Y otros exclamaban:
—¡Merece ser starets!
Pero no faltó quien replicara:
—No querrá serlo. Si lo nombran, no aceptará... No puede prestarse a una innovación maldita; nunca será cómplice de esas locuras.
No era fácil prever lo que habría ocurrido si en ese preciso momento la campana no hubiese anunciado el comienzo del servicio divino.
Todos se santiguaron. El padre Teraponte se levantó, se santiguó también y se dirigió a su celda sin volverse y murmurando palabras incoherentes. Algunos le siguieron, pero la mayoría se dirigió a la iglesia. El padre Paisius cedió su puesto al padre José y se marchó. Los clamores de los fanáticos no hacían mella en su ánimo, pero de pronto sintió que una gran tristeza invadía su corazón. Se dijo que este pesar procedía, por lo menos en apariencia, de una causa insignificante. Esta causa era que entre la agitada multitud que momentos antes se agrupaba ante el pórtico había distinguido a Aliocha, y recordaba que, al verlo, había sentido cierta amargura.
«No sabía que ocupaba un puesto tan importante en mi corazón», se dijo, sorprendido.
En este momento, Aliocha pasó por su lado. Iba deprisa. ¿Hacia dónde? El padre Paisius lo ignoraba, pero era evidente que no iba a la iglesia. Las miradas de ambos se encontraron. Aliocha volvió la cabeza y bajó la vista. Al padre Paisius le bastó ver su semblante para comprender el profundo cambio que se había operado en él.
—¿También a ti te han embaucado? —preguntó el padre. Y añadió tristemente—: ¿Te has unido a los hombres de poca fe?
Aliocha se detuvo, lo miró inexpresivamente y enseguida volvió la cabeza de nuevo y bajó los ojos. El padre Paisius lo observaba atentamente.
—¿Adónde vas tan deprisa? Las campanas han sonado llamando al oficio.
Aliocha no respondió.
—¿Piensas dejar la ermita sin pedir permiso? —volvió a preguntar el padre Paisius—. ¿Vas a marcharte sin recibir la bendición?
De pronto, Aliocha sonrió levemente y dirigió una extraña mirada al padre que lo estaba interrogando. A él lo había confiado, antes de su muerte, el que había sido su director y el dueño de su corazón y de su alma: su venerado starets. Después, y todavía sin contestar, agitó la mano como si aquellas atenciones no le importasen y se dirigió a paso rápido a la salida de la ermita.
—Volverás —murmuró el padre Paisius, siguiéndole con una mirada en la que se reflejaba una dolorosa sorpresa.
CAPITULO II
El momento decisivo
El padre Paisius no se equivocó al decir que su «querido muchacho» volvería. Sin duda había sospechado, ya que no comprendido, el verdadero estado de ánimo de Aliocha. Sin embargo, confieso que me sería extraordinariamente difícil definir con exactitud aquel extraño momento de la vida de mi joven y simpático héroe. A la pregunta que el padre Paisius dirigió, tristemente, a Aliocha —«¿Te has unido a los hombres de poca fe?»—, yo podría contestar sin temor a equivocarme: «No, no se ha unido a ellos.» Era precisamente todo lo contrario: el trastorno íntimo que se había apoderado en él procedía de la pureza y el fervor de su fe. Sin embargo, el trastorno existía, y era tan cruel, que mucho tiempo después Aliocha consideraba aún aquella jornada como una de las más amargas y funestas de su vida. Si me preguntaran: «¿Es posible que experimentara tanta angustia y turbación únicamente porque el cuerpo de su starets, en vez de producir curaciones, se había descompuesto con tanta rapidez?», mi respuesta sería inmediata. «Sí, eso fue.»
Ruego al lector que no se precipite a reírse de la simplicidad de nuestro joven. No solamente no considero que haya que pedir perdón por la ingenuidad de su fe, debida a su juventud, a los escasos progresos realizados en sus estudios y a otras causas parecidas, sino que declaro que su modo de sentir me infunde respeto. Es muy posible que otro joven, acogiendo con reservas los impulsos de su corazón, tibio y no ardiente en sus afectos, leal pero demasiado juicioso para sus años, es muy posible que este joven no hubiera hecho lo que hizo el mío. Pero en ciertos casos es más digno dejarse llevar de un impulso ciego, provocado por un gran amor, que oponerse a él. Y especialmente cuando se trata de la juventud, pues yo creo que un joven juicioso en todo momento no vale gran cosa.
—Pero —razonarán los más sensatos— no todos los jóvenes deben tener tales prejuicios. El suyo no es un modelo para los demás.
A lo que yo respondo:
—Mi joven posee una fe total, profunda. No pediré perdón para él.
