido insólito que hirió sus tímpanos. Era que la puerta se había abierto de par en par. El padre Teraponte apareció inmediatamente en el umbral.
Desde la celda se vela perfectamente al nutrido grupo de monjes que le había acompañado y a los laicos que se habían unido a los religiosos. Todos se aglomeraban al pie de la escalinata. No entraron, sino que esperaron el resultado de la visita del padre Teraponte, con el temor, pese a la audacia que estaban demostrando, de que el visitante no haría nada eficaz. El padre Teraponte se detuvo en el umbral y levantó los brazos, dejando al descubierto los penetrantes ojos del monje de Obdorsk, que, incapaz de contener su curiosidad, había subido tras el gran ayunador. En cambio, los demás, apenas se abrió la puerta estrepitosamente, retrocedieron, presas de un súbito temor. Con los brazos en alto, el padre Teraponte vociferó:
—¡Vengo a expulsar a los demonios!
En seguida empezó a hacer la señal de la cruz, mirando, uno tras otro, a los cuatro rincones de la celda. Los que le acompañaban comprendieron perfectamente su conducta, pues sabían que, fuera a donde fuese, antes de sentarse para conversar ahuyentaba a los demonios.
—¡Fuera de aquí, Satán! —exclamaba cada vez que hacía la señal de la cruz. Y gritó de nuevo—: ¡Vengo a expulsar a los demonios!
Una cuerda ceñía a su cintura su burdo hábito. Su camisa de cáñamo dejaba ver su velludo pecho. Iba descalzo. Apenas agitó los brazos tintinearon las pesadas cadenas que llevaba bajo el hábito.
El padre Paisius suspendió la lectura, dio unos pasos y se detuvo ante el padre Teraponte en actitud de espera.
—¿Por qué has venido, reverendo padre? ¿Por qué alteras el orden? ¿Por qué agitas al humilde rebaño? —exclamó al fin severamente.
—¿Que por qué he venido? —respondió el padre Teraponte con cara de perturbado—. ¿Tú me lo preguntas? He venido a ahuyentar a tus huéspedes, a los demonios impuros. Ya veremos los que has albergado durante mi ausencia. Voy a barrerlos.
—Quieres luchar contra el diablo —dijo intrépidamente el padre Paisius—, y lo que haces, tal vez, es servirlo. ¿Quién puede decir de sí mismo que es un santo? ¿Acaso tú?
—Yo soy un pobre pecador y no un santo —bramó el padre Teraponte—. Yo, ni me siento en un sillón ni quiero que se me adore como a un ídolo. Hoy los hombres arruinan la fe.
Se volvió hacia la multitud y añadió:
—El difunto, su santo, ahuyentaba a los demonios. Tenía una droga contra ellos. Y he aquí que pululan alrededor de él como arañas en los rincones. Ahora su cuerpo apesta, y nosotros vemos en ello una advertencia del Señor.
Esto era una alusión a un hecho real. Tiempo atrás, el demonio se había aparecido a uno de los monjes, primero en sueños y otro día estando el religioso despierto. Este, aterrado, se apresuró a consultar al padre Zósimo, el cual le prescribió ayuno riguroso y rezos fervientes. Como esto no diera resultado, el staretsle dio una poción, que debía tomar sin interrumpir las prácticas piadosas. No pocos monjes se sorprendieron de esta prescripción y la comentaron moviendo la cabeza con semblante sombrío. Uno de los principales murmuradores fue el padre Teraponte, al que ciertos detractores del padre Zósimo se habían apresurado a notificar la insólita medida.
—¡Vete! —dijo enérgicamente el padre Paisius—. No somos los hombres los llamados a juzgar, sino Dios. Tal vez sea esto una advertencia, pero ni tú, ni yo, ni nadie, somos capaces de comprenderla. ¡Vete, padre Teraponte, y no agites más al rebaño!
—No observaba el ayuno prescrito a los profesos. Ésa es la causa de la advertencia. La cosa está clara, y es un pecado disimular lo que se está viendo.
El fanático monje, dejándose llevar de su celo extravagante, continuó:
—Adoraba las golosinas. Las damas se las traían en sus bolsillos. Lo sacrificaba todo a su estómago. Llenaba su cuerpo de bombones y su espíritu de arrogancias. Por eso ha sufrido esta ignominia.
—Todo eso son sutilezas, padre Teraponte. Admiro tu ascetismo, pero tus palabras son trivialidades semejantes a las que dicen en el mundo los jóvenes inconstantes y aturdidos. Vete, padre: te lo ordeno.
El padre Paisius dijo esto último con acento imperioso. El padre Teraponte, un tanto desconcertado pero conservando su irritación, repuso:
—Ya me voy. Te envaneces de tu sabiduría ante mi ignorancia. Llegué aquí con una instrucción muy escasa y olvidé lo poco que sabía. Pero el Señor ha preservado a este pobre ignorante de tu sabiduría.
El padre Paisius permanecía ante él, inmóvil e inflexible.
El padre Teraponte guardó silencio unos instantes. De pronto se entristeció, se llevó la mano derecha a la mejilla y dijo con voz gimiente, mientras fijaba la vista en el ataúd del starets:
—Mañana se cantará para él el glorioso himno «Ayuda y protección». En cambio, cuando muera yo, se me cantará solamente el modesto versículo «¡Qué venturosa vida!» [39]
Y rugió como un loco:
—¡Os habéis engreído! ¡Este lugar está desierto!
Después agitó los brazos, dio rápidamente media vuelta y bajó corriendo la escalinata. EI grupo que le esperaba tuvo un momento de vacilación. Algunos le siguieron inmediatamente; otros demostraron menos prisa. El padre Paisius había salido al pórtico y allí permanecía inmóvil, contemplando la escena. Pero el viejo fanático no había terminado aún. Habría dado unos veinte pasos cuando se volvió hacia el sol del atardecer, levantó los brazos y se desplomó, como la planta segada por la hoz, gritando:
—¡Mi Señor ha vencido! ¡Cristo ha vencido al sol del ocaso!
Sus gritos eran desaforados. Dirigía los brazos al sol y su frente tocaba la tierra. Luego se echó a llorar como un niño. Los sollozos sacudían su cuerpo; barría con los brazos la tierra.
Todos acudieron a auxiliarle. Se oyeron llantos, exclamaciones... Una especie de delirio se había apoderado de aquellos hombres.
—¡Es un justo, un santo! —gritaron algunos como desafiando a los que pudieran oírles.