Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 54 стр.


«No hay que perder esta oportunidad», se decía con perverso júbilo.

CAPÍTULO III

La cebolla

Gruchegnka vivía en el barrio más animado de la ciudad, cerca de plaza de la Iglesia, en casa de la viuda del comerciante Morozov, en cuyo patio ocupaba un reducido pabellón de madera. El edificio Morozov era una construcción de piedra de dos pisos, vieja y fea. Su propietaria era una mujer de edad que vivía con dos sobrinas solteras y ya entradas en años. No tenía necesidad de alquilar ninguna habitación, pero había admitido a Gruchegnka como inquilina (cuatro años atrás) para complacer al comerciante Samsonov, pariente suyo y protector oficial de la muchacha.

Se decía que el celoso viejo había instalado allí a su protegida para que la viuda de Morozov vigilara su conducta. Pero esta vigilancia fue muy pronto inútil, ya que la viuda no veía casi nunca a Gruchegnka; de aquí que dejase de importunarla con su espionaje.

Cuatro años habían transcurrido ya desde que el viejo había sacado de la capital del distrito a aquella muchacha de dieciocho años, tímida, delicada, flacucha, pensativa y triste, y desde entonces había pasado mucha agua por debajo de los puentes. En nuestra ciudad no se sabía nada de ella con exactitud, y siguió sin saberse, a pesar de que muchos empezaron a interesarse por la espléndida belleza de la mujer en que se había convertido Agrafena Alejandrovna. Se contaba que a los diecisiete años había sido seducida por un oficial que la había abandonado enseguida para casarse, dejando a la desgraciada con su vergüenza y su miseria. También se decía que Gruchegnka procedía de una familia honorable y de profundo espíritu religioso. Era hija de un diácono que no ejercía, o algo parecido. En cuatro años, la desgraciada, tímida y enfermiza se había convertido en una belleza rusa, espléndida y sonrosada; en una persona de carácter enérgico, altivo, audaz; en una mujer avara y astuta que manejaba con habilidad el dinero y había conseguido reunir cierto capital con más o menos escrúpulos. De lo que no había ninguna duda era de que Gruchegnka se mantenía inexpugnable, de que, aparte el viejo, nadie había podido envanecerse durante aquellos cuatro años de haber conseguido sus favores. El hecho era indudable. Sobre todo en los dos últimos años, había tenido muchos galanteadores, pero todos fracasaron, y algunos hubieron de batirse en retirada, envueltos en el ridículo, ante la resistencia de la enérgica joven.

Se sabía también que se dedicaba a los negocios, especialmente desde hacía un año, y que demostraba tal aptitud para este trabajo, que algunos habían llegado a tacharla de judía. No prestaba dinero con usura, pero se sabía que durante algún tiempo se había dedicado, en compañía de Fiodor Pavlovitch Karamazov, a comprar pagarés por un precio insignificante, incluso por la décima parte de su valor, y que había conseguido cobrar algunos por la totalidad al cabo de poco tiempo. Desde hacía un año, el viejo Samsonov apenas se sostenía sobre sus hinchados pies. Era viudo y trataba tiránicamente a sus hijos, que eran ya hombres hechos y derechos. Poseía una fortuna y la avaricia le cegaba. Sin embargo, había caído bajo el dominio de su protegida, a la que al principio pasaba una cantidad irrisoria, tanto que algunos bromistas decían que la tenía a pan y agua. Gruchegnka había conseguido emanciparse sin dejar de inspirarle una confianza sin límites acerca de su fidelidad. Este viejo y consumado hombre de negocios poseía un carácter inflexible. En su avaricia, era duro como la piedra. A pesar de que estaba subyugado por Gruchegnka hasta el punto de que no podía pasar sin ella, nunca le había dado sumas de dinero importantes. Aunque su amada protegida le hubiera amenazado con dejarlo, él no se habría ablandado. Al fin, le entregó ocho mil rublos, cosa que sorprendió a todo el que lo supo.

—No eres tonta —le dijo—. Negocia con este dinero. Pero te prevengo que de ahora en adelante sólo recibirás la asignación anual de siempre y no heredarás de mí un solo céntimo.

Y mantuvo su palabra. Cuando murió, sus hijos, a los que había tenido siempre en su casa con sus mujeres y sus niños, se repartieron toda la herencia. A Gruchegnka no se la mencionó para nada en el testamento.

Para la joven fueron de gran valor los consejos que le dio Samsonov acerca del modo de sacar provecho de sus ocho mil rublos. El viejo incluso le recomendó ciertos «negocios».

Cuando Fiodor Pavlovitch Karamazov, que había conocido a Gruchegnka con motivo de una de sus operaciones comerciales, se enamoró de ella hasta el punto de perder la razón, Samsonov, que tenía ya un pie en la tumba, se echó a reír de buena gana. Pero cuando apareció en escena Dmitri Fiodorovitch se le cortó la risa.

—Si has de escoger entre los dos —dijo, muy serio, a la joven—, quédate con el padre; pero siempre que este viejo granuja se case contigo y, antes de hacerlo, te asigne cierto capital. No hagas caso al capitán. Si lo eliges a él, no obtendrás ningún provecho.