A pesar de que acabo de declarar (acaso con excesiva precipitación) que mi héroe no necesita excusas ni justificaciones, advierto que se impone una explicación para que se comprendan ciertos hechos futuros de mi relato. Aliocha no esperaba con frívola impaciencia que se produjeran milagros. No los necesitaba para afirmar sus convicciones, ni para el triunfo de ninguna idea preconcebida sobre otra. No, de ningún modo. Ante todo, aparecía a su vista, en primer plano, la figura de su amado starets, de aquel justo al que profesaba verdadera devoción. Sobre él se concentraba a veces, y con sus más vivos impulsos, todo el amor que llevaba en su corazón joven «hacia todos y hacia todo». En verdad, este ser encarnaba a sus ojos desde hacía tiempo su ideal, que aspiraba a imitarle con todo su anhelo juvenil, y este afán le absorbía hasta el punto de que a veces se olvidaba de «todos y de todo». (Entonces se acordó de que en aquel funesto día se había olvidado de su hermano Dmitri, que tanto le había preocupado el día anterior, y también de llevarle los doscientos rublos al padre de Iliucha, como había prometido.) No era que echaba de menos los milagros, sino sólo la «justicia suprema», que a su juicio había sido violada, lo que llenaba su alma de aflicción. ¿Qué importa que esta justicia que Aliocha esperaba tomase, debido a las circunstancias, la forma de un milagro a través de los restos mortales del que había sido su idolatrado director espiritual? En el monasterio, todos pensaban en estos milagros y los esperaban; todos, incluso aquellos a los que él reverenciaba, como el padre Paisius. Aliocha conservaba intacta su fe, pero compartía las esperanzas de los demás. Un año de vida monástica lo había habituado a pensar así, a permanecer en aquella actitud de espera. Pero no tenía sed de milagros, sino de justicia. Aquel de quien él esperaba que se elevara por encima de todos, estaba humillado y cubierto de vergüenza. ¿Por qué? ¿Quiénes eran ellos para juzgar lo sucedido? Estas preguntas atormentaban a su alma inocente. Se sentía ofendido e indignado al ver al más justo de los justos entre las risas malignas de seres frívolos muy inferiores a él. Que no se hubiera producido ningún milagro, que hubieran sufrido una decepción los que esperaban, podía pasar. ¿Pero por qué aquella vergüenza, aquella descomposición, tan rápida que se había adelantado a la naturaleza, como decían los malos monjes? ¿Por qué aquella «advertencia» que representaba un triunfo para el padre Teraponte y sus seguidores? ¿Por qué se creían autorizados a exteriorizar semejante actitud? ¿Dónde estaba la Providencia? ¿Por qué se había retirado en el momento decisivo, como sometiéndose a las leyes ciegas e implacables de la naturaleza?
El corazón de Aliocha sangraba. Como ya hemos dicho, el staretsZósimo era el ser al que nuestro héroe más quería en el mundo. Y ahora lo veía ultrajado y difamado. Las lamentaciones de Aliocha eran triviales y absurdas, pero —lo repito por tercera vez y confieso que acaso demasiado ligeramente— me complace que mi protagonista no se mostrara juicioso en aquel momento, pues el juicio llega a su tiempo, a menos que el hombre sea tonto. En cambio, ¿cuándo llegará el amor si no existe en un corazón joven en ciertas ocasiones excepcionales? No obstante, hay que mencionar un fenómeno extraño, aunque pasajero, que se manifestó en el ánimo de Aliocha en aquel momento crítico. A veces se revelaba como una impresión dolorosa, a consecuencia de la conversación que había mantenido el día anterior con su hermano Iván y que ahora lo obsesionaba. Sus creencias fundamentales estaban incólumes. A pesar de sus quejas, amaba a Dios y creía firmemente en Él. Sin embargo, en su alma surgió un confuso y penoso sentimiento de aversión que trataba de imponerse con fuerza creciente.
Al anochecer, Rakitine, cuando se dirigía al monasterio a través del bosque de pinos, vio a Aliocha, echado de bruces debajo de un árbol. Estaba inmóvil; parecía dormido. Rakitine se acercó a él y le preguntó:
—¿Eres tú, Alexei? ¿Pero es posible que...?
No terminó la pregunta. Quería decir: «¿Es posible que estés aquí?» Aliocha no volvió la cabeza, pero hizo un movimiento que indicó a Rakitine que el joven lo oía y lo comprendía.
—¿Qué te pasa? —siguió preguntando en un tono de sorpresa. Pero enseguida apareció en sus labios una sonrisa irónica—. Oye, te estoy buscando desde hace dos horas. Has desaparecido repentinamente. ¿Qué haces aquí? Mírame al menos.
Aliocha levantó la cabeza. Luego se sentó, apoyando la espalda en el tronco del árbol. No lloraba, pero en su semblante había una expresión de sufrimiento y en sus ojos se leía la indignación. No miraba a Rakitine, sino hacia un lado.
—Tu cara no es la de siempre. Tu famosa dulzura ha desaparecido. ¿Estás enojado con alguien? ¿Has sufrido alguna afrenta?
—¡Déjame! —dijo de pronto Aliocha, todavía sin mirarlo y con un gesto de hastío.
—¡Hay que ver! ¡Un ángel gritando como un simple mortal! Con toda franqueza, Aliocha, estoy asombrado. Yo, que no me asombro de nada. Te creía más cortés.
Aliocha le miró al fin, pero distraídamente, como si no lo comprendiera.
—Y todo —dijo Rakitine, sinceramente sorprendido—, porque lo viejo huele mal. ¿De veras creías que podía hacer milagros?
—Creía, creo y siempre creeré —respondió Aliocha, indignado—. ¿Qué más quieres?
—Nada, querido. Sólo decirte que ni los colegiales creen lo que crees tú. Estás furioso; te rebelas contra Dios... El caballero no ha recibido ningún ascenso, ninguna condecoración. ¡Qué ignominia!
Aliocha lo observó largamente con los ojos entornados. Por ellos pasó un relámpago. Pero no de cólera contra Rakitine.
—Yo no me rebelo contra Dios —dijo con un esbozo de sonrisa—. Es que no acepto su universo.
—¿Que no aceptas su universo? —preguntó Rakitine tras un instante de reflexión—. ¿Qué galimatías es ése?
Aliocha no contestó.
—Bueno, dejemos estas naderías y vamos a lo positivo. ¿Has comido hoy?
—No me acuerdo. Creo que sí.
—Tienes que recobrarte. Estás agotado. Da pena verte. Por lo visto, no has dormido en toda la noche. Además, esa agitación, esa tensión... Estoy seguro de que llevas muchas horas sin probar un solo bocado. Tengo en el bolsillo un salchichón que me he comprado en la ciudad, por lo que pudiera ocurrir. Pero me parece que tú no querrás.
—Sí que quiero.
—¡Caramba! ¡Esto es la guerra abierta, las barricadas! Bien, hermano; no hay tiempo que perder... De buena gana me beberé un vaso de vodka para tomar fuerzas. Tú no quieres vodka, ¿verdad?
—Sí, dame también.
—¡Esto es extraordinario! —exclamó Rakitine, dirigiéndole una mirada de estupor—. En verdad, pase lo que pase, ni el salchichón ni el vodka son dos cosas despreciables.
Aliocha se levantó sin pronunciar palabra y echó a andar en pos de Rakitine.
—Si tu hermano Iván te viera, se quedaría boquiabierto. A propósito, ¿sabes que ha salido esta mañana para Moscú?
—Sí, lo sé —dijo Aliocha en tono indiferente.
De pronto, la imagen de Dmitri surgió en su mente por un instante. Entonces recordó vagamente que tenía cierto asunto urgente, cierto deber que cumplir. Pero este recuerdo no le produjo ninguna impresión, apenas rozó su pensamiento, se esfumó inmediatamente. Tiempo después, permanecería largamente en su memoria.
«Tu hermano Iván —se dijo Rakitine en su fuero interno— me llamó una vez “estúpido liberal”. Tú mismo me diste a entender un día que yo era una persona sin escrúpulos... Bien; ahora veremos hasta dónde llega vuestro talento y vuestra honestidad.»
Y dijo en voz alta:
—Oye, no vayamos al monasterio. Este camino nos lleva derechos a la ciudad... Tengo que pasar por casa de la Khokhlakov. Le he escrito explicándole los acontecimientos, y ella, que se pirra por escribir, me ha enviado una nota a lápiz en la que dice textualmente: «No esperaba que un staretstan respetable como el padre Zósimo se condujera así.» Como ves, también ella está indignada. Todos sois iguales... Oye, Aliocha.
Se había detenido de pronto, apoyando la mano en el hombro del joven. Su acento era insinuante y le miraba a los ojos. Era evidente que se hallaba bajo la impresión de una idea súbita que no se atrevía a expresar, pese a su ligereza, tanto le costaba creer en la nueva actitud de Aliocha.
—¿Sabes adónde podríamos ir?
—No me importa. Iré adonde tú quieras.
—Pues podríamos ir a ver a Gruchegnka, ¿no te parece?
Rakitine esperó la respuesta, temblando de emoción. Aliocha contestó tranquilamente:
—Ya te he dicho que iré adonde quieras.
Poco faltó para que Rakitine diera un salto atrás, tan inesperada le pareció la respuesta de Aliocha.
«¡Magnífico!», estuvo a punto de exclamar. Pero no lo hizo. Se limitó a coger a su amigo del brazo y a llevárselo rápidamente, temiendo que cambiara de opinión.
Fueron un buen rato en silencio. Rakitine no se atrevía a hablar.
«Se alegrará mucho», iba a decir, pero se contuvo a tiempo.
No era cierto que Rakitine pensara en dar una alegría a Gruchegnka al llevarle a Aliocha. Los hombres como él sólo obran por interés. Perseguía un doble fin: en primer lugar, presenciar la probable caída de Aliocha, del santo convertido en pecador, lo que le producía un placer anticipado. En segundo lugar, perseguía una ventaja material de la que hablaremos más adelante.