Así habló el viejo libertino, presintiendo su próximo fin. No se equivocaba, pues murió al cabo de cinco meses. Digamos de paso que, aunque la grotesca y absurda rivalidad entre Dmitri y su padre no fue ningún secreto para buena parte de los habitantes de la ciudad, muy pocos sabían la clase de relaciones que padre a hijo sostenían con Gruchegnka. Incluso las sirvientas (tras el drama de que hablaremos) atestiguaron, como era justo, que Agrafena Alejandrovna recibía a Dmitri Fiodorovitch sólo por temor, ya que él la había amenazado de muerte. Las domésticas eran dos: una cocinera de edad avanzada, que estaba desde hacía mucho tiempo al servicio de la familia, mujer llena de achaques y sorda, y la nieta de ésta, avispada doncella de veinte años.

Gruchegnka habitaba en un modesto interior compuesto de tres piezas, en las que todos los muebles eran de caoba y de estilo 1820. Cuando llegaron Rakitine y Aliocha, era ya casi de noche, pero aún no se había encendido ninguna luz en la casa. La joven estaba en la salita, tendida en su canapé de cabecera de caoba forrada de un cuero ya desgastado y agujereado, y apoyada la cabeza en dos almohadas. Echada boca arriba y con las manos en la nuca, permanecía inmóvil. Llevaba una bata de seda negra y en la cabeza un gorro de encajes que le sentaba a maravilla. Cubría sus hombros con un pañuelo sujeto por un broche de oro macizo. Esperaba a alguien con visible impaciencia, pálida la tez, los labios y los ojos ardientes, y golpeando con su piececito el canapé como para medir el tiempo. Al oír entrar a los visitantes, saltó al suelo, a la vez que profería un grito de terror.

—¿Quién es?

La doncella se apresuró a tranquilizarla.

—No es él; no se asuste.

«¿Qué le habrá pasado?», se dijo Rakitine, mientras cogía del brazo a Aliocha y lo conducía a la sala.

Gruchegnka permanecía de pie. Aún quedaba un gesto de pánico en su semblante. Un grueso mechón de su cabello castaño se había escapado del gorro y le caía sobre el hombro derecho; pero ella ni lo advirtió ni volvió él mechón a su sitio hasta que reconoció a sus visitantes.

—¡Ah! ¿Eres tú, Rakitka? ¡Qué susto me has dado! ¿Con quién vienes...? ¡Válgame Dios! —exclamó al ver a Aliocha.

—Di que enciendan la luz —dispuso Rakitine, con el acento de quien es de casa y tiene derecho a dar órdenes.

—Ahora mismo. Fenia, trae una bujía. Ahora ya puedes ir por ella.

Saludó a Aliocha con un movimiento de la cabeza y se arregló el pelo en el espejo. Parecía contrariada.

—¿He sido inoportuno? —preguntó Rakitine, sintiéndose de pronto ofendido.

—Me has asustado, Rikitka: eso es todo.

Gruchegnka se volvió hacia Aliocha. Sonreía.

—No me tengas miedo, querido Aliocha. Estoy encantada de tu inesperada visita. Creí que era Mitia; me pareció que quería entrar a la fuerza. Lo he engañado; me ha jurado que me creía y yo le he mentido. Le he dicho que iba a la casa del viejo Kuzma Kuzmitch para ayudarle a hacer sus cuentas y que estaría con él toda la tarde. En efecto, voy una vez por semana. Cerramos con llave y él hace números y yo escribo en los libros. No se fía de nadie más que de mí. Me extraña que Fenia os haya dejado entrar. Fenia, ve a la puerta de la calle y mira si el capitán ronda por aquí. Puede estar escondido, espiándonos. Estoy muerta de miedo.

—No hay nadie cerca de la casa, Agrafena Alejandrovna. Lo he mirado todo bien. Voy a cada momento a atisbar por las rendijas. Yo también tengo miedo.

—¿Están cerrados los postigos? Fenia, corre las cortinas para que no pueda ver que hay luz en la casa. Hoy tengo verdadero pánico a tu hermano Mitia, Aliocha.

Gruchegnka hablaba con voz estridente. Estaba inquieta, nerviosa.

—¿A qué viene ese pánico? —preguntó Rakitine—. Nunca has temido a Mitia. Lo tienes dominado.

—Hoy espero algo que lo hará cambiar todo. Estoy segura de que Mitia no cree que me haya quedado en casa de Kuzma Kuzmitch. Ahora debe de estar al acecho en el jardín de Fiodor Pavlovitch. Bien mirado, esto es una suerte, pues, mientras vigile, no pensará en venir. He ido a casa del viejo, y Mitia lo sabe, porque me ha acompañado. Le he dicho que fuera a buscarme a la medianoche y él me lo ha prometido. Diez minutos después, salí de la casa y vine aquí corriendo. Temblaba sólo de pensar que podía encontrarme con él.

—¿Por qué estás tan arreglada? Llevas un gorro curiosísimo.

—Más curioso eres tú, Rakitka. Te repito que estoy esperando algo. Apenas lo reciba, saldré como un rayo y ya no me volverás a ver. Por eso estoy arreglada.

—¿Adónde piensas ir?

—Si alguien te lo pregunta, le contestarás que no lo sabes.

—¡Qué alegre eres! Nunca te había visto así. Estás tan compuesta como si tuvieras que ir a un baile.

Mientras hablaba así, Rakitine la miraba boquiabierto.

—¿De modo que sabes lo que son los bailes?

—¿Tú no?

—Sólo he visto uno. De esto hace tres años. Fue cuando se casó un hijo de Kuzma Kuzmitch. Yo asistí como espectadora... Pero no sé por qué demonio estoy hablando contigo cuando tengo un príncipe en mi casa... Querido Aliocha, no puedo creer lo que veo. Me parece mentira que hayas venido. Francamente, no lo esperaba: nunca creí que vinieras. Has elegido un mal momento. Sin embargo, estoy muy satisfecha de verte aquí. Siéntate en el canapé, querido... Aún no he salido de mi sorpresa... ¡Ah, Rakitka! ¿Por qué no lo trajiste ayer o anteayer...? En fin, el caso es que me alegro de verte aquí... y tal vez sea mejor que hayas llegado en este momento...

Se sentó al lado de Aliocha y se quedó mirándole con una expresión de éxtasis. No mentía: estaba verdaderamente contenta. Sus ojos fulguraban y en sus labios había una sonrisa llena de bondad. Aliocha no esperaba que Gruchegnka le recibiera con aquella bondadosa simpatía. Tenía de ella un pésimo concepto. Dos días atrás, la terrible réplica de Gruchegnka a Catalina Ivanovna le había producido una ingrata impresión. Estaba asombrado al verla tan distinta. Aun sin querer, y pese a las penas que lo abrumaban, la observó atentamente. Sus maneras habían mejorado. Las palabras dulzonas y los movimientos indolentes habían desaparecido casi por completo, cediendo su puesto a la simpatía, a los gestos espontáneos y sinceros. Sin embargo, era presa de gran excitación.

—¡Qué cosas tan extrañas me pasan hoy! ¿Por qué me hace tan feliz tu presencia, Aliocha? Lo ignoro.

—¿De veras? —dijo Rakitine, sonriendo—. Pues antes no cesabas de insistir en que te lo trajera. Para algo querrías verle.

—Sí, pero el motivo ya no existe. Ha pasado el momento. Ahora voy a darte el buen trato que mereces. Soy mejor de lo que era, Rakitka. Siéntate. Pero ya no es posible rectificar. Ya lo ves, Aliocha: está resentido porque no le he invitado a sentarse antes que a ti. Es muy susceptible. No te enfades, Rakitka. Ya te he dicho que ahora soy buena. ¿Por qué estás triste, Aliocha? ¿Me tienes miedo?

Gruchegnka sonreía maliciosamente, mirándole a los ojos.

—Está apenadísimo. Ha sufrido una decepción.

—¿Una decepción?

—Sí; su staretshuele mal.

—Tú siempre con tus bromas. Aliocha, deja que me siente en tus rodillas. Así.

Se sentó. Como una gata mimosa, rodeó el cuello de Aliocha con su brazo derecho.

—Ya verás como consigo hacerte reír, mi piadoso amigo.

¿Puedo seguir sentada en tus rodillas? ¿No te disgusta? Si te molesta, no tienes más que decirlo y me levanto enseguida.

Aliocha guardaba silencio. Permanecía inmóvil y no respondía a las palabras de Gruchegnka. Pero sus sentimientos no eran los que suponía Rakitine, que lo observaba con ojos suspicaces. Su profunda aflicción ahogaba todas las demás sensaciones. Si le hubiera sido posible analizar las cosas, habría advertido que estaba acorazado contra las tentaciones.

A pesar de la insensibilidad en que le tenía sumido su abrumadora tristeza, experimentó una sensación extraña que le produjo gran asombro: aquella desenvuelta joven no le inspiraba el temor que en su alma iba siempre unido a la imagen de la mujer; por el contrario tenerla sentada en sus rodillas y rodeándole el cuello con el brazo despertaba en él un sentimiento inesperado, una cándida curiosidad que no tenía relación alguna con el temor. Esto era lo que le sorprendía.

—¡Bueno, basta de hablar por hablar! —exclamó Rakitine—. Ahora venga el champán. Me lo prometiste.

—Es verdad, Aliocha: le prometí invitarle a champán si te traía... Fenia, trae la botella que nos ha dejado Mitia. Date prisa. Aunque no soy despilfarradora, los invitaré. No lo hago por ti, Rakitine, pues tú sólo eres un pobre diablo, sino por Aliocha. No tengo humor para nada, pero beberé con vosotros.

—¿Qué es lo que esperas, si puede saberse? —preguntó Rakitine, como si no advirtiese la mordacidad de Gruchegnka.

